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EN EL VIÑEDO DEL TEXTO. LIBRO Y LECTURA EN LA UNIVERSIDAD MEDIEVAL
Del conjunto de escenas que componen el retablo de la cultura escrita en los siglos centrales de la Edad Media, sin duda una de las más significativas es la representada por el libro universitario, su función y tipología. Tras la invención del códice, en la Roma de los siglos II al V, el asentamiento del leer en silencio, luego extendido a otros sectores sociales no universitarios y a otros espacios de lec- tura, se puede considerar uno de los episodios más singulares en la trayectoria de la cultura escrita occidental, si se quiere una de las «revoluciones» que jalonan su andadura. La creación de las universidades acarreó una serie de transfor- maciones en el sentido y la finalidad del saber cuyos efectos tam- bién se dejaron notar en la concepción de la lectura. Se acuña enton- ces el llamado modelo escolástico caracterizado por una relación más intelectual y reflexiva con los textos cimentada en la difusión de la lectura personal en voz baja. Durante siglos lectura y silencio se han considerado términos inseparables, y esta asociación tiene mucho que ver con lo que supuso dicha práctica. Ésta, a su vez, per- mite ver la interrelación que se establece entre las formas materiales de lo escrito y las experiencias o los modos de apropiación. El texto universitario medieval responde, como veremos, a una organización y disposición de la escritura ligada estrechamente a la finalidad del mismo. Las elecciones gráficas seguidas en cada obra, los sistemas de compaginación o la riqueza de los elementos paratextuales son otras tantas cepas del «viñedo» formado por la pecina, y por ende, otros tan- tos indicadores del peregrinaje de sabiduría que constituye la lectura. Por supuesto, para comprenderlo es preciso considerar, prime- ramente, el revulsivo que significó el nacimiento de las Universida- des y con ellas del «intelectual»* medieval dentro del más amplio fenómeno del renacimiento urbano del siglo XII.
1. Universidad, enseñanza y lectura
Como es sabido, las primeras universidades europeas propiamente dichas nacieron en el curso de los siglos XII, Bolonia, y sobre todo XIII, París, Montpellier, Oxford, Palencia o Salamanca; en muchos casos a partir de las escuelas eclesiásticas o urbanas preexistentes. Fue en éstas donde se anticiparon una serie de cambios en los métodos de enseñanza y, en particular, en lo que concierne al impulso dado a la cultura latina, base del llamado «renacimiento cultural» del siglo xn: Todavía en el año 1100 una biblioteca podía estar dotada de la Biblia y de los textos de la Patrología latina (es decir, las obras de los Padres de la Iglesia y de los autores altomedievales) con aposti- llas de la época carolingia, de algún libro del oficio divino y de muchas vidas de santos, las obras de Boecio (libro de estudio que no podía faltar), de algún fragmento de historia local y tal vez de algún clásico latino pero cubierto de una densa capa de polvo. En los aledaños del 1200, o poco después, ya podemos esperar encon- tramos no sólo más copias de las mismas obras, cualitativamente mejores, sino también el Corpus iuris civilis, y los clásicos, en parte sustraídos al olvido, los compendios del derecho canónico de Gra- ciano y de los últimos papas, la teología de san Anselmo, de Pedro Lombardo y de otros, los primeros textos de la escolástica, las obras de san Bernardo y de otros notables protagonistas del mundo monástico, obras de historia, de poesía, epistolarios, la filosofía, las ciencias matemáticas y la astronomía, desconocidas para las pri- meras generaciones medievales y asumidas en el curso del siglo xii desde el mundo griego y el árabe. Por no hablar de la gran produc- ción épica francesa y de las excelencias de la lírica provenzal, de las primeras obras de la alta cultura alemana. De hecho, entre las tesis que se han sustentado para explicar el origen de las universidades, una de ellas insiste en la remoción que acarreó el descubrimiento de la filosofía aristotélica. Otros autores, sin embargo, han dado más relevancia a la presión social efectuada por cuantas personas aspiraban a obtener los diplomas con que optar a los nuevos puestos generados por la reforma de la Iglesia y, en particular, por la construcción del Estado. Sea cual fuere la razón, o ambas a la par, lo cierto es que la crea- ción de los studia generalis, reconocidos y unificados bajo este títu- lo por el papado a mediados del siglo XIII, vino acompañada de nue- vos aires en la concepción del saber, en los contenidos de la enseñanza, en los métodos empleados, y, por lo tanto, en el papel desempeñado por la cultura escrita. Las universidades heredaron la tradición del trivium y quadrivium, pero lo completaron con otras materias: el derecho civil y canónico, seguidos, según la concreta orientación de cada Universidad, de la teología, la filosofía o la medicina. Asimismo, tanto las enseñanzas impartidas como la pro- cedencia de los maestros y de los escolares advertía ya de una fuer- te impregnación laica, que contrastaba abiertamente con el clerica- lismo de los siglos precedentes. En el caso de París, por ejemplo, la difusión cobrada por el aristotelismo suscitó una reivindicación de la autonomía intelectual y profesional de los regentes en artes, deseosos de comentar libremente los textos filosóficos sin tener que ceñirse a los dictámenes de los teólogos. La importancia atribuida al conocimiento tuvo su demostración en el valor dado a la reflexión y a la dialéctica dentro del proceso de aprendizaje. La lectio consistía en la lectura comentada de un texto por parte del profesor, quien se encargaba de