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DEL CODICE A LA PANTALLA: TRAYECTORIAS DE LO ESCRITO
"El libro ya no ejerce el poder que ha sido suyo, ya no es el amo de nuestros razonamientos o de nuestros sentimientos frente a los nuevos medios de información y comunicación de que a partir de ahora disponemos": esta observación de Henri Jean Martin constituirá el punto de partida de mi reflexión. En ella quisiera señalar y nombrar los efectos de una revolución temida por unos y aplaudida por otros, dada como ineluctable o simplemente designada como posible: a saber, la transformación radical de las modalidades de producción, de transmisión y de recepción de lo escrito. Disociados de los soportes en los que tenemos la costumbre de encontrarnos (el libro, el periódico ), los textos estarían de ahora en adelante consagrados a una existencia electrónica: compuestos en el ordenador o digitalizados, escoltados por procedimientos telemáticos, llegan a un lector que los aprehende en una pantalla. Para abordar ese futuro (tal vez es un presente) en el que los textos serán separados de la forma del libro que se impuso en Occidente hace dieciséis siglos, mi punto de vista será doble. Será el de un historiador de la cultura escrita, particularmente atento al unir en una misma historia el estudio de los textos (canónicos u ordinarios, literarios o sin calidad), el de los soportes de su transmisión y diseminación, el de sus lecturas, sus usos, sus interpretaciones. Será, igualmente, el resultado de una participación (en un nivel modesto) en el proyecto de la Biblioteca nacional de Francia. Uno de los ejes esenciales de este proyecto es, efectivamente, la constitución de un importante fondo de textos electrónicos que la biblioteca podrá trasmitir a distancia y que podrán ser objeto de un nuevo tipo de lectura, posibilitado por el correo de lectura computarizado. Mi primera pregunta será esta: ¿cómo situar en la historia larga del libro, de la lectura y de las relaciones con lo escrito la revolución anunciada, de hecho ya empezada, que nos hace pasar del libro (o del objeto escrito) tal como nosotros lo conocemos, con sus cuadernos, sus hojas, sus páginas, al texto electrónico y a la lectura sobre la pantalla? Para responder a esta pregunta hay que distinguir muy bien tres registros de mutación cuyas relaciones quedan aún por establecer. La primera revolución es técnica: ella transformó a mediados del siglo XV los modos de reproducción de los textos y de la producción del libro. Con los caracteres móviles y la prensa para imprimir, la copia manuscrita dejó de ser el único recurso disponible para asegurar la multiplicación y la circulación de textos. De ahí la importancia otorgada a ese momento esencial de la historia de Occidente, considerado como el que marca la Aparición del libro (ese es el título del libro pionero de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin publicado en 19568). O caracterizado como una Printing revolution (así se llama la obra de Elizabeth Eisentein aparecida en 1983). Hoy en día, la atención se ha desplazado un poco, insistiendo en los límites de esta primera revolución. En principio queda claro que, en sus estructuras esenciales, el libro no se modificó por la invención de Gutenberg. Por otra parte, por lo menos hasta cerca de 1500, el libro impreso sigue dependiendo en gran medida del manuscrito: imita de él su compaginación, su escritura, su apariencia y, sobre todo, se considera algo que debe terminarse a mano: la mano del iluminador que pinta iniciales adornadas o historiadas y miniaturas, la mano del corrector, o enmendador, que añade signos de puntuación, rúbricas y títulos; la mano del lector que inscribe sobre la página notas e indicaciones marginales. Por otra parte, y de modo más fundamental, tanto antes como después de Gutenberg el libro es un objeto compuesto de hojas dobladas y reunidas en cuadernos que se amarran unos con otros. En ese sentido, la revolución de la imprenta no es en absoluto una "aparición del libro". En efecto, doce o trece siglos antes de la aparición de la nueva técnica, el libro occidental encontró la forma que seguiría siendo la suya en la cultura de lo impreso. Mirar hacia el Oriente, del lado de China, de Corea, de Japón, nos proporciona una segunda razón para evaluar la revolución de la imprenta. Efectivamente, ésta nos muestra que la utilización de la técnica propia de Occidente no es una condición necesaria para que exista, no solamente una cultura escrita, sino todavía más, una cultura impresa de profundos cimientos. Ciertamente, en Oriente son conocidos los caracteres