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EN EL VIÑEDO DEL TEXTO.

LIBRO Y LECTURA EN LA UNIVERSIDAD

MEDIEVAL

 

Del conjunto de escenas que componen el retablo de la cultura

escrita en los siglos centrales de la Edad Media, sin duda una de las

más significativas es la representada por el libro universitario, su

función y tipología. Tras la invención del códice, en la Roma de los

siglos II al V, el asentamiento del leer en silencio, luego extendido

a otros sectores sociales no universitarios y a otros espacios de lec-

tura, se puede considerar uno de los episodios más singulares en la

trayectoria de la cultura escrita occidental, si se quiere una de las

«revoluciones» que jalonan su andadura.

La creación de las universidades acarreó una serie de transfor-

maciones en el sentido y la finalidad del saber cuyos efectos tam-

bién se dejaron notar en la concepción de la lectura. Se acuña enton-

ces el llamado modelo escolástico caracterizado por una relación

más intelectual y reflexiva con los textos cimentada en la difusión

de la lectura personal en voz baja. Durante siglos lectura y silencio

se han considerado términos inseparables, y esta asociación tiene

mucho que ver con lo que supuso dicha práctica. Ésta, a su vez, per-

mite ver la interrelación que se establece entre las formas materiales

de lo escrito y las experiencias o los modos de apropiación. El texto

universitario medieval responde, como veremos, a una organización

y disposición de la escritura ligada estrechamente a la finalidad del

mismo. Las elecciones gráficas seguidas en cada obra, los sistemas de

compaginación o la riqueza de los elementos paratextuales son otras

tantas cepas del «viñedo» formado por la pecina, y por ende, otros tan-

tos indicadores del peregrinaje de sabiduría que constituye la lectura.

Por supuesto, para comprenderlo es preciso considerar, prime-

ramente, el revulsivo que significó el nacimiento de las Universida-

des y con ellas del «intelectual»* medieval dentro del más amplio

fenómeno del renacimiento urbano del siglo XII.

 

1.      Universidad, enseñanza y lectura

 

Como es sabido, las primeras universidades europeas propiamente

dichas nacieron en el curso de los siglos XII, Bolonia, y sobre todo

XIII, París, Montpellier, Oxford, Palencia o Salamanca; en muchos

casos a partir de las escuelas eclesiásticas o urbanas preexistentes.

Fue en éstas donde se anticiparon una serie de cambios en los métodos de enseñanza y, en particular, en lo que concierne al impulso

dado a la cultura latina, base del llamado «renacimiento cultural»

del siglo xn:

Todavía en el año 1100 una biblioteca podía estar dotada de la

Biblia y de los textos de la Patrología latina (es decir, las obras de

los Padres de la Iglesia y de los autores altomedievales) con aposti-

llas de la época carolingia, de algún libro del oficio divino y de

muchas vidas de santos, las obras de Boecio (libro de estudio que

no podía faltar), de algún fragmento de historia local y tal vez de

algún clásico latino pero cubierto de una densa capa de polvo. En

los aledaños del 1200, o poco después, ya podemos esperar encon-

tramos no sólo más copias de las mismas obras, cualitativamente

mejores, sino también el Corpus iuris civilis, y los clásicos, en parte

sustraídos al olvido, los compendios del derecho canónico de Gra-

ciano y de los últimos papas, la teología de san Anselmo, de Pedro

Lombardo y de otros, los primeros textos de la escolástica, las obras

de san Bernardo y de otros notables protagonistas del mundo

monástico, obras de historia, de poesía, epistolarios, la filosofía, las

ciencias matemáticas y la astronomía, desconocidas para las pri-

meras generaciones medievales y asumidas en el curso del siglo xii

desde el mundo griego y el árabe. Por no hablar de la gran produc-

ción épica francesa y de las excelencias de la lírica provenzal, de las

primeras obras de la alta cultura alemana.

De hecho, entre las tesis que se han sustentado para explicar el

origen de las universidades, una de ellas insiste en la remoción que

acarreó el descubrimiento de la filosofía aristotélica. Otros autores,

sin embargo, han dado más relevancia a la presión social efectuada

por cuantas personas aspiraban a obtener los diplomas con que

optar a los nuevos puestos generados por la reforma de la Iglesia y,

en particular, por la construcción del Estado.

Sea cual fuere la razón, o ambas a la par, lo cierto es que la crea-

ción de los studia generalis, reconocidos y unificados bajo este títu-

lo por el papado a mediados del siglo XIII, vino acompañada de nue-

vos aires en la concepción del saber, en los contenidos de la

enseñanza, en los métodos empleados, y, por lo tanto, en el papel

desempeñado por la cultura escrita. Las universidades heredaron la

tradición del trivium y quadrivium, pero lo completaron con otras

materias: el derecho civil y canónico, seguidos, según la concreta

orientación de cada Universidad, de la teología, la filosofía o la

medicina. Asimismo, tanto las enseñanzas impartidas como la pro-

cedencia de los maestros y de los escolares advertía ya de una fuer-

te impregnación laica, que contrastaba abiertamente con el clerica-

lismo de los siglos precedentes. En el caso de París, por ejemplo, la

difusión cobrada por el aristotelismo suscitó una reivindicación de

la autonomía intelectual y profesional de los regentes en artes,

deseosos de comentar libremente los textos filosóficos sin tener que

ceñirse a los dictámenes de los teólogos.

La importancia atribuida al conocimiento tuvo su demostración

en el valor dado a la reflexión y a la dialéctica dentro del proceso de

aprendizaje. La lectio consistía en la lectura comentada de un texto

por parte del profesor, quien se encargaba de aclararlo en sus aspec-

tos gramaticales (Jittera) y de contenido (sensus) a fin de proponer

una quaestio sobre la que discurrir y formular una conclusión o

determinatio: «Expositio tria continet: litteram, sensum, sententiam.