aclararlo en sus aspec- tos gramaticales (Jittera) y de contenido (sensus) a fin de proponer una quaestio sobre la que discurrir y formular una conclusión o determinatio: «Expositio tria continet: litteram, sensum, sententiam. Littera et congrua ordinatio dictiorum, quam etiam constructionem vocamus. Sensus est facilis quaedam et aperta significatio, quam lit- tera prima fronte praefert. Sententia est profundior intelligentia, quae nisi expositione vel interpretatione non invenitur. In his ordo est, ut prima littera, deinde sensus, deinde sententia inquiratur: quo facto, perfecta est expositio». A renglón seguido se producía la dis- putado, esto es, el debate, dirigido por el maestro, alrededor del tema planteado: «In tribus igitur consistit exercitium Sacrae Scrip- turae: circa lectionem, disputationem et praedicationem. Cuilibet istorum mater oblivionis et noverca memoriae est nimia prolixitas. Lectio autem et quasi fundamentum, et substratorium sequentium; quia per eam caeterae utilitates comparantur. Disputatio quasi paries est in hoc exercito et aedificio; quia nihil plene intelligitur, fideliterve praedicatur, nisi prius dente disputationis frangatur. Prae- dicatio vero, cui subverviunt priora, quasi tectum est legens fide- les ab aestu, et a turbine vitiorum. Post lectionem igitur Sacrae Scripturae, et dubitabilium, per disputa ionem, inquisitionem, et non prius, praedicandum est; ut sic cortina cortinam trahat, et cae- tera»'°. Además existía otra modalidad de disputatio, más solemne y extraordinaria, la llamada quodlibet, en tomo a cualquier tema y protagonizada por los maestros. Se trataba, como puede verse, de un método de enseñanza basa- do en la discusión en tomo a las obras y a los autores programados a lo largo del curso, de ahí la función central desempeñada por el libro como instrumento de trabajo y, en consecuencia, por la lectu- ra". Ésta dejó de ser el acto a través del cual se obtenía el alimento espiritual depositado en los escritos bíblicos, según había sido norma común en la alta Edad Media, y se convirtió en una expe- riencia de conocimiento. Por ello, el rasgo más sobresaliente de la lectura escolástica era su vinculación con la enseñanza', conforme lo indica el título mismo de una de las obras más representativas de ello, el Didascalicon, de Hugo de San Víctor (fl 141), escrito hacia 1128, cuyo incipit lo dice todo: «Omnium expetendorum prima est sapientia», es decir, «de entre todas las cosas a reivindicar, la pri- mera es la sabiduría». Contemporáneamente, Juan de Salisbuiy, en su obra Metalogi- con (ca. 1159), donde explica la importancia del trivium, trató de acleirar la ambigüedad clásica del término legere, empleado en la len- gua latina para designar tanto el acto de «enseñar» como el de «leer». Propuso, jwr ello, que en lugar de dicha expresión se emplea- ran los vocablos pre/ecíio, «para lo referente al intercambio entre el maestro y el discípulo», y lectio, para definir «lo que se refiere al examen atento de las Escrituras». Esta distinción constituye la idea principal que Hugo de San Víc- tor desarrolla en su Arte de leer, obra en la que encontramos plena- mente asentado el nuevo concepto de la lectura. Tanto que puede decirse que ésta es una creación medieval nacida para designar una práctica caracterizada por la lectura comentada. Frente a los usos imperantes en la alta Edad Media, donde dominaba la.performance oral o la pronunciación susurrada de los textos, aparte de la más extraordinaria lectura en silencio; la escolástica comporta la conso- lidación de esta última. La lectura, en suma, como búsqueda del conocimiento y de la sabiduría, cuya expresión más visible se encuentra en la factura del libro universitario. Éste, según veremos, se concibió a partir de la relación establecida entre el texto y su comentario, de tal modo que, inicialmente, el término legere desig- naba precisamente el método de enseñanza simbolizado por los manuscritos comentados y glosados. Estos añadidos, responsabili- dad de los maestros universitarios, tenían la función de orientar la lectura y de aliviar la complejidad de los textos. Servían como una guía para acceder al pensamiento de las auctoritates y para aproxi- marlo a los escolares.'* De ahí, por ejemplo, la importancia atribui- da a los comentarios, según atestigua, entre otros, Egberto de Lieja, un maestro del siglo XI, en su obra Fecunda ratis, donde afirma: «Qui sine commento rimaris scripta Maronis, / Inmunis nuclei solo de cortice rodis» [«Si tratas de entender a fondo los escritos de Marone sin un commento, no conseguirás llegar al núcleo sino que te quedarás en la corteza»]. En ese contexto, el libro se convirtió en un instrumento de tra- bajo dado que la lectura escolástica requería la consulta de un amplio número de ellos. El lector no tendía tanto a su lectura ínte- gra, sino que los leía en diagonal, es decir, atendiendo a los párra- fos y citzis más relevantes, destacados, además, por la función orien- tadora de los comentarios y de las glosas, donde quedaba reflejado el magisterio del profesor.
2. La nueva cultura del libro
La ampliación del saber supuso el desarrollo de una «nueva cul- tura del libro», que no lo fue sólo por los cambios introducidos en los sistemas de copia y composición de los manuscritos, cuanto por la proliferación de nuevos textos e instrumentos intelectuales orien- tados a facilitar el uso de los libros y la adquisición del saber. Éstos fueron básicamente de dos tipos: por un lado, las sumas, compen- dios y florilegios, donde se reunió lo fundamental del conocimien- to en una o más disciplinas; y por otro, las tablas e índices, pensa- das para organizar la materia tratada y facilitar su consulta.