móviles: ahí fueron incluso inventados y utilizados antes de Gutenberg: en el siglo XI son utilizados caracteres de tierra cocida en China y en el siglo XIII se imprimieron textos con caracteres metálicos en Corea. Pero, a diferencia de Occidente después de Gutenberg, el recurso de los caracteres móviles en Oriente permanece limitado, discontinuado, confiscado por el emperador o por los monasterios. Eso no significa la ausencia de una cultura de lo impreso de gran envergadura, hecha posible gracias a otra técnica: la xilografía, es decir, el grabado en planchas de madera de textos impresos mediante frotamiento. Con presencia desde mediados del siglo VIII en Corea, y a finales de siglo IX en China, la xilografía lleva en la China de los Ming y de los Quing, así como en el Japón de los Tukogawa, a una muy amplia circulación de lo escrito impreso, con empresas de edición comerciales independientes de los poderes, una densa red de librerías y de gabinetes de lectura, y géneros populares ampliamente difundidos. No hay entonces que medir la cultura impresa de las civilizaciones orientales con el único rasero de la técnica occidental, como si aquélla fuera imperfecta o inferior. La xilografía tiene sus propias ventajas: se adapta mejor que los caracteres móviles a las lenguas que se caracterizan por tener un gran número de caracteres o, como en el Japón, por la pluralidad de escrituras; mantiene notablemente vinculadas a la escritura manuscrita y a la impresión, ya que las planchas se graban a partir de modelos caligrafiados; permite, gracias a la resistencia de las maderas que se conservan mucho tiempo, el ajuste del tiraje a la demanda. Esta constatación debe conducir a una apreciación “La revolución actual es mayor que la de Gutenberg. No sólo modifica a la técnica de reproducción del texto, sino también las estructuras y las formas mismas del soporte que transmite a sus lectores” Más justa del invento de Gutenberg. Ciertamente éste es fundamental, pero no es la única técnica capaz de asegurar una muy amplia diseminación del libro impreso. La revolución de nuestro presente es, evidentemente, mayor que la de Gutenberg. No sólo modifica la técnica de reproducción del texto, sino también las estructuras y las formas mismas del soporte que transmite a sus lectores. EL libro impreso, hasta nuestros días, ha sido el heredero directo del manuscrito por la organización en cuadernos, por la jerarquía de los formatos —del folio al libellus—, por las ayudas a la lectura: concordancias, índice, cuadros, etc. Con la pantalla como sustituto del códice, la revolución es mucho más radical, ya que son los modos de organización, estructuración, consulta de lo escrito los que se hallan modificados. Una revolución así requiere entonces de otros términos de comparación. La larga historia de la lectura nos proporciona los esenciales. Su cronología se organiza a partir del señalamiento de las dos mutaciones fundamentales. La primera pone el acento en una transformación de la modalidad física, corporal, del acto de la lectura, e insiste en la importancia decisiva del paso de una lectura necesariamente oralizada, indispensable al lector para la comprensión del sentido, a una lectura posiblemente silenciosa y visual. Esta revolución atañe a una larga edad media, ya que la lectura silenciosa, al principio restringida a los sriptoria monásticos entre los siglos VII y XI, ganaría el mundo de las escuelas y de las universidades en el XII, después el de los aristócratas laicos dos siglos más tarde. Su condición de posibilidad es la introducción de la separación entre las palabras por parte de los escribas irlandeses y anglosajones de la alta edad media, y sus efectos son totalmente considerables al abrir la posibilidad de leer más rápidamente y por tanto de leer más textos, y textos más complejos. Una perspectiva así sugiere dos señalamientos. En principio el hecho de que el Occidente medieval haya debido conquistar la habilidad de la lectura en silencio con los ojos no debe hacernos concluir su inexistencia en la antigüedad griega y romana. En las civilizaciones antiguas, en poblaciones para las cuales le lengua escrita es la misma que la lengua vernácula, la ausencia de separación entre las palabras no impide de ninguna manera la lectura silenciosa. La práctica común en la antigüedad de la lectura en voz alta, para los otros o para sí, no debe atribuirse a la ausencia de dominio de la lectura sólo con los ojos (ésta fue sin duda practicada en el mundo griego desde el siglo VI a.C). Más bien hay que atribuirla a una convención cultural que asocia vigorosamente el texto y la