Littera et congrua ordinatio dictiorum, quam etiam constructionem

vocamus. Sensus est facilis quaedam et aperta significatio, quam lit-

tera prima fronte praefert. Sententia est profundior intelligentia,

quae nisi expositione vel interpretatione non invenitur. In his ordo

est, ut prima littera, deinde sensus, deinde sententia inquiratur: quo

facto, perfecta est expositio». A renglón seguido se producía la dis-

putado, esto es, el debate, dirigido por el maestro, alrededor del

tema planteado: «In tribus igitur consistit exercitium Sacrae Scrip-

turae: circa lectionem, disputationem et praedicationem. Cuilibet

istorum mater oblivionis et noverca memoriae est nimia prolixitas.

Lectio autem et quasi fundamentum, et substratorium sequentium;

quia per eam caeterae utilitates comparantur. Disputatio quasi

paries est in hoc exercito et aedificio; quia nihil plene intelligitur,

fideliterve praedicatur, nisi prius dente disputationis frangatur. Prae-

dicatio vero, cui subverviunt priora, quasi tectum est legens fide-

les ab aestu, et a turbine vitiorum. Post lectionem igitur Sacrae

Scripturae, et dubitabilium, per disputa ionem, inquisitionem, et

non prius, praedicandum est; ut sic cortina cortinam trahat, et cae-

tera»'°. Además existía otra modalidad de disputatio, más solemne

y extraordinaria, la llamada quodlibet, en tomo a cualquier tema y

protagonizada por los maestros.

Se trataba, como puede verse, de un método de enseñanza basa-

do en la discusión en tomo a las obras y a los autores programados

a lo largo del curso, de ahí la función central desempeñada por el

libro como instrumento de trabajo y, en consecuencia, por la lectu-

ra". Ésta dejó de ser el acto a través del cual se obtenía el alimento

espiritual depositado en los escritos bíblicos, según había sido

norma común en la alta Edad Media, y se convirtió en una expe-

riencia de conocimiento. Por ello, el rasgo más sobresaliente de la

lectura escolástica era su vinculación con la enseñanza', conforme

lo indica el título mismo de una de las obras más representativas de

ello, el Didascalicon, de Hugo de San Víctor (fl 141), escrito hacia

1128, cuyo incipit lo dice todo: «Omnium expetendorum prima est

sapientia», es decir, «de entre todas las cosas a reivindicar, la pri-

mera es la sabiduría».

Contemporáneamente, Juan de Salisbuiy, en su obra Metalogi-

con (ca. 1159), donde explica la importancia del trivium, trató de

acleirar la ambigüedad clásica del término legere, empleado en la len-

gua latina para designar tanto el acto de «enseñar» como el de

«leer». Propuso, jwr ello, que en lugar de dicha expresión se emplea-

ran los vocablos pre/ecíio, «para lo referente al intercambio entre

el maestro y el discípulo», y lectio, para definir «lo que se refiere al

examen atento de las Escrituras».

Esta distinción constituye la idea principal que Hugo de San Víc-

tor desarrolla en su Arte de leer, obra en la que encontramos plena-

mente asentado el nuevo concepto de la lectura. Tanto que puede

decirse que ésta es una creación medieval nacida para designar una

práctica caracterizada por la lectura comentada. Frente a los usos

imperantes en la alta Edad Media, donde dominaba la.performance

oral o la pronunciación susurrada de los textos, aparte de la más

extraordinaria lectura en silencio; la escolástica comporta la conso-

lidación de esta última. La lectura, en suma, como búsqueda del

conocimiento y de la sabiduría, cuya expresión más visible se

encuentra en la factura del libro universitario. Éste, según veremos,

se concibió a partir de la relación establecida entre el texto y su

comentario, de tal modo que, inicialmente, el término legere desig-

naba precisamente el método de enseñanza simbolizado por los

manuscritos comentados y glosados. Estos añadidos, responsabili-

dad de los maestros universitarios, tenían la función de orientar la

lectura y de aliviar la complejidad de los textos. Servían como una

guía para acceder al pensamiento de las auctoritates y para aproxi-

marlo a los escolares.'* De ahí, por ejemplo, la importancia atribui-

da a los comentarios, según atestigua, entre otros, Egberto de Lieja,

un maestro del siglo XI, en su obra Fecunda ratis, donde afirma:

«Qui sine commento rimaris scripta Maronis, / Inmunis nuclei solo

de cortice rodis» [«Si tratas de entender a fondo los escritos de

Marone sin un commento, no conseguirás llegar al núcleo sino que

te quedarás en la corteza»].

En ese contexto, el libro se convirtió en un instrumento de tra-

bajo dado que la lectura escolástica requería la consulta de un

amplio número de ellos. El lector no tendía tanto a su lectura ínte-

gra, sino que los leía en diagonal, es decir, atendiendo a los párra-

fos y citzis más relevantes, destacados, además, por la función orien-

tadora de los comentarios y de las glosas, donde quedaba reflejado

el magisterio del profesor.

 

2.      La nueva cultura del libro

 

La ampliación del saber supuso el desarrollo de una «nueva cul-

tura del libro», que no lo fue sólo por los cambios introducidos en

los sistemas de copia y composición de los manuscritos, cuanto por

la proliferación de nuevos textos e instrumentos intelectuales orien-

tados a facilitar el uso de los libros y la adquisición del saber. Éstos

fueron básicamente de dos tipos: por un lado, las sumas, compen-

dios y florilegios, donde se reunió lo fundamental del conocimien-

to en una o más disciplinas; y por otro, las tablas e índices, pensa-

das para organizar la materia tratada y facilitar su consulta.

