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ENTRE EL VOLÚMEN Y EL CODEX : LA LECTURA EN EL MUNDO ROMANO
¿En qué momento podemos empezar a hablar de la presencia de verdaderos libros en Roma y de la aparición allí de una práctica real de la lectura? En la Roma de los primeros siglos, el uso de la escritura debe considerarse circunscrito al cuerpo sacerdotal y a los grupos gentilicios, depositarios de los saberes fundamentales de la ciudad, el sacramental y el jurídico, de la medida del tiempo, del orden analítico de los acontecimientos: conocimientos que se encontraban recogidos en libros lintei (de tela de lino, en los cuales se conservaba fundamentalmente el saber sacramental) o en tabulae lignarias. Desde el aspecto más específico de la literatura de Roma, sus formas primitivas estaban relacionadas con el restringido círculo de la clase dirigente y con exigencias concretas de la vida social: prosa oratoria de estilo sobrio, mortuorum laudationes, informes de magistratura, memorias de la ciudad escritas sin ornamento retórico alguno. Catón el Censor (234-149 a.C.) leía sus oraciones en tablillas; y él mismo compuso y escribió: «en gruesos caracteres» -con el objeto de hacerla más clara para la lectura- una «historia de Roma» para que cuando su hijo aprendiera las primeras nociones de la lectura y la escritura pudiera aprovechar la experiencia del pasado. Nos encontramos aún lejos de los verdaderos libros y prácticas de lectura, pero la época de Catón señala un momento de desarrollo. En el 181 a.C. fueron encontrados los llamados «libros de Numa», rollos de papiro envueltos en hojas de cedro. Estos rollos -por lo que deducimos de fuentes que no dejan de ser contradictorias- en parte eran griegos y de contenido filosófico-doctrinal, fueron quemados porque eran contrarios a la religión institucional; otra parte era latina y de iure pontificum, «de derecho pontificio». Sin embargo eran falsos: «de aspecto demasiado nuevo» los describe Livio; lo cual significa que en aquella época el volumen, el libro en forma de rollo de papiro difundido desde hacía tiempo en el mundo heleno, ya era conocido en Roma, y que aquí se importaba el mismo papiro, de modo que incluso se podían fabricar libros. En ese mismo periodo de tiempo en Ennio y, algunas décadas más tarde, en Lucilo se encuentran los primeros testimonios auténticos de uso de este material escrito -y, por tanto, del rollo como soporte de textos literarios- en el mundo literario.
El fenómeno está relacionado con
dos hechos de capital importancia y que connotan la cultura romana entre los
últimos años del siglo III y de los inicios del siglo I a.C.: el nacimiento de
una literatura latina basada en modelos griegos, y la llegada a Roma de
bibliotecas completas griegas, provenientes de botines de guerra, en una época
en la que cada vez eran más importantes las influencias helénicas, junto con la
aparición de un maniático coleccionismo de objetos de producción griega. De este
modo, los libros griegos importados representaron el modelo para el libro latino
que estaba a punto de nacer. Obras como la Odisea de Livio Andrónico y el Bellum
Punicum de Nevio fueron escritos en volumina de papiro, pero, según parece,
originariamente no se repartieron en una serie ordenada de libros siguiendo una
programación editorial concreta. Por el contrario, la subdivisión de los Annales
de Ennio en dieciocho libros desde su composición, y la partición del proemio de
Nevio en siete libros realizada posteriormente por el gramático Ottavio
Lampadione, indican que poco a poco se abría paso -gracias a la presencia cada
vez más amplia de los modelos de libros griegos- una consciencia de la relación
entre texto y libro. Se trataba no sólo de realizar una transposición de las
exemplaria Graeca en un contexto cultural diferente, sino también de adquirir
una disciplina de conjunto de la organización librera que, inspirandose en esos
modelos, pudiera ordenar y disponer el texto para la lectura de un modo cada vez