voz, la lectura, la declamación y la escucha. Este rasgo subsiste además en la época moderna, entre los siglos XVI y XVIII, cuando leer en silencio se convirtió en una práctica ordinaria de los lectores letrados. La lectura en voz alta siguió siendo entonces la base fundamental de las diversas formas de sociabilidad, familiares, cultas, mundanas o públicas, y el lector que busca muchos géneros literarios es un lector que lee par los otros o un "lector" que escucha leer. En la Castilla del Siglo de Oro, leer y oír, ver y escuchar son así casi sinónimos, y la lectura en voz alta es la lectura implícita de géneros muy diversos: todos los géneros poéticos, la comedia humanista (pensemos en La Celestina), la novela en todas sus formas, hasta el Quijote, la historia en sí. Segunda observación en forma de pregunta: ¿no habrá que otorgar mayor importancia a las funciones de lo escrito que a su modo de lectura? Si tal es el caso, hay que colocar una cesura esencial en el siglo XII, cuando lo escrito no está ya sólo investido de una función de conservación y de memorización, sino que se compone y copia con fines de lectura, entendida como un trabajo intelectual. A un modelo monástico de la escritura sucede, en las escuelas y universidades, el modelo escolástico de la lectura. En el monasterio, el libro no se copia para ser leído, compendia el saber como un bien patrimonial de la comunidad y comporta usos ante todo religiosos: la ruminatio del texto, verdaderamente incorporada por el fiel, la meditación, el rezo. Con las escuelas urbanas todo cambia: el lugar de la producción del libro, que pasa del scriptorium a la tienda del librero estacionario; las formas del libro, con la multiplicación de abreviaturas, señales, glosas y comentarios, y el método mismo de lectura, ya que no es la participación en el misterio de la palabra sagrada, sino un desciframiento regulado y jerarquizado por la letra (littera), del sentido (sensus) y de la doctrina (sententia). Las conquistas de la lectura silenciosa no pueden pues separase de la mutación principal que transforma la función misma de la escritura. Otra "revolución de la lectura" se refiere, por su parte, al estilo de lectura. En la segunda mitad del siglo XVIII, a la lectura "intensiva" sucedería otra, calificada como "extensiva" . El lector "intensivo" es confrontado con un corpus limitado y cerrado de textos, leídos y releídos, memorizados y recitados, escuchados y conocidos de memoria, transmitidos de generación en generación. Los textos religiosos, y en primer lugar la Biblia en los países de la reforma, con los alimentos privilegiados de esta lectura notablemente marcada por la sacralidad y la autoridad. El lector "extensivo", el de la Leseanet, de la rabia por leer que surge en Alemania en tiempos de Goethe, es un lector totalmente diferente: consume impresos numerosos y diversos, los lee con rapidez y avidez, ejerce a su respecto una actividad crítica que ya no sustrae ningún dominio a la duda metódica. Un diagnóstico parecido ha podido ser discutido. En efecto, son numerosos los lectores "extensivos" en la época de la lectura "intensiva": pensemos en los letrados humanistas que acumulan lecturas para componer sus cuadernos de lugares comunes. Y el caso contrario es aún más cierto: es efectivamente en el momento mismo de la "revolución de la lectura" cuando, con Rousseau, Goethe o Richardson se despliega la más "intensiva" de las lecturas, por medio de la cual la novela se apodera de su lector, lo ata y gobierna como antes hizo el texto religioso. Además, para los lectores más numerosos y más humildes —los de los chapbooks, de la Biblioteca azul, o de la literatura de cordel—, la lectura conserva durante mucho tiempo los rasgos de una rara, difícil práctica que supone memorizar y recitar textos que se vuelven familiares porque son pocos y, de hecho, son reconocidos más que descubiertos. Estas precauciones necesarias que conducen a abandonar una oposición demasiado contrastante entre los dos estilos de lectura, no invalida sin embargo la constatación que sitúa en la segunda mitad del siglo XVIII una "revolución de la lectura". Sus bases están bien señaladas en Inglaterra, en Alemania y en Francia: el crecimiento de la producción del libro, la multiplicación y la transformación de los periódicos, el éxito de los formatos pequeños, el descenso del precio del libro gracias a las ediciones piratas, la multiplicación de las sociedades de lectura (Book-clubs, Lesegesellschaften, cámaras de lectura). Descrito como un peligro para el orden público, como un narcótico (según palabras de Fichte), o como un desarreglo