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LOS LIBROS EN LA LITERATURA

 

 

 

Modos (que son grados) de empleo de las bibliotecas y los libros en la literatura:

Extraido de Bibliotecosas



- Incidental: la biblioteca o el libro aparecen sin más en algún texto o contexto literario, sin intencionalidad aparente.

- Ambiental: con afán de ambientación narrativa o poética.

- Argumental: la trama gira en alguna medida en torno a bibliotecas,  bibliotecarios o libros.

- Conceptual: la misma condición de libro o biblioteca es el verdadero motor narrativo o poético; el trabajo bibliotecario o la condición bibliotecaria de un personaje están profundamente, estructuralmente, imbricados con la obra literaria.

 

INDICE

A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA – Manuel Mantero

A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA – Antonio Martínez Carrión

AMOR EN LA BIBLIOTECA – Liliana Cinetto

ANTE EL QUIJOTE DE LA ACADEMIA, IMPRESO POR IBARRA – Manuel Machado

BIBLIOMANIA – Eduardo Luis del Palacio

BIBLIOTECA PARTICULAR – José Manuel Caballero Bonald

BIBLIOTECA – Luis Cernuda

BIBLIOTECA - Mario Benedetti

BIBLIOTECA – Salvador Novo

BIBLIOTECA – José Jiménez Lozano

BOUQUINISTE – Pio Baroja

Caco, cuco, faquín, biblio-pirata... – Serafín Estébanez Calderón

Capítulo XVII del FILOBIBLION – Richard de Bury

CARTA A UNA LIBRERÍA DE VIEJO – Luis Ricardo Burlan

CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA – Andrés Neuman

COMIENDO POESIA – Marck Strand (versión de M.A.Zapata y Richard Ford)

Cuando se tiene una biblioteca como la de Brauer … - Carlos María Domínguez

DE LOS BIBLIOTECARIOS – Alfredo Veiravé

Debió ser secretario de un Habsburgo … - Jon Juarista

DIAS COMO NAVAJAS, NOCHES LLENAS DE RATAS – Charles Bukowski

EL ACOMODADOR DE LAS FACETAS – Esteban Costa

EL BIBLIÓFAGO – Elías Canetti

EL EMBRUJO DE LAS PALABRAS – Concha Gómez Cadenas

EL INCENDIO DE UN SUEÑO – Charles Bukowski

EL LADRON ERUDITO – Ramón Gómez de la Serna

EL LIBRO - H.P. Lovecraft

El libro me miró fijamente con ojos fríos … - Gion Mathias Cavelty

EL ORDEN DE LA BIBLIOTECA – Luis Britto García

EL QUEJIDO DE LA BIBLIOTECA – Ramón Gómez de la Serna

ELOGIO DE LOS LIBROS – Alvaro Valverde

En 1622, Paul Guldin había escrito una obra titulada … - Humberto Eco

En el sótano con Berit, Bibbi Bokken y ...  - J.Gaarder y K.Hagerup

En la formulación original de Bertrand Russell, esta paradoja…

En un pueblo de Escocia venden libros… - Julio Cortázar

En una ocasión oí comentar a un cliente habitual… - Carlos Luis Zafón

ENSUEÑO – Hermann Hesse

Era la biblioteca.  Altos muebles de palisandro negro… - Julio Verne

Este bibliotecario de la figura enteca… - Ernesto Albertos Tenorio

Estoy sentado en una pequeña habitación… - Henry Millar

EX LIBRIS – Horacio Rega Molina

FIN DEL MUNDO DEL FIN – Julio Cortazar

FRANCISCO COLUMNA – Charles Nodier

GIACOMO CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO…- Antonio Colinas

HIMNO DE LAS BIBLIOTECAS PROLETARIAS – Rafael Alberti

Hoy el espacio del lenguaje no está definido por la Retórica, sino… - Michel Foucault

Iba a llamarla esa noche, sabía que ella esperaba mi llamada… - El enigma del cuatro

LA BIBLIOTECA – Cesar Simón

LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRIA – Javier Campos

LA BIBLIOTECA – Ramón Gómez de la Serna

LA BIENVENIDA – Edwin Morgan

LA HOJA – Cintio Vitier

LA NOVELA DE UN EX LIBRIS – Carlos Boselli

LA PESADILLA DE UN TEOLOGO – Bertrand Russell

Larry Winston tiene un cerebro privilegiado … - La hermandad de la sábana santa

LIBROS – Luis Britto

LOS LIBROS – Carlos Marzal

Me ducaron en el seno de la bibliofilia como otros niños… El enigma del cuatro

Me muero irremediablemente… - Juvencio Valle

Nunca preguntes por Alejandría… - Jesús Mosterín

ODA A LA TIPOGRAFIA – Pablo Neruda

ODA AL LIBRO (I) – Pablo Neruda

ODA XXXIV A MIS LIBROS – Juan Menéndez Valdés

Por ejemplo, en un ejercicio que hice varias veces… - Humberto Eco

Que en su afán de adquirir conocimientos científicos… - Mario Vargas Llosa

Que mejor paraíso… - Alvaro Valverde

RECHIFLAO EN MI TRISTEZA – Julio Cortázar

Sala de lectura de una biblioteca de facultad… - Girald Torrente

Siempre allí, vivaz y atenta.  Ella también… - Pierre Péju

Soy bibliotecario, creo no haberlo dicho aún… - Javier García Sánchez

Toda la humanidad es un único libro de un solo autor… - John Donne

Traga-infolios, engulle-librerías… - Serafín Estébanez Calderón

UN LIBRO, POR EJEMPLO – José Manuel Caballero Bonald

Una extraña tienda de antigüedades… - Humberto Saba

VIDA DE BIBLIOTECA Y TRISTEZA – Ernesto Albertos Tenorio

Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis?... – Luther Blisset

 

 

A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA

Sat mea sat magna est, si tres sint pompa libelli
quos ego Persephonae maxima dona feram
Propercio

Cuando muera, llevaros no podré
conmigo. Aunque en vosotros
aprendí tantas cosas,
jamás que a nadie permitieran
tener sus libros en el paraíso.
Pero yo, sin la fiesta
de nuestro asiduo diálogo de amor,
¿cómo podría ser yo mismo?
El paraíso, sin vosotros,
estará mutilado.

Y vosotros sin mí,
¿qué haréis sin mí, hijos míos?
¿Qué extrañas manos abrirán la luz
de vuestras páginas? ¿En qué
salones de irrisión acabaréis,
en qué antros callejeros
de mercader os brindará al tacaño?
Dispersa ya vuestra hermandad,
sollozaréis de soledad y frío.

Conmigo os llevaré.
Ya encontraré algún modo.
Por dejaros en la otra orilla
¿cobrará muchos óbolos Caronte?

Manuel Mantero Equipaje: (2002-2004).

 

 

A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA

Durarán más que tú,
pero nadie
posará con más gusto su mirada,
aspirará su olor a papel viejo
preferible al perfume más sutil,
recorrerá sus lomos,
los abrirá con igual mimo,
descubriendo tesoros olvidados,
textos, recortes que los complementan,
volviendo a colocarlos con amor
en el sitio cabal, para encontrarlos
-milicia silenciosa y no violenta-
no en más de tres minutos.

Habrá de pasar tiempo,
dejadme imaginarlo,
hasta que se acostumbren a otras manos:
ojalá no sean ásperas con ellos.

Antonio Martínez Sarrión

 

 

AMOR EN LA BIBLIOTECA

Cuentan que cuentan que había
una vez una princesa
que vivía en un estante
de una vieja biblioteca.
Su casa era un cuento de hadas,
que casi nadie leía,
estaba entre un diccionario
y un libro de poesías.
Solamente algunos chicos
acariciaban sus páginas
y visitaban a veces
su palacio de palabras.
Desde la torre más alta,
suspiraba la princesa.
Lágrimas de tinta negra
deletreaban su tristeza.
Es que ella estaba aburrida
de vivir la misma historia
que de tanto repetir
se sabía de memoria:
una bruja la hechizaba
por envidiar su belleza
y el príncipe la salvaba
para casarse con ella.
Cuentan que cuentan que un día,
justo en el último estante,
alguien encontró otro libro
que no había visto antes.
Al abrir con suavidad,
sus hojas amarillentas
salió un capitán pirata
que estaba en esa novela.
Asomada entre las páginas
la princesa lo miraba.
Él dibujó un sonrisa
sólo para saludarla.
Y tarareó la canción
que el mar le canta a la luna
y le regaló un collar
hecho de algas y espuma.
Sentado sobre un renglón,
el pirata, cada noche,
la esperaba en una esquina
del capítulo catorce.
Y la princesa subía
una escalera de sílabas
para encontrar al pirata
en la última repisa.
Así se quedaban juntos
hasta que salía el sol,
oyendo el murmullo tibio
del mar, en un caracol.
Cuentan que cuentan que en mayo
los dos se fueron un día
y dejaron en sus libros
varias páginas vacías.
Los personajes del libro
ofendidos protestaban:
"Las princesas de los cuentos
no se van con los piratas".
Pero ellos ya estaban lejos,
muy lejos, en alta mar
y escribían otra historia
conjugando el verbo amar.
El pirata y la princesa
aferrada al brazo de él
navegan por siete mares
en un barco de papel.

Liliana Cinetto. Veinte poesías de amor y un cuento desesperado.

 

 

ANTE EL QUIJOTE DE LA ACADEMIA, IMPRESO POR IBARRA

De Elzevirios, de Aldos y Plantinos
insigne sucesor fue Ibarra un día
gloria de la española Artesanía,
sol magnificador de sus caminos...

Logra el trabajo con amor destinos
de Arte supremo, Ibarra lo sabía
y penetró con clásica maestría
del suyo los secretos peregrinos.

De Bodoni y Didot rival triunfante,
la página de Ibarra el sello ostenta
claro, severo, pulcro y elegante.

Y su Quijote insigne representa
la cifra de la gloria culminante:
el mejor libro en la mejor imprenta.

Manuel Machado

 

 

BIBLIOMANÍA

Quiere "Bebé" ser grande a toda prisa,
y le dan un Catón... y algún azote.
Sin saber aún rezar el monigote,
le compran su primer libro de misa.

A su sed de aventuras y a su risa,
ya mozo, abre horizontes el "Quijote".
Glosa luego, atusándose el bigote,
las cartas de Abelardo y Eloísa.

Puesto ahora en trance de vivir despacio,
en su Tívoli umbroso y bien provisto
gusta la Odas y Épodos de Horacio.

Mas llega la vejez; y cuando ha visto
que el tránsito se acerca, y no reacio,
dase a aprender la "Imitación de Cristo".

Eduardo Luis del Palacio

 

 

BIBLIOTECA PARTICULAR

Comparecen los libros en lugares
anómalos, se juntan
con indolente asimetría:
un tropel
de vestigios locuaces,
pendencieros, irresolutos, lerdos.

He pugnado con ellos
durante muchos años: los he visto nacer,
durar, languidecer. Han resistido
intemperies, saqueos, turbamultas.

Algunos llevan dentro
la ponderada prueba de mi envidia,
los más el distintivo
incorregible de la decepción

Mi error fue abrir un día un libro.

(Jack London, The Sea Wolf)



José Manuel Caballero Bonald

 

 

BIBLIOTECA

Cuántos libros. Hileras de libros, galerías de libros, perspectivas de libros en este vasto cementerio del pensamiento, donde ya todo es igual, y que el pensamiento muera no importa. Porque también mueren los libros, aunque nadie parezca apercibirse del olor (quizá abunda por aquí literatura francesa, con sus modas que sólo contienen muerte) exhalado por tantos volúmenes corrompiéndose lentamente en sus nichos. ¿Era esto lo que ellos, sus autores, esperaban?

Ahí está la inmortalidad para después, en la cual se han resuelto horas amargas que fueron vida, y la soledad de entonces es idéntica a la de ahora: nada y nadie. Mas un libro debe ser cosa viva, y su lectura revelación maravillada tras de la cual quien leyó ya no es el mismo, o lo es más de como antes lo era. De no ser así el libro, para poco sirve su conocimiento, pues el saber ocupa lugar, tanto que puede desplazar a la inteligencia, como esta biblioteca al campo que antes aquí había


Que la lectura no sea contigo, como sí lo es con tantos frecuentadores de libros, leer para morir. Sacude de tus manos ese polvo bárbaramente intelectual, y deja esta biblioteca, donde acaso tu pensamiento podrá momificado alojarse un día. Aún estás a tiempo y la tarde es buena para marchar al río, por aguas nadan cuerpos juveniles más instructivos que muchos libros, incluido entre ellos algún libro tuyo posible. Ah, redimir sobre la tierra, suficiente y completo como un árbol, las horas excesivas de lectura.

Luis Cernuda, 1942

 

 

BIBLIOTECA

Mi biblioteca es otra humanidad
con patriciados razas personajes
desastres y esplendores del pasado
y lomos gruesos como los de antes

libros para los viejos que se fueron
para los niños que se vuelven padres
libros pesados como diccionarios
unos eternos y otros olvidables

la biblioteca vive en las paredes
me mira suspicaz e interrogante
no está segura de que sea el mismo
que hurgaba en sus manuales hasta tarde

ciertas obras que fueron condenadas
por la censura están en otro estante
cubiertas por la Biblia y el Talmud
y otras mascarillas respetables

mi bibliotea es otra humanidad
plena de rostros dulces o salvajes
pero cuando una noche yo me extinga
mi biblioteca quedará vacante

o vendrán otros ojos inexpertos
que pueden ser espléndidos o frágiles
y libro a libro habrá que sugerirles
cómo es que se cierran y se abren

BENEDETTI, Mario. Existir todavía. Madrid: Visor Libros, 2004
 

 

 

BIBLIOTECA

Estos hombres, ¿pusieron lo mejor de sí mismos
en el papel?
Envueltos en silencio; alejados del mundo,
incapaces de hacerlo con azada ni espada,
empuñaron la pluma.
Era su forma resignada
de llenar el minuto vacío de sus vidas;
de sangrar las palabras atadas en su lengua;
de mirarse sin asco en el espejo
que su tinta opacaba;
desesperado intento de perdurar, clavados
cadáveres de insectos;
de no sentirse inútiles ni solos
una tarde, una noche, una hora como ésta;
de aguardar, de entregarse, de florecer sin fruto;
de confiar el fracaso de su muerte
al azar de otra vida
que en soledad, tendiera ¡alguna vez!
las manos y los ojos
a sorber su veneno y a entregarles el suyo.

Salvador Novo

 

 

BIBLIOTECA

Son como pájaros con sus alas plegadas
y su pico al aire, solitarios,
en fila sobre los anaqueles. Sueñan,
esperan años, siglos, como mendigos silenciosos,
con la mano extendida; quizá monjes,
acodados en su sillería,
para un solemne oficio, tantos libros.
No son sino papel cosido, letras, pero
no ha habido déspota en el mundo
que no haya temblado en su presencia, porque
los ojos son, la boca, el ánima,
de todos los muertos de la tierra.
Miran y miden tu estatura,
si aún no eres un hombre
y necesitas conversación con Descartes,
los "Pensées" y quizás Safo,
tantos y tantos otros, llama
viva, consolación, acogimiento,
en tu hora oscura. Escucha
entonces: Niccolò Maquiavelo
se vestía los trajes con que visitaba a los príncipes,
para abrirlos a la caída de la tarde; toma
tú una candela y ve a su audiencia
para que te acompañen tantas vidas.
¡Es tan corta la tuya!
¡Tan pequeña!

José Jiménez Lozano

 


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Siempre estuvimos en Alejandría. Julia García Maza (ed.). Madrid; Valencia: Asociación de amigos de la Biblioteca de Alejandría; Edicions Alfons el Magnànim, 1997. ISBN: 8479521848.

 

 

BOUQUINISTE

Del puente de Solferino
hasta el quai de la Tournelle,
¡cuantas veces he pasado
en busca de algo que leer!
He recorrido los puestos
con una constancia fiel
de culto y grave bibliófilo,
aunque no lo llegue a ser.

Hace algo más de ocho lustros
que esa busca comencé;
puede que ya la abandone
por pereza o por vejez.
Conozco caja por caja
el muelle de Saint–Michel.
el de Conty y Montebello,
el de Orsay y el de Voltaire.
Estas orillas del Sena
son un inmenso almacén
de cuadros, libros y estampas
de viejo y nuevo a la vez.

Cuando voy en mi paseo
desde la estación de Orsay,
a la izquierda, sobre el río,
esto es lo que suelo ver:
el Louvre y las Tullerías,
la fuente del Chatelet,
el espolón de la isla
antigua de la Cité,
que tiene aspecto de barco,
con su proa y su bauprés,
y luego, como las velas,
de la nave parisién
en cielo claro o brumoso
con sol al atardecer,
las torres de Nôtre–Dame
es un cielo de satén.
Parece una tela suave
de Monet o de Sisley,
con tonos de rosa pálido
y colores de Vermeer.

A veces, entre las cajas
de libros, se empieza a ver
el cauce del Sena oscuro
como un canal holandés,
y al buen pescador de caña
con su anzuelo y su cordel,
que espera con optimismo
que en el agua pique un pez.

Yo tomo el Metro en la plaza
próxima de Saint–Michel,
y voy, cambiando estaciones,
a la calle de Marboeuf.
Allí me meto en mi cuarto
y me dedico a leer
lo que he comprado en un puesto
del muelle de Malaquais.

Pío Baroja

 

 

Caco, cuco, faquín, biblio-pirata,
tenaza de los libros, chuzo, púa:
de papeles, aparte lo ganzúa,
hurón, carcoma, polilleja, rata.

Uñilargo, garduño, garrapata,
para sacar los libros cabría grúa,
Argel de bibliotecas, gran falúa,
armada en corso, haciendo cala y cata.

Empapas un archivo en la bragueta,
un Simancas te cabe en el bolsillo,
te pones por corbata una maleta.

Juegas del dos, del cinco y por tresillo:
y al fin te beberás como una sopa,
llenas de libros, África y Europa.