más funcional. LAS MODALIDADES DE LA LECTURA La lectura del libro literario requería un alto grado de dominio técnico y cognoscitivo. En otros casos era suficiente tener un cierto nivel de alfabetización: en concreto, la lectura de manifiestos, documentos o mensajes se hacía más fácil por la repetición de ciertas fórmulas. Hasta los siglos II y III d.C. «leer un libro» significaba normalmente «leer un rollo». Se tomaba el rollo en la mano derecha y se iba desenrollando con la izquierda, la cual sostenía la parte ya leída; cuando la lectura terminaba, el rollo quedaba envuelto todo él en la izquierda. Estas fases, así como algunos gestos y momentos complementarios, están ampliamente testimoniados en las representaciones figurativas, sobre todo en los monumentos funerarios. En ellos encontramos: el rollo dentro de dos cilindros mantenidos pro ambas manos que delimitan una sección más o menos amplia del texto que se estaba leyendo; el rollo abierto a modo de «lectura interrumpida» sostenido por una sola mano que, asiendo los dos cilindros por los extremos, deja libre la otra mano; el rollo por la última parte, asomando hacia la derecha, pues ya la lectura se estaba concluyendo; y por último, el pergamino completamente enrollado de nuevo, sujeto en la mano izquierda. Algunas fuentes, tanto iconográficas como literarias, demuestran también la utilización de un atril de madera que mantenía el rollo mientras se leía y que está apoyado en el regazo del lector sentado, o bien montado en un pequeño soporte. Según estas modalidades de lectura, se podía variar libremente el segmento de apertura del rollo, de tal modo que se podía leer una sola columna de la escritura, o, normalmente, más columnas, quizá hasta cinco o seis, a juzgar por la medida de la parte desenrollada que muestran algunas representaciones; en este último caso la mirada del lector se iba deteniendo sobre la columna que leía, pasando fácilmente de una a otra durante la lectura del texto. En el caso de los rollos ilustrados, los ojos del lector podían «leer» una secuencia de imágenes casi simultáneamente, completando con la mente las distancias temporales o espaciales entre las escenas representadas. Pero las descripciones iconográficas muestran asimismo las situaciones de la lectura. Se puede observar al lector solo con su libro o mientras lee ante un auditorio que lo escucha; al maestro en plena lectura en la escuela, al orador que declama su discurso con el escrito ante sus ojos, el viajero leyendo en el carruaje, el comensal tumbado leyendo un rollo que tiene entre la manos y a la adolescente leyendo atentamente de pie o sentada en una galería. De fuentes literarias se sabe que se leía también cuando se iba de caza, mientras se esperaba que la pieza cayera en la red o durante la noche para vencer el tedio del insomnio. La lectura, en definitiva, al igual que en los tiempos actuales, parece haber sido una operación muy libre, no sólo en las situaciones sino también en la fisiología. Las condiciones para aprender a leer resultan diferentes según las épocas, estado social y las circunstancias. En general, el aprendizaje se producía en el ámbito familiar o con maestros particulares o en la escuela pública. Las fases y los niveles de adiestramiento eran variados y probablemente se procedía con letras de cuerpo diferentes, empezando desde los más grandes. La capacidad de leer podía detenerse en los mínimos indispensables (leer las letras mayúsculas, como Hermerote, el personaje de Petronio), o alcanzar un aprendizaje completo con maestros de gramática y de retórica, llegando a niveles muy avanzados, hasta un perfecto dominio. Pero antes aún de aprender a leer se aprendía a escribir. Los niños en edad escolar (aunque debemos advertir que esta edad se muestra desigual, según las épocas, entre el centro y la periferia, y entre las diversas clases sociales, por lo que no se puede determinar fácilmente) tenían que aprender sobre todo «las figuras y los nombres de las letras» en riguroso orden alfabético, en ocasiones con ayuda de figurillas de marfil u otros objetos similares y entonces aprendían a escribir siguiendo el surco de las letras que el maestro había grabado en una tabla de madera, que después ellos