 

2.1.           Sumas, compendios y florilegios

 

La necesidad de un acceso rápido y sencillo a las doctrinas del

conocimiento está en la base del desarrollo que alcanzaron enton-

ces las sumas, es decir, los compendios de la doctrina concerniente

a un determinado campo del saber. Como es notorio, las principa-

les obras de esta naturaleza producidas en el siglo xii fueron la

Glosa ordinaria, referida a la Biblia, que se inició a finales del si-

glo XI para completarse hacia 1230; el Decreto de Graciano, para el

derecho canónico; y el Libro de las sentencias de Pedro Lombardo,

para la materia teológica. Todas ellas son el resultado del esfuerzo

hecho entonces por asimilar y organizar sistemáticamente los tex-

tos de las autoridades. Sus ventajas se encuentran sintetizadas en el

prefacio al Libro de las Sentencias, cuya elaboración se hizo, según

confiesa el autor, «brevi volumine complicans Patrum sententias,

appositis eorum testimoniis, ut non sit necesse quarenti librorum

numerositatem evolvere, cui brevitas quod quaeritur offert sine labo-

re»"; o en el prólogo a la Suma teológica de Tomás de Aquino, donde

el autor argumenta en estos términos los motivos que le llevaron a

componer la obra:

El doctor de la verdad católica tiene por misión no sólo

ampliar y profundizar los conocimientos de los iniciados, sino

también enseñar y poner las bases a los que son incipientes,

según lo que dice el Apóstol en 1 Cor 3, 1-2: Como a párvulos en

Cristo, os he dado por alimento leche para beber, no carne para

masticar. Por esta razón en la presente obra nos hemos propues-

to ofrecer todo lo concerniente a la religión cristiana del modo

más adecuado posible para que pueda ser asimilado por los que

están empezando.

Hemos detectado, en efecto, que los novicios en esta doctrina

se encuentran con serias dificultades a la hora de enfrentarse a la

comprensión de lo que algunos han escrito hasta hoy. Unas veces,

por el número excesivo de inútiles cuestiones, artículos y argu-

mentos. Otras, por el mal método con que se les presenta lo que es

clave para su saber, pues, en vez del orden de la disciplina, se sigue

simplemente la exposición del libro que se comenta o la disputa que

da pie a tal o cual problema concreto. Otras veces, por la confusión

y aburrimiento que, en los oyentes, engendran las constantes repe-

ticiones.

 

 

Confiando en la ayuda de Dios intentaremos poner remedio a

todos esos inconvenientes presentando de forma breve y clara, si el

problema a tratar lo permite, todo lo referente a la doctrina sagrada'*

A diferencia de las sumas, las enciclopedias reunían los conteni-

dos básicos del saber en varios campos. Aunque también las había

anteriores, como las Etimologías de Isidoro de Sevilla o De rerum

naturis de Rabino Mauro; sin embargo, en la cojointura que esta-

mos analizando vieron la luz obras como De natura rerum de Ale-

jandro Neckham (ca. 1195), De finibus rerum de Amoldo de Sajonia

(ca. 1220), De proprietatibus rerum de Bartolomé el Inglés (ca. 1240),

De natura rerum de Tomás de Cantimpré (ca. 1245), o el Speculum

maius de Vicente de Beuavais (ca. 1245-1260). Y junto a éstas, los

glosarios y léxicos, como el Elementarium Doctrinae Erudimentum

de Papias".

Más específicos, y encaminados al manejo de las sentencias, citas

y expresiones breves y susceptibles de ser memorizadas eran los flo-

rilegios^^. Es cierto que no se trataba de una tipología textual nueva,

pues era conocida, entre otros, por san Jerónino o Alcuino de York;

pero sí que disft-utó de un notable suceso en el marco de la ense-

ñanza universitaria, básicamente porque permitía acceder a lo esen-

cial a propósito de un autor, de un sujeto o de un concepto. De

manera que, en un momento de incremento de los libros y de cier-

ta dificultad para acceder a ellos por su coste, los florilegios vinieron

a ser el remedio más oportuno. No en vano el vocabulario de la

época, muy variado en lo que respecta al modo de designarlos, suele

hacerlo con el verbo colligere, insistiendo así en la idea del compen-

dio. Aunque por esto mismo, otros los rechazaron.

De acuerdo con los estudios de Munk Olsen, las intervenciones

del compilador debían restringirse a los siguientes aspectos: 1) la

elección de las obras; 2) la organización de los extractos; 3) la agre-

gación de títulos o subtítulos que resumieran el contenido de los

extractos o que permitieran llamar la atención sobre un determina-

do asunto; 4) modificaciones menores; y 5) la composición de pre-

facios, prólogos o epílogos.

En suma, el florilegio se podría definir como la selección efec-

tuada a partir de un mínimo de dos extractos de autores diferentes

sin más intervenciones del compilador que las señaladas.

 

2.2.           Concordancias y tablas

 

Aparte de las sumas y florilegios, a finales del siglo XII empeza-

ron a consolidarse una serie de avances en los sistemas de referen-

cia con el fin de facilitar la consulta y la lectura de los libros, sobre

todo por necesidades del culto y del estudio. Dichos cambios resul-

taron del afianzamiento de un nuevo modo de pensar para el que

era imprescindible el acceso rápido a los textos de las auctoñtates.

Al comenzar el siglo XIII no existían nada más que índices por suje-

tos, y las clasificaciones alfabéticas eran escasas y limitadas a obras

de poca envergadura; mientras que, al término de la centuria, los

índices alfabéticos de materias se habían convertido en un práctica

habitual en la producción libresca de las universidades de Bolonia,

París u Oxford. Utilizados primero por los teólogos, dichos índices

se difundieron inmediatamente entre el resto de la comunidad letra-

da, demostrando su utilidad para los abogados, médicos y adminis-

tradores eclesiásticos o seculares.