de la imaginación y de los sentidos, este "furor por leer" golpea a los observadores contemporáneos. Jugó indudablemente un papel esencial en desprendimientos críticos que, por toda Europa y particularmente en Francia, alejaron a los súbditos de su príncipe y a los cristianos de sus iglesias. La revolución del texto electrónico es y será también una revolución de la lectura. Leer sobre una pantalla no es leer en un códice. La representación electrónica de los textos modifica totalmente su condición: sustituye la materialidad del libro con la inmaterialidad de textos sin lugar propio; opone a las relaciones de contigüidad, establecidas en el objeto impreso, la libre composición de fragmentos manipulables indefinidamente; a la aprehensión inmediata de la totalidad de la obra, hecha visible por el objeto que la contiene, hace que le suceda la navegación en el largo curso de archipiélagos textuales en ríos movientes. Estas mutaciones ordenan, inevitablemente, imperativamente, nuevas maneras de leer, nuevas relaciones con lo escrito, nuevas técnicas intelectuales. Sin las revoluciones precedentes de la lectura sobrevinieron cuando no cambiaban las estructuras fundamentales del libro, no sucede lo mismo en nuestro mundo contemporáneo. La revolución iniciada es, ante todo, una revolución de los soportes y las formas que transmiten lo escrito. En esto el mundo occidental no tiene más que un solo precedente: la sustitución del volumen por el códice, por el libro compuesto de cuadernos reunidos en lugar del libro en forma de rollo, ocurrida en los primeros siglos de la era cristiana. A propósito de esta primera revolución, que inventa el libro que es aún el nuestro, deben ser planteadas tres preguntas. En principio, la de su fecha. Los hechos arqueológicos disponibles proporcionados por las excavaciones llevadas a cabo en Egipto permiten sacar varias conclusiones. Por una parte, es en las comunidades cristianas donde el códice reemplaza con mayor precocidad y más masivamente al rollo: desde el siglo II, todos los manuscritos hallados de la Biblia que datan del siglo II son de códices escritos en papiro, y, entre los siglos II y IV, 90% de los textos bíblicos y 70% de los textos litúrgicos y hagiográficos que nos han llegado están en forma de códice. Por otra parte, es con un notable desfase que los textos griegos, literarios o científicos adoptan la nueva forma del libro: es solamente en los siglos III y IV cuando el número de códices iguala al siglo III, permanece notable el número de códices iguales al de rollos. Incluso si el cálculo de la fecha de los textos bíblicos en papiro ha podido ser discutido, y a veces retrasado, hasta el siglo III, permanece notable el vínculo entre la preferencia otorgada al códice y los cenáculos cristianos. Una segunda pregunta se refiere a las razones de la adopción de esta nueva forma de libro. Los motivos clásicamente esgrimidos conservan su pertinencia, incluso si hay que matizarlos un poco. La utilización de los dos lados del soporte reduce sin duda el costo de fabricación del libro, pero este uso no ha venido acompañado de otras economías posibles: disminución del módulo de escritura, retraimiento de los márgenes, etc. Por lo demás, el códice permite sin duda reunir una gran cantidad de texto en un volumen mínimo, aunque esta ventaja fue poco explotada de manera inmediata: en los primeros siglos de su existencia, los códices siguieron siendo de talla modesta y contenían menos de ciento cincuenta pliegos (es decir, trescientas páginas). Es a partir del siglo IV, incluso del V, cuando engrosan los códices y absorben el contenido de varios rollos. Finalmente, es innegable que el códice permite una marcación más fácil y un manejo más sencillo del texto: hace posible la paginación, el establecimiento del índice y de las concordancias, la comparación de un pasaje con otro, o incluso el hecho de que el lector, al hojearlo, recorra todo el libro. De ahí la adaptación de la forma nueva del libro a las necesidades textuales propias del cristianismo, a saber: la confrontación de los Evangelios y la movilidad, con fines de predicación, del culto o del rezo, de las citas de la palabra sagrada. Pero fuera de los medios cristianos, el dominio y utilización de las posibilidades ofrecidas por el códice se imponen sólo lentamente. Su adopción parece hecha por lectores que no pertenecen a la elite letrada —ésta permanece por mucho tiempo fiel a los modelos griegos, y por tanto al volumen—, y en principio abarca textos que se encuentran situados fuera del canon literario: textos escolares, obras técnicas, relatos, etc. Entre los