Serafín Estébanez Calderón

 

 

Capitulum XVII

De debita honestate circa librorum custodiam adhibenda

NON SOLUM Deo praestamus obsequium novorum librorum praeparando volumina, sed sacratae pietatis exercemus oicium, si eosdem nunc illaese tractemus, nunc locis idoneis redditos illibatae custodiae commendemus; ut gaudeant puritate, dum habentur in manibus, et quiescant secure, dum in suis cubilibus reconduntur. Nimirum post vestes et vascula corpori dedicata dominico, sacri libri merentur a clericis honestius contrectari, quibus totiens irrogatur injuria, quotiens eos praesumit attingere manus foeda. Quamobrem exhortari studentes super negligentiis vanis reputamus expediens, quae vitari faciliter semper possent et mirabiliter libris nocent.

In primis quidem circa claudenda et aperienda volumina sit matura modestia, ut nec praecipiti festinatione solvantur, nec inspectione finita sine clausura debita dimittantur. Longe namque diligentius librum quam calceum convenit conservari.

Est enim gens scholarium perperam educata communiter et, nisi majorum regulis refraenetur, infinitis infantiis insolesat. Aguntur petulantia, praesumptione tumescunt; de singulis judicant tanquam certi, cum sint in omnibus inexperti.

Videbis fortassis juvenem cervicosum, studio segniter residentem, et dum hiberno tempore hiems alget, nasus irriguus frigore comprimente distillat, nec prius se dignatur emunctorio tergere, quam subjectum librum madefecerit turpi rore; cui utinam loco codicis corium subderetur sutoris Unguem habet fimo fetente refertum, gagati simillimum, quo placentis materiae signat locum. Paleas dispertitur innumeras, quas diversis in locis collocat evidenter, ut festuca reducat quod memoria non retentat. Hae paleae, quia nec venter libri digerit nec quisquam eas extrahit, primo quidem librum a solita junctura distendunt, et tandem negligenter oblivioni commissae putrescunt.

Fructus et caseum super librum expansum non veretur comedere, atque scyphum hinc inde dissolute transferre; et quia non habet eleemosynarium praeparatum, in libris dimittit reliquias fragmentorum. Garrulitate continua sociis oblatrare non desinit , et dum multitudinem rationum adducit a sensu physico vacuarum, librum in gremio subexpansum humectat aspergine salivarum. Quid plura? statim duplicatis cubitis reclinatur in codicem et per breve studium soporem invitat prolixum, ac reparandis rugis limbos replicat foliorum, ad libri non modicum detrimentum.

Jam imber abiit et recessit et flores apparuerunt in terra nostra. Tunc scholaris quem describimus, librorum neglector potius quam inspector, viola, primula atque rosa necnon et quadrifolio farciet librum suum. Tunc manus aquosas et scatentes sudore volvendis voluminibus applicabit. Tunc pulverulentis undique chirothecis in candidam membranam impinget et indice veteri pelle vestito venabitur paginam lineatim. Tunc ad pulicis mordentis aculeum sacer liber abicitur, qui tamen vix clauditur infra mensem, sed sic pulveribus introjectis tumescit quod claudentis instantiae non obedit.

Sunt autem specialiter coercendi a contrectatione librorum juvenes impudentes, qui cum litterarum figuras effigiare didicerint, mox pulcherrimorum voluminum, si copia concedatur, incipiunt fieri glossatores incongrui et ubi largiorem marginem circa textum perspexerint, monstruosis apparitant alphabetis; vel aliud frivolum qualecunque quod imaginationi occurrit celerius, incastigatus calamus protinus exarare praesumit. Ibi Latinista, ibi sophista, ibi quilibet scriba indoctus aptitudinem pennae probat, quod formosissimis codicibus quo ad usum et pretium creberrime vidimus obfuisse.

Sunt iterum fures quidam libros enormiter detruncantes, qui pro epistolarum chartulis schedulas laterales abscindunt, Iittera sola salva; vel finalia folia, quae ad libri custodiam dimittuntur, ad varios abusus assumunt; quod genus sacrilegii sub interminatione anathematis prohiberi deberet.

Convenit autem prorsus scholarium honestati ut, quotiens ad studium a refectione reditur, praecedat omnino lotio lectionem, nec digitus sagimine delibutus aut folia prius volvat, aut signacula libri solvat. Puerulus lacrimosus capitalium litterarum non admiretur imagines, ne manu fluida polluat pergamenum; tangit enim illico quicquid videt. Porro laici, qui librum aeque respiciunt resupine transversum sicut serie naturali expansum, omni librorum communione penitus sunt indigni.

Hoc etiam clericus disponat, ut olens ab ollis lixa cinereus librorum lilia non contingat illotus, sed qui ingreditur sine macula pretiosis codicibus ministrabit. Conferret autem plurimum tam libris quam scholaribus manuum honestarum munditia, si non essent scabies et pustulae characteres clericales.

Librorum defectibus, quoties advertuntur, est otius occurrendum; quoniam nihil grandescit citius quam scissura, et fractura, quae ad tempus negligitur, reparabitur postea cum usura.

De librorum armariis mundissime fabricandis, ubi ab omni laesione salventur securi, Moyses mitissimus nos informat, Deuteron. uno et tricensimo: Tollite, inquit, librum istum et ponite illum in latere arcae foederis Domini Dei vestri. O locus idoneus et bibliothecae conveniens, quae de lignis sethim imputribilibus facta fuit auroque per totum interius et exterius circumtecta! Sed omnem inhonestatis negligentiam circa libros tractandos suo Salvator exclusit exemplo, sicut legitur Lucae quarto. Cum enim scripturam propheticam de se scriptam in libro tradito perlegisset, non prius librum ministro restituit, quam eundem suis sacratissimis manibus plicuisset. Quo facto studentes docentur clarissime circa librorum custodiam quantumcunque minima negligi debere.

Capítulo 17

Se ha de mostrar la debida consideración en la custodia de los libros

No sólo demostramos deferencia a Dios preparando volúmenes de libros nuevos, sino que también practicamos oficio de piedad sagrada si manejamos los libros con cuidado, y si, devolviéndolos a sus sitios adecuados, los confiamos en custodia inviolable; para que se complazcan en su pureza, cuando los tenemos en las manos, y descansen con seguridad, cuando los devolvemos a sus cubiles. De cierto que, tras los cobertores y cálices consagrados al cuerpo del Señor, merecen ser tratados con consideración por los clérigos los libros sagrados, a los que tantas veces se causa daño cuantas se les toma con las manos sucias. Por lo que consideramos conveniente advertir a los estudiantes acerca de diversas negligencias que pueden evitarse siempre con facilidad y perjudican extraordinariamente a los libros.

En primer lugar en cuanto al abrir y cerrar los volúmenes, que se muestre la oportuna moderación, a fin de no acelerar su ruptura, ni dejarlos, una vez concluido su examen, sin cerrarlos como es debido. Pues conviene conservar con mucho mayor celo un libro que un zapato.

Pero en realidad la estirpe de los estudiantes está, por lo general, mal educada, y, si no se ven refrenados por las reglas de sus mayores, se envanecen en puerilidades sin número. Se conducen con descaro, se hinchan en su arrogancia; juzgan acerca de cualquier cosa como si estuvieran en lo cierto, aun cuando son inexpertos en todas.

Verás acaso al joven obstinado, sentado indolentemente ante sus estudios, y, cuando el frío del invierno arrecia y la nariz empapada, aterido de frío, le gotea, no por ello se digna a enjugársela con su pañuelo hasta que ha regado el libro que tiene debajo con su repugnante rocío; ojalá que en lugar del códice tuviera un delantal de zapatero. Tiene las uñas llenas de porquería fétida, negra como el azabache, con la que marca el lugar de algún pasaje de su agrado. Distribuye infinidad de pajas, que coloca bien visibles en diversos sitios, para que los tallos le recuerden lo que su memoria no retenga. Estas pajas, que ni el libro tiene vientre para digerir y nadie extrae, en primer lugar distienden las sólidas ligaduras del libro, y, por fin, entregadas negligentemente al olvido, se pudren.

No vacila en comer fruta y queso sobre el libro abierto, o en llevar la copa de aquí a allá con indiferencia; y, como no tiene bolsa a mano, deja caer en el libro los restos que quedan. De cháchara constante, no cesa de discutir con sus compañeros, y, mientras aduce múltiples razones vacías de sentido, moja el libro semiabierto en su regazo con las salivas que salpica. ¿Qué más? Al punto, doblando los codos, se inclina sobre el códice y al poco el estudio le provoca un largo sueño; entonces, al deshacer las arrugas, dobla los bordes de las hojas, con no poco perjuicio para el libro.

Ya la lluvia pasó y se marchó, y las flores han brotado sobre nuestra tierra. Entonces el estudiante que hemos descrito, destructor más que lector de libros, llena su libro de violetas, prímulas, de rosas y tréboles. Entonces emplea sus manos húmedas y sudorosas para volver los volúmenes. Entonces toca el blanco pergamino con guantes polvorientos por todos lados, y recorre la página línea a línea con el índice cubierto de cuero viejo. Entonces, al aguijón del mordisco de una pulga, arroja de sí el sacro libro, que apenas se cerrará ya durante un mes, hasta que se hincha tanto con el polvo que le entra, que no obedece al intento de cerrarlo.

Se ha de prohibir especialmente el manejo de libros a los jóvenes desvergonzados, que, en cuanto han aprendido a formar las letras, en seguida se convierten en feroces comentaristas impertinentes de los más bellos volúmenes, y, en cuanto reconocen un margen amplio alrededor del texto, disponen alfabetos monstruosos; o, cualquier otra frivolidad que se les venga a la imaginación de repente, al punto su cálamo impune comienza a escribirla. Allí el latinista, el sofista, o quienquiera que sea el escriba inculto prueba la aptitud de su pluma, lo que hemos visto con muchísima frecuencia que daña en su uso y su valor los códices más hermosos.

Además hay una especie de ladrones que mutilan los libros enormemente, los que recortan los márgenes laterales para material de cartas, dejando sólo el texto; o se reservan las hojas finales, que se dejan para guarda del libro, para diversos abusos; lo que debiera prohibirse bajo amenaza de anatema.

Conviene también del todo a la honestidad de los estudiantes que, toda vez que regresen de la comida al estudio, el lavado preceda siempre a la lectura, para que el dedo untado de grasa no vuelva las hojas o disuelva las marcas del libro. Que el niño llorón no admire las imágenes de las letras capitales, ni manche el pergamino con las manos mojadas; pues enseguida toca aquello que ve. Además, los laicos, que miran del mismo modo el libro dado la vuelta y del revés que abierto del modo propio, son profundamente indignos de toda comunión con el libro.

También que el clérigo disponga, para que el maloliente cantinero sucio de ollas no toque las hojas de lirio de los libros, sino que el que ha entrado inmaculado sirva a los preciosos códices. Además convendría muchísimo, tanto a los libros como a los estudiantes, la limpieza de las honestas manos, si la sarna y las pústulas no fueran características de los clérigos.

Siempre que advirtamos defectos en los libros se han de afrontar de inmediato; ya que nada crece más deprisa que un desgarro y un roto, que, descuidados a su tiempo, se reparan luego con intereses.

Moisés, el más benigno de los hombres, nos instruye acerca de la fabricación de los armarios más limpios para los libros, en los que se encuentren salvos y seguros de todo daño, en el Deuteronomio, cap. 31: Tomad, dice, este libro y ponedlo en un lado del arca de la alianza con el Señor vuestro Dios. ¡Oh lugar idóneo y conveniente para la biblioteca, hecho de madera incorruptible de setim y recubierto de oro por todo el exterior y el interior! También el Salvador rechaza con su ejemplo toda negligencia deshonesta en el trato de los libros, como se lee en Lucas, cap. 4. Pues cuando terminó de leer la escritura profética, escrita por él mismo, en el libro que se le trajo, no devolvió el libro al sacerdote hasta que no lo plegó con sus muy sagradas manos. Con lo cual se enseña a los estudiantes clarísimamente que, acerca de la custodia de los libros, no se deben descuidar lo más mínimo.

Filobiblion  Richard de Bury  (traducido en  bibliotecosas)

 

 

CARTA A UNA LIBRERÍA DE VIEJO

Desde los anaqueles silenciosos
y las mesas contritas de carcoma,
surge el añejo tufo de los libros.
Dormida mariposa

desahucia entre unos versos de Musset
la tisis del amor. Otras evocan
algún recuerdo familiar,
la tibia lumbre y la gatuna alfombra.

Quién que no es modera la impudicia
y en consentida ronda
desaliña los tomos con novelas
o versos de antológica prosodia.

El ojo visitante,
entre polvillo y carraspeo, boga
en cajoneras. Remos son las manos
en mares de tratados y de notas.

Con un fingido afecto que enternece,
ajenos a antinomias,
intercambian librero y erudito
vetustos manuscritos que valoran.

Lo que duele como un estiletazo
es descubrir esa dedicatoria,
en la primera página,
de puño y letra del autor, la loa

a la amistad franca y sencilla
que, irrespetuoso, el heredero viola
y olvida entre digestos y revistas
o vende cual bicoca.

Me gusta releerte palmo a palmo,
inventarme en un párrafo, una estrofa,
conversar con las artes
y las letras, metido en tu mazmorra.

Librería de viejo: las señales
del hombre con su forja.
Los pasos demorados y la pausa.
¿No mereces, amiga, ni una copla?

Luis Ricardo Furlan. Mundo de papel y tinta (poemas)

 

 

CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA

Rebuscas en los libros
con un extraño afán de jardinera.
Delicada y ansiosa, de perfil me pareces
distinta en ese modo de curvar las rodillas
y de tensar los muslos
debajo del vaquero;
muerte lenta
contemplar, sin tocarlo,
el pequeño tatuaje en tu cintura.
Será mejor sufrir que detallar los pechos:
¿quién se atreve a cruzar
los toboganes
que unen la palabra con su objeto?
Así que huyo
y finjo distracción;
si volvieras la vista a quien te escribe
desaparecerías, y es demasiado pronto.
Sigue leyendo, Claudia.
Haces bien en amarte.

Andrés Neuman El tobogán.

 

 

COMIENDO POESÍA

La tinta corre por la comisura de mi boca.

No hay una felicidad como la mía.

He estado comiendo poesía.

La bibliotecaria no cree lo que ve:

sus ojos están tristes

y camina con las manos metidas en el vestido.

Los poemas se han ido.

La luz es tenue.

Los perros están en la escalera del sótano y vienen subiendo.

Sus ojos blanquean,

sus patas rubias arden como la maleza.

La pobre bibliotecaria patalea y llora.

Ella no entiende.

Cuando me arrodillo y le lamo la mano, grita.

Soy un hombre nuevo.

Le gruño y le ladro.

Y retozo con júbilo en la penumbra libresca.

Mark Strand

(Versión de Miguel Ángel Zapata en colaboración con Richard Ford)

 

 

Cuando se tiene una biblioteca como la de Brauer el fichero es imprescindible. Un hombre puede conquistar muchas lecturas, pero un conquistador se halla obligado a administrarlas.
...”Lo peor de todo”, me comentó, “lo que más trabajo me lleva, es el tema de las afecciones.”

Fue la primera señal de que algo no marchaba bien. Aquí mismo, donde está sentado usted, una tarde me explicó el trabajo que le llevaba no juntar sobre un estante dos autores peleados. No se atrevía a colocar un libro de Borges al lado de uno de García Lorca, por ejemplo, a quien el argentino calificó de “andaluz profesional”. Tampoco una obra de Shakespeare junto a otra de Marlow, dadas las insidiosas acusaciones de plagio entre los autores, aunque eso lo obligara a no respetar los números seriados de cada volumen en su colección. Tampoco, desde luego, un libro de Martin Amis y otro de Julian Barnes, luego que los dos amigos se pelearon, o ubicar a Vargas Llosa junto a García Marquez.

Callé, le digo, con tristeza, las señales de que mi amigo sufría una alteración mental. Me explicó que trabajaba en un sistema de números fractales, lo suficiente abierto para permitir el cambio de ubicación de los libros según criterios dinámicos (nunca conjeturales, enfatizó), porque al fin de cuentas nada había más voluble que las valoraciones literarias. De modo que si hallaba atendibles razones que rescataban una obra del olvido, o conquistaba una afinidad con otros textos, cambiaba su disposición en los anaqueles...
“Durante siglos hemos utilizado un sistema pedestre”, dijo entonces, “insensible al orden real de las afecciones. Quiero decir que Pedro Páramo y Rayuela son dos obras de autores latinoamericanos, pero para seguir el camino de una es necesario ir a William Faulkner y la otra nos lleva a Moebius...”

Nunca logré visualizar cómo era el sistema de clasificación de Carlos porque debí internarme para someterme a una operación y dejé de verlo por varios meses. Pero amigos comunes me pusieron al tanto de que trabajaba en su fichero, dedicaba muchas horas al estudio de las matemáticas complejas y, para asombro de la mayoría, advertían en él no solo signos de agotamiento, también de locura.
...

Carlos María Domínguez  La casa de papel. Barcelona: Mondadori, 2004. ISBN: 84-397-057-7. 110 p.

 

 

DE LOS BIBLIOTECARIOS

Se trata de una misión nada fácil:
han nacido para explorar los anaqueles de cenizas y montañas de palabras
estallan entre infolios en las zonas más hondas de sus catálogos
Cada hombre, dicen ellos, tiene sus paraísos en estas historias
Consagradas al olvido del diluvio y ven caer la penumbra
desde las altas mariposas de la tarde
Eligen otras materias que clasifican sus memorias y ven la mente del hombre
de las cavernas y la mente del hombre de Dresde, de Xólotl,
y la mente de los hombres de la Catedral Sumergida y la mente
de los hombres de la bomba atómica, el hongo y el Cangrejo y Dallas
en un solo catálogo manifiesto
Las letras entonces comienzan a danzar ante sus ojos y la
imaginación
se agranda hasta el infinito círculo de los planetas para destruir
el sueño de las computadoras tristes
Ahora verán lo que pasa:
una misión nada fácil nace de sus dedos de exploradores
los infolios estallan en las zonas de cenizas y recogen
palabras como mariposas secas en la honda fronda de sus anaqueles
Cada paraíso, dicen, tiene sus bibliotecarios consagrados al olvido
de la penumbra y las materias de arroz pulimentado se consagran
al catálogo de las clasificaciones y recorren la mente del hombre
en submarinos, en bombas atómicas, en tortugas planetarias,
en velocípedos, en canoas indígenas, cuando los códigos lunares
destruyen los sueños de las bibliotecarias solteras
y la imaginación se agranda hasta París, en la danza
que las letras tejen entre sus ocios.