mismos debían grabar con letras; las frases posteriores estaban constituidas por el trazado de sílabas, de palabras enteras y por último, frases. El aprendizaje de la lectura, separado del de la escritura, se producía en un segundo momento, aunque existían algunos casos -que habían abandonado la escuela en los primeros grados- de personas capaces de escribir, pero no de leer. Del mismo modo, los ejercicios iniciales de lectura tenían base en primer lugar el conocimiento de las letras, después de sus asociaciones silábicas y de palabras completas; el ejercicio continuaba con una lectura realizada lentamente durante largo tiempo, hasta que no se llegaba poco a poco a una emendata velocitas, es decir, un considerable grado de rapidez sin incurrir en errores. El aprendizaje se hacía en voz alta, y mientras la voz pronunciaba las palabras ya leídas, los ojos debían mirar las palabras siguientes, hecho que Quintiliano, que es la fuente de estas noticias, considera una operación dificilísima, pues requería una dividenda intentio animi, es decir, «un desdoblamiento de la atención». Cuando la lectura era ya segura y desenvuelta, la mirada era más rápida que la voz. Se trataba de una lectura visual y vocal a la vez. La expresión elogiosa de Petronio librum ab oculo legit referida a un esclavo-lector alude a esta capacidad del ojo experto en descifrar inmediatamente la escritura, pero queda la duda de si se trataba de una lectura sólo visual (y, por tanto, silenciosa) o también era vocal. La manera más habitual de leer era en voz alta, fuera cual fuera el nivel o el objetivo, por lo que nos cuenta el mismo Quintiliano y por distintos testimonios. La lectura podía ser directa o también realizada por un lector que se interponía entre el libro y quien lo escuchaba, bien individuo o bien auditorio. En el caso de ciertas composiciones poéticas, se alternaban varias voces lectoras, según la estructura del texto. Estas prácticas explican asimismo la interacción tan estrecha entre scrittura literaria y lectura. La primera estaba dominada por la retórica, que imponía sus categorías a las otras formas literarias: poesía, historiografía, y tratados filosóficos o científicos. Por eso aquélla requería, sobre todo en el caso de lecturas para un auditorio, una lectura expresiva, modulada por tonos y cadencias de voz adecuadas al carácter específico del texto y a sus movimientos formales. No es casual que el término que indica la lectura de la poesía es con frecuencia cantar y canora, pues es la voz la que interpreta. En suma, leer un texto literario era prácticamente ejecutar una partitura musical. Ya desde la lectura escolar en Roma se prevé que el puer, el adolescente, aprenda «dónde... contener la respiración, en qué punto dividir la línea con una pausa, dónde se concluye el sentido y dónde empieza, cuándo hay que alzar o bajar la voz, con qué inflexión se debe articular cada elemento con la voz, cuál es más lento o más rápido, o debe decirse con más ímpetu o más dulzura». Se iniciaba este tipo de ejercicio con la lectura de Homero y Virgilio; luego se pasaba a los líricos, a los trágicos y a los cómicos, pero, por ejemplo se leían de Horacio sólo unos fragmentos y se evitaban las partes más licenciosas; se leían también a los poetas y prosistas arcaicos, En definitiva, en las escuelas de retórica se leían a los oradores y a los historiadores, en silencio, siguiendo por el libro la lectura del maestro, o se turnaban para leer en voz alta, pues de este modo conseguían resaltar los posibles defectos formales del texto. El hecho de leer en profundidad a un autor complejo significaba no detenerse en la «piel», sino llegar hasta la «sangre» y la «medula» de la expresión verbal. Del esfuerzo que a veces requería la lectura en voz alta da testimonio la terapia del ritmo, que se refiere a la lectura como uno de los ejercicios físicos beneficiosos para la salud, aún más si se piensa que aquélla se acompañaba con movimientos más o menos acentuados de la cabeza, del tórax y de los brazos. De este modo, se puede explicar el motivo iconográfico -frecuente en el caso de la lectura