efectos del paso del rollo al códice, dos de ellos merecen una atención particular. Por una parte, si el códice imponen su materialidad, no borra las designaciones o representaciones antiguas del libro. En la ciudad de Dios de San Agustín, por ejemplo, si el término "códice" nombra al libro en cuanto objeto físico, la palabra liber se emplea para marcar las divisiones de la obra, y esto guardando memoria de la forma antigua, ya que el "libro", devenido aquí unidad del discurso (La ciudad de Dios abarca 22), corresponde a la cantidad de texto que podía contener un rollo. De igual manera, las representaciones del libro en las monedas y en los monumentos, en la pintura y en la escultura, permanecen por mucho tiempo ligadas al volumen, símbolo de saber y de autoridad, aun cuando el códice ha impuesto ya su nueva materialidad y obligado a nuevas prácticas de lectura. Por otra parte, para ser leído, y por tanto desenrollado, un rollo debe ser sostenido con las dos manos: de ahí, como nos lo muestran los frescos y los bajorrelieves, la imposibilidad para el lector de escribir al mismo tiempo que lee y, de golpe, la importancia del dictado en voz alta. Con el códice el lector conquista la libertad colocando sobre una mesa o un pupitre, el libro en cuadernos ya no exige un movimiento del cuerpo similar. En relación con él, el lector puede tomar sus distancias, leer y escribir al mismo tiempo, ir de una página a otra, a su gusto, o de un libro a otro. Con el códice, igualmente, se inventa la tipología formal que asocia formatos y géneros, así como tipos de libros y categorías de discurso, y se establece por tanto el sistema de clasificación y de marcación de textos que la imprenta heredará y que es todavía el nuestro. ¿Por qué estas miradas hacia atrás, por qué, en particular, llevar la atención hacia el nacimiento del códice? Sin duda, porque la comprensión y el dominio de la revolución electrónica del mañana (o del hoy) dependen en gran medida de su correcta inscripción en una historia de larga duración. Ello permite tomar plena medida de las posibilidades inéditas abiertas por la digitalización de los textos, su transmisión electrónica y su recepción en ordenador. En el mundo de los textos, dos limitaciones, consideradas hasta ahora como imperativas, pueden señalarse. Primera limitación: la que reduce estrechamente las posibles intervenciones del lector en el libro impreso. Desde el siglo XVI, es decir, desde la época en que el impresor tomó a su cargo los signos, las marcas y los títulos, títulos de capítulos o títulos corrientes que, en tiempo de los incunables, se añadían a mano sobre la página impresa por el corrector o el poseedor del libro, el lector no puede insinuar su escritura sino en los espacios vírgenes del libro. El objeto impreso le impone su forma, su estructura, sus disposiciones, y no supone de ninguna manera su participación. Si el lector pretende, de todos modos, inscribir su presencia en el objeto, sólo puede hacerlo ocupando subrepticia, clandestinamente, los lugares del libro que deja la escritura impresa: interiores de la encuadernación, folios dejados en blanco, márgenes del texto, etcétera. Con el texto electrónico ya no pasa lo mismo. El lector no sólo puede someter los textos a múltiples operaciones (puede hacer su índice, anotarlo, copiarlo, desmembrarlo, recomponerlo, moverlo, etc.), sino, más aún, puede convertirse en su coautor. La distinción, muy visible en el libro impreso, entre la escritura y la lectura, entre el autor del texto y el lector del libro, se borra en provecho de una realidad distinta: el lector se convierte en uno de los actores de una escritura a varias manos o, al menos, se halla en posición de constituir un texto nuevo a partir de fragmentos libremente recortados y ensamblados. Como el lector del manuscrito que podía reunir en un solo libro, por su sola voluntad, obras de naturalezas muy diversas, unirlas en un mismo compendio, en un mimo libro-Zbaldone, el lector de la era electrónica puede construir a su placer conjuntos textuales originales cuya existencia, organización e incluso apariencia sólo dependen de él. Pero, además, puede en todo momento intervenir en los textos, modificarlos, reescribirlos, hacerlos suyos. A partir de esta circunstancia se comprende que tal posibilidad pone en tela de juicio y en peligro nuestras categorías para describir las obras, referidas desde el siglo XVIII a un acto creador individual, singular y original, y que fundan el derecho en materia de propiedad de un autor sobre una obra original, producida por su genio creador (la primera vez que se usó el término fue en 