El camino se abre con las colecciones de distinctiones, muy

comunes a partir de finales del siglo XII por influencia de la predi-

cación. Dejando aparte los diccionarios, en los cuales se produce

también un cambio determinante a mediados del siglo XI, aquéllas

serían de los testimonios más antiguos de instrumentos alfabéti-

cos, aunque no siempre fuera así, caso de algunas distinctiones de

finales del siglo Xll basadas en un criterio de tipo sistemático. Se

trataba de una selección de términos bíblicos con la explicación

de sus diversas acepciones, figuradas o simbólicas, apoyadas en

los correspondientes pasajes de la Biblia, por lo que se pueden

considerar como las precursoras directas de las tablas de concor-

dancias {concordancie super Bibliam). Dentro de ellas se pueden

distinguir dos categorías: las que estaban destinadas a un uso per-

sonal, contenidas a menudo en un solo manuscrito, y las conce-

bidas para una circulación más amplia. Las primeras son, sin

duda, las más antiguas, y a ellas pertenecen, entre otras, la

Summa Abel de Pedro Cantor (tll97) y las Distinctiones monasti-

cae del Císter. En tanto que la segunda modalidad estaría repre-

sentada por las colecciones de Alain de Lille, Garnier de Landre o

Fierre de Capoue, y, ya en la segunda mitad del siglo, impulsadas

por las Órdenes Mendicantes, las de Maurice de Provins, Nicolás

de Corran y Nicolás de Biard.

Mientras que las colecciones de las primeras décadas del siglo XIII

tenían un contenido más escueto, puesto que sólo recogían dos o

tres sentidos de la misma palabra; en las de mediados de la centu-

ria, las referencias se incrementan. Al término del siglo el acento se

pone en los sujetos morales, y a partir del siglo XIV se incluyen

exempla y menciones de las autoridades patrísticas, dando cuenta de

la evolución del género.

Por otro lado, en los primeros años del siglo XIII vieron la luz las

primeras concordancie verbales (o de palabras) de la Biblia, otra de

las herramientas alfabéticas más representativas de la nueva cultu-

ra del libro universitario. La primera de ellas, acabada antes de

1240, fue elaborada bajo la dirección de Hugo de Santo Caro, domi-

nico del convento de Saint-Jacques en París. Contiene alrededor de

10.000 palabras de la Biblia latina ordenadas alfabéticamente en

columnas como si se tratara de un diccionario. Cada una de las

entradas comprende la referencia al libro bíblico, el respectivo capí-

tulo según las divisiones establecidas por Étienne Langton, en París

hacia 1200, y la posición concreta conforme a la sucesión de siete

letras de la A a la G.

Se trataba, con todo, de un sistema de alfabetización de palabras

aisladas. El paso siguiente consistió en la incorporación del contex-

to literario en el que aparecían mencionadcis. De esta clase tenemos

muestra en otro manuscrito del mismo convento terminado hacia

1275, fecha en la que aparece citado en larelación de las obras que

tenía a su cargo el estacionario de la Universidad de París, Guillau-

me Sens. Se trata de una versión preparada expresamente para ser

utilizada, con una introducción explicativa y una sencilla mise en

page de fácil lectura. Organizada en tres columnas, las referencias

siguen el modelo de otras concordancias precedentes pero añaden

un elemento nuevo: el contexto donde se cita la palabra, parte del

libro bíblico, el capítulo y la letra clave de la A a la G según la prác-

tica habitual.

Otra modalidad fueron los índices de materias o concordancias

reales, en las que el orden no estaba dado tanto por el alfabeto como

por la lógica, es decir, por la relevancia de cada sujeto. De este tipo

es la concordancia que se contiene en el manuscrito latino 601 de la

Biblioteca Nacional de Francia (s. XIII), formada por unas 550 mate-

rias divididas en cinco libros y éstos a su vez en distintas partes.

Cada materia comprende, como en el caso de las concordancias ver-

bales, la mención del libro, el número del capítulo, la letra clave y

una breve cita para identificar el pasaje.

Paralelamente a las concordancias aparecieron la tablas alfabé-

ticas de materias, ligadas a los usos dados al libro por las órdenes

mendicantes, principalmente en las abadías cistercienses dé Francia

y Flandes, y en las universidades de Oxford y París. Mediante las mis-

mas, insertas en los propios manuscritos o compiladas en volúme-

nes aparte, se trataba de facilitar la localización de los temas, sobre

todo pensando en la predicación. El tipo de índice más sencillo es el

que servía para consultar una determinada obra en la que iba inclui-

do; pero tenía una utilidad limitada puesto que podía diferir de uno

a otro manuscrito. Los más útiles eran, sin embargo, los índices

independientes, que podían valer para la lectura e interpretación de

varias obras. A esta clase pertenece el que elaboró Robert de París

por encargo del maestro Guy de Motun en 1256, donde se contienen

aproximadamente 570 entradas de carácter teológico o moral, segui-

das de la indicación de la obra en la que se trata de ellas. El orden,

de tipo alfabético, responde a la lógica de las materias, de manera

que dentro de un término se pueden encontrar referencias a otros.

Por ejemplo: bajo la rúbrica «celeste», el autor crea otra entrada para

«angelí» y dentro de ésta dos subdivisiones, respectivamente «boni»,

en la que se ocupa de los ángeles buenos, y «mali», para los malos.

La confección de los índices es el resultado de un ejercicio de lec-

tura y anotación cuyo testimonio queda patente en los diferentes sis-

temas de llamada empleados para tal fin, según puede apreciarse en

una serie de manuscritos cistercienses de mediados del siglo XIII.

En uno de éstos, el Flores Paradysi, compuesto en la abadía de

Villers-en-Brabant entre 1216 y 1230, el índice remite a las páginas

—numeradas por las letras del alfabeto (Aa, Ab, Ac..., Ba, Bb, etc.)—

y a las sentencias —designadas también por medio de una letra—.