2.1. Sumas, compendios y florilegios
La necesidad de un acceso rápido y sencillo a las doctrinas del conocimiento está en la base del desarrollo que alcanzaron enton- ces las sumas, es decir, los compendios de la doctrina concerniente a un determinado campo del saber. Como es notorio, las principa- les obras de esta naturaleza producidas en el siglo xii fueron la Glosa ordinaria, referida a la Biblia, que se inició a finales del si- glo XI para completarse hacia 1230; el Decreto de Graciano, para el derecho canónico; y el Libro de las sentencias de Pedro Lombardo, para la materia teológica. Todas ellas son el resultado del esfuerzo hecho entonces por asimilar y organizar sistemáticamente los tex- tos de las autoridades. Sus ventajas se encuentran sintetizadas en el prefacio al Libro de las Sentencias, cuya elaboración se hizo, según confiesa el autor, «brevi volumine complicans Patrum sententias, appositis eorum testimoniis, ut non sit necesse quarenti librorum numerositatem evolvere, cui brevitas quod quaeritur offert sine labo- re»"; o en el prólogo a la Suma teológica de Tomás de Aquino, donde el autor argumenta en estos términos los motivos que le llevaron a componer la obra: El doctor de la verdad católica tiene por misión no sólo ampliar y profundizar los conocimientos de los iniciados, sino también enseñar y poner las bases a los que son incipientes, según lo que dice el Apóstol en 1 Cor 3, 1-2: Como a párvulos en Cristo, os he dado por alimento leche para beber, no carne para masticar. Por esta razón en la presente obra nos hemos propues- to ofrecer todo lo concerniente a la religión cristiana del modo más adecuado posible para que pueda ser asimilado por los que están empezando. Hemos detectado, en efecto, que los novicios en esta doctrina se encuentran con serias dificultades a la hora de enfrentarse a la comprensión de lo que algunos han escrito hasta hoy. Unas veces, por el número excesivo de inútiles cuestiones, artículos y argu- mentos. Otras, por el mal método con que se les presenta lo que es clave para su saber, pues, en vez del orden de la disciplina, se sigue simplemente la exposición del libro que se comenta o la disputa que da pie a tal o cual problema concreto. Otras veces, por la confusión y aburrimiento que, en los oyentes, engendran las constantes repe- ticiones.
Confiando en la ayuda de Dios intentaremos poner remedio a todos esos inconvenientes presentando de forma breve y clara, si el problema a tratar lo permite, todo lo referente a la doctrina sagrada'* A diferencia de las sumas, las enciclopedias reunían los conteni- dos básicos del saber en varios campos. Aunque también las había anteriores, como las Etimologías de Isidoro de Sevilla o De rerum naturis de Rabino Mauro; sin embargo, en la cojointura que esta- mos analizando vieron la luz obras como De natura rerum de Ale- jandro Neckham (ca. 1195), De finibus rerum de Amoldo de Sajonia (ca. 1220), De proprietatibus rerum de Bartolomé el Inglés (ca. 1240), De natura rerum de Tomás de Cantimpré (ca. 1245), o el Speculum maius de Vicente de Beuavais (ca. 1245-1260). Y junto a éstas, los glosarios y léxicos, como el Elementarium Doctrinae Erudimentum de Papias". Más específicos, y encaminados al manejo de las sentencias, citas y expresiones breves y susceptibles de ser memorizadas eran los flo- rilegios^^. Es cierto que no se trataba de una tipología textual nueva, pues era conocida, entre otros, por san Jerónino o Alcuino de York; pero sí que disft-utó de un notable suceso en el marco de la ense- ñanza universitaria, básicamente porque permitía acceder a lo esen- cial a propósito de un autor, de un sujeto o de un concepto. De manera que, en un momento de incremento de los libros y de cier- ta dificultad para acceder a ellos por su coste, los florilegios vinieron a ser el remedio más oportuno. No en vano el vocabulario de la época, muy variado en lo que respecta al modo de designarlos, suele hacerlo con el verbo colligere, insistiendo así en la idea del compen- dio. Aunque por esto mismo, otros los rechazaron. De acuerdo con los estudios de Munk Olsen, las intervenciones del compilador debían restringirse a los siguientes aspectos: 1) la elección de las obras; 2) la organización de los extractos; 3) la agre- gación de títulos o subtítulos que resumieran el contenido de los extractos o que permitieran llamar la atención sobre un determina- do asunto; 4) modificaciones menores; y 5) la composición de pre- facios, prólogos o epílogos. En suma, el florilegio se podría definir como la selección efec- tuada a partir de un mínimo de dos extractos de autores diferentes sin más intervenciones del compilador que las señaladas.