de rollos- de la «lectura interrumpida»: ésta se interrumpía no sólo por motivos ocasionales (explicar un fragmento, comentar algo, hacer una pausa), también para dejar libre una mano y destacar con mayor gestualidad algunos momentos. La voz y el gesto daban a la lectura el carácter de una performance. La lectura expresiva condicionaba a su vez la escritura literaria, que, por estar destinada a ser leída habitualmente en voz alta, exigía la práctica y el estilo propios de la oralidad. Así, las fronteras entre el libro y la palabra se muestras muy difuminadas. Y, por tanto, la composición del texto acompañada por el susurro de la voz se autógrafa, o se dicta, o bien por la lectura-ensayo del texto, realizada por el autor a los amigos -también de ésta encontramos numerosos testimonios- eran medios funcionales para un escrito que sustancialmente estaba destinado al oído, y que podía resentirse de las excepciones de las rigurosas normas estilístico-retóricas. Así pues, la voz entraba a formar parte del texto escrito en cada fase de su recorrido, desde el remitente al destinatario. «Se deberá componer siempre del mismo modo en el que se deberá dar voz al escrito», teorizaba Quintiliano. De todos modos, existían diferencias de sonoridad en la lectura en voz alta, según las ocasiones y las tipologías textuales. Dejando aparte el caso de los lectores expertos o profesionales, la lectura era una operación lenta. Una primera dificultad podía ser el tipo de escritura, a veces «librera», caligráfica, y otras veces semicursiva o cursiva y adornada con complicados lazos: no todos lo que tenían práctica en una de ellas eran capaces de leer fácilmente (o incluso solamente leer) la otra. La cadencia sonora, además, frenaba la velocidad de la vista, y cuanto más se frenaba la voz más clara era la lectura, pues se articulaba la pronunciación de los tonos. Pero había además otros factores que dificultaban la lectura rápida. Hasta el siglo I d.C. en Roma se utilizaban interpuncta, los puntos que indicaban la separación la separación entre las palabras; pero a partir de finales de siglo prevaleció incluso en los textos la scriptio continua, muy arraigada en el mundo griego. La escritura era bastante confusa, ya que como era continuada impedía a una vista no suficientemente avezada individualizar enseguida la separación de las palabras y captar el sentido. Para la comprensión del significado del texto era una ayuda segura la articulación vocálica del texto escrito, pues el oído, aún mejor que la vista, podía captar -una vez descifrada la escritura- la sucesión de las palabras, el significado de las frases, el momento de interrumpir la lectura con una pausa. Los signos ortográficos o de puntuación eran funcionales no tanto para la interpretación lógica sino más bien para la estructuración «retórica» del escrito, y tenían como objeto señalar pausas de respiración y de ritmo para la lectura en voz alta; por ello se utilizaban sistemáticamente o tenían un valor invariable. Había además una ventaja en el uso de la scriptio continua. Ésta proponía un texto neutro al lector, el cual de este modo podía marcar las divisiones y pausas por iniciativa propia en relación con la dificultad del escrito y sobre todo según su nivel de comprensión textual, es decir, su modo de leer. De cualquier modo, a falta de sólidos dispositivos dispuestos por el autor y de la presentación editorial del texto, una buena lectura requería además de un cierto grado de conocimientos y ejercicios, una adecuada preparación material del escrito mediante intervenciones correctas para subdividir las palabras, señalar las pausas e indicar frases afirmativas o interrogativas o estructuras métricas. «L'un des grands procédes des romains» fue también la práctica de la lectura en público. El «lanzamiento» de las obras literarias se realizaba por medio de una ceremonia colectiva, las recitationes, y en realidad recitar en lengua latina no significa cualquier recitado de memoria, sino la «doble operación de la vista y de la voz», es decir la lectura de un escrito realizada ante un auditorio. Estas recitationes