Muy similar es el Flores Bemardi, atribuido al abad de Clairvaux Gui-

Uaume de Montaigu (tl246), en el que el autor dividió los florilegios

en distinctiones numeradas, subdivididas a su vez por las letras del

alfabeto. El índice contiene cerca de 2.200 rúbricas con diferentes

reenvíos, en algunos casos hasta 25 o más, que señalan la distinctio,

la palabra y el lema. Más ingenioso parece un manuscrito, conser-

vado en la Biblioteca Nacional de París, perteneciente a los francis-

canos de Oxford, responsabilidad de Adam Marsh y Robert Grosse-

teste (11253), quienes trataron de elaborar un índice universal de

materias de la Patrística mediante una serie de símbolos (letras grie-

gas, símbolos matemáticos y signos convencionales) anotados en los

márgenes de los distintos manuscritos. Dichos códigos se hcín encon-

trado en unos 17 manuscritos de textos patrísticos y bíblicos, amén

de la lista-clave hallada en un ejemplar. En la misma línea se puede

destacar otro método cifrado, basado en letras y puntos, que se

empleó en el convento cisterciense de Ter Duinen, próximo a Brujas.

Por lo dicho, puede notarse que los sistemas de clasificación ñie-

ron muy variados, aunque todos ellos expresan una misma voluntad

de organizar el conocimiento con el propósito de servirse de él.

Demuestran claramente que los libros habían dejado de ser tesoros

para conservar y, por el contrario, se habían convertido en soportes

y herramientas del estudio. Buena cuenta de ello la dan tanto los

índices alfabéticos preparados en París a mediados del siglo xill para

la consulta de las obras de Aristóteles; como los que elaboró, entre

1256yl261,el dominico Robert Kilwardby, regente de teología en

Oxford, con referencia a los textos patrísticos y a otras obras de la

cultura medieval. Dicho índice contempló los siguientes tres niveles

de descripción: 1°) Intentiones, formado por breves resúmenes y

explicaciones concisas a cada capítulo de una serie de obras funda-

mentales de san Agustín, el Quod nemo laeditur nisi a seipso de Juan

Crisóstomo, el Hexameron de san Ambrosio, el Didascalicon de Hugo

de San Víctor y las Sentencias de Pedro Lombardo; 2°) una tabla alfa-

bética de materias o tabula referida a distintas obras de san Agustín,

san Anselmo, Juan Damasceno y las Sentencias de Lombardo; y 3°)

una concordancia alfabética por materias de las obras principales de

san Agustín, san Ambrosio, Boecio, Isidoro de Sevilla y san Anselmo.

Al término de ese siglo, el uso de las tablas de materias estaba ya

plenamente asentado entre los intelectuales y estudiosos de la Euro-

pa occidental. Baste un dato para corroborarlo: entre 1297 y 1298

el dominico Jean de Fribourg (tl314) escribió su obra Summa con-

fessorum incluyendo una tabla alfabética de materias, después de

haber elaborado un índice común para la Summa de Raimundo de

Peñafort y la glosa a éste de Guillaume de Rennes. Asimismo, hacia

finales de siglo en París se comenzó a emplear otro sistema de cla-

sificación alfabética: el índice personal, elaborado por el propieta-

rio del manuscrito para su uso.

Parecía evidente que la lectura y el libro, según eran entendidos

por la práctica escolástica, ya no podían prescindir de tales herra-

mientas, de tal suerte que, a comienzos del siglo Xiv, toda obra que

se pretendiera seria y de envergadura debía incluir el correspon-

diente índice. De esta época un índice particularmente interesante

es el que se hizo para el Speculum Historíale, la enciclopedia prepa-

rada por Vincent de Beauvais. Realizado por el clérigo normando

Johannes Hautfuney contiene 5.800 rúbricas en orden poco más

o menos alfabético. Más que tratar de sujetos, los artículos consis-

ten en una palabra clave o un nombre propio seguido de ciertos

vocablos explicativos o de identificación. La localización se facilita

por letras de guía en los márgenes (Bo, Br, Bu, Ca, etc.) y las refe-

rencias aportan el nombre del libro y el capítulo en el que se cita la

palabra más la letra clave de la A a la F. La fortuna que tuvo este

índice, del que se copiaron numerosos ejemplares, revela la utilidad

del mismo y, en general, el éxito que había alcanzado este tipo de

instrumentos, desde entonces ligados a la lectura intelectual.

3. El libro por dentro: lapágina y el texto

Cambia la función de la lectura y, en paralelo, lo hace el concepto

y la materialidad del libro, de tal modo que algunos autores han acu-

ñado el término «nuevo libro» para referirse a la modalidad más

representativa del texto universitario. Aquel que Armando Petrucci

llamó libro escolástico o «da banco», considerando las que siguen

sus características más relevantes: a) el formato grande, b) la dis-

posición del texto en dos columnas, c) la presencia de grandes már-

genes laterales e inferiores empleados para el comentario, d) la orna-

mentación de gusto gótico con iniciales marcadas en rojo o

turquesa; y e) las rúbricas de color rojo^*. Por supuesto, no todos los

manuscritos universitarios responden a este modelo, pues no debe-

mos olvidar ni la existencia de textos autógrafos previos a los ejem-

plares copiados para uso académico ni de los borradores tomados

al hilo de las lecciones según eran dictadas por el maestro. No obs-

tante, dichos rasgos se cumplen en buena parte de ellos y, desde

luego, señalan claramente la modalidad de lectura a la que antes se

ha hecho referencia.

Si pasamos revista la formalidad material del libro universitario

observamos, en primer lugar, que uno de los aspectos más sobresa-

lientes concierne a su mise en page, esto es, a la relación entre el espa-

cio gráfico y el espacio de escritura. Lo más característico de la

misma era la distribución del texto normalmente en dos columnas y

los amplios espacios blancos que ocupan los márgenes, preferente-

mente el izquierdo y el inferior. Dicha distribución hacía visible,

como si el libro fuera una suerte de espejo, la jerarquía de conteni-

dos representada por el texto y sus consiguientes comentarios,

mediante un modelo de composición y organización de la página que

se confirma y alcanza su máxima sistematización entre los siglos Xll

y XIII, siendo uno de sus prototipos más excelsos las llamadas Biblias

parisinas o universitarias (fig. 1). Éstas responden a un fenómeno

novedoso en el terreno de las ediciones bíblicas: la producción masi-

va de biblias de formato pequeño. Aunque se llamen así, también se

produjeron en Inglaterra, Italia o España, caso de la Biblia de san

Vicente Fetrer. Presentan una serie de elementos característicos de

cara a facilitar la consulta: la indicación en el margen superior, en

forma abreviada, del libro bíblico al que pertenece el texto; así como

el uso de capitulares y numerales romanos para señalar el comienzo

de los diferentes capítulos. Igualmente las referencias a los libros y

capítulos se sirven de la combinación de tintas roja y azul, según fue

habitual en la producción del manuscrito bajomedieval.