2.2. Concordancias y tablas
Aparte de las sumas y florilegios, a finales del siglo XII empeza- ron a consolidarse una serie de avances en los sistemas de referen- cia con el fin de facilitar la consulta y la lectura de los libros, sobre todo por necesidades del culto y del estudio. Dichos cambios resul- taron del afianzamiento de un nuevo modo de pensar para el que era imprescindible el acceso rápido a los textos de las auctoñtates. Al comenzar el siglo XIII no existían nada más que índices por suje- tos, y las clasificaciones alfabéticas eran escasas y limitadas a obras de poca envergadura; mientras que, al término de la centuria, los índices alfabéticos de materias se habían convertido en un práctica habitual en la producción libresca de las universidades de Bolonia, París u Oxford. Utilizados primero por los teólogos, dichos índices se difundieron inmediatamente entre el resto de la comunidad letra- da, demostrando su utilidad para los abogados, médicos y adminis- tradores eclesiásticos o seculares. El camino se abre con las colecciones de distinctiones, muy comunes a partir de finales del siglo XII por influencia de la predi- cación. Dejando aparte los diccionarios, en los cuales se produce también un cambio determinante a mediados del siglo XI, aquéllas serían de los testimonios más antiguos de instrumentos alfabéti- cos, aunque no siempre fuera así, caso de algunas distinctiones de finales del siglo Xll basadas en un criterio de tipo sistemático. Se trataba de una selección de términos bíblicos con la explicación de sus diversas acepciones, figuradas o simbólicas, apoyadas en los correspondientes pasajes de la Biblia, por lo que se pueden considerar como las precursoras directas de las tablas de concor- dancias {concordancie super Bibliam). Dentro de ellas se pueden distinguir dos categorías: las que estaban destinadas a un uso per- sonal, contenidas a menudo en un solo manuscrito, y las conce- bidas para una circulación más amplia. Las primeras son, sin duda, las más antiguas, y a ellas pertenecen, entre otras, la Summa Abel de Pedro Cantor (tll97) y las Distinctiones monasti- cae del Císter. En tanto que la segunda modalidad estaría repre- sentada por las colecciones de Alain de Lille, Garnier de Landre o Fierre de Capoue, y, ya en la segunda mitad del siglo, impulsadas por las Órdenes Mendicantes, las de Maurice de Provins, Nicolás de Corran y Nicolás de Biard. Mientras que las colecciones de las primeras décadas del siglo XIII tenían un contenido más escueto, puesto que sólo recogían dos o tres sentidos de la misma palabra; en las de mediados de la centu- ria, las referencias se incrementan. Al término del siglo el acento se pone en los sujetos morales, y a partir del siglo XIV se incluyen exempla y menciones de las autoridades patrísticas, dando cuenta de la evolución del género. Por otro lado, en los primeros años del siglo XIII vieron la luz las primeras concordancie verbales (o de palabras) de la Biblia, otra de las herramientas alfabéticas más representativas de la nueva cultu- ra del libro universitario. La primera de ellas, acabada antes de 1240, fue elaborada bajo la dirección de Hugo de Santo Caro, domi- nico del convento de Saint-Jacques en París. Contiene alrededor de 10.000 palabras de la Biblia latina ordenadas alfabéticamente en columnas como si se tratara de un diccionario. Cada una de las entradas comprende la referencia al libro bíblico, el respectivo capí- tulo según las divisiones establecidas por Étienne Langton, en París hacia 1200, y la posición concreta conforme a la sucesión de siete letras de la A a la G. Se trataba, con todo, de un sistema de alfabetización de palabras aisladas. El paso siguiente consistió en la incorporación del contex- to literario en el que aparecían mencionadcis. De esta clase tenemos muestra en otro manuscrito del mismo convento terminado hacia 1275, fecha en la que aparece citado en larelación de las obras que tenía a su cargo el estacionario de la Universidad de París, Guillau- me Sens. Se trata de una versión preparada expresamente para ser utilizada, con una introducción explicativa y una sencilla mise en page de fácil lectura. Organizada en tres columnas, las referencias siguen el modelo de otras concordancias precedentes pero añaden un elemento nuevo: el contexto donde se cita la palabra, parte del libro bíblico, el capítulo y la letra clave de la A a la G según la prác- tica habitual. Otra modalidad fueron los índices de materias o concordancias reales, en las que el orden no estaba dado tanto por el alfabeto como por la lógica, es decir, por la relevancia de cada sujeto. De este tipo es la concordancia que se contiene en el manuscrito latino 601 de la Biblioteca Nacional de Francia (s. XIII), formada por unas 550 mate- rias divididas en cinco libros y éstos a su vez en distintas partes. Cada materia comprende, como en el caso de las concordancias ver- bales, la mención del libro, el número del capítulo, la letra clave y una breve cita para identificar el pasaje. Paralelamente a las concordancias aparecieron la tablas alfabé- ticas de materias, ligadas a los usos dados al libro por las órdenes mendicantes, principalmente en las abadías cistercienses dé Francia y Flandes, y en las universidades de Oxford y París. Mediante las mis- mas, insertas en los propios manuscritos o compiladas en volúme- nes aparte, se trataba de facilitar la localización de los temas, sobre todo pensando en la predicación. El tipo de índice más sencillo es el que servía para consultar una determinada obra en la que iba inclui- do; pero tenía una utilidad limitada puesto que podía diferir de uno a otro manuscrito. Los más útiles eran, sin embargo, los índices independientes, que podían valer para la lectura e interpretación de varias obras. A esta clase pertenece el que elaboró Robert de París por encargo del maestro Guy de Motun en 1256, donde se contienen aproximadamente 570 entradas de carácter teológico o moral, segui- das de la indicación de la obra en la que se trata de ellas. El orden, de tipo alfabético, responde a la lógica de las materias, de manera que dentro de un término se pueden encontrar referencias a otros. Por ejemplo: bajo la rúbrica «celeste», el autor crea otra entrada para «angelí» y dentro de ésta dos subdivisiones, respectivamente «boni», en la que se ocupa de los ángeles buenos, y «mali», para los malos. La confección de los índices es el resultado de un ejercicio de lec- tura y anotación cuyo testimonio queda patente en los diferentes sis- temas de llamada empleados para tal fin, según puede apreciarse en una serie de manuscritos cistercienses de mediados del siglo XIII. En uno de éstos, el Flores Paradysi, compuesto en la abadía de Villers-en-Brabant entre 1216 y 1230, el índice remite a las páginas —numeradas por las letras del alfabeto (Aa, Ab, Ac..., Ba, Bb, etc.)