tenían lugar en espacios públicos: auditoria, stationes, theatra. Su duración estaba normalmente medida por el contenido de un rollo; por eso tenían una duración variable, dentro de los límites de las convenciones técnico-libreras al que el rollo mismo estaba sujeto, aparte había casos concretos. Pero lo más importante es destacar el carácter de vínculo social, de complicidad mundana y de hábito intelectual de estas lecturas públicas, las cuales en cuanto «ritos» literarios y sociales contaban con la presencia no sólo de individuos preparados y cultos, menos dados a las cuestiones militares y por ello inclinados a escuchar más que a la lectura, también asistían individuos que no prestaban atención ni tenían interés por ella. Gracias a estos «ritos», la participación en el «lanzamiento» de los libros y en la circulación de ciertas obras comprendía un público más variado y no sólo el de los auténticos lectores. Además del ejercicio de la lectura individual e íntima, en privado era frecuente la lectura doméstica, ejercitada por un lector, esclavo o liberto; ésta es una figura habitual en las casas de los romanos ricos, de la que poseemos numerosos testimonios. El mismo Augusto tenía lectores a su servicio. Y más en general debemos creer que este hecho normalmente lo ponían en práctica quienes eran capaces de leer por sí mismos. Igualmente, es un dato demostrado la lectura en privado realizada por un lector con ocasión de alguna reunión festiva; y se dan casos también de «ensayos de lectura» que el autor de algún escrito ofrecía a unos pocos amigos íntimos. Estas lecturas contribuían, así, a cimentar amistades, a emprender nuevas relaciones sociales, a perpetuarlas, o, en el caso de las clases emergentes, a imitar hábitos cultos. Bastante menos frecuente era la lectura silenciosa, pero no era del todo insólita. Tal vez se practicaba fundamentalmente en el caso de cartas, documentos y mensajes, pero existen testimonios -desde Horacio a san Agustín- de que se realizaba incluso con textos literarios. Realmente, sobre todo en el mundo de la Roma imperial, las modalidades de lectura, al igual que las actitudes y las situaciones, se muestran libres. En la época contemporánea, le lectura silenciosa representa la última fase de un aprendizaje que empieza con el método de lectura en voz alta y pasa a través de una lectura en voz baja, de modo que la diferencia entre los dos modos de leer -el vocal y el visual- puede ser considerada índice de un bajo nivel sociocultural en una sociedad determinada. Pero en la Antigüedad, la lectura silenciosa no indicaba una técnica más avanzada respecto a una experta lectura en voz alta; de los testimonios que se poseen de ello parece que se trataba de una elección en la cual influían factores o condiciones especiales, como el estado de ánimo del lector. Debemos creer que aquélla la practicaban individuos que iban siguiendo a la lectura que se hacía en voz alta. Existía además la lectura en voz baja; también ésta correspondía no tanto al nivel de lectura, como a factores de otro orden, relacionados con las situaciones de la lectura o la índole del texto. Las lecturas especialmente «expresivas» concernían sobre todo a un cierto tipo de literatura, la que estaba dominada por la retórica y sus artificios a los que podían acceder como lectores o como auditorio los individuos más cultos, todo aquellos que conocían los instrumentos de la retórica. Pero había otras lecturas, que respondían a las exigencias de un público estratificado, como era el que se individualizó en los primeros siglos del Imperio. Cuando Apuleyo, en la introducción de su novela, dice que quería acariciar la oreja de sus lectores lepido susurro, destina sus Metamorfosis a ese público para que hagan una lectura individual, en voz baja. En efecto, en voz baja o silenciosa, debía ser la lectura no sólo de la narrativa, sino más en general de la literatura de entretenimiento, que era menos adecuada para realizar en voz alta y en público.
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Actualizado el 25/11/2009 Eres el visitante número ¡En serio! Eres el número |