En lo tocante a la organización textual, antes de esa coyuntura

se pueden señalar algunos precedentes helenísticos y altomedieva-

les con glosa continua, es decir, la que ocupa todo el cuerpo de la

página con el texto explicado intercalado en ella pero no en una

columna distinta; mientras que el sistema de la doble columna se

atisba en ciertos manuscritos del siglo VIII y primeras décadas del

siglo IX; se consolida en el marco del nuevo libro exigido por la

Universidad: primero en los códices bíblicos y poco después en los

jurídicos; y alcanza su versión más inventiva en las compaginacio-

nes que entrecruzan el texto y el comentario o en los manuscritos

de glosa encuadrante (glossa cum texto

inclusoy.

Dicha distribución, por lo tanto, no se puede considerar casual

sino, más bien, el resultado de una estricta planificación «editorial»

que ensalza la autoridad del texto y lo vincula a los diversos ele-

mentos requeridos para su hermenéutica o comprensión plena. Ade-

más, el texto anotado, habitualmente en la columna o columnas cen-

trales, se distingue de los comentarios y glosas que lo circundan por

el tipo de letra empleado, casi siempre de módulo mayor, y por otros

elementos gráficos que actúan como dispositivos encaminados a

orientar el acto de apropiación .

Texto y glosa componen una unidad de conocimiento que facili-

ta el acceso a las auctoritates por medio de las observaciones conte-

nidas en los márgenes, constituyendo un modelo de organización

del conocimiento de cierto suceso. Basta considerar que en el curso

de los siglos XI al xill vieron la luz las glosas incorporadas a los tex-

tos más emblemáticos de la cultura de entonces, a saber: la Glosa

ordinaria de la Biblia; los comentarios de Accursio de Bolonia al

Codex de Justiniano; el Decreto de Graciano como recopilación

comentada de la legislación en derecho canónico; el Libro de las Sen-

tencias de Pedro Lombardo, en cuestiones teológicas; y los comen-

tarios sobre las obras de Aristóteles y de los filósofos árabes en el

campo de la lógica y de la filosofía.

Los comentarios se remiten al texto mediante distintas marcas

de llamada y contienen explicaciones de diversa naturaleza: por un

lado, aclaraciones sobre el contenido del texto (comentarios); y por

otro, anotaciones sobre el significado literal de las palabras u

observaciones de índole gramatical (glosas). En el caso del siste-

ma de compaginación mixta lo más corriente era que los comen-

tarios se efectuaran en los márgenes y las glosas en los espacios

interlineales. Adoptan también diferentes disposiciones codicoló-

gicas que van desde el comentario independiente y yuxtapuesto, al

joixtapuesto solo (como en la Glosa ordinaria), los comentarios en

libros aparte (como en la filosofía y las obras de Aristóteles) y la

forma mixta, muy habitual en los textos clásicos, de gramática,

artes liberédes, la Biblia o el derecho. La duda que subsiste respecto

a esto es saber si las diferentes maneras de organizar la página se

deben enteramente al copista o hubo en ellas participación de los

autores.

Asimismo la mise en texte, es decir, la disposición que adopta el

texto dentro de la superficie reservada para él, el espacio de escri-

tura, se caracteriza por la incorporación de una serie de elementos

y dispositivos destinados a encauzar la lectura, lo que algunos auto-

res denominan «gramática de la legibilidad»^'. El más sustancial

corresponde a la separación de las palabras. Es cierto que ésta se

había empleado en la copia de algunos manuscritos, no sólo irlan-

deses, de los siglos VIII y IX; pero su difusión e imposición como

práctica de escritura no se produjo hasta la primera mitad del

siglo XI. Es más, si se analizan con detalle los manuscritos data-

dos entre ese siglo y el XIII se comprueba que la extensión de las

palabras separadas se asentó paralelamente a la sustitución de

la letra antigua o Carolina por la moderna o gótica. A primera vista la

apariencia es la de una letra menos legible que la anterior; pero un

análisis detenido de la misma permite constatar un hecho funda-

mental en la evolución del sistema gráfico: la individuación de las

palabras fónicas {dictiones) y no de letras como se había dado en los

textos carolinos. Este fenómeno puede observarse al comparar la

factura de los manuscritos datados entre los siglos X al XIII. Veá-

moslo a partir de sendos ejemplares latinos de la Biblioteca Nacio-

nal de Francia: 1") n.° 5056, de finales del siglo XI, con una copia de

Bello Gallico de César; y 2°) n.° 15783, fechado entre 1268 y 1306,

con la Suma teológica de Tomás de Aquino.

El primero, aunque presenta una página aparentemente

clara y legible tanto por la disposición del texto en dos columnas

como por los márgenes, contiene una serie de elementos que lo dis-

tinguen claramente del libro universitario: por un lado, la homoge-

neidad de la compaginación se alcanza mediante la irregularidad

seguida en los interlineados; por otro, aún más importante, la apa-

rente nitidez de la escritura se debe al aislamiento de cada letra; y en

tercer lugar, el comienzo de los diferentes parágrafos apenas si es per-

ceptible, sólo está señalado por letras minúsculais de módulo mayor.