— y a las sentencias —designadas también por medio de una letra—. Muy similar es el Flores Bemardi, atribuido al abad de Clairvaux Gui- Uaume de Montaigu (tl246), en el que el autor dividió los florilegios en distinctiones numeradas, subdivididas a su vez por las letras del alfabeto. El índice contiene cerca de 2.200 rúbricas con diferentes reenvíos, en algunos casos hasta 25 o más, que señalan la distinctio, la palabra y el lema. Más ingenioso parece un manuscrito, conser- vado en la Biblioteca Nacional de París, perteneciente a los francis- canos de Oxford, responsabilidad de Adam Marsh y Robert Grosse- teste (11253), quienes trataron de elaborar un índice universal de materias de la Patrística mediante una serie de símbolos (letras grie- gas, símbolos matemáticos y signos convencionales) anotados en los márgenes de los distintos manuscritos. Dichos códigos se hcín encon- trado en unos 17 manuscritos de textos patrísticos y bíblicos, amén de la lista-clave hallada en un ejemplar. En la misma línea se puede destacar otro método cifrado, basado en letras y puntos, que se empleó en el convento cisterciense de Ter Duinen, próximo a Brujas. Por lo dicho, puede notarse que los sistemas de clasificación ñie- ron muy variados, aunque todos ellos expresan una misma voluntad de organizar el conocimiento con el propósito de servirse de él. Demuestran claramente que los libros habían dejado de ser tesoros para conservar y, por el contrario, se habían convertido en soportes y herramientas del estudio. Buena cuenta de ello la dan tanto los índices alfabéticos preparados en París a mediados del siglo xill para la consulta de las obras de Aristóteles; como los que elaboró, entre 1256yl261,el dominico Robert Kilwardby, regente de teología en Oxford, con referencia a los textos patrísticos y a otras obras de la cultura medieval. Dicho índice contempló los siguientes tres niveles de descripción: 1°) Intentiones, formado por breves resúmenes y explicaciones concisas a cada capítulo de una serie de obras funda- mentales de san Agustín, el Quod nemo laeditur nisi a seipso de Juan Crisóstomo, el Hexameron de san Ambrosio, el Didascalicon de Hugo de San Víctor y las Sentencias de Pedro Lombardo; 2°) una tabla alfa- bética de materias o tabula referida a distintas obras de san Agustín, san Anselmo, Juan Damasceno y las Sentencias de Lombardo; y 3°) una concordancia alfabética por materias de las obras principales de san Agustín, san Ambrosio, Boecio, Isidoro de Sevilla y san Anselmo. Al término de ese siglo, el uso de las tablas de materias estaba ya plenamente asentado entre los intelectuales y estudiosos de la Euro- pa occidental. Baste un dato para corroborarlo: entre 1297 y 1298 el dominico Jean de Fribourg (tl314) escribió su obra Summa con- fessorum incluyendo una tabla alfabética de materias, después de haber elaborado un índice común para la Summa de Raimundo de Peñafort y la glosa a éste de Guillaume de Rennes. Asimismo, hacia finales de siglo en París se comenzó a emplear otro sistema de cla- sificación alfabética: el índice personal, elaborado por el propieta- rio del manuscrito para su uso. Parecía evidente que la lectura y el libro, según eran entendidos por la práctica escolástica, ya no podían prescindir de tales herra- mientas, de tal suerte que, a comienzos del siglo Xiv, toda obra que se pretendiera seria y de envergadura debía incluir el correspon- diente índice. De esta época un índice particularmente interesante es el que se hizo para el Speculum Historíale, la enciclopedia prepa- rada por Vincent de Beauvais. Realizado por el clérigo normando Johannes Hautfuney contiene 5.800 rúbricas en orden poco más o menos alfabético. Más que tratar de sujetos, los artículos consis- ten en una palabra clave o un nombre propio seguido de ciertos vocablos explicativos o de identificación. La localización se facilita por letras de guía en los márgenes (Bo, Br, Bu, Ca, etc.) y las refe- rencias aportan el nombre del libro y el capítulo en el que se cita la palabra más la letra clave de la A a la F. La fortuna que tuvo este índice, del que se copiaron numerosos ejemplares, revela la utilidad del mismo y, en general, el éxito que había alcanzado este tipo de instrumentos, desde entonces ligados a la lectura intelectual. 3. El libro por dentro: lapágina y el texto Cambia la función de la lectura y, en paralelo, lo hace el concepto y la materialidad del libro, de tal modo que algunos autores han acu- ñado el término «nuevo libro» para referirse a la modalidad más representativa del texto universitario. Aquel que Armando Petrucci llamó libro escolástico o «da banco», considerando las que siguen sus características más relevantes: a) el formato grande, b) la dis- posición del texto en dos columnas, c) la presencia de grandes már- genes laterales e inferiores empleados para el comentario, d) la orna- mentación de gusto gótico con iniciales marcadas en rojo o turquesa; y e) las rúbricas de color rojo^*. Por supuesto, no todos los manuscritos universitarios responden a este modelo, pues no debe- mos olvidar ni la existencia de textos autógrafos previos a los ejem- plares copiados para uso académico ni de los borradores tomados al hilo de las lecciones según eran dictadas por el maestro. No obs- tante, dichos rasgos se cumplen en buena parte de ellos y, desde luego, señalan claramente la modalidad de lectura a la que antes se ha hecho referencia. Si pasamos revista la formalidad material del libro universitario observamos, en primer lugar, que uno de los aspectos más sobresa- lientes