Alfredo Veiravé

 

 

Debió ser secretario de un Habsburgo
O poner pica en Flandes. Sin embargo,
Podemos alegar en su descargo
Que en tardo siglo lo forjó el Demiurgo.
Con la ley más estricto que Licurgo,
Colérico quizás -pero no amargo-,
Pastor de libros fue por tiempo largo
(que no de los carneros de Panurgo).
Apacentó los arduos manuscritos
En las majadas de los Recoletos
Y ordenó sus rebaños incompletos
Separando corderos de cabritos.
La Fama hace su nombre necesario:
Julián Martín Abad, Bibliotecario.

Jon Juaristi

 

 

DÍAS COMO NAVAJAS, NOCHES LLENAS DE RATAS

Siendo muchacho dividí en partes iguales el Tiempo
Entre los bares y las bibliotecas;
cómo me las
Arreglaba para proveerme de
Mis otras necesidades es un rompecabezas; bueno,
Simplemente no
Me preocupaba demasiado por eso-
Si tenía un libro o un trago entonces no pensaba demasiado
En otras cosas- los tontos crean su propio
Paraíso.
En los bares, pensaba que era rudo, quebraba
Cosas, peleaba
Con otros hombres, etc...
En las bibliotecas era otra cosa: estaba callado,
Iba de sala en sala, no leía tantos libros enteros
Sino partes de ellos: medicina, geología,
Literatura y Filosofía.
Psicología, matemáticas, historia,
Otras cosas me aburrían.

[...]

Mis hermanos, los filósofos, me hablaban como
Nadie
Venido de las calles o alguna otra parte; llenaban
Un inmenso vacío.
Qué buenos muchachos, ah, ¡qué buenos
Muchachos!
Sí las bibliotecas ayudaron; en mi otro templo,
Los bares,
Era otra cosa, más simplista, el
Lenguaje y el camino era diferente...
Días de bibliotecas, noches de bares.

[...]

Charles Bukowski

 

 

El Acomodador de las Facetas

Tu trabajo es el de acomodador;
eres el Acomodador de las Facetas.
Eres el archivista prolijo
que ordena los archivos
de los estantes del cerebro.
Te apasiona la pulcritud y
el orden de los biblioratos.
Mil temas extraerían
los psicólogos de tus archivos.
Cualquier cerebro es un
Inmenso Archivo,
pero no todos los portadores de cerebros
son archivistas.
Muy pocos se atreven a
ordenar su propia biblioteca mental.
Hay volúmenes un tanto tenebrosos,
otros espantan por su incoherencia,
otros avergüenzan,
otros nos da gusto ordenarlos,
observarlos, limpiarlos, ponerles
títulos y fechas.
Yo me afianzo en mi mundo interno
y me alejo del externo.
Y todo lo que hay que hacer
y todo lo que debería hacer hoy
no me intranquiliza.
Por lo menos exijo el derecho
de ser un loco tranquilo,
que me dejen en paz,
tanto los decadentes como los progresistas
y los optimistas;
yo sólo quiero ordenar mi biblioteca.
Hay cientos de volúmenes sin catalogar,
otros me atrevo a mirarlos de a poco,
con cautela y sobriedad.
Que cada cual ordene su biblioteca,
y cuando esté ordenada que se
vaya a un parque a tomar aire
y a fumar un cigarrillo.

Esteban Costa

El contemporáneo, blog de Esteban Cos

 

 

EL BIBLIÓFAGO



El Bibliófago lee todos los libros sin distinción, siempre que sean difíciles. Los que se comentan no lo dejan satisfecho, han de ser raros y olvidados, difíciles de encontrar. A veces se pasa un año buscando un libro porque nadie lo conoce. Cuando al final lo encuentra, lo lee de un tirón, lo entiende, lo memoriza y puede citarlo siempre. A los diecisiete años tenía ya el mismo aspecto que ahora, a los cuarenta y siete. Cuanto más lee, menos se transforma. Todo intento de sorprenderlo con un nombre fracasa, es igualmente versado en cualquier campo. Como siempre hay cosas que ignora, no se ha aburrido nunca. Procura, eso sí, no citar algo que desconozca, no vaya a ser que otro se le adelante en la lectura.

El Bibliófago es como un arcón que nunca se ha abierto para no perder nada. Teme hablar de sus siete doctorados y sólo cita tres; muy fácil le resultaría sacar cada año uno nuevo. Es amable y le gusta hablar; para poder hablar también cede a otros la palabra. Cuando dice: "No lo sé", cabe esperar una conferencia detallada y erudita. Es rápido, porque siempre busca gente nueva que lo escuche. No olvida a nadie que lo haya escuchado, el mundo se compone, para él, de libros y de oyentes. Sabe apreciar debidamente el silencio ajeno, él mismo sólo calla unos instantes antes de iniciar un discurso. En realidad, nadie quiere aprender nada de él, pues sabe muchas otras cosas. Propaga incredulidad, no porque nunca llegue a repetirse, sino porque jamás se repite ante el mismo oyente. Sería entretenido si no abordara siempre algo distinto. Es justo con sus conocimientos, todo cuenta, ¡qué no daríamos por descubrir algo que le importe más que el resto! Pide excusas por el tiempo que, como la gente normal, dedica al sueño.


Con gran expectación y deseando pillarle al fin una patraña vuelve uno a verlo después de varios años. Inútil esperanza: aunque aborde temas totalmente distintos, sigue siendo el mismo hasta la última sílaba. Entretanto, a veces se ha casado o ha vuelto a divorciarse. Sus mujeres desaparecen, siempre han sido un error. Admira a quienes lo animan a superarlos, y en cuanto los supera, da con ellos al traste. Nunca ha ido a una ciudad sin antes leerlo todo sobre ella. Las ciudades se adaptan a sus conocimientos, corroboran lo que ha leído, no parece haber ciudades ilegibles.


Se ríe de lejos cuando se le acerca algún necio. La mujer que quiera ser su esposa deberá escribirle cartas pidiéndole información. Si le escribe con la suficiente frecuencia, él sucumbirá y querrá tener siempre a mano sus preguntas.


Elías Canetti. Auto de fe; El testigo de oído: cincuenta caracteres. Madrid: Anaya & Mario Muchnick, 1997. ISBN: 84.7979-404-6. 775 p.

 

 

EL EMBRUJO DE LAS PALABRAS


Empecé el libro por la noche. Pensaba leer poco, sólo una aproximación que dejara la ilusión preparada para el siguiente encuentro. Todavía me quedaban restos de la novela anterior. Esa sensación de no haber terminado del todo con ella que hace que me sienta por unos momentos como un amante infiel. Abrí por ello el libro nuevo con cierta condescendencia, perdonándole antes de empezar el que posiblemente no lograra entusiasmarme.

Estaba hojeando las primeras páginas cuando lo ví: en el sobre de la biblioteca, había una cartulina amarilla. Contenía el nombre de una chica, Eugenia Lázaro seguido de una serie de números e iniciales, códigos de títulos, supuse, para controlar los préstamos. Me entretuve mirándolos, curioseando si existía alguna periodicidad en las fechas, intentando averiguar qué representaban aquellos datos. En definitiva dándole forma a la pereza de empezar el libro. Por fin deje la ficha en su sitio y arranqué la lectura.

Olvidé la ficha con rapidez. La novela me arrastró y me vi de pronto envuelto en su trama. El libro era bueno, de lo mejor que había leído hasta entonces. Me lancé encantado a vivir su historia, entré sin notarlo en ese estado de comunión con las letras en el que pierdes la noción de todo tiempo distinto al narrado. Amanecía cuando obligado por la necesidad de cerrar un rato los ojos lo guardé en el maletín que uso para el trabajo. No me resignaba a separarme de él. Lo terminé durante el almuerzo al día siguiente, mientras el resto de compañeros salen a comer y repiten una y otra vez las mismas conversaciones. Volví a leerlo más detenidamente en lo que quedaba de semana. ¿Cómo podía haberme resistido tanto tiempo al encanto de Lolita? No era la primera vez que tenía en mis manos la obra de Nabokof, pero siempre por un motivo u otro había postergado su lectura, y ahora me resultaba fascinante. Cuando el lunes decidí, con gran esfuerzo, separarme de él y devolverlo, me acorde de la ficha. Se la entregue a la bibliotecaria excusándome por no haberla llevado antes.

Creo que ese día fue la primera vez que desvié la vista de los papeles y me fijé en ella. Detrás de las gafas que parecía usar para estar a tono con el lugar, había una chica que me observaba descaradamente, como creyéndose resguardada por esa armadura de concha marrón. Yo, como siempre, pretendía perder poco tiempo y llevarme otra fantástica novela. Pero en ese momento no se me ocurría ninguna. Me sentía aún atrapado por la historia que acababa de dejar y no podía concentrarme. Además la manera de actuar de aquella chica me tenía intrigado, diría más, me intrigaba y fastidiaba ante todo que manejara ese libro, ¡Mi libro!, con tanta familiaridad. Primero describiendo con los dedos círculos sobre sus tapas, cualquiera pensaría que cosquillas en el lomo de su mejor mascota y después entreteniéndose en pasar las páginas lentamente, como saludándolas con gestos cifrados, quizá algún guiño extrañamente deformado por las lentes.

Me dirigí, todavía molesto, a las estanterías donde se exponen las novedades. Nada me resultaba atractivo. A falta de mejor criterio estaba casi decidido a coger otro ejemplar del mismo autor, cuando pensé que pudiera ser que la persona a quien se nombraba en aquel trozo de cartón poseyera un gusto especial. Se me ocurrió como de broma que quizá fuese mi alma gemela y por tanto yo compartiría seguro sus apetencias. Por mantener un poco esa ilusión, busqué otro título de los que estaban incluidos en su lista. Únicamente recordaba algo como: Sal guar 444. Tras un rato de frustrados intentos rastreando entre los anaqueles decidí pedir ayuda a la bibliotecaria. Por un momento barajé la posibilidad de darle alguna explicación que justificara mi demanda, pero lo descarté rápidamente. No se me ocurría nada coherente. De cualquier forma por la manera de mirarme entendí que sabía de donde había obtenido yo esos datos. Cuando me entregó “el guardián entre el centeno” de Salinger, sonreía de una forma cómplice.

En el mismo momento en que este volumen pasó de sus manos a las mías me invadió una gran ansiedad. Necesitaba inspeccionar su contenido. No podía esperar. Me senté en el primer banco que encontré, enfrente del mostrador de revistas muy próximo a la mesa donde ella trabajaba, y empecé a leer. No me gusta hacer esto, normalmente prefiero separar aquello que llevo a casa de lo que consulto allí. La lectura de una novela me parece un gesto más íntimo. Acababa de pasar la primera página cuando me ví obligado a dejarlo. Sentía todo el rato la mirada de la bibliotecaria siguiendo mi lectura, cerré el libro y me fui de allí. Confieso que me abrumaba pensar que pudiera interesar a una mujer. No soy una persona muy popular y acostumbraba a hacer una vida solitaria. Mis amigos o mejor dicho, mis compañeros habían optado por tratarme como a un lunático, una especie de monje al que deben obligan a trabajar de oficinista y que dedica sus horas libres a leer o a estudiar temas que nunca son de actualidad Yo me había acomodado a esta imagen y mis relaciones personales eran escasas, sin tener en cuenta las relaciones imaginadas que me hacían vivir algunos narraciones.

Terminé el segundo tomo esa misma noche. Aún no sé como pude contenerme para no ir inmediatamente a devolverlo y recuperar, de la forma que fuera, la ficha de Eugenia. Tan entusiasmado estaba que a duras penas esperé dos días saboreando de nuevo alguno de sus capítulos antes de volver a la biblioteca. Me atendió de nuevo la chica de las gafas. Armándome de valor le dije que los últimos prestamos me habían gustado mucho, que hacía tiempo que no leía nada tan de mi agrado y le pedí por favor que me dejara hojear la ficha de Eugenia. Hasta aquí todo resulto sorprendentemente fácil, demasiado fácil, pensé. La bibliotecaria no me dio las excusas que yo esperaba –Imposible, se trata de material de uso reservado, comprenda que es de carácter personal– para las que tenía preparados argumentos que intentaran convencerla. Curiosamente se mostró dispuesta a complacerme con la misma sonrisa del día anterior. Pero para aumentar mi perplejidad la ficha no estaba en su sitio. “Ni el más mínimo indicio de su paradero.” Recuerdo que dijo y esa frase me pareció sacada de un diálogo literario. De no recordar perfectamente como se la había entregado apenas unos días antes, hubiera dudado de su existencia y de la realidad de la escena que estaba viviendo. “Puede que se haya vuelto a quedar en alguna solapa.” Dijo y se ofreció a ayudarme a buscar algo bueno que llevarme. Me confesó que cuando le entregué la ficha, había estado un buen rato curioseando en ella y que recordaba varios títulos

Esta vez me llevé tres libros que tarde muy poco en leer. Reconozco que entonces estaba ya obsesionado, tanto por la lectura, que no dejaba de sorprenderme, como por la persona que la había seleccionado.

Llevaba varios días en los que apenas dormía, pasaba prácticamente la noche entera leyendo. Muchas mañanas el despertador me rescataba de una situación de semi-letargo, en la que ya no era capaz de reconocer las letras, pero tampoco dejaba de mirarlas. Si alguna de aquellas narraciones hubiera tratado sobre pócimas o embrujos, hubiese creído que me habían afectado por el mero hecho de leerlo. No, no eran cuentos de brujas. Eran relatos que variaban en su temática, en su estilo, en todo. Sólo coincidían en la capacidad de embrujarme. Decidí devolver los últimos ejemplares cuando esta situación empezó a ser preocupante por las consecuencias que tenía en el resto de mi vida. Cuando por ejemplo me dormí por tercer día consecutivo y mis tropiezos con el mobiliario de la oficina ya eran demasiados. Mis compañeros empezaban a murmurar o incluso a recomendarme unos días de descanso.

Tomé la decisión de volver a mi aburrida existencia y olvidar otras vidas que de alguna forma me habían poseído. Si era necesario abandonaría la narrativa y me dedicaría solamente a temas científicos, o sociales, o incluso políticos, cualquier cosa que me retornara al mundo normal, donde yo controlara mis pulsiones que serían mediocres y adaptadas al ritmo monótono y tedioso de mis días.

Por tercera vez en menos de un mes volví a la biblioteca.

Siempre estaba la misma bibliotecaria.

— ¡Cuánto tiempo! ¿Has estado enfermo?

— No... Vale, sí... Estoy algo cansado. Tengo que cuidarme –Respondí turbado.

— Bueno, perdona, Oye que si no te encuentras bien no te preocupes si no puedes devolver a tiempo algún...

— Ya ya –No la dejé terminar–.Yo hoy solo quería retornar estos –Le dije sintiéndome molesto por lo que para mí era demasiada intromisión.

— Lo siento, pensaba que aún estarías interesado por aquella serie...

— ¿Ha aparecido la ficha? –De nuevo le interrumpí bruscamente.

— No, pero yo, perdona, no sé, pensaba que podía ayudarte.

— ¿Ayudarme? –De pronto me volvía a parecer que aquella situación era irreal. Mi

confusión aumentaba por momentos. Dudaba entre el enfado o el agradecimiento.

— Te había preparado unos títulos de aquella lista... hice memoria... lo siento, no quería meterme donde no me llaman.

Ya no pude resistir. Necesitaba desahogarme con alguien. Descubrir algo sobre Eugenia.

— No, perdóname tú –dije haciendo un esfuerzo–. Agradezco tu interés. ¿Podemos quedar cuando termines y hablamos más tranquilamente. –Necesitaba salir y respirar aire fresco

No dudó al responderme.

— Vale, termino el turno dentro de dos horas.

Muy cerca de la biblioteca hay una cafetería tranquila. Esther –Así me dijo que se llamaba– me llevo allí. Yo había pasado un buen rato caminando y en ese tiempo había preparado la conversación, imaginando que llevaría la voz cantante. Sin embargo desde el primer momento fue ella quien tomó la iniciativa. Eligió sin dudar donde sentarnos y se ofreció a pedir las consumiciones. Por mi parte olvidé mi preparada actuación nada más verla salir de la biblioteca. Se había recogido el pelo de una forma distinta a la coleta estirada que usaba en el trabajo. Sujeto descuidadamente con una pinza en la nuca dejaba escapar casi media melena dándole un aspecto más informal y atractivo. Pero lo más llamativo era que se había cambiado las gafas sustituyendo las serias de montura marrón por un extraño modelo de dos colores, un ojo vestía de blanco y el otro de negro.

Había preparado dos nuevos tomos para mí. Se rió cuando le confesé mis temores. No le pareció nada extraño mi comportamiento, aunque cuando le conté mis fantasías sobre embrujos cambió bruscamente de tema.

— He estado investigando sobre Eugenia. ¿Sabes? Solo he encontrado dos personas que coinciden con los datos que me diste. Una de ellas es una niña de seis años, que es imposible que sea la que buscas. La otra no visita habitualmente la biblioteca, en cinco años sólo se ha llevado dos libros, y ninguno coincide con los de la lista.

— ¿Y tú por qué te has interesado tanto?

— Bueno, leí por primera vez a Nabokof cuando lo devolviste. Por la forma de dejarlo me pareció que te costaba desprenderte de él y sentí curiosidad. Me gustó mucho. Luego aquello que me contaste de la ficha y esa querencia por extraviarse. Demasiado intrigante, ¿No crees?. ¡Como para no intentar saber algo más de todo esto!.

— ¿Tienes entonces la ficha? –dije impaciente.

— No, y mira que la he buscado, lo único que he encontrado es las de esas otras dos Eugenias, la nuestra es como si no hubiese pasado nunca por la biblioteca.

— ¿Y esos de donde los has sacado? –Le dije señalando los nuevos ejemplares.

— Ya te lo expliqué –dijo, esta vez de manera cortante–. No pude evitar echar un vistazo en la ficha, curiosear... y estoy acostumbrada a retener estos códigos. Creo que sabría decirte todos los que hay en ella. Hoy he terminado de leer este. –Señaló un tomo que me había preparado.