Por el contrario, el segundo manuscrito citado  sí refleja

los aspectos esenciales de dicho modelo libresco. En el plano de la

escritura, destaca la ligazón entre las letras que forman la misma

palabra. Respecto a la disposición general del espacio gráfico, obsér-

vese el uso de capitales y de signos de párrafo como elementos que

secuencian el texto y facilitan la legibilidad, amén de la regularidad

del pautado. En la parte superior de cada folio, la «Q» advierte de la

questio; mientras que los pies de mosca empleados a lo largo del

texto marcan el inicio de las distintas argumentaciones:

Asimismo otra novedad significativa en la organización del texto

universitario fue la división en capítulos, cuyas ventajas señaló

Pedro Lombardo: «ut autem quod quaeritur facilius occurrat, títu-

los quibus singulorum librorum capitula distinguuntur praemisi-

mus». Su principal prototipo fue la Biblia atribuida a Etienne

Langton, terminada antes de 1203, de inmediata propagación entre

los dominicos, y en la misma línea se puede señalar la división en

distinciones de las Sentencias de Pedro Lombardo, realizada entre

1223 y 1227 por Alejandro de Hales.

En todos los casos se trataba de una operación intelectual con

efectos sobre la mise en texte del manuscrito. El uso de rúbricas resal-

tadas en rojo o por letras de un tipo o de un tamaño especial, de letras

de módulo y forma diferente para la escritura del texto y la usada en

los comentarios, de capitales de distintos tamaños para marcar el

comienzo de un libro o de un parágrafo, de intercolumnios blancos

para distinguir visualmente el texto de los comentarios así como de

un amplio y complejo sistema de abreviaturas vino a completar las

condiciones de legibilidad de dichas obras propiciando una lectura

de carácter mental o visual, en silencio. Aunque muchos de estos ele-

mentos que hicieron la página más inteligible no eran del todo nue-

vos, con excepción de la tabla alfabética; entonces alcanzaron un uso

más común y sistemático. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con el

empleo de ilustraciones (diagramas figurados y no figurados), menos

frecuentes en la confección de los manuscritos universitarios.

4. La producción del libro universitario

Por último, la consolidación del libro universitario está ligada tam-

bién a otros cambios en el sistema de copia y de producción de los

manuscritos, movidos, sin duda, por el incremento de la demanda:

Durante el siglo xm, con la aparición de las ciudades, la vida eco-

nómica de los grandes dominios agrícolas se transfiere a los grandes

centros urbanos. La vida intelectual promovida por este movimiento

abandona las grandes abadías, en la que se había refugiado hasta ese

momento, para concentrarse en la Universidad. Semejante evolución

no pudo si no provocar una verdadera revolución incluso en la his-

toria del libro, dado que la vida misma de una Universidad estaba

condicionada por la existencia de una cierta abundancia de manus-

critos. El importante problema de la multiplicación de los libros, en

una época en la que todo el trabajo de reproducción era manual, se

plantea entonces con extraordinaria urgencia: no solamente aumen-

ta el número de quienes desean procurarse de libros, sino que tam-

bién aumentó la cantidad de las obras de las que se demandaban

copias. Para responder a esta necesidad, se formó, en tomo a la Uni-

versidad, todo un mundo de copistas, clérigos y laicos; se trata de un

mundo esencialmente turbulento, embebido de un espíritu dema-

siado individualista como para acomodarse a un trabajo en común,

y este hecho complicó ulteriormente el problema. Poco a poco en el

ambiente estudiantil parisino se fue desarrollando una institución

adaptada a la nueva situación creada por la evolución social, una ins-

titución que alcanzó su pleno desarrollo y la perfección a mediados

del siglo XIII y que permaneció hasta que empezaron a circular los

primeros libros impresos: dicha institución es la pecia.

Según se ve, la copia ab integrum propia de los scñptoria monás-

ticos resultaba inadecuada para la necesidad de libros suscitada por

la Universidad, de tal suerte que fue preciso desarrollar un procedi-

miento de tipo más «industrial» consistente en la fragmentación de

cada manuscrito en una serie de cuadernillos, denominados peci'e,

normalmente de 4 folios, aunque también haya quatemus. Tal sis-

tema, asociado a una evidente profesionalización de los oficios rela-

cionados con el libro*", generó una apreciable reducción del tiempo

empleado en la copia. Según las observaciones vertidas en algunos

textos se alcanzó una media diaria de un folio y algunas líneas más,

seis o trece; de tal forma que, por poner un ejemplo, de una obra

integrada por 40 pecie se podían llegar a obtener 20 copias en el

mismo lapso que antes se requería para una.

Dicho sistema estaba en práctica a finales del siglo Xll, cuando

un grupo de juristas iniciaron una reproducción «en serie» de los

códices del Corpus iuris civilis, partiendo de manuscritos divididos

en cuadernillos. Se trata, además, de la misma época en la que en

Bolonia se menciona la statio librorum, entendida a la vez como

librería y empresa editorial'. Se consolida en el siglo XIII, cuando

ya se documenta claramente la presencia de estacionarios en dis-

tintas universidades (París, 1225; Padua, 1261) y se mantuvo hasta

la primera mitad del siglo XIV, pudiendo decirse que su momento de

mayor apogeo corresponde a los años 1270 a 1350. Luego entró en

decadencia, sin duda por las repercusiones de la Peste, aunque en

Italia se conocen pecie de finales de ese siglo e incluso de comien-

zos del XV. En términos generales, puede decirse que este sistema se

empleó fundamentalmente para la copia de manuscritos jurídicos

(Giovanni di Andrea, Accursio), teológicos (Tomás de Aquino) y

obras pastorales; mientras que no se tienen las mismas evidencias

de que sirviera para tratados de medicina. Por otro lado, también

debe tenerse en cuenta que la pecia se empleó principalmente en las

universidades de Inglaterra, Italia y Francia.