concierne a su mise en page, esto es, a la relación entre el espa- cio gráfico y el espacio de escritura. Lo más característico de la misma era la distribución del texto normalmente en dos columnas y los amplios espacios blancos que ocupan los márgenes, preferente- mente el izquierdo y el inferior. Dicha distribución hacía visible, como si el libro fuera una suerte de espejo, la jerarquía de conteni- dos representada por el texto y sus consiguientes comentarios, mediante un modelo de composición y organización de la página que se confirma y alcanza su máxima sistematización entre los siglos Xll y XIII, siendo uno de sus prototipos más excelsos las llamadas Biblias parisinas o universitarias (fig. 1). Éstas responden a un fenómeno novedoso en el terreno de las ediciones bíblicas: la producción masi- va de biblias de formato pequeño. Aunque se llamen así, también se produjeron en Inglaterra, Italia o España, caso de la Biblia de san Vicente Fetrer. Presentan una serie de elementos característicos de cara a facilitar la consulta: la indicación en el margen superior, en forma abreviada, del libro bíblico al que pertenece el texto; así como el uso de capitulares y numerales romanos para señalar el comienzo de los diferentes capítulos. Igualmente las referencias a los libros y capítulos se sirven de la combinación de tintas roja y azul, según fue habitual en la producción del manuscrito bajomedieval. En lo tocante a la organización textual, antes de esa coyuntura se pueden señalar algunos precedentes helenísticos y altomedieva- les con glosa continua, es decir, la que ocupa todo el cuerpo de la página con el texto explicado intercalado en ella pero no en una columna distinta; mientras que el sistema de la doble columna se atisba en ciertos manuscritos del siglo VIII y primeras décadas del siglo IX; se consolida en el marco del nuevo libro exigido por la Universidad: primero en los códices bíblicos y poco después en los jurídicos; y alcanza su versión más inventiva en las compaginacio- nes que entrecruzan el texto y el comentario o en los manuscritos de glosa encuadrante (glossa cum texto inclusoy. Dicha distribución, por lo tanto, no se puede considerar casual sino, más bien, el resultado de una estricta planificación «editorial» que ensalza la autoridad del texto y lo vincula a los diversos ele- mentos requeridos para su hermenéutica o comprensión plena. Ade- más, el texto anotado, habitualmente en la columna o columnas cen- trales, se distingue de los comentarios y glosas que lo circundan por el tipo de letra empleado, casi siempre de módulo mayor, y por otros elementos gráficos que actúan como dispositivos encaminados a orientar el acto de apropiación . Texto y glosa componen una unidad de conocimiento que facili- ta el acceso a las auctoritates por medio de las observaciones conte- nidas en los márgenes, constituyendo un modelo de organización del conocimiento de cierto suceso. Basta considerar que en el curso de los siglos XI al xill vieron la luz las glosas incorporadas a los tex- tos más emblemáticos de la cultura de entonces, a saber: la Glosa ordinaria de la Biblia; los comentarios de Accursio de Bolonia al Codex de Justiniano; el Decreto de Graciano como recopilación comentada de la legislación en derecho canónico; el Libro de las Sen- tencias de Pedro Lombardo, en cuestiones teológicas; y los comen- tarios sobre las obras de Aristóteles y de los filósofos árabes en el campo de la lógica y de la filosofía. Los comentarios se remiten al texto mediante distintas marcas de llamada y contienen explicaciones de diversa naturaleza: por un lado, aclaraciones sobre el contenido del texto (comentarios); y por otro, anotaciones sobre el significado literal de las palabras u observaciones de índole gramatical (glosas). En el caso del siste- ma de compaginación mixta lo más corriente era que los comen- tarios se efectuaran en los márgenes y las glosas en los espacios interlineales. Adoptan también diferentes disposiciones codicoló- gicas que van desde el comentario independiente y yuxtapuesto, al joixtapuesto solo (como en la Glosa ordinaria), los comentarios en libros aparte (como en la filosofía y las obras de Aristóteles) y la forma mixta, muy habitual en los textos clásicos, de gramática, artes liberédes, la Biblia o el derecho. La duda que subsiste respecto a esto es saber si las diferentes maneras de organizar la página se deben enteramente al copista o hubo en ellas participación de los autores. Asimismo la mise en texte, es decir, la disposición que adopta el texto dentro de la superficie reservada para él, el espacio de escri- tura, se caracteriza por la incorporación de una serie de elementos y dispositivos destinados a encauzar la lectura, lo que algunos auto- res denominan «gramática de la legibilidad»^'. El más sustancial corresponde a la separación de las palabras. Es cierto que ésta se había empleado en la copia de algunos manuscritos, no sólo irlan- deses, de los siglos VIII y IX; pero su difusión e imposición como práctica de escritura no se produjo hasta la primera mitad del siglo XI. Es más, si se analizan con detalle los manuscritos data- dos entre ese siglo y el XIII se comprueba que la extensión de las palabras separadas se asentó paralelamente a la sustitución de la letra antigua o Carolina por la moderna o gótica. A primera vista la apariencia es la de una letra menos legible que la anterior; pero un análisis detenido de la misma permite constatar un hecho funda- mental en la evolución del sistema gráfico: la individuación de las palabras fónicas {dictiones) y no de letras como se había dado en los textos carolinos. Este fenómeno puede observarse al comparar la factura de los manuscritos datados entre los siglos X al XIII. Veá- moslo a partir de sendos ejemplares latinos de la Biblioteca Nacio- nal de Francia: 1") n.° 5056, de finales del siglo XI, con una copia de Bello Gallico de César; y 2°) n.