1701) se ajusta muy mal al mundo de los textos electrónicos. Así, el Tribunal Supremo de Estados Unidos le ha negado toda pertinencia a esta noción en el caso de la publicación de la guía telefónica. Por otra parte, el texto electrónico permite, por primera vez, remontar una contradicción que ha obsesionado a los occidentales: la que opone, de un lado, el sueño de una biblioteca universal que reúne todos los libros jamás publicados, todos los textos jamás escritos, incluso, como escribió Borges, todos los libros que es posible escribir agotando todas las combinaciones de las letras del alfabeto y, del otro, la realidad, forzosamente decepcionante, de las colecciones que, cualquiera que sea su tamaño, no pueden proporcionar más que una imagen parcial, con lagunas, mutilada, del saber universal. Occidente ha otorgado una figura ejemplar y mítica a esta nostalgia de la exhaustiva perdida: la biblioteca de Alejandría. La comunicación de textos a distancia que anula la distinción, hasta ahora irremediable, entre el lugar del texto y el lugar del lector, vuelve concebible, accesible, este antiguo sueño. Desprendido de su materialidad y de sus antiguas localizaciones, el texto y su representación electrónica pueden ya alcanzar a cualquier lector dotado del material necesario para recibirlo. Suponiendo que todos los textos existentes, manuscritos o impresos, sean digitalizados o, dicho de otra manera, hayan sido convertidos en textos electrónicos, la universal disponibilidad del patrimonio escrito se vuelve posible. Todo lector, allí donde se encuentre, con la condición de que esté conectado frente a un puesto de lectura con la red informática que asegura la distribución de los documentos, podrá consultar, leer o estudiar cualquier texto, cualesquiera que hayan sido su forma y su localización originales. "Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad": esta felicidad "extravagante" de la que habla Borges no es prometida por las bibliotecas sin muros, e incluso carentes de lugar, que serán sin duda las del futuro. Felicidad extravagante, pero tal vez no sin riesgo. En efecto, cada forma, cada soporte, cada estructura de la transmisión y de la recepción de lo escrito afecta profundamente sus posibles usos e interpretaciones. En estos últimos años, la historia del libro se ha interesado en señalar, en diversos niveles, estos efectos de sentido de las formas. Son numerosos los ejemplos que muestran transformaciones propiamente "tipográficas" (en un sentido amplio del término) que modifican profundamente los usos, las circulaciones, las comprensiones de un "mismo" texto. Así sucedió con las variaciones en las partes del texto bíblico, en particular a partir de las ediciones de Robert Estienne y sus versículos numerados. Así ocurrió con la imposición de dispositivos propios del libro impreso (título y página del título, separación en capítulos, grabados en madera) a obras cuya forma original, unida a una circulación únicamente manuscrita, les era totalmente extraña: ahí está, por ejemplo la suerte del Lazarillo de Tormes, letra apócrifa, sin título, sin capítulos, sin ilustración destinado a un público letrado y transformado por sus primeros editores en un libro cercano, por su presentación, a las vidas de santos o a los occasionneis, en ese entonces los géneros de mayor circulación en la España del Siglo de Oro. Así, en Inglaterra, para las obras teatrales, el paso de las ediciones isabelinas, rudimentarias y compactas, alas ediciones que a comienzos del siglo XVIII, adoptando las convenciones clásicas francesas, vuelve visible el corte en actos y en escenas y restituye, mediante la indicación de los juegos de escena, algo de la acción teatral en el texto impreso. De manera que, más todavía, las formas nuevas que se aplican a todo un conjunto de textos ya publicados, más generalmente de origen culto, es con el fin de que puedan alcanzar a los lectores "populares" y constituir así el repertorio de las librerías ambulantes en Castilla, Inglaterra o Francia. Cada vez es idéntica la constatación: el significado, o más bien los significados, histórica y socialmente diferenciados de un texto, cualquiera que éste sea, no pueden separarse de las modalidades materiales en que se dan a leer a sus lectores. De ahí viene, para nuestro presente, una gran lección: la posible transferencia del patrimonio escrito de un soporte a otro, del códice a la pantalla, abre posibilidades inmensas pero también representará una violencia ejercida en los textos al separarlos de las formas que han contribuido a construir sus significaciones históricas,. Suponiendo que, en