Las pecie se copiaban a partir del exemplar aprobado por la

Comisión de petiarii establecida en la Universidad, de modo que era

ésta, y no tanto el autor, la que establecía la propiedad sobre la

materia escrita, y ésta se convertía en la voz autorizada de la doc-

trina admitida y reconocida por la institución académica antes que

en la opinión concreta del autor. Por ello, la Comisión de los petia-

desempeñaba un papel angular en la estructura universitaria y,

en concreto, en la política libresca. Regulada por los respectivos

estatutos de cada Universidad, su funcionamiento y cometidos se

ajustaba, en términos generales, a los siguientes puntos:

1.° Se elegía al comienzo del curso académico entre los profesores.

Estaba encargada de autorizar y aprobar el exemplar previo

examen y verificación del texto, así como de establecer la

tasa de alquilen

3.° Debía examinar todos los exemplaña en manos de los esta-

cionarios al menos una vez al año, normalmente coinci-

diendo con el periodo vacacional.

4.° Tenía plenos poderes respecto a los estacionarios, a quienes

podía imponer la sustitución de las pede usadas o deterio-

radas.

5.° Publicaba anualmente la lista de los exemplaña aprobados

por la Universidad con la indicación del número de copias

disponibles y los precios del alquiler. Esta lista debía ser

expuesta en la tienda del estacionario junto a una nómina

de los copistas reconocidos por la Universidad.

Una vez aprobado por dicha Comisión, el exemplar se entregaba

al estacionario, quien se encargaba de alquilarlos y distribuirlos para

la copia. Actuaba así como una especie de librero-editor, según

puede verse por la regulación que de dicha figura se contiene en las

Partidas del rey Sabio:

“Estacionarios ha menester que aya en todo estudio general para

ser Cumplido, que tenga en sus estaciones buenos libros e legibles,

e verdaderos de testo e de glosa, que los loguen a los escolares para

fazer por ellos libros de nuevo o para emender los que tovieren

escritos. E tal tienda o estación como esta, no la debe ninguno tener

sin otorgamiento del rector del estudio. E el rector, ante que le dé

licencia para esto, debe fazer esaminar primeramente los libros de

aquél que devía tener estación para saber si son buenos e legibles e

verdaderos. E aquel que fallare que no tiene tales libros, non le debe

consentir que sea estacionario nin logue a los escolares los libros,

a menos de ser bien emendados primeramente. Otrosí debe apre-

ciarle el rector, con consejo del estudio, quanto deve recebir el esta-

cionario por cada quademo que prestare a los escolares para escre-

vir O para emendar sus libros. E debe otrosí recebir buenos fiado-

res del que guardará bien e lealmente todos los libros que a él fue-

ren dados para vender que non fará engaño alguno”.

La distinción entre el exemplar y la. pecia puede notarse tanto por

la necesaria ausencia de correcciones en lo que podríamos denomi-

nar exemp/ar-principal como porque tampoco parece lógico que

éstos se dejciran plegados y sin encuadernar, como si ocurría con las

pede. Por otra parte, conviene diferenciar entre los exemplaria des-

tinados a la copia y los eventuales manuscritos de autor, de los cua-

les se conservan menos testimonios, o las reportationes, es decir la

copia directa de las lecciones dictadas por un maestro, quien, ade-

más, solía revisarla: «Y lo que anoté de las cuatro visiones resulta

tal cual de la boca del conferenciante pude trasladarlo a mi cuader-

no. Cierto que otros dos, compañeros míos, anotaban también las

dichas visiones junto conmigo; pero sus notas, por confusas e ilegi-

bles en extremo, para nadie fueron útiles, sino para ellos mismos

quizás. Corregido, pues, mi ejemplar, que pudo leerse por algunos

de los oyentes, fue aprobado por el mismo Doctor, autor de la obra,

y por muchísimos otros, en lo que, sin duda, me deben gratitud».

Por supuesto, que el sistema de producción estuviera tan regla-

mentado no significa que la copia fuera siempre modélica y exenta de

errores. Antes al contrario, determinados textos no dudan en señalar

la incompetencia de algunos estacionarios y la mala calidad de cier-

tos exemplaria. No es raro por ello que los estatutos universitarios

incidan con cierta frecuencia en ese aspecto procurando que las copias

se hicieran en una caligrafía determinada: por ejemplo, in grossa Hue-

ra, conforme se especifica en los estatutos de Padua en 1331;que el

material escritorio fuera de calidad: in bonis cartis pecudinis vel edinis

non ahrasi, como se ordena en los de la Universidad de Bolonia de

1405; o que las medidcis del folio guardaran las proporciones debidas:

ad unum modum et unam niensuram, de acuerdo también a esos esta-

tutos. Asimismo el análisis interno de los manuscritos revela algunas

de esas carencias, sobre todo cuando no estaba disponible la peda

siguiente y había que calcular el espacio reservado para ella'.

En suma, se ha podido ver cómo las modificaciones que se die-

ron en la factura y tipología, conceptual y material, del libro uni-

versitario a lo largo de los siglos Xii y Xiii son el reflejo de un nuevo

discurso sobre la lectura. Esta se empieza a entender como una

práctica de conocimiento estrechamente ligada a la enseñanza, y los

libros, según afirmó Ricardo de Bury en el Filobiblón (1344), como

«grutas de sabiduría». Tales cambios implicaron:

a) El nacimiento de un nuevo concepto del libro asociado a la

enseñanza y a las necesidades del saber.

b) La difusión de nuevas tipologías textuales (sumas y com-

pendios) encaminadas a satisfacer el conocimiento.

c) El desarrollo de una serie de herramientas intelectuales

orientadas a facilitar la lectura y la consulta de los libros

(tablas e índices).

d) La consolidación de un nuevo modelo de organización tex-

tual representado por el «diálogo» entre el texto y los comen-

tarios que lo explican.

 

 

 

     

    Actualizado el 25/11/2009          Eres el visitante número                ¡En serio! Eres el número         

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