° 15783, fechado entre 1268 y 1306, con la Suma teológica de Tomás de Aquino. El primero, aunque presenta una página aparentemente clara y legible tanto por la disposición del texto en dos columnas como por los márgenes, contiene una serie de elementos que lo dis- tinguen claramente del libro universitario: por un lado, la homoge- neidad de la compaginación se alcanza mediante la irregularidad seguida en los interlineados; por otro, aún más importante, la apa- rente nitidez de la escritura se debe al aislamiento de cada letra; y en tercer lugar, el comienzo de los diferentes parágrafos apenas si es per- ceptible, sólo está señalado por letras minúsculais de módulo mayor. Por el contrario, el segundo manuscrito citado sí refleja los aspectos esenciales de dicho modelo libresco. En el plano de la escritura, destaca la ligazón entre las letras que forman la misma palabra. Respecto a la disposición general del espacio gráfico, obsér- vese el uso de capitales y de signos de párrafo como elementos que secuencian el texto y facilitan la legibilidad, amén de la regularidad del pautado. En la parte superior de cada folio, la «Q» advierte de la questio; mientras que los pies de mosca empleados a lo largo del texto marcan el inicio de las distintas argumentaciones: Asimismo otra novedad significativa en la organización del texto universitario fue la división en capítulos, cuyas ventajas señaló Pedro Lombardo: «ut autem quod quaeritur facilius occurrat, títu- los quibus singulorum librorum capitula distinguuntur praemisi- mus». Su principal prototipo fue la Biblia atribuida a Etienne Langton, terminada antes de 1203, de inmediata propagación entre los dominicos, y en la misma línea se puede señalar la división en distinciones de las Sentencias de Pedro Lombardo, realizada entre 1223 y 1227 por Alejandro de Hales. En todos los casos se trataba de una operación intelectual con efectos sobre la mise en texte del manuscrito. El uso de rúbricas resal- tadas en rojo o por letras de un tipo o de un tamaño especial, de letras de módulo y forma diferente para la escritura del texto y la usada en los comentarios, de capitales de distintos tamaños para marcar el comienzo de un libro o de un parágrafo, de intercolumnios blancos para distinguir visualmente el texto de los comentarios así como de un amplio y complejo sistema de abreviaturas vino a completar las condiciones de legibilidad de dichas obras propiciando una lectura de carácter mental o visual, en silencio. Aunque muchos de estos ele- mentos que hicieron la página más inteligible no eran del todo nue- vos, con excepción de la tabla alfabética; entonces alcanzaron un uso más común y sistemático. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con el empleo de ilustraciones (diagramas figurados y no figurados), menos frecuentes en la confección de los manuscritos universitarios. 4. La producción del libro universitario Por último, la consolidación del libro universitario está ligada tam- bién a otros cambios en el sistema de copia y de producción de los manuscritos, movidos, sin duda, por el incremento de la demanda: Durante el siglo xm, con la aparición de las ciudades, la vida eco- nómica de los grandes dominios agrícolas se transfiere a los grandes centros urbanos. La vida intelectual promovida por este movimiento abandona las grandes abadías, en la que se había refugiado hasta ese momento, para concentrarse en la Universidad. Semejante evolución no pudo si no provocar una verdadera revolución incluso en la his- toria del libro, dado que la vida misma de una Universidad estaba condicionada por la existencia de una cierta abundancia de manus- critos. El importante problema de la multiplicación de los libros, en una época en la que todo el trabajo de reproducción era manual, se plantea entonces con extraordinaria urgencia: no solamente aumen- ta el número de quienes desean procurarse de libros, sino que tam- bién aumentó la cantidad de las obras de las que se demandaban copias. Para responder a esta necesidad, se formó, en tomo a la Uni- versidad, todo un mundo de copistas, clérigos y laicos; se trata de un mundo esencialmente turbulento, embebido de un espíritu dema- siado individualista como para acomodarse a un trabajo en común, y este hecho complicó ulteriormente el problema. Poco a poco en el ambiente estudiantil parisino se fue desarrollando una institución adaptada a la nueva situación creada por la evolución social, una ins- titución que alcanzó su pleno desarrollo y la perfección a mediados del siglo XIII y que permaneció hasta que empezaron a circular los primeros libros impresos: dicha institución es la pecia. Según se ve, la copia ab integrum propia de los scñptoria monás- ticos resultaba inadecuada para la necesidad de libros suscitada por la Universidad, de tal suerte que fue preciso desarrollar un procedi- miento de tipo más «industrial» consistente en la fragmentación de cada manuscrito en una serie de cuadernillos, denominados peci'e, normalmente de 4 folios, aunque también haya quatemus. Tal sis- tema, asociado a una evidente profesionalización de los oficios rela- cionados con el libro*", generó una apreciable reducción del tiempo empleado en la copia. Según las observaciones vertidas en algunos textos se alcanzó una media diaria de un folio y algunas líneas más, seis o trece; de tal forma que, por poner un ejemplo, de una obra integrada por 40 pecie se podían llegar a obtener 20 copias en el mismo lapso que antes se requería para una. Dicho sistema estaba en práctica a finales del siglo Xll, cuando un grupo de juristas iniciaron una reproducción «en serie» de los códices del Corpus iuris civilis, partiendo de manuscritos divididos en cuadernillos. Se trata, además, de la misma época en la que en Bolonia se menciona la statio librorum, entendida a la vez como librería y empresa editorial'. Se consolida en el siglo XIII, cuando ya se documenta claramente la presencia de estacionarios en dis- tintas universidades (París, 1225; Padua, 1261) y se mantuvo hasta la primera mitad del siglo XIV, pudiendo decirse que su momento de mayor apogeo corresponde a los años 1270 a 1350. Luego entró en decadencia, sin duda por las repercusiones de la Peste, aunque en Italia se conocen pecie de finales de ese siglo e incluso de comien- zos del XV. En términos generales, puede decirse que este sistema se empleó fundamentalmente para la copia de manuscritos jurídicos (Giovanni di Andrea, Accursio), teológicos (Tomás de Aquino) y obras pastorales; mientras que no se tienen las mismas evidencias de que sirviera para tratados de medicina. Por otro lado, también debe tenerse en cuenta que la pecia se empleó principalmente en las universidades de Inglaterra, Italia y Francia. Las pecie se copiaban a partir del exemplar aprobado por la Comisión de petiarii establecida en la Universidad, de modo que era ésta, y no tanto el autor, la que establecía la propiedad sobre la materia escrita, y ésta se convertía en la voz autorizada de la doc- trina admitida y reconocida por la institución académica antes que en la opinión concreta del autor. Por ello, la Comisión de los petia- rü desempeñaba un papel angular en la estructura universitaria y, en concreto, en la política libresca. Regulada por los respectivos estatutos de cada Universidad, su funcionamiento y cometidos se ajustaba, en términos generales, a los siguientes puntos: 1.