un futuro más o menos cercano, las obras de nuestra tradición no se transmitan ni se descifren ya sino en una representación electrónica, sería grande el riesgo al ver perdida la inteligibilidad de una cultura textual en la que se llevó a cabo una unión antigua, esencial, entre el concepto mismo de texto y una forma particular del libro: el códice. Nada muestra mejor la fuerza de esta unión que las metáforas que, en la tradición occidental, hacen del libro una figura posible del destino, del cosmos o del cuerpo humano. El libro que ellas manejan, de Dante a Shakespeare, de Ramón Llull a Galileo, no es cualquier libro: está compuesto de cuadernos, formado en folios y páginas, protegido por una encuadernación. La metáfora del libro del mundo, del libro de la naturaleza, tan poderosa en la edad moderna se encuentra como dispuesta en las representaciones inmediatas y arraigadas que asocian naturalmente el texto escrito al códice. El universo de los textos electrónicos significará entonces necesariamente un alejamiento de las representaciones mentales y las operaciones intelectuales que están específicamente ligadas a las formas que ha tenido el libro den Occidente desde hace diecisiete o dieciocho siglos. Ningún orden de los discursos es, en efecto, separable del orden de los libros que le es contemporáneo. Me parece entonces necesario, hoy en día, mantener juntas dos exigencia. Por un lado, necesitamos acompañar de una reflexión histórica, jurídica, filosófica, la mutación considerable que está revolucionando los modos de comunicación y de recepción de lo escrito. Una revolución técnica no se decreta. Tampoco se suprime. El códice la llevó a cabo y suplantó al rollo, incluso si éste, con otra forma y para otros usos (en particular archivísticos) atravesó toda la edad media. Y la imprenta sustituyó al manuscrito como forma masiva de reproducción y de difusión de los textos —incluso si los escritos copiados a mano conservaron su papel en la era de la imprenta para la circulación de numerosos tipos de textos surgidos de la escritura del fuero privado, de las prácticas literarias aristocráticas dirigidas por la figura del gentleman writer, o de las necesidades de comunidades particulares consideradas heréticas, unidas por el secreto de los gremios de la francmasonería, o simplemente cimentadas en el intercambio de los textos manuscritos. Se puede entonces pensar que en el siglo XXV, en el año 2440 que Louis Sebastien Mercier ha imaginado en su utopía publicada en 1771, la Biblioteca del Rey (o de Francia) no será ese "pequeño gabinete" que sólo contiene pequeños libros en duodécimos que concentran únicamente el saber útil, sino un punto en una red, extendida a todo el planeta, que asegure la disponibilidad universal de su patrimonio textual accesible en todas partes gracias a su forma electrónica. Ha llegado el momento de observar mejor y de comprender mejor los efectos de esa mutación y, considerando que los textos no son necesariamente libros, ni siquiera periódicos o revistas (derivados ellos también del códice), de redefinir todas las nociones jurídicas (propiedad literaria, derechos de autor, copyright) y reglamentarias (depósito legal, biblioteca nacional) y biblioteconómicas (catalogación, clasificación, descripción bibliográfica, etc) que han sido pensadas y construidas en relación con otra modalidad de la producción, la conservación y la comunicación de lo escrito. Pero existe para nosotros una segunda exigencia, indisociable de la precedente. La biblioteca del futuro debe ser también el lugar en que se pueda mantener el conocimiento y la comprensión de la cultura escrita en las formas que han sido y son todavía mayoritariamente las suyas hoy en día. La representación electrónica de todos los textos cuya existencia no comienza con la informática no debe significar de ninguna manera la relegación, el olvido, o peor, la destrucción de los objetos que los han portado. Más que nunca, tal vez, una de las tareas esenciales de las grandes bibliotecas es recolectar, proteger, censar (por ejemplo bajo la forma de catálogos colectivos nacionales, los primeros pasos hacia las bibliografías nacionales retrospectivas), los objetos escritos del pasado y, así, hacer accesible el orden de los libros que todavía es el nuestro y que fue el de los hombres y las mujeres que leyeron desde los primeros libros de nuestra era cristiana. Solamente si es preservada la inteligencia de la cultura del códice podrá existir, sin matices, la "extravagante felicidad" que promete la pantalla. |
Actualizado el 25/11/2009 Eres el visitante número ¡En serio! Eres el número |