— Aún así no entiendo...¿Cómo es que no los habías leído antes? Son libros magistrales.

— Supongo que como tú, porque nadie los había puesto en mi camino. O porque todavía me falta por conocer muchas de las mejores cosas que me esperan en la vida. –Dijo evitando mirarme a los ojos.

Esther solo tenía entonces 24 años, llevaba poco tiempo trabajando en la Biblioteca. Me contó que ella había pasado también muchas horas devorando aquellas historias y pensando en la relación que tenían con Eugenia y conmigo. Quise entender que me hacía responsable de trasmitirle aquella fiebre.

A esas alturas de la conversación yo me sentía totalmente confundido, por una parte Esther se mostraba segura, incluso desafiante cuando nombraba o señalaba los libros que llevaba y por otra, cuando me hablaba de su vida parecía una chica diferente, más bien recatada a pesar de su llamativo aspecto. Durante un rato me perdí pensando que aquellas gafas marrones que usaba en el trabajo parecían más acordes con la muchacha que en ese momento se justificaba por haberme abordado y por sentirse tímidamente ligada a Eugenia y a mí.

Volvimos a vernos muchas tardes más. Normalmente, yo la esperaba y nos quedábamos hablando hasta muy tarde. No dejaba de llamarme la atención su transformación. Nunca olvidaba cambiarse las gafas. Un día me atreví a insinuarle que no necesitaba resaltar su cara con esa armadura tan estrafalaria.

— ¿De verdad? En ese caso llévatelas, ya no me hacen falta –Y me pidió que se las guardara, que intentaría prescindir de ellas–. Realmente puede que no las necesite.

No entendí que quería decir, supuse que solo las necesitaba para leer.

— ¿Por qué quieres que te las guarde? ¿Tienen algún poder que hacer irresistible su uso? –Le dije bromeando.

— Bueno, es solo que me gustaría que las tuvieras tú.

No Insistí. Pensé que no me importaba realmente llevarme algo suyo, las pondría cerca del último libro que me acababa de proporcionar. De repente me agradaba la idea.

Desde ese día Esther sólo usaba las gafas marrones mientras estaba en la biblioteca, luego acudía a nuestra cita sin ellas, pero no por ello dejó de sorprenderme: Una tarde vino con los ojos pintados. Nunca la había visto maquillada. Se había trazado una gruesa línea negra enmarcando sus pestañas. Esta vez no hice ningún comentario, me sentía hipnotizado por aquella mirada.

Al principio seguíamos viéndonos en la cafetería, poco después nos trasladamos a mi casa. Para entonces ya había comprado todos aquellos títulos, eran uno de mis tesoros, como las colecciones que hacía cuando era niño. Esther lo enriquecía constantemente con sus opiniones. Pasábamos tardes y noches leyendo y comentando nuestros libros. El hecho de que Esther compartiera conmigo aquella obsesión me sirvió para retomarla de una forma menos acuciante. Incluso la fascinación que había sentido por Eugenia empezó a difuminarse, como cuando después de enamorarte de la protagonista de una novela, vas al cine y te quedas prendado de los ojos de la chica, y los mezclas con tu anterior sueño.

Seguramente el influjo de Esther empezó a notarse en mi comportamiento. Me seguía resistiendo a mantener largas conversaciones con las pocas personas que me rodeaban, pero empezaba a interesarme por ellas. Así me descubrí una mañana preguntando a mi compañera por sus hijos y mirando unas fotos que hasta hacía muy poco me habían parecido ridículas encima de su mesa. Me animaba incluso a participar en algún almuerzo y ese día tuve que contenerme cuando la compañera de las fotos me preguntó cordialmente si tenía alguna amiga (matizando la a final, de forma sugerente). Eludí darle una respuesta clara. Esta vez no pretendía mostrarme distante, pero no sabía como catalogar mi situación con Esther.

Mis sentimientos no tardarían mucho en aclararse: Una noche, Esther me pidió que la invitara. De nuevo ella tomaba la iniciativa. Yo, como siempre, había soñado y preparado mil formas de hacer avanzar aquella relación, pero nunca encontraba el momento adecuado. Supongo que temía que cualquier modificación en mi comportamiento la hiciera salir huyendo. Ese día como un estúpido no podía dejar de mirarla. No sólo me había dejado perplejo su propuesta, además su maravilloso aspecto me mantenía encandilado. La raya negra de los ojos perfectamente delineada, el pelo suelto, brillante y liso perdiéndose en su espalda y para mayor turbación los labios pintados como nunca, rojo intenso. –Desde luego, vamos primero a cenar –Atiné a decir y reaccioné a tiempo para sugerir el mejor restaurante que conocía. Ella lo corroboró encantada. De esta forma me encontré compartiendo una mesa en un rincón habitualmente reservado para otras parejas, donde yo nunca pensé que me sentaría. A pesar del magnífico escenario cenamos muy poco, pero eso si, bebimos más de la cuenta. Esther quiso brindar por algo mágico que nos unía, y yo la seguía atontado sin atender a aquellos misteriosos motivos de celebración. Solo pensaba en volver a casa y beberme esa boca que hablaba envolviendo las palabras en rojo y negro, rojo y negro... De la misma forma casi inconsciente que me había trasladado hasta allí volví a dejarme llevar para descubrirme como por arte de magia en el salón de mi casa. Esther inició la conversación tomando uno de aquellos libros. Se lo quité sin darle opción a continuar. Puede que fuera el alcohol, o la forma en que ella había estado apartándose una y otra vez el pelo de la nuca lo que hizo que por una vez me sintiera seguro y no la dejara hablar más.

Por la mañana me pidió que le devolviera sus gafas. Me hizo gracia su comentario –Ahora me tienes a mí –no hubiera podido pensar en nada más que en darle la razón. Esas gafas habían mantenido siempre su presencia junto a mi cama.

Desde ese día nuestras reuniones dejaron de ser tan literarias, bien es cierto que para entonces ya habíamos comentado varias veces la serie completa, y que empezábamos a creer que todo aquel asunto de la misteriosa Eugenia, había sido un buen motor de arranque, una romántica forma de reconocernos. Poco a poco fuimos dejando en un segundo, tercer, o cuarto término aquellas obras para centrarnos más en nosotros. Todos los días Esther acudía a mi casa cuando terminaba su jornada. Me encantaba encontrar los rastros de su presencia. Empezó dejando un poco de ropa. Enseguida el cuarto de baño se pobló de objetos femeninos y de un nuevo olor. La cocina fue tomada en una siguiente fase, cuando decidió de nuevo sorprenderme y me mostró llena de entusiasmo varias recetas dignas de la mejor celebración. Después empezamos a planear vacaciones en conjunto y ya por fin, a la vuelta de un viaje, nos pareció absolutamente normal que ella se mudara definitivamente. Si alguien me hubiese contado unos meses atrás que mi arraigada vida de soltero iba a convertirse sin ninguna resistencia en una estupenda convivencia me habría parecido una broma, o mejor un sueño. Ahora mi existencia se llenaba de razones para comportarme con la cordialidad que hasta entonces me había sido tan difícil mostrar, de hecho estaba deseando que aquella compañera que sembrada la mesa de fotos y que ahora ya incluía entre mis amigas, me preguntara algo sobre Esther para contarle detalles de su persona que a mí me parecían únicos y geniales. Como la forma de llegar a casa, llamándome nada más cruzar la puerta, con una alegría en la voz que me hacía creer siempre que entraba cantando. Fue fantástico el día que Esther apareció inesperadamente por mi oficina para concretar unos detalles del viaje que estábamos planeando. Me resultó tan sencillo y agradable presentarle a mis compañeros y en particular a Luisa, mi confidente, que me reproché no haberlo hecho antes. Recuerdo que me sentí como una persona verdaderamente importante, tan orgulloso estaba de ella.

Pero volviendo a Eugenia y sus títulos. No era un tema olvidado, hablábamos a menudo de aquellas narraciones, y aunque nuestra colección de novelas favoritas se había ampliada ostensiblemente aquellas que formaban parte de la ficha amarilla eran algo especial, diríase que éramos sus fieles cuidadores.

Habíamos reunido un total de nueve libros, algunos en ediciones especiales, estudios que desmenuzaban su contenido. Nosotros nos atrevíamos a enfrentarnos con especialistas para reparar cualquier daño que nos parecía que le pudieran hacer esas opiniones. Nos reíamos al darnos cuenta de las defensas tan emotivas que hacíamos –Déjalo ya Esther, que ni Nabokof, ni Lolita, ni Eugenia van a tener que sufrir estas críticas –Yo siempre incluía a Eugenia en la lista de agraviados, me sentía en deuda con ella. No la buscaba ya con aquella antigua obsesión, pero no podía resignarme a dudar de su existencia.

Me sorprendió cuando Esther se enfadó ese día y me acusó de pensar en Eugenia como en un ser mitológico.

— Si Eugenia apareciese no esperes que sea con forma de diosa, y ojalá que tenga más de cuarenta años, muchos más.

¿Celos? ¿Desde cuándo? Si Eugenia había sido como una hada madrina en nuestro encuentro. No entendía nada, aún así desde ese momento intenté no nombrarla ni incluirla en la conversación. Pero, literario o real, el personaje de Eugenia seguía allí. Habíamos asociado aquellos libros a esa persona y a su ficha extraviada.

Sin embargo poco después algo despertó de nuevo el interés por Eugenia. Esther logró descifrar el código de un último libro que completaría mi colección. En la relación que Esther había conseguido, aparecían unos datos que no coincidían con ningún ejemplar existente en la biblioteca y que después de buscar inútilmente abandonamos pensando que se trataba de un error, algo que seguramente ella no recordaba correctamente.

Esther localizó por casualidad un título que coincidía con aquel al actualizar los datos en el ordenador. Había un fichero viejo, que alguien había olvidado informatizar y entre unos pocos libros no devueltos apareció claramente la referencia de este. Consiguió así descubrir a su autor, que sorprendentemente era Eugenia Lázaro. Parecía imposible contactar con la editorial pero nada iba ahora a detenernos. Retomamos la búsqueda más excitados que nunca. Desempolvamos catálogos y listados, llamamos por teléfono o visitamos de nuevo comercios, librerías y hasta imprentas. Por fin dimos con ella.

Era una editorial que se dedicaba a facilitar la autopublicación de autores que no encontraban quien lanzara sus creaciones. El editor nos contó que hacían tiradas muy cortas de cien o doscientos ejemplares y que él intentaba ayudar en la distribución, aunque nos confesó que en este caso, no había puesto mucho empeño porque no le pareció que aquel libro mereciera la pena, y ciertamente apenas se vendió. No conocía personalmente a Eugenia porque toda la operación la habían hecho utilizando medios informáticos y ella había preferido mantener el anonimato. Nos facilitó un ejemplar y nosotros evitamos decirle que creíamos que había cometido un terrible error, que a nuestro juicio aquel libro sería una obra maestra, la culminación de una lista mágica.

El editor no se equivocaba. Nos defraudó terriblemente, aunque Esther al principio lo defendía, movida –pensaba yo– por la ilusión, o la esperanza de poner un broche final en mi tesoro, o para demostrarme que era capaz de defender a Eugenia a pesar de sus celos. De cualquier forma aquel fiasco hizo que Eugenia desapareciera definitivamente de mi vida. Siempre sospeché que en el fondo Esther se sintió ganadora en una guerra privada, había luchado honestamente y no por ello mostró ningún tipo de alegría ante la supuesta victoria.

Ese mismo año nos casamos, era algo que ya estaba planeado y que, al menos para mi, corría al margen y de forma preferente ante cualquier otro asunto. Y este mismo carácter ha seguido teniendo nuestra vida en común hasta el día de hoy.

Pero la historia no termina aquí. Muchos años después, una tarde en la que Esther no estaba en casa mientras ordenaba papeles y carpetas encontré un manuscrito con la letra redonda y clara de Esther sólo que firmado con el nombre de Eugenia. Era ni más ni menos que la pésima ultima novela de aquella lista.

Nunca supe de la afición de mi mujer por la creación literaria, ni se me ocurría que esto para ella fuera algo que le causara vergüenza y por tanto debiera de ocultar. Entendía todavía menos su relación con la historia que he contado, ni porqué incluía entre unas obras geniales uno supuestamente suyo y que podría salir mal parado en la comparación. Si lo que quería era que lo leyese hubiese sido más fácil pedírmelo de una forma más normal. Y ¿Por qué todo aquél enredo sí además ya había sido un fracaso en su intento de publicación?. Y lo que más roía mi cerebro era el por qué no me lo había contado después de tanto tiempo. No reconocía en estas imágenes a la mujer que vivía conmigo. Todo lo anteriormente relatado había ocurrido al menos diez años atrás de ese momento, y desde luego nos unían muchas más cosas que una lista de libros.

Decidí pedirle explicaciones cuando volviese y continué ordenando. El motivo por el que todavía no lo he hecho es por que después de este descubrimiento hice otro. Era un tomo que parecía infantil, con un título gracioso. “El embrujo de las letras”, y en cuya portada se veía a una bruja clásica de cuento con el pelo enmarañado y ropajes negros consultando algo entre volúmenes llenos de polvo y con una olla hirviente cerca, de donde salían entre bocanadas de vapor letras de caracteres antiguos. Era un dibujo que parecía hecho para niños, con un fondo muy colorista, y unas formas poco agresivas. Lo ojeé movido por esta portada tan sugerente, y descubrí que lejos de ser literatura infantil, se trataba de un ensayo que parecía serio y metódico sobre formas de seducción. Desde trucos sobre como escribir cartas al amado, hasta otros encantamientos y conjuros más complicados, usando para ello herramientas como las palabras, las letras, la tinta, y diferentes objetos relacionados con la literatura. No me sorprendió encontrar también las gafas bicolores ocultas detrás del libro.

Escondí todo lejos de donde lo había encontrado, y ahora terminaré de escribir y ocultaré también estos folios en otro sitio distinto pero donde pueda recuperarlos, por si algún día pierdo la memoria y confundo a Esther con Eugenia o necesito reponer el embrujo de las palabras.

Concha Gómez Cadenas

 

 

EL INCENDIO DE UN SUEÑO

la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
ha sido destruida por las llamas
aquella biblioteca del centro.
con ella se fue
gran parte de mi
juventud.

la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
seguía siendo
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
discretamente utilizábamos los
aseos
y a los únicos que
echaban de allí
era a los que
se quedaban dormidos en las
mesas
de la biblioteca; nadie ronca como un
vagabundo
a menos que sea alguien con quien estás
casado.

bueno, yo no era realmente un
vagabundo, yo tenía tarjeta de la biblioteca
y sacaba y devolvía
libros,
montones de libros,
siempre hasta el límite de lo permitido

siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: “qué buen gusto tiene usted,
joven”.

pero la vieja
puta
ni siquiera sabía
quién era ella,
cómo iba a saber
quién era yo.

maravilloso lugar
la Biblioteca Pública de Los Ángeles
fue un hogar para alguien que había tenido
un
hogar
infernal

la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
muy probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero o
un motorista de la policía
y, aunque reconozco que
puede que alguno sea estupendo,
gracias
a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer,
aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.

y cuando abrí el
periódico
y leí la noticia sobre el incendio
que había destruído
la biblioteca y la mayor parte de
lo que en ella había

le dije a mi
mujer: “yo solía pasar
horas y horas
allí…”.

BUKOWSKI, Charles. 20 poemas.

 

 

EL LADRÓN ERUDITO

El ladrón se había dado cuenta de que el dinero estaba disimulado en algún libro de la biblioteca. ¡Pero había tantos!
Comenzó por los más altos y le fue ganando la apetencia de leer, la ansiedad de adivinar.
La casa era una casa de campo y estaba abandonada. Tenía tiempo para sus pesquisas.
Se adentró en las páginas escritas por los que prefieren escribir a robar y gastan en eso sus largas noches.
Él notaba que la realidad resultaba así más robada que por él mismo.
Hubo un momento en que sin haber encontrado los billetes estaba ya en los libros de las estanterías bajas, y entonces se sintió tan preparado que hizo unas oposiciones.

Ramón Gómez de la Serna Caprichos

 

   

EL LIBRO

El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido
en un laberinto de viejas callejuelas junto a los muelles,
que olían a cosas extrañas traídas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que el viento del oeste dispersaba.

Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
dejaban apenas ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... ventisqueros
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.
Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
cogí el volumen más a mano y lo hojeé al azar,
temblando al leer raras palabras que parecían guardar

algún secreto, monstruoso para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo vendedor taimado,
sólo encontré el eco de una risa.

(H.P.Lovecraft)

 

El libro me miró fijamente con ojos fríos y anotó algo en una de sus páginas.
-¿Qué vienen a hacer aquí? –preguntó entonces.
-Eso no lo sabemos –intervine yo-. Ni siquiera sabemos dónde estamos.
-¿De verdad? –preguntó el libro-. Entonces se los voy a decir. Se encuentran en el umbral de la biblioteca perfecta.
-¡Pero eso es excelente! –grité-. Desde hace mucho estoy buscando un libro, que...
-Tranquilo –interrumpió el libro-. Aquí hay miles de libros. En realidad están todos los libros que nunca han sido escritos. Hay libros de vidrio, de madera, de plumas y de agua, libros en forma de caballo, de cuerda o de hongo, libros triangulares, piramidales, libros redondos, libros con miles de hojas finas, libros que ni siquiera tienen hojas, libros que contienen todos los principios, los finales o la parte del medio del resto de los libros; en suma, se puede decir que todo lo que se imagina está escrito aquí.
-Suena impresionante –reconoció el poodle-. Entonces la biblioteca debe ser inmensa.
-La biblioteca se compone de salas heptagonales con siete puertas y setenta estanterías, y éstas tienen siete metros de altura y pueden cobijar unos setecientos libros cada una. Una habitación se agrupa con las otras sin ruptura, tal como los panales de miel. En el cielo de cada sala hay una cámara de vigilancia. Los habitantes de la biblioteca son exclusivamente libros. Ninguno tiene un lugar fijo. A veces se encuentran por ahí, otras por aquí.
-¿Y qué hacen los libros todo el día?
-Van de una habitación a la otra, se quedan en una estantería por un tiempo hasa que se aburren y siguen su camino. A veces se leen mutuamente. Pero eso no ocurre muy a menudo. Cada libro piensa de sí mismo que es el mejor. Hay una gran competencia entre ellos. De pronto sucede que se desgarran uno a otro. Pero habitualmente actúan con prudencia, porque saben que los estamos vigilando.
-¿Quién los vigila?
El libro se calló un momento. Después dijo en un murmullo:
-Earl Grey.
-Earl...
-¡Sschhsst! –chilló el libro-. ¡Silencio! Nadie debe pronunciar el nombre de nuestro Maestro, ¡ni siquiera pensarlo! Él es omnipotente, omnisciente y semejante a Dios. Nada le costaría destruirnos.
[...]
De pronto reinó un silencio sepulcral.
-Un día –continuó el libro-aduana-, nadie sabe a qué hora exactamente, el Maestro abrirá la biblioteca para escoger el libro más digno. Cada uno de los libros se esfuerza por ser el más digno, en las palabras, en su tema y en los pensamientos. Es que el Maestro sabe leer nuestros pensamientos, los lee igual que a los libros.
[...]