° Se elegía al comienzo del curso académico entre los profesores. 2°Estaba encargada de autorizar y aprobar el exemplar previo examen y verificación del texto, así como de establecer la tasa de alquilen 3.° Debía examinar todos los exemplaña en manos de los esta- cionarios al menos una vez al año, normalmente coinci- diendo con el periodo vacacional. 4.° Tenía plenos poderes respecto a los estacionarios, a quienes podía imponer la sustitución de las pede usadas o deterio- radas. 5.° Publicaba anualmente la lista de los exemplaña aprobados por la Universidad con la indicación del número de copias disponibles y los precios del alquiler. Esta lista debía ser expuesta en la tienda del estacionario junto a una nómina de los copistas reconocidos por la Universidad. Una vez aprobado por dicha Comisión, el exemplar se entregaba al estacionario, quien se encargaba de alquilarlos y distribuirlos para la copia. Actuaba así como una especie de librero-editor, según puede verse por la regulación que de dicha figura se contiene en las Partidas del rey Sabio: “Estacionarios ha menester que aya en todo estudio general para ser Cumplido, que tenga en sus estaciones buenos libros e legibles, e verdaderos de testo e de glosa, que los loguen a los escolares para fazer por ellos libros de nuevo o para emender los que tovieren escritos. E tal tienda o estación como esta, no la debe ninguno tener sin otorgamiento del rector del estudio. E el rector, ante que le dé licencia para esto, debe fazer esaminar primeramente los libros de aquél que devía tener estación para saber si son buenos e legibles e verdaderos. E aquel que fallare que no tiene tales libros, non le debe consentir que sea estacionario nin logue a los escolares los libros, a menos de ser bien emendados primeramente. Otrosí debe apre- ciarle el rector, con consejo del estudio, quanto deve recebir el esta- cionario por cada quademo que prestare a los escolares para escre- vir O para emendar sus libros. E debe otrosí recebir buenos fiado- res del que guardará bien e lealmente todos los libros que a él fue- ren dados para vender que non fará engaño alguno”. La distinción entre el exemplar y la. pecia puede notarse tanto por la necesaria ausencia de correcciones en lo que podríamos denomi- nar exemp/ar-principal como porque tampoco parece lógico que éstos se dejciran plegados y sin encuadernar, como si ocurría con las pede. Por otra parte, conviene diferenciar entre los exemplaria des- tinados a la copia y los eventuales manuscritos de autor, de los cua- les se conservan menos testimonios, o las reportationes, es decir la copia directa de las lecciones dictadas por un maestro, quien, ade- más, solía revisarla: «Y lo que anoté de las cuatro visiones resulta tal cual de la boca del conferenciante pude trasladarlo a mi cuader- no. Cierto que otros dos, compañeros míos, anotaban también las dichas visiones junto conmigo; pero sus notas, por confusas e ilegi- bles en extremo, para nadie fueron útiles, sino para ellos mismos quizás. Corregido, pues, mi ejemplar, que pudo leerse por algunos de los oyentes, fue aprobado por el mismo Doctor, autor de la obra, y por muchísimos otros, en lo que, sin duda, me deben gratitud». Por supuesto, que el sistema de producción estuviera tan regla- mentado no significa que la copia fuera siempre modélica y exenta de errores. Antes al contrario, determinados textos no dudan en señalar la incompetencia de algunos estacionarios y la mala calidad de cier- tos exemplaria. No es raro por ello que los estatutos universitarios incidan con cierta frecuencia en ese aspecto procurando que las copias se hicieran en una caligrafía determinada: por ejemplo, in grossa Hue- ra, conforme se especifica en los estatutos de Padua en 1331;que el material escritorio fuera de calidad: in bonis cartis pecudinis vel edinis non ahrasi, como se ordena en los de la Universidad de Bolonia de 1405; o que las medidcis del folio guardaran las proporciones debidas: ad unum modum et unam niensuram, de acuerdo también a esos esta- tutos. Asimismo el análisis interno de los manuscritos revela algunas de esas carencias, sobre todo cuando no estaba disponible la peda siguiente y había que calcular el espacio reservado para ella'. En suma, se ha podido ver cómo las modificaciones que se die- ron en la factura y tipología, conceptual y material, del libro uni- versitario a lo largo de los siglos Xii y Xiii son el reflejo de un nuevo discurso sobre la lectura. Esta se empieza a entender como una práctica de conocimiento estrechamente ligada a la enseñanza, y los libros, según afirmó Ricardo de Bury en el Filobiblón (1344), como «grutas de sabiduría». Tales cambios implicaron: a) El nacimiento de un nuevo concepto del libro asociado a la enseñanza y a las necesidades del saber. b) La difusión de nuevas tipologías textuales (sumas y com- pendios) encaminadas a satisfacer el conocimiento. c) El desarrollo de una serie de herramientas intelectuales orientadas a facilitar la lectura y la consulta de los libros (tablas e índices). d) La consolidación de un nuevo modelo de organización tex- tual representado por el «diálogo» entre el texto y los comen- tarios que lo explican.
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Actualizado el 25/11/2009 Eres el visitante número ¡En serio! Eres el número |