Gion Mathias Cavelty Ad absurdum o Un viaje al laberinto de los libros. Barcelona [etc.]: Andrés Bello, 1999. ISBN: 84-89691-66-5

 

EL ORDEN EN LA BIBLIOTECA


En mi biblioteca sólo hay dos clases de libros: los que sé que tengo pero no aparecen, y los que aparecen sin que yo supiera que los tengo. No menciono volúmenes prestados, de los cuales ninguno regresa. Nunca los declaro difuntos hasta que su cadáver no es desenterrado en una biblioteca ajena. Hay tomos insurgentes, que cogen el monte de las estanterías y burlan todo operativo de captura. Hay los fantasmas, que se desvanecen. Hay los repetidos, que compré dos veces por no saber dónde tenía guardado el mismo título, o por ignorar que a pesar del título distinto era el mismo libro. Están los tímidos, que la sirvienta deja con el lomo contra la pared y se resisten a revelar su identidad. Hay las ediciones solteronas o vírgenes que por su prestigio debemos frecuentar pero cuya sola vista acongoja. Hay la inmensa mayoría de la que no se puede decir ni bien ni mal y que nunca volveremos a tocar porque no siempre es puerta de la luz un libro abierto: puede ser ventana hacia el fastidio o fosa de un prestigio inventado por la crítica. Hay en fin los eternos, que no es necesario tener en la biblioteca porque los lleva uno en el alma como cicatrices. Si llego a poner orden en mi biblioteca lo pondré también en mi vida. Entonces todo habrá concluido.

Luis Britto García

 

 

EL QUEJIDO DE LA BIBLIOTECA

Precisamente entre los numerosos tomos que abrigaban las paredes de la biblioteca era enjugado todo ruido como si le hubieran aplicado una densa pared de papel secante.
Tan extraño era el fenómeno de aquel «¡ay!» que conmovía a veces la nave atestada, que el lector impenitente se había achacado a sí mismo aquel suspiro al que encapirotaba la flor de un «¡ay!».
Pero lo evidente, lo último, lo acabado de desglosar era aquel ¡ay! insistente, escape enfisemático de los pulmones de las hojas.
¿Quizás el reloj? Pero el reloj estaba parado como un almanaque de hacía años.
Las rendijas de las ventanas también suelen hablar, lanzando sutiles cosas a través de sus labios semicerrados. Las observé, pero sólo emitían hojas de papel de viento sin ningún ruido.

El ¡ay! fantasmal y verdadero era un suspirar de lechuza escondida.

¿Quizás en la lámpara, como escape de la luz que espera la noche con ansia de que llegue cuanto antes? Observé la dirección de la lámpara para poder apreciar si salía de su globo el suspiro y el ¡ay!
Al poco rato comprobé que no, que el ¡ay! suspirado brotaba de detrás de mí de entre los propios libros.

Repasé los títulos por si encontraba alguno tan sentimental que fuesen sus páginas las sensibleras, pero todos eran libros históricos y de heraldía.
El ¡ay! a intervalos desiguales y largos reaparecía como si contase las treguas de un aburrimiento o una tristeza muy humana.
No podía trabajar con aquella espera del ¡ay! al filo de cuya próxima exhalación se sentía siempre otro ¡ay! Ya me dediqué a vigilar aquel ¡ay!, a apostar que volvía.

No pudiendo más, me levanté y salí en busca del bibliotecario.
El bibliotecario escuchó mis observaciones, y, atraído por el misterio, se dirigió conmigo hacia la biblioteca. Él no había podido oír aquel ¡ay!, porque nunca hacía estancias largas en aquel sitio enrarecido del palacio.
Los dos guardamos silencio, y a poco surgió el ¡ay! entonado, que parecía escapar, aplastado como un pensamiento, de entre las páginas de un libro.
-Sale de aquí-dije.
El bibliotecario se acercó a aquel plúteo y tomando en sus manos un libro con algo de devocionario para la primera comunión, me dijo:
-Aquí está el secreto... Este libro está encuadernado con el descote de una dama a la que quiso mucho el viejo marqués...
El suspiro estuvo desaparecido mientras miramos el libro, acariciando la tersura de la encuadernación con algo de mano muerta. El ¡ay! se había replegado al sentir la indiscreción.

GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón. Caprichos. Madrid. Espasa-Calpe, 1962. 229 p

 

 

ELOGIO DE LOS LIBROS  

Por la descripción del paraíso, y la ceguera de Tobías y por el viaje de Jonás alojado en el vientre de una ballena.
 
Por las aventuras de Ulises a través de un mar color de vino y por la explicación de sus hazañas hasta que pudo regresar a Ítaca.
 
Por las enseñanzas de Virgilio acerca del tiempo que nos huye, irremediable, y, cómo no, por las de Horacio, que nos animó a disfrutar del momento que pasa y a llevar una vida retirada y modesta. 
  
Por los jardines y fuentes de los versos árabigos, porque evocan la pérdida del inmenso desierto.
 
Por la flor del cerezo y la luna y el río, y por los pabellones y por las batallas que cantan los poemas de los clásicos chinos.

[...]

Álvaro Valverde

 

 

En 1622, Paul Guldin había escrito una obra titulada Problema arithmeticum de rerum combinationibus (cf. Fichant, 1991, pp. 136-138), en la que había calculado todos los términos que se pueden generar con 23 letras, independientemente del hecho de que estuviesen dotados de sentido y fuesen pronunciables, pero sin calcular las repeticiones; el resultado era que el número de palabras (de longitud variable entre dos y veintitrés letras) superaba los setenta mil tallones (para escribirlas se necesitaría más de un cuatrillón de letras). Para podernos hacer una idea de este número imaginemos que todas estas palabras se escriben en libros de actas de mil páginas, de 100 líneas por página y 60 caracteres por línea: se necesitarían 257.000 billones de libros de registro de este formato; si hubiera que colocarlos en una biblioteca, cuya disposición, tamaño y condiciones de circulabilidad estudia Guldin por separado, y se dispusiera de construcciones cúbicas de unos 132 metros de lado, capaz de albergar cada una 32 millones de volúmenes, se necesitarían 8.052.122.350 bibliotecas de estas características. Pero, ¿qué reino podría contener tantos edificios? Calculando la superficie disponible en todo el planeta, ¡sólo podríamos colocar 7.575.213.799!

ECO, Umberto. La búsqueda de la lengua perfecta

 

 

En el sótano con Berit, Bibbi Bokken y Mario Bresani viví un milagro.  Por primera vez en mi vida entendí lo que es un libro.  Un libro es un mundo mágico repleto de pequeños signos que pueden resucitar a los muertos y darles vida eterna.

Resulta inconcedible, fantástico y "mágico" que 27 letras de un alfabeto puedan componerse de tantas maneras que lleguen a llenar enormes estanterías de libros y que nos introduzcan en un mundo que nunca acaba, sino que sigue creciendo y expandiéndose mientras haya seres humanos en esta tierra.

Miré las paredes, y por un instante tuve la sensación de que todos los libros me miraban.  Como si estuvieran vivos y me dijeran:

- ¡Ven aquí! ¡No tengas miedo! ¡Entra!

De repente sentí hambre, mucha hambre.  No de comida, sino de todas las palabras ocultas en estas estanterías.  Pero sabía que, por mucho que leyera a lo largo de toda mi vida, no llegaría a leer ni una millonésima parte de las frases que han sido escritas.  Porque hay tantas frases en el mundo como estrellas en el cielo.  Y cada vez son más, y se expanden constantemente como el espacio infinito.

Pero, al mismo tiempo, sabía que cada vez que abro un nuevo libro, veo un pedacito de cielo;  y cada vez que leo una nueva frase, sé un poco más de lo que sabía antes.  Y todo lo que leo hace crecer el mundo, a la vez que yo mismo me expando.  En un instante había contemplado el mundo fantástico, el mundo mágico de los libros. [....]

Jostein Gaarder y Klaus Hagerup - La biblioteca mágica de Bibbi Bokken

 

 

En la formulación original de Bertrand Russell (1872-1970), esta paradoja de gran influencia en el devenir de la Lógica en el siglo XX es conocida como la paradoja del catálogo o del bibliotecario. Su formulación es más o menos la que sigue: supongamos que soy el bibliotecario de una gran biblioteca (mucho suponer, de acuerdo); en esta biblioteca hay una sección de catálogos: algunos de estos catálogos se incluyen a sí mismos y otros no, así que decidimos elaborar un catálogo de todos los catálogos que no se incluyen a sí mismos... ¿debemos incluir nuestro catálogo (el que estamos elaborando) o no? Si lo incluimos, el catálogo incluirá una referencia errónea, por incluir un catálogo que sí se incluye a sí mismo (habremos creado una edición fantasma), pero si no lo incluimos, nuestro catálogo estará incompleto, no podrá ser el catálogo de todos los catálogos que no se incluyen a sí mismos (falta el nuestro).

 

 

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

[...]

Julio Cortázar. Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo

 

 

En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hacia su corazón.  Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria, al que, tarde o temprano, no importa cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuántos aprendamos u olvidemos, vamos a regresar.  Para mí esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.

Daniel Sempere, protagonista de "La sombra del viento", de Carlos Luis Zafón

 

ENSUEÑO

Érase un monasterio entre montañas.
Yo estaba allí invitado. Cuando todos
se fueron a rezar sus oraciones,
entré en la biblioteca. Al brillo del ocaso
vi refulgir mil lomos de pergamino ácrono
con inscripciones raras. Mis anhelos de ciencia
me llevaron al lado de los libros;
tomé uno al azar con entusiasmo y leí:
"El último paso para la cuadratura del circulo".
"¡Este libro -pensé al punto- lo he de llevar conmigo!"
Ví luego otro volumen en cuarto, piel y oro,
con el titulo en letra menuda, que decía:
"De cómo Adán comió también fruta de otro árbol"...
¿De otro árbol? ¡De cuál había de ser: del de la Vida!
Luego Adán es inmortal... "Mi estancia aquí -me dije-
no es en vano." Proseguí mi escrutinio
y percibí un infolio, que en lomo, canto y ángulos
ostentaba lucientes los colores del iris.
En él, pintado a mano, un rótulo rezaba:
"Correlación entre el sentido de los colores
y el de los sonidos. Aquí se demuestra
cómo cada tono musical es una réplica
a cada color, a cada refracción de los colores."
¡Oh, cómo coruscaban a mis ojos
los coros de los colores, colmados de promesas!
Me vino un presentimiento, confirmado
a cada nuevo tomo que cogía:
¡era la biblioteca del Paraíso!
Cuantas preguntas y problemas me acosaban
podrían encontrar allí respuesta;
calmaría la sed de saber que me abrasaba;
cualquier hambre seria satisfecha
con aquellas reservas de pan espiritual,
pues siempre que ponía los ojos en un libro
con rápida mirada interrogante,
su tejuelo me daba respuesta promisoria:
para todo apetito
existía allí el fruto que había de saciarlo;
el que, temblando, buscan estudiantes curiosos,
el que llena las ansias del maestro atrevido.
Allí estaba el sentido intimo y puro
de todo saber y ciencia, de toda poesía.
Allí estaba la virtud hechicera,
que sabe el modo exacto de plantear los problemas,
con sus claves y su vocabulario;
sutilísima esencia del espíritu
guardada en esotéricos libros magistrales:
aquel a quien ella concede el favor
de un momento de magia, conviértese en dueño
de las claves que sirven para todo linaje
de cuestiones y de misterios.


Entonces coloqué con mano trémula
sobre el atril uno de aquellos códices
y descifré la magia de su ideografía,
como cuando se intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas antes nunca aprendidas,
y felizmente se acierta. Pronto yo, alado,
estaba de camino por sidéreos espacios del espíritu:
quedé inserto en el zodíaco, y en éste, ¡oh maravilla!,
todo lo que la intuición de los pueblos -heredera
de milenaria experiencia cósmica- ha percibido
alegóricamente como revelación,
concordaba con perfecta armonía,
y una y otra vez se correspondía
y tornaba a corresponderse en vínculos siempre renovados:
siempre alguna pregunta nueva y trascendental,
recién surgida alzaba el vuelo
hasta los antiguos saberes, símbolos y hallazgos;
así que, leyendo por espacio de minutos o quizá de horas,
rehice el largo camino de la Humanidad,
y dentro de mi alma acogí de consuno
el íntimo sentido de su ciencia más vieja y de su ciencia más nueva.
Leí y vi las figuras ideográficas,
ora apareadas, ora desplegadas,
ya formando corro, ya a la desbandada
o desembocando en nuevas formaciones,
cual imágenes simbólicas de caleidoscopio
incesantemente enriquecidas con nuevas significaciones.
Y como de mirar tan atento sintiese fatiga en los ojos,
hube de alzarlos por darles descanso;
entonces vi que no me hallaba salo:
en el mismo salón, cara a los libros,
se encontraba un anciano, quizá el archivero,
atareado y grave, rodeado de tomos;
¿qué sentido, qué objeto tenían sus afanes?
;En qué consistiría su acucioso trabajo?
Quise saberlo al punto: para mí ciertamente
era de entidad suma saberlo. Le observé:
con delicados dedos seniles requería
un volumen tras otro volumen, y leía
los rótulos obrantes en los lomos; soplaba
con sus pálidos labios sobre el titulo -¡un título
lleno de seducciones, garantía segura
de horas y más horas de exquisita lectura!-;
lo borraba con suaves presiones de su dedo,
y escribía riendo otro título nuevo;
daba unos pasos luego; cogía un nuevo libro
de este o de aquel estante, v asimismo
le cambiaba su título por otro diferente,
y así incansablemente.

Le contemplé, confuso, largo tiempo
con la mente reacia a comprender;
me volví a mi tratado, del que sólo leyera
unos pocos renglones; pero ya no encontré
la procesión de símbolos, portadora de dichas:
aquel mundo de signos, en el que apenas habíame adentrado,
parecía haber huido de mí, haberse disuelto
apenas revelada la rica significación del universo.
Sí; por un instante creí ver todavía
cómo perdía fuerzas, giraba, se nublaba
y se desvanecía sin dejar otro rastro
que los reflejos grises del nudo pergamino.
Sentí una mano que se apoyaba en mi hombro;
volvíme: el solícito anciano se hallaba a mi lado.
Me puse en pie, El, sonriendo, cogió mi libro
(un estremecimiento -helado escalofrío-
se adueñó de mi alma),
y, aplicándole al lomo la esponja de su dedo,
el titulo borróle; incontinenti,
con pluma concienzuda de calígrafo,
en el lugar del viejo escribió un nuevo titulo,
grávido de problemas y promesas
-flamantes, novísimas refracciones
de las más rancios problemas-.
Y luego, silencioso,
partióse con su pluma y con mi libro.

Herman Hesse

 

 

Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustaciones de cobre, soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos

-Capitán Nemo -dije a mi huésped, que acababa de sentarse en un diván-, he aquí una biblioteca que honraría a más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.

-¿Dónde podría hallarse mayor soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar tanta calma en su gabinete de trabajo del museo?

-No, señor, y debo confesar que al lado del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o siete mil volúmenes, ¿no?

-Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acabó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel día compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde entonces quiero creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor profesor, esos libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda libertad.

Di las gracias al capitán Nemo, y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi ni una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba allí severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos, se hallaran clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el capitán del Nautilus debía leer corrientemente los volúmenes que su mano tomaba al azar.

Entre tantos libros, vi las obras maestras de los más grandes escritores antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la poesía, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde Jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los principales fondos de la biblioteca estaban integrados por obras científicas; los libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las obras de Historia Natural, y comprendí que constituían el principal estudio del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sainte-Claire Deville, de Chasles, de Milne-Edwards, de Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de diferentes sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me habían valido probablemente esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo. Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titulada Los fundadores de la Astronomía me dio incluso una fecha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865, pude inferir que la instalación del Nautilus no se remontaba a una época anterior. Así, pues, la existencia submarina del capitán Nemo no pasaba de tres años como máximo. Tal vez -me dije-; hallara obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.

Julio Verne  20000 leguas de viaje submarino

 

 

Este bibliotecario de la figura enteca,
de ojos adormilados y ridícula facha,
que con lecturas clásicas su cacumen empacha,
solemne y taciturno vive en la biblioteca.

Su faz descolorida parece una hoja seca,
que sólo se enrojece en cuanto se emborracha,
y andando entre los libros como una cucaracha,
se ha quedado ya el pobre con la cabeza hueca.

Marcha por las aceras con andares pausados,
saludando a las gentes con gestos estudiados,
que son un fiel trasunto de su pedantería,

y a veces, ante un grupo sentado en una banca,
en actitud de dómine, de improviso se arranca
con una perorata sobre filosofía.

Ernesto Albertos Tenorio

 

 

Estoy sentado en una pequeña habitación, una de cuyas paredes está totalmente cubierta de libros. Es la primera vez que tengo el placer de trabajar con algo que parezca una colección de libros. Puede que en total no sean más de quinientos, pero en su mayor parte representan mis propias preferencias. Es la primera vez, desde que iniciara mi carrera como escritor, que me hallo rodeado por un buen número de los libros que siempre ansiaba poseer. Sin embargo, considero que el hecho de que en el pasado haya realizado la mayor parte de mi tarea sin ayuda de una biblioteca fue más una ventaja que una desventaja.

Una de las primeras cosas que asocio con la lectura de los libros es la lucha que he debido librar para obtenerlos. No poseerlos, advierto al lector, sino tenerlos a mi alcance. Desde el momento en que esta pasión hizo presa en mi ser, no encontré otra cosa que obstáculos. Los libros que buscaba en la biblioteca pública siempre estaban cedidos, y, por supuesto, jamás tuve el dinero necesario para comprarlos. Obtener permiso de la biblioteca de mi barrio —tenía en esa época de dieciocho a diecinueve años de edad— para que me entregaran una obra tan “desmoralizadora” como The Confession of a Fool (La Confesión de un loco), de Strindberg, fue sencillamente imposible. En esa época los libros prohibidos para la gente joven eran decorados con estrellas —una, dos o tres— según el grado de inmoralidad que se les atribuía. Sospecho que todavía sigue este procedimiento. Ojalá sea así, porque no conozco nada mejor calculado para satisfacer el propio apetito que esta estúpida clasificación y prohibición.

Henry Miller (1950) Los libros en mi vida

 

 

EX LIBRIS 

Tomo de antiguo cuño, que tenía
Olor a moho, y a ratón, y a cera.
No sé por qué, temblando, día a día
Yo lo abría en la página primera.

Allí estaba, con rara ortografía,
Escrito el nombre de la obra. Y era
Debajo de él una litografía,
Quizás de alguno que murió en la hoguera.

Calzaba, con la punta hacia adelante,
Una capucha como la del Dante.
Un aire de perfidia y de sarcasmo

Roía sus facciones aguzadas.
Y al pie, entre dos serpientes enlazadas,
Esta palabra misteriosa: Erasmo .

Horacio Rega Molina

 

 

FIN DEL MUNDO DEL FIN


Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas; entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones y los impresos llegan ya a orillas del mar. El presidente de la República habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios, etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente, aunque viscoso, que sube diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones, etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos, donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz, etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas, etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelineas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos, o sea los transatlánticos, donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente y de capitán a capitán.


CORTÁZAR, Julio. Historias de cronopios y de famas. Barcelona: Edhasa, 1998. 144 p. ISBN: 84-350-1512-2

 

 

FRANCISCO COLUMNA  de  CHARLES NODIER (incompleto)

 

I

 

Es posible que se acuerden ustedes del abate Lowrich, con quien nos hemos encontrado en Ragusa, Espalatro, Viena, Munich, Pisa, Bolonia, Losana… Es un hombre excelente, saturado de erudición, que sabe una porción de cosas que nos agradaría olvidar si las supiésemos como él: el nombre del impresor de un libro pésimo; la fecha en que vino al mundo un necio, y otras mil particularidades del mismo jaez. El abate Lowrich tiene la gloria de haber averiguado el nombre auténtico de Kuicknackius, que se llamaba Starkius, pero que no fue –salvo el parecer de ustedes- el Polycarpus Starkius que escribió ocho endecasílabos impecables acerca de la tesis de Kornmannus De vitibus et doctrina scarabaeorum, sino Martines Starkius, que escribió treinta y dos endecasílabos acerca de las pulgas.


Aparte esto, el abate Lowrich merece ser conocido y estimado; tiene ingenio, corazón y pone grande y activa diligencia en servir a los amigos, y a más de estas bellas cualidades posee una imaginación rara y viva, que da atractivo a su conversación, salvo cuando se engolfa en el piélago de las nonadas de biografías y bibliografías. Yo sé a qué atenerme respecto de este inconveniente, y cuando en mis continuos viajes por Europa encuentro al abate corro a él en cuanto le veo, y aún no hace tres meses que le vi.


Había yo llegado tarde al Hotel des Deux-Tours, de Treviso; así que no tuve tiempo de poner el pie en la villa. A la mañana siguiente, cuando bajaba la escalera, vi delante de mí una de esas figuras singulares que tienen fisonomía de cualquier lado que se las mire. Un sombrero cual no hay otro, puesto en la cabeza como nadie se lo pone; una corbata roja y verde anudada al cuello de modo que por un lado sobresalía tres o cuatro pulgadas de la levita y por el otro no se veía; un pantalón no bien cepillado en una pierna, sucio en la otra y levantado coquetonamente su extremo sobre el tirante de la bota, y, por fin, la cartera inmensa, la cartera inseparable, bien atestada de títulos de libros, de noticias, de papeletas, de planos, de croquis, de tesoros valiosísimos para el erudito, pero que un trapero no recogería. Imposible equivocarse; aquél era Lowrich.

-¡Lowrich! –grité, y al instante nos abrazábamos.
-Sé adónde vas –me dijo tras del afectuoso cambio de saludos, y me indicó que había llegado a Treviso al mismo tiempo que yo-. Preguntaste las señas de un librero y te dieron las de Apóstolo Capoduro, que vive en la calle de los Esclavones. También yo voy a su casa, aunque sin ilusión alguna, porque visité dos veces su tienda en estos diez años últimos sin hallar otros libros viejos que las novelas del abate Chiari. La librería de viejo está perdida, muerta por completo, aniquilada; vinieron ya los tiempos bárbaros. ¿Tienes algo raro que pedirle?
-Te confieso –respondí- que me iré disgustado del norte de Italia si no logro llevarme el Sueño de Polifilo, del cual me dijeron que era cosa muy seria, y que si se le encontraba en alguna parte sería en Treviso.
-¡Si se le encuentra en alguna parte! –exclamó con prudente reticencia-. Porque el Sueño de Polifilo, o la Hypnerotomachia, para hablar con mayor claridad, de fray Francisco Columna, es uno de los libros viejos que los bibliógrafos designan con esta frase exacta: Albo corvo rarior. Lo que sí te aseguro es que si este cuervo blanco está en alguna pajarera, y no es posible dudarlo, no es de seguro en la de Apóstolo. Tan seguro estoy, que podría jurar por los manes de Manucio, a quien Dios tenga en su santa gloria, que si el perillán de Apóstolo consigue proporcionarte un ejemplar de la Hypnerotomachia con la fecha buena, que es la de 1499 (las demás ediciones entran en la categoría de los libros mediocres) quiero y puedo hacerte tal regalo a expensas de mi bolsillo, al que tal acto de munificencia no le ocasionará gran quebranto.

 

II

 

-¡Ay! –respondió-. Corremos malos tiempos y el dinero anda escaso. En algún tiempo hubiera pedido por él cincuenta cequíes al príncipe Eugenio, sesenta al duque de Abrantes y ciento a un inglés, pero hoy no tengo más remedio que venderle por cuatrocientas tristes libras milanesas, que suman exactamente cuatrocientas pesetas, y de ahí no rebajo ni diez cuartos.
-¡Que cuatrocientas ratas famélicas roan todos tus libros desde el primero hasta el último¡ -exclamó, furioso, Lowrich-. ¿Cómo demonios te atreves a pedir cuatrocientas libras por este mal libraco?...
-¡Un mal libraco! –interrumpió Apóstolo, no menos sulfurado que el abate-. Una edición príncipe de 1467, la primera de Treviso, una obra maestra de tipografía, con grabados cuyos originales no pueden ser sino del mismo Rafael; una obra admirable de autor ignorado hasta la fecha, a pesar de las investigaciones de los eruditos; un ejemplar único o casi único, cuya existencia hasta usted, señor abate, desconocía… ¡Y a esto le llama usted mal libraco!
La furia de Lowrich habíase calmado mientras hablaba Apóstolo con tanta vehemencia. Habíase sentado tranquilamente, quitado el sombrero, dejándole en la mesa del librero, y se enjugaba el sudor como hombre agobiado de cansancio que encuentra un lugar adecuado para reposar a gusto.
-¿Has concluido, Apóstolo? –dijo en tono tranquilo, que ocultaba una alegría maligna-. Es lo mejor que puedes hacer por tu reputación y por tus intereses, porque en cuatro palabras que dijiste largaste cuatro tonterías de a folio, y a poco que hubieses seguido no me hubiera sido posible recoger todas una por una, con lo cual no tendríamos tiempo para ocuparnos de tu folletín.
Primera tontería: No es verdad que este libro sea una primera edición impresa en Treviso el año 1467, porque es una edición estampada en Venecia el año 1499, a la que se sustrajo la hoja última para engañarte acerca de la data, y no me fijé antes en tal defecto, que reduce en una mitad el valor del libro. Por dicha tuya, yo puedo remediar este daño, porque la casualidad hizo que días atrás encontrase entre unos papeles de embalar esta hoja preciosa, que guardé para una ocasión que no creí tan próxima. Luego hablaremos del precio a que he de cedértela.

Esto diciendo, el abate sacó de la enorme cartera la preciosa plagula y la colocó cuidadosamente en el ejemplar.

-En efecto –dijo Apóstolo-, el folio casa bien en el libro, y he de confesar que cambia mucho su mérito. ¿De dónde saqué yo que ésta fuera la primera edición de Treviso?

-Dejemos eso –repuso Lowrich- porque aún no hemos terminado.
Segunda tontería: No es verdad que los dibujos del libro puedan ser de Rafael, lo mismo si la edición es de 1467 que si lo es de 1499, como te he demostrado. Rafael nació en Urbino el año 1483, como sabe todo el mundo, es decir, diez y seis años después de concluido el manuscrito, que lo fue en 1467, y ni aun los idólatras de este pintor sublime pueden suponer que dibujase con tanta corrección y tanta elegancia diez y seis años antes de nacer. Es otro Rafael quien dibujó tan bellas cosas, y a éste, insigne Apóstolo, sólo yo le conozco… Espera un poco, que aún no van más que dos.

 

III

Tercera tontería: No es verdad que el nombre del autor de este libro sea desconocido de todos los eruditos, sino que, por el contrario, todos los sabios saben, y la mayor parte de los ignorantes no ignora, que lo escribió Francesco de Colonna o de Columna, fraile dominico del convento de Treviso, donde murió el año 1467, aunque algunos biógrafos atolondrados le confundan con el sabio doctor, casi homónimo suyo, Francesco de Colonia, que murió sesenta años después. Por cierto que los dos están enterrados a pocos pasos de tu tienda. Y después de esto que te digo, Apóstolo, me excusarás la demostración de la cuarta equivocación, mayor que las tres anteriores, porque suponías que yo ignoraba la existencia de este magnífico libraco, y no sé qué me contiene, porque podría demostrarte que hasta me lo sé de memoria.

-¡Eso no! –exclamó vivamente Apóstolo-. Y le desafío a usted a hacerlo, porque está escrito en un lenguaje tan heteróclito, que ninguno de mis amigos de Treviso, de Padua, ni de Venecia se atrevió a descifrar ni siquiera una página; y si, como usted dice, se lo sabe de memoria, me avengo a regalárselo, de bonísima gana desde luego, por sus buenas enseñanzas. Iba a publicar el anuncio del libro en la Gaceta Literaria del Adriático con los méritos que les dije, y ello me hubiera hecho perder para siempre mi alta y buena reputación de librero entendido.

-Lo que tú mismo acabas de decir respecto del raro estilo del autor y de las vanas tentativas de tantos doctos como quisieron interpretarlo demuestra que me pides una comprobación fastidiosa e ingrata, que además nos ocuparía todo el día. ¿Y qué sería del folletín si yo recitase toda la Hypnerotomachia desde el alfa a la omega. Acepto el desafío si te contentas con una prueba no menos decisiva, aunque más fácil y expeditiva. Los capítulos del libro son harto numerosos para cansar tu paciencia; pues bien, me comprometo a decirte sucesivamente las iniciales de cada uno, empezando por el primero, que ahora tienes bajo el dedo.

-Está dicho –replicó Apóstolo-. ¿La primera letra del primer capítulo?

-Una P –contestó el abate-. Busca el segundo.

La letanía era larga, pero Lowrich fue diciendo las letras iniciales de los treinta y ocho capítulos sin equivocarse ni una sola vez.

-Adivinar una letra entre las veinticuatro del abecedario puede ocurrir por un azar grande y sin que el diablo intervenga en el asunto –hizo observar con tristeza Apóstolo-; mas para acertarlas treinta y ocho veces seguidas es necesario algo así como jugar con dados falsos. Tenga usted el ejemplar, señor abate, y no hablemos más del asunto.

-¡Líbreme Dios de abusar de tu candorosa inocencia, oh fénix de los bibliófilos! Lo que acabas de ver no es mas que una tranpa casi indigna de un niño de la escuela. Has de saber ahora que el autor del libro quiso encerrar su nombre, su profesión y su amor en las iniciales que forman una frase cuyo secreto te recomiendo que no le preguntes a la Biografía Universal de París, porque perderías la apuesta que acabo de ganarte. La frase sencilla y conmovedora es ésta, fácil de retener: Poliam frater Franciscus Columna peramavit, o sea: “El hermano Francisco Columna adora a Polia.” Y ahora sabes acerca de este punto tanto como Bayle y Próspero Marchand.

 

VI

Polia de los Poli, de quien acabamos de hablar, vivía en el palacio de Pisani porque su prima la había convidado a pasar allí las alegres semanas del Carnaval. Contaba ocho años menos que Leonora, era aún más hermosa que ésta, y, como tantas otras jóvenes de alto linaje, gustaba de los estudios serios y aprovechaba su residencia en la capital del mundo del saber para adelantar en conocimientos que hoy son extraños a su sexo, y el hábito de las meditaciones graves había puesto en su rostro algo de austero y de glacial que muchos tomaban por orgullo. Lo que en verdad no extrañaba a nadie, porque Polia era el último vástago de la antiquísima familia de Lelia de roma, descendiendo, por tanto, de Lelius Maurus, fundador de Treviso. Además habíala educado un padre altanero y despótico, tan celoso del esplendor de su casa o dinastía, que hubiera estimado como vergonzoso el matrimonio de Polia con el primer príncipe de Italia. Sabíase asimismo que, por los tesoros de que algún día sería dueña, igualaba su dote al de una reina. Polia otorgó a Francesco algunos testimonios de benevolencia casi afectuosa en las primeras conversaciones; después se retrajo poco a poco, hasta mostrarse casi severa, por no decir desdeñosa, y cuando Francesco dejó de visitar el palacio de Pisan élla ni aun le miraba.



Ocurría todo esto en el mes de febrero del año 1466. La primavera, tan precoz en esta bella región, había adelantado sus espléndidos dones. Polia se preparaba para volver a Treviso, y su prima menudeaba las fiestas para hacer más grata su estancia en Venecia y retrasar la partida de Polia. Se señaló un día para pasear en góndolas por el canal grande y por el brazo ancho y hondo que separa la villa soberana de las soledades del Lido. Leonora Pisan no había olvidado convidar a Francesco, con una carta en que le dirigía tan amables y sentidas quejas por su alejamiento, que el joven no vio coyuntura para desatender la invitación. Además, y como queda dicho, Polia estaba a punto de volver a Treviso, así que puede sospecharse que Francesco quería volverla a ver, aun afrontando la acostumbrada frialdad con que le acogía, porque se persuadía cada vez más que cambio tan brusco y extremado, aquella mudanza caprichosa, debería tener alguna causa que no fuese el odio.


Y se encontró a la hora fijada para la reunión en la escalinata del palacio de Pisan, de donde saldrían las góndolas. Las damas, enmascaradas todas y cubriendo sus cuerpos con dominós iguales, salieron en tropel al vestíbulo a la señal convenida para elegir, según era uso y con la decorosa familiaridad que autorizaba el disfraz, el compañero que las agradase más para el paseo. Esta manera de hacer, más graciosa y hasta mejor entendida que la de nuestros bailes y tertulias, tiene también menos riesgos, porque las mujeres nunca cuidan tanto de su buena reputación como en las ocasiones rarísimas en que esta reputación depende de ellas mismas. Francesco esperaba inmóvil, mirando al suelo, a que alguna dama se acordase de él cuando una mano lindísima le cogió del brazo. Recibió a la desconocida con solicitud respetuosa y llena de modestia, y del brazo la condujo a una de las góndolas que esperaban a las gentiles parejas. Poco después la graciosa flotilla bogaba al ruido cadencioso de las remos sobre las aguas tranquilas, que antes parecían un espejo.



La dama, que se había sentado a la izquierda de Francesco, estuvo callada largo rato, cual si hubiera de reflexionar y de hacerse dueña de sí misma antes de hablar; después desató las cintas del antifaz, dejando que éste cayese sobre su espalda, y miró a Francesco con la serenidad dulce y seria que da a los espíritus el pleno dominio de sí mismos. ¡Era Polia! Estremeciese Francesco y sintió que corría por su cuerpo un escalofrío, porque, en verdad, casi no daba crédito a lo que veían sus ojos. Después inclinó la cabeza y con una mano se tapó los ojos, como temiendo cometer una profanación si miraba a Polia tan de cerca.

 

VII

- El antifaz es inútil dijo la bella-; y no hay razón alguna que me ordene conservarle, aunque la costumbre lo autorice, porque mis sentimientos son tan puros que no me ruborizará expresarlos, y porque mi amistad hacia vos me manda hacer lo que hago. No os extrañe, Francesco prosiguiótras un momento de silencio- oírme hablar de esta amistad después de que tantos días de desdén os pudieron hacer dudar de élla. Mi sexo está sometido a leyes de recato que no le toleran ni aun dejar traslucir a las gentes sus legítimas y nobles simpatías, y en verdad que nada hay tan difícil como fingir en la medida justa una indiferencia que el corazón no siente. Hoy mismo voy a dejas Venecia, y aunque el Destino hace que haya de vivir cerca de vos, es harto probable que no volvamos a vernos. En lo futuro no habrá entre nosotros otra comunicación que el recuerdo, y no quiero que nos separemos dejándoos una idea equivocada de mí y llevándome yo una idea penosa e inquietadora que turbaría la tranquilidad de mi vida. Lo primero lo hice con esta explicación que os debía; lo segundo, o sea mi tranquilidad, la espero de una confidencia que acaso me debéis. Mas no os alarméis, Francesco; vos habéis de ser el único juez que resuelva.

Hacía tiempo que Francesco se atrevía a poner sus miradas en Polia y recogía ávido sus palabras.

- ¡Ah, señora! exclamó-. ¡Bien sabe Dios que mi alma no tiene ningún secreto que no os sea conocido!

- Vuestra alma oculta un secreto replicó Polia-, un secreto que entristece a vuestros amigos y que algunas de las personas que os quieren bien desean conocer. Reunís todas las circunstancias que presagian un provenir dichoso: juventud, genio, saber y hasta la gloria, y, no obstante, vivís entregado a las languideces de una tristeza misteriosa; os consumís en un anhelo recóndito; tenéis abandonados los trabajos que labraron vuestra reputación; huís de las gentes que os buscan para ocultar en soledades casi inaccesibles los días que tantos bienes deberían embellecer, y, por último, se dice que estáis cerca de romper con la sociedad de los hombres para recluiros en un convento. ¿Es cierto lo que digo?

Francesco parecía agitado por mil emociones encontradas, y necesitó algún tiempo para cobrar ánimos.

- Sí, señora respondió-; todo es verdad, o lo era esta mañana. Un acontecimiento posterior cambió mis ideas, aunque no mi resolución. Entraré en un convento, y este designio mío es irrevocable, mas entrarécon el alma llena de consuelo y de gozo, porque hora mi vida está completa y no concibo que haya una en el mundo a la que pueda envidiar. Nací pobre y obscuro, pero más fuerte que mi destino; sólo vi mi desdicha cuando mi corazón cayóen un vacío sin fin. Mas este vacío se ve ahora colmado con una esperanza deliciosa: ¡Vos os acordaréis de mi!

Polia le miró dulcemente.

- No quiero dijo- ver en vuestras palabras un mero juego de la imaginación ni una de las aduladoras condescendencias con que la urbanidad paga la buena amistad. Me parece que este lenguaje artificioso de las gentes frías está de más entre nosotros. Creo que comienzo a comprender en parte las cosas que me habéis dicho y hasta vuestra resolución; pero añadió sonriente- no lo comprendo bien todo.

- Pues ahora lo comprenderéis contestó, exaltado, Francesco-, porque os lo voy a decir todo. Y habréis de perdonarme la turbación y aun lo premioso de mi palabra, porque de todas las circunstancias de mi vida es ésta la que menos pude sospechar. La precaria situación en que nací, sin padres, sin protectores, casi sin amigos y despojado de un nombre brillante y de una fortuna independiente, bastaría para explicar mi natural melancolía. ¡Quécruel confidencia ésta de mi desgracia, que ya encontré en la cuna y me persigue toda la vida! Y así esta idea es la primera de que hube de darme cuenta. Yo debía pagar la deuda material de mi gratitud antes de pensar en mí, y no necesito deciros que lo hice. Entonces crecieron mis bríos y me inquietaron poco la grandeza y la opulencia desaparecidas. Y llegué a más; llegué a congratularme algunas veces, en mi orgullo de niño, de debérmelo todo a mi mismo, porque de este modo algún día la familia que me rechazaba envidiaría el esplendor del apellido repudiado. Mas todo ello no era sino ilusión de la inexperiencia y de la vanidad. Un día solo lo destruyó todo, recordándome mi infortunio y mi obscuridad.

- ¡Ay! prosiguió Francesco-. Aquí esta el misterio que vuestra benévola curiosidad desea conocer y que yo recataba cuidadosamente en mi pecho. ¿Y cómo osaré revelaros estos secretos hondos y tristes que la filosofía y la prudencia miran cual dolencias pueriles del alma, y de los que tan por encima está la vuestra para que os dignéis acogerlos con otro sentimiento que la compasión? ¡Amé, señora!…

 

IX

 

-Sí, sí –exclamó exaltada-; Dios no instituyó sacramento más santo e inviolable. Así es como un amor cual el vuestro supo conciliar sus esperanzas y sus deberes en un himeneo del corazón que el resto de los humanos no conocen, y vuestra esposa en el cielo os hablaría como yo os hablé si élla os hubiese oído.
-Élla ha oído, Polia –dijo Francesco, dejando caer su cabeza entre las manos y llorando.
-¿De modo –añadió Polia cual si no hubiese oído las últimas palabras- que dentro de tres días entráis en una de las órdenes religiosas de Venecia?...
-De Treviso –repuso Francesco-. ¡No quise vedarme la dicha de verla aún algunas veces!

-¿De Treviso, Francesco, donde no conocéis a nadie sino a mí?...
-¡A vos!


En aquel momento, la mano de la doncella se enlazó con la del joven pintor.

-No nos habíamos fijado –dijo Polia sonriendo- en que la góndola está ya de vuelta en el palacio. Pero ya nada más tenemos que decirnos en la tierra. Sin embargo, nuestro último adiós es dulce, porque nos hemos comprendido; nuestra próxima entrevista será aún más dulce.

-¡Adiós, hasta nunca! –dijo Francesco.

-¡Adiós, hasta siempre! –contestó Polia, que se colocó de nuevo el antifaz y dejó la góndola.


Al día siguiente Polia estaba en Treviso. A los tres días sonaba en el convento de los Dominicos la campana emblemática que anuncia la profesión de un nuevo religioso y su muerte para el mundo. Polia pasó todo el día en su oratorio.

Francesco se acomodó fácilmente a su nueva vida. A veces consideraba su entrevista con Polia cual un sueño; mas lo frecuente era que recordase hasta el menor detalle con alegría de niño, y llegaba hasta a felicitarse en su desgracia de haber inspirado un amor que no podía temer en lo más mínimo ni las vicisitudes de la edad ni las mudanzas de la fortuna. A poco supo compartir los días entre los deberes religiosos y sus ocupaciones de artista laborioso, unas veces pintando aquellos frescos puros e ingenuos que aún se admiran en el convento de los Dominicos, aunque la orgullosa suficiencia del arte moderno los haya dejado estropear, y otras veces reuniendo en un libro, objeto favorito de sus estudios, todas las impresiones de su genio y, sobre todo, de su amor.

Tomó como cuadro de esta obra vasta y extraña, en la que esperaba revivir por entero, la forma un poco vaga de un sueño, y nada más adecuado, según él, para representar, en su confusión aparente, el encadenamiento fortuito de las ideas de un solitario entregado a sus pensamientos.


Se sabe que en uno de los momentos en que le era permitido cambiar con Polia algunas palabras de ternura, recibió de ésta la seguridad de que aceptaría la dedicatoria del extraño poema, y hasta dicen que élla misma le ayudó con sus consejos. Por esto renunció desde luego a servirse de la lengua vulgar con que le había comenzado (lasciando il principiato stilo) para entregarse a aquella lengua, para lo que no tuvo ni modelo ni imitadores, que surgía al correr de su pluma de doctísimo enamorado de la antigüedad.

Un año llevaba en estos trabajos llenos de ilusión, y acababa de dar la última mano a su libro, cuando por los muros del convento se filtró la nueva que más podía lacerar el corazón de Francesco. El joven Antonio Grimani, más tarde almirante y dux de la República y a la sazón uno de los jóvenes más brillantes de la alta nobleza, la esperanza más alta de Venecia, había pedido la mano de Polia, y se decía que le había sido otorgada.


Aquel mismo día era el señalado para que Francesco entregara el libro a Polia. Se hizo superior al tremendo golpe, marchó al palacio y se detuvo en el dintel de la habitación.


-Venid, hermano –dijo Polia cuando le vio-, venid a comunicarme los secretos maravillosos de vuestro arte, tesoro que la humildad cristiana rehúsa al mundo y del cual nos hacéis confidente.


Al propio tiempo con el gesto ordenó a sus gentes que salieran, y Francesco quedó solo con élla.


Desfallecieron sus piernas, un sudor frío corrió por su frente, latió violento su corazón y su pecho se hinchó cual si fuera a estallar.


Polia levantó los ojos del manuscrito para mirar al fraile. La palidez de Francesco, el cerco amoratado de sus ojos, donde aún había señales de llanto; el temblor convulsivo de sus manos, lívidas y caídas, le dijeron lo que pasaba en el corazón de su amado. Sonrió con orgullo.


-¿Habéis oído hablar de mi cercano matrimonio con el príncipe Antonio Grimani?
-Sí, señora –respondió Francesco.

-¿Y qué habéis pensado, Francesco, de este enlace?...

-Que no hay ningún hombre digno de unirse a vos; pero que el príncipe Antonio es más digno que nadie y que tal enlace parece colmar los anhelos de Venecia y… los vuestros. ¡Que seáis dichosa siempre!
-Esta mañana me negué a casarme –replicó Polia.


Francesco miró a los ojos de Polia como preguntando si su boca había expresado su pensamiento.


-Sabéis bien, como nadie lo sabe –continuó Polia- que mi fe está comprometida y que lo está irrevocablemente; pero debo disculpar vuestras sospechas, porque vuestra fe me está asegurada por el sacramento que os liga al altar y yo no os di una prenda igual. Oíd, Francesco, mañana hace un año que pronunciasteis los primeros votos, y será en la última misa de mañana donde los haréis aun más indisolubles reiterándolos ante Dios. ¿Cambió durante este año vuestro modo de pensar acerca de la necesidad de este sacrificio?
-¡No, Polia, no! –exclamó Francesco, cayendo de rodillas.
-¡Basta! Tampoco cambié yo. Mañana asistiré a la última misa y me asociaré con todas las potencias de mi alma a los votos que vais a reiterar, para que sepáis siempre, Francesco, que entre el corazón de Polia y la inconstancia estarán siempre el perjurio y el sacrilegio.


Quiso contestar Francesco; pero cuando las palabras acudieron a sus labios Polia había desaparecido.

 

 

GIACOMO CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO QUE LE OFRECE, EN BOHEMIA, EL CONDE DE WALDSTEIN

Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Miradme, he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces, he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor, de Madrid a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.

COLINAS, Antonio. Sepulcro en Tarquinia

 

 

HIMNO DE LAS BIBLIOTECAS PROLETARIAS

A luchar sin descansar,
trabajadores
¡Sí!
Que de la tierra y del mar
seremos vencedores.

A estudiar para luchar,
trabajadores.
¡Sí!
Que ni en la tierra ni en el mar
quedarán explotadores.

Y en el viento se sentirá latir
la bandera de la Revolución
¡Compañeros, uníos y seguid
la luz de los vencedores!

Y en el viento nuestra marcha abrirá
los caminos que van al porvenir
¡Proletarios, en pie para luchar
contra los explotadores!

A luchar sin descansar,
trabajadores
¡Sí!
Que de la tierra y del mar
seremos vencedores.

¡A estudiar para luchar,
trabajadores!

Acampemos bajo el sol
de las praderas
¡Sí!
Bajo la sombra y el temblor
de los montes y riberas.

Y a estudiar para saber
qué son los rios
¡Sí!
Qué son las nubes y el llover,
la luz, el aire y los fríos.

De los libros recoged y arrancad
letra a letra lo que nos lleve
al fin
¡Camaradas, llegó la pleamar
para la cultura obrera!

¡Todo es nuestro, las artes,
la razón de la ciencia,
la Historia Natural.

¡Proletarios, repetid la canción
de la primavera obrera!

Acampemos bajo el sol
de las praderas
¡Sí!
Bajo la sombra y el temblor
de los montes y riberas.

!Acampemos bajo el sol de las praderas!

Rafael Alberti

 

 

Hoy el espacio del lenguaje no está definido por la Retórica, sino por la biblioteca [...]

Las bibliotecas son el lugar hechizado de dos dificultades mayores. Los matemáticos y los tiranos, es sabido, las han resuelto (pero tal vez no del todo). Hay un dilema: o todos estos libros están ya en la Palabra, y hay que quemarlos; o le son contrarios, y también hay que quemarlos. La Retórica es el medio de conjurar por un instante el incendio de las bibliotecas (pero prometiéndolo para dentro de poco, es decir, para el fin de los tiempos). Y he aquí la paradoja: si se hace un libro que cuenta todos los demás libros, ¿él mismo es un libro, o no? ¿Debe contarse a sí mismo como si fuera un libro más entre los otros? Y si no se cuenta, ¿qué puede ser entonces, él, que tenía el proyecto de ser un libro, y por qué se omite en su relato, si pretendía hablar de todos los libros? [...]


FOUCAULT, Michel. "El lenguaje al infinito".

 

 

Iba a llamarla esa noche, sabía que ella esperaba mi llamada, que volvería sola a su habitación y se sentaría junto al teléfono, tal como me contarían después sus compañeras, pero algo se interpuso en mi camino. Qué maravillosa amante era aquel libro: sabía exactamente cuándo tenía que levantarse la falda. […].

Tom Sullivan, protagonista de El enigma del cuatro de Ian Caldwell y Dustin Thomason (p. 228).

 

 

LA BIBLIOTECA

Esta es la vieja biblioteca, que por extraños avatares de las guerras carlistas vino a parar a este bajo techado de la cámara -y el escritorio donde se firmaron sentencias de muerte-. Existen tratados de metafísica, cartularios, manuales de agricultura, poesías completas, odas y dísticos, mapas con eolos y céfiros. Paso vagamente las páginas. Y las cierro. Los transporto del estante de la derecha al de la izquierda, del de la izquierda al de la derecha; saco de alguno de ellos recetas de un médico, tarjetas enviadas por un confuso individuo a su mamá desde Solingen. Voy a mirar los cepos. Vigilo la parada del agua. Hago café. Subo de nuevo hasta el desván. Me detengo en el rellano. Olvidaba la llave, la llave de la cripta, donde se amontonan las mecedoras. He contemplado fijamente los libros. Están los gruesos, los más gruesos, los crujientes, los blandos. Fijamente los he contemplado, los blandos, los más blandos. Los he vuelto a amontonar y arrojar en los cestos una vez y otra, como medidas de áridos. A veces me detengo junto a la biblioteca, esa es la verdad, le doy algunas vueltas, manoseo su mapamundi, Los Nueve años de vida errante, de Cabeza de Vaca, el Fuero Juzgo. Y los transporto del estante de la derecha al de la izquierda, del de la izquierda al de la derecha.

César Simón

 

 

LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA

En estas bibliotecas
tan infinitas como hace milenios lo fue la de Alejandría,
adorada Alba
¿dónde quedarán estos versos?

es decir,

¿En qué diminuto estante
de una más diminuta sección
de la biblioteca más extensa del universo
mi único libro de poemas que escribí para ti?

Y mi nombre ¿quién acaso lo recordará
cuando a la velocidad de la luz
en un archivo igualmente sólo de luces
alguien pase sin siquiera teclear nunca
el título de este poema
quedar iluminado o indiferente
por alguna línea pasajera?

¿Y quién será por casualidad
-dentro de una millonésima de probabilidades-
el pasajero virtual
que hojeará al azar en una pantalla de un computador
alguna vez
en el año 3492
aquel perdido libro mío
y mire (pero no lo leerá) despreocupado quizás
lo que escribí pensando en ti?

[...]

Javier Campos

 

 

LA BIBLIOTECA

Parecía una araña seca, de esas que cree uno que se van a mover, pero que después se ve que están muertas. Él había tramado toda aquella colección de libros que le envolvían, y, sin embargo, estaba muerto en medio de ellos. A la araña le sirve por último de mortaja su propia tela.
- Doctor, doctor… Yo me siento seco por dentro, completamente seco… No puedo ni tragar un poco de saliva de vez en cuando, esa poca saliva que es como el petróleo de nuestra vida.
- ¿Es que lee usted mucho? ¿Es que se está usted hasta las altas horas de la mañana trabaja que trabaja?
- Le voy a ser a usted franco… No… Estoy aquí siempre, sí, pero descabezo muchos sueños sobre los libros, y, sobre todo, miro sus lomos como el viejo verde que va a ver muslos de bailarinas a los Kursales.
- ¿Qué calefacción tiene usted?
- Calefacción por agua caliente.
- Entonces no es eso… ¿Es usted casado y vive una vida de pequeñas ruindades y mezquindades al lado de su esposa?
- No. Tampoco… Yo no soy más que un viejo lector… He coleccionado mis libros y nada más.
- ¿Y qué otros síntomas siente usted?
- Yo sólo siento que me van enterrando los días, que la tierra y el polvo me envuelven, que la caspa del tiempo cubre mi cabeza y me abruma…
Por las vidrieras herméticas entraba, tiñéndose con los colores de los cristales, una luz viva morada y rubia.
Los estantes de las librerías eran muy hondos y se quedaban con toda la luz, con los ruidos, con las palabras. Era como opaca y sorda la habitación por causa de las grandes librerías.
No sé por qué, mirando las librerías ya tuve la sospecha de que de aquellos recodos oscuros procedía aquella enfermedad que iba desustanciando y arruinando al pobre viejo.
Me acerqué a los estantes y quité un montón de libros de su sitio. Detrás había la espesa pelusa del polvo, esa lana que da como los carneros.
- ¿Pero cuánto tiempo hace que no limpian esta biblioteca?
- Muchos años… Porque no dejo que lo hagan, porque me lo desarreglarían todo.
- Deje que lo desarreglen… Esas apretadas anginas que usted padece, esa sequedad, ese empolvamiento interior en que siente usted que va siendo enterrado, todo eso procede de este polvo sutil que hay detrás de las librerías… El polvo peor del mundo, el más maligno, el más fino, el que sabe colarse mejor en el alma y ahogarla como una polilla, como una carcoma imposible de extirpar.

Ramón Gómez de la Serna. 1921 (El doctor inverosímil. Barcelona: Destino, 1981. ISBN: 84.233.1110.4. 239 p.)

 

 

LA BIENVENIDA

Una fanfarria por los bibliotecarios, en verso-
Sin notas sin valor, ya florida o escueta-
Es lo que el poeta se compromete a entregar,
El alistador-de-palabras, el dador-de-ritmos.
Los libros han venido, se han marchado y han vuelto de nuevo,
Aunque algunos se escriban con una pluma virtual.
Conservad vuestros elzeviros, pero anotad también los títulos del catálogo de Pantagruel:
La gaita de los prelados, El padrenuestro del simio,
O cualquier otro monstruo de la lista.
Borges concibió la gran formación estrellada,
El universo, que no es sino una biblioteca.
Reunid y dominad sus infolios infinitos
Y podréis pensar que conocéis lo que nadie más conoce.
Lo queremos todo; el universo mismo
Se expande, ¡estanterías más allá de las estanterías que borbotean en el Hubble!
Estrellas que revientan -de información- -de acceso- al alcance de la mano
Estamos en el límite mismo de una estación espacial
En la que la ignorancia no es dichosa, sino drástica,
En la que las curvas de aprendizaje aprenderán a ser elásticas,
En la que debemos buscar, encontrar y utilizar las cosas
Que nuestro motor de búsqueda -¡Oh, tened paciencia!- nos trae.
Digitalizad un Libro de horas iluminado,
No es lo mismo, pero ahí esta, es nuestro,
Y los tiempos muertos hace tanto reviven y nos observan
Mientras interrogamos sus cálculos.
Páginas, cintas, discos o medios desconocidos
Reposan en espera por doquiera una luz se arroje,
Para extender esa luz y que así todos vean
E ingresen paso a paso en la inmensidad.

En Glasgow, Londres, Europa, en todas partes-
Las palabras del poeta pueden desvanecerse en el aire
Pero son palabras de bienvenida. Que vuestros congresos
Florezcan reforzados con los saludos del bueno y viejo Mungo.
Quizá os escucha, mientras ronca a orillas del Clyde,
Con el árbol, el pájaro, el pez y la campana a su lado.
Bueno, podéis hallar su historia en un libro,
En una biblioteca, si sabéis dónde mirar.
De la celda de Mungo al ciberespacio, la realidad
Es un tango de hipertextualidad.
Que tengáis un hermoso baile esta semana, que liberéis
Vuestros tesoros-de-palabras, que traigáis vuestros corazones y vuestro surtido
De todo lo que una biblioteca es capaz de obrar.

Edwin Morgan (trad. provisional de Bibliotecosas) sesión de apertura del sexagésimo octavo congreso de la IFLA (Glasgow, 2002).

 

 

LA HOJA

Quedará
lo que ella afirma no lo dice
su decir es no decir y no decir y no decir
no infinitamente sino
Tres Veces
tres infinitas veces
En su rostro escribo y es un rostro sin más rasgos
que mi escritura
que ella tornará blancor de mente, jeroglífico
de espuma,
nada
Una hoja tras otra no hacen un árbol
sino un libro un libro tras otro
no hacen un árbol sino una colección
de libros Una colección tras otra hacen
una biblioteca En la biblioteca dicen
que no hay pájaros pero yo los he visto
Lo que no he visto es libros en el bosque
Claro que el bosque mismo puede considerarse un libro etc.
Etcétera es la única palabra que la hoja abomina.

Cintio Vitier

 

 

La novela de un exlibris

Carlos Boselli
Trad. del original italiano inédito por Víctor Oliva

 

 

I

Pido venia al lector para servirle, con el título de novela, una historia verdadera y auténtica, de cuya veracidad puede convencerse consultando los documentos que encierra un austero palacio de la ciudad de M...
En estos tiempos caracterizados por la ardiente rebusca de la originalidad, mientras muchos se afanan, siguiendo trillada senda, en sacarla del libro ajeno, destilándola y alambicándola con sutil arte, yo espero poder conseguirla bebiendo en la sencilla fuente de lo verdadero porque no me siento con fuerzas para alcanzarla de otro modo. ¿No es cierto que las singulares concepciones imaginativas de novelistas y poetas son siempre sobrepujadas por las inverosímiles creaciones de la vida de todos los días? Y la mía es historia reciente: hace pocos meses, los periódicos de M... publicaron su epílogo, encerrado en cuatro frías líneas de un suelto de gacetilla.


Después de algunos años de ausencia, volvía en ferrocarril a mi ciudad natal una noche del pasado otoño, cuando, dos o tres estaciones antes de apearme, subió y se acomodó en mi departamento un caballero de atractivo aspecto, grave y distinguido, cuyo único equipaje era un gran paquete de libros.
No me parecieron desconocidas sus facciones y, mientras le estaba observando con disimulo haciendo al mismo tiempo memoria, me pareció que también él me dirigía frecuentes miradas interrogativas.

Poco tardé en reconocerle como antiguo compañero de colegio, uno de los más inteligentes y estudiosos, y su encuentro casual en aquella ocasión me pareció de buen agüero.

Contentos ambos de volvernos a ver, nos dolimos de que fuese tan corto el trayecto que teníamos que hacer juntos, y de que nos tuviésemos que separar al llegar a M..., ya que mi familia me aguardaba en la estación después de largos años de ausencia.

Antes de separarnos nos despedimos, cambiando la tarjeta de visita y la promesa de un próximo encuentro.

Pocos días después, sintiendo deseos de pasar algunas horas con mi antiguo condiscípulo, busqué su tarjeta, que me había metido en el bolsillo sin ni siquiera leerla. Decía: "Roberto Garrama, Bibliotecario del Círculo Filológico de M..., Calle de Roma, 3". Viendo que aún no habían dado las diez, supuse que podría encontrarle en pleno ejercicio de su cargo. Me presenté, pues, en el Círculo y allí le encontré, hojeando un gran incunable.

Me acogió afablemente, demostrando gran placer al poder pasar conmigo la noche; y quiso acompañarme al Gambrinus, en donde, entre bock y bock y a los dulces acordes de la orquesta de las damas vienesas, nos contamos algo de nuestra vida, evocando, de paso, recuerdo sobre recuerdo de la hermosa infancia y de la primera juventud.

 

II

 

Hijo de un humilde portero, Roberto, siempre enfermizo, de constitución endeble, pero vigoroso de inteligencia, trabajador y perseverante, había cursado asiduamente conmigo los estudios ordinarios, con laudable provecho. Había conseguido después una colocación de escribiente en las oficinas de un editor famoso, y, viviendo en la librería, había contraído la primera pasión de su vida: los libros. Habiendo mejorado de posición con su empleo de bibliotecario en el Círculo Filológico, conservó su manía por los libros, y, en general, por los estudios; hasta el punto de que por las noches, en su casa, robaba las horas al descanso para tomar los libros y aprender algo. Ni bebía, ni jugaba; no frecuentaba malas compañías; no se le conocían vicios. Sin ganar mucho, era muy ordenado, sabía vivir parcamente y aun ahorrar; así se había podido suscribir a periódicos y revistas, había adquirido toda clase de libros y estudiaba de continuo. Su pasión era tal, que había llegado, en algunas ocasiones, a privarse hasta de lo necesario, con tal de adquirir ciertas obras literarias o científicas; su sed de saber era tan inextinguible como la codicia de la loba de dantesca memoria: de la paleografía había pasado a la arqueología y a las ciencias naturales, enamorándose en último término perdidamente de la psiquiatría y de la sociología. Decía él que tenía el cerebro cuadrado, frío, calculador, de sabio que no ve más allá de sus libros y de su ciencia, y que está dispuesto a sacrificárselo todo.

Su única pena era el precio de los libros: los libros son caros, y, a pesar del ahorro, un empleado a 200 pesetas de sueldo no puede permitirse el lujo de reunir grandes bibliotecas; y no podía menos de consumirse de rabia cada vez que, al pasar por delante de una librería, contemplaba obras científicas de precio inaccesible a sus medios de fortuna.

A medida que mi compañero bibliómano iba confesándome su idea fija, su psicopatía, me entraba una gran curiosidad hacia este tipo inofensivo de mattoide que me recordaba las historias de hombres insignes explicadas en la escuela para estímulo de los muchachos. Sentí la comezón de ver su casa, su biblioteca, y no pude menos de manifestarle mi deseo. Consintió sin gran entusiasmo y poco después tomábamos la calle de Roma, hacia su casa.

La librería de Roberto Garrama, mucho más rica y hermosa de lo que sus palabras me habían permitido suponer, ocupaba todas las paredes alrededor de su escritorio. Encima de cada uno de los cuatro grandes armarios había unos cartelones, con cuya lectura me esparcí no poco: "Un livre est un ami qui ne trompe jamais" el conocido verso de Desbarreaux-Bernard, que el dramaturgo Guilbert hizo estampar en su exlibris; después una sentencia francesa: "Celui-là meurt à bon droit desnonoré qui n'aime pas les livres"; a continuación un proverbio alemán: "Quien presta libros, pierde libros"; por fin, sobre el armario más alto, leí: "No presto libros a nadie", que me recordó la no menos egoísta advertencia de Leclercq a la puerta de su biblioteca: "Tel est le sort fâcheux de tout livre prêté, -Souvent il est perdu, toujours il est gâté". -Admiro,(dije en broma a mi compañero), tu gran franqueza. Puedes estar seguro de que no te pediré nunca ningún libro. -Mira, he imaginado estas inscripciones porque la experiencia me ha convencido de que el humorista inglés Carlos Lamb tenía mil veces razón cuando decía: De los que te piden libros prestados, algunos los leen con todo aprovechamiento, muchos tienen intención de leerlos pero no encuentran nunca ocasión propicia, los más ni leen ni siquiera tienen intención de hacerlo, sino que te piden libros para que les creas estudiosos y sabios. Por esto, culpa de unos y otros, sucede con frecuencia que quien presta libros, pierde libros, según la aforística tudesca.

 

III

 

- ¿Una nueva adquisición? pregunté cogiendo un volumen aún intonso, seguramente de edición reciente, que brillaba en medio de la mesa. - ¡Ah, sí!... No lo he leído, pero tiene que ser muy interesante. Es la última novedad de Langenscheidt, el editor berlinés. ¡Los alemanes, qué bien editan! El título, traducido, suena: "Memorias del príncipe de los ladrones". Su autor: el mismo "príncipe" Jorge Manolescu, un rumano que, después de mil fechorías, se mete a periodista; se dice de él... - Tan interesante como quieras, (dije interrumpiéndole), pero permíteme decirte que no le veo la utilidad. Acuérdate del antiguo proverbio italiano "Non v'è maggior ladro..." - Eh..!? - "...di un cattivo libro". Y de aquel otro adagio alemán: "Muchos libros y poco dinero en los bolsillos". - ¿A qué tales citas? - No lo tomes a mal, querido; me las ha sugerido este libro, desconocido para mí, y que puede ser excelente. Además, perdona la rudeza, me asusta un poco, para un joven en tu situación, una biblioteca tan rica... y sentiría que acumulases un capital en comida para las polillas, sin pensar en tu porvenir... - No hay miedo. Recuerdo siempre la prescripción de Geyler, un alemán del 1500, "Los libros han atontado a unos y alocado a otros". Yo, en cambio, estoy en perfecto equilibrio mental, y así espero seguir siempre. Mis padres han muerto, estoy solo en el mundo y sin intención de crearme una familia. Soy malthusiano. Gasto en libros lo que ahorro, procurándome medios de estudiar, abriéndome quizás la senda que ha de llevarme a producir obras útiles a la humanidad. Porque has de saber que si me conociste en los bancos del colegio católico y monárquico, me vuelves a ver ahora ateo y socialista... socialista revolucionario y aún diré, en teoría, anarquista... - ¿Anarquista?... ¡Me asustas con tu carita tímida de conservador!

 

IV

 

 

Entre tanto, hojeando algunos libros esparcidos por la mesa, mis ojos cayeron curiosamente sobre el exlibris pegado a cada volumen, admirando su negro dibujo y más aún la singularidad del lema: "La propiété c’est le vol". - ¡Extraña inscripción has escogido! - No tal, (repuso Roberto), dadas las ideas que profeso. Si es verdad que la esclavitud es un asesinato, ¿por qué no debe serlo también que la propiedad es un robo? Seamos lógicos. ¿La segunda, no es la misma primera frase, transformada? - Así, para ti, no bastaría demoler reinos y religiones; para ti la salvaje frase de Proudhon es el evangelio... Recuerda, sin embargo, que este célebre socialista recibió un bofetón tremendo de Felix Pyat; pero éste no le dio tan gran disgusto como la frase con que Pyat lo acompañó: Je vous le donne, en toute propiété; a la que añadió un testigo presencial: Il ne l’a pourtant pas volé. Así al menos lo cuenta D’Estournel en sus "Derniers Souvenirs". - No está mal. ¡Se non è vero, è ben trovato!... Pero debo advertirte que nunca hago ostentación de mis ideas; dado el cargo que desempeño, esto podría atraerme antipatías. - Esta diabólica figura representada en la marca de tu biblioteca le hace más propio, a mi ver, de Roberto el diablo, que de un pacífico y tranquilo Roberto Gamarra... Y ahora, sin bromear, temo que revele demasiado tus doctrinas. - ¡No lo hace; nadie lo ha visto ni lo ha de ver nunca! No presto libros, y mi librería está herméticamente cerrada a curiosos y a estudiosos. En tu favor, en concepto de antiguo compañero, he hecho una excepción. - Te lo agradezco mucho. Debo decirte que admiro en ti más bien al hombre culto que al socialista. - Las teorías socialistas se han abierto paso en nuestro país, han dejado de ser patrimonio exclusivo de los exaltados y hoy son defendidas por honrados y doctos pensadores, en cuyo campo aumenta de día en día el número de prosélitos. El estado social vigente reclama una transformación profunda y radical...

 

V

 

Iba a internarse en los meandros de una disquisición sociológica, cuando, afortunadamente, dieron las doce. Era demasiado tarde; me despedí de Roberto, no sin haberle pedido un ejemplar de su exlibris, que reproduzco a continuación, pues que circunstancias desgraciadamente bastante públicas me relevan de toda reserva y me permiten presentar esta rareza bibliográfica a los lectores de la Revista Ibérica de Exlibris.

Algunas semanas después, leyendo la crónica de un periódico, quedéme atónito al ver anunciada la prisión sensacional del bibliotecario del Círculo Filológico, acusado de hurto en perjuicio del mismo círculo y de varios particulares.
El detalle que le había hecho traición era una de aquellas ingenuas imprudencias en que suelen caer un día u otro aun los ladrones más diestros. Había vendido por 500 pesetas a un anticuario de la ciudad unos antiguos grabados arrancados de libros del círculo. Tal debía ser el valor de los ejemplares, que el anticuario creyó de su deber hacer partícipe a la autoridad judicial de sus sospechas.

Es fácil imaginar mi dolorosa sorpresa: ¡Roberto Garrama ladrón! Pero ladrón no por deseo de riquezas ni por locura. Había robado tranquilamente, como un frío calculador, con perfecta lucidez de espíritu, sin vacilar ni conmoverse ni cuidarse de lo demás, por un móvil preciso y práctico, como confesó él mismo cándidamente: ¡comprar libros!

 

VI

 

 

Caso, como puede verse, interesante entre todos, sobre todo por el carácter verdaderamente extraño y singular del protagonista, que podría ser excelente tema de estudio para el Doctor Lombroso; caso tan curioso que hay lugar a preguntarse si realmente el bibliotecario bibliómano y ladrón fue impelido a robar por algún otro motivo. Pero no, no hay lugar a duda. Después del robo, Roberto, metódico y meticuloso como siempre, había anotado en su carnet una especie de balance preventivo de las 500 pesetas mal adquiridas; era una lista de las compras en que quería invertirlas: Una pequeña caja de imprenta, una máquina fotográfica,; gastos de encuadernación en pergamino; Petzholdt: “Biblioteca Bibliográphica”; Brunet: “Manuel du libraire et de l’amateur de livres”; Krafft-Ebing: “Lehrbuch der Psychiatrie”; Kraepelin: “Psychiatrie”; Schopenhauer: “Le monde comme volonté et comme représentation”.
Se encontraron en su casa cantidad de libros robados de la casa editorial en que había estado antes empleado, del Círculo Filológico, de amigos y conocidos que se los habían dejado en préstamo, libros de las materias más variadas, desde la esgrima a la teología, lo que prueba el eclecticismo del novísmo coleccionista. Por fin, había también cierto ”Manual de Química” de mi propiedad, cuya desaparición noté un día en el colegio. En este libro como en infinidad de otros, se encontró debajo de la marca del ladrón, el exlibris del robado.
¡Infeliz Roberto! Ahora más que nunca me explico el símbolo de tu atrevido exlibris, cuyo lema quitaste a Proudhon (menos mal, en cuanto a esto) y cuyo dibujo, que firmaste Robille, robaste a Roubille.

Más que nunca comprendo como las “Memorias del príncipe de los ladrones” pudieran ayudarte en tu innoble empresa y entiendo maravillosamente el sentido recóndito de tu egoísta lema: ”No presto libros a nadie”. Tú mejor que nadie, podías conocer la verdad del axioma: ”Quien presta libros, pierde libros”, y enseñar a Carlos Lamb que existe otra clase de individuos que piden libros prestados: los que no los devuelven.

Así quedará probado, mal que pese a Desbarreaux-Bernard, que les livres sont desamis qui trompent quel que fois, y que sí puede ser verdad la sentencia: celui-là meurt à bon droit deshonoré qui n’aime pas les livres, no es menos cierto que el amor hacia el libro no salva del deshonor; así se habrá comprobado una vez más la profunda exactitud del aforismo holandés: no todos los que estudian libros aprenden y se podrá añadir a la frase de Geyler, los libros han atontado a unos, alocado a otros, otra oración: y convertido a otros en ladrones.

Quizás esperabas que la retórica de los abogados y peritos defensores consiguiese, sino absolverte, obtener una ligera pena, mientras que te han encerrado, quizá para siempre, oh desgraciado bibliocleptómano, en tétrico manicomio, donde pueden darte, para sosegar tu insaciable obsesión, el cargo de bibliotecario, esta vez sin ningún peligro.
¡Pobre Roberto! Multae te literae ad insaniam convertunt.

 

 

LA PESADILLA DEL TEÓLOGO


El eminente teólogo doctor Thaddeus soñó que estaba muerto y se dirigía al cielo. Sus estudios le habían preparado y no tuvo ninguna dificultad para encontrar el camino. Llamó a la puerta del cielo y se encontró con un escrutinio más meticuloso de lo que esperaba.
Solicito la admisión- explicó- porque he sido un hombre de bien y he dedicado mi vida a la Gloria de Dios.

-          ¿Hombre?- dijo el portero-. ¿Qué es eso? ¿Y cómo es posible que una criatura tan ridícula como tú haga algo para promover la Gloria de Dios?

-          El doctor Thaddeus se quedó perplejo. - No es posible que desconozcas al hombre. Debes saber que el hombre es la obra suprema del Creador.

-          Lamento herir tus sentimientos- dijo el portero-, pero lo que dices es nuevo para mi. Dudo que nadie de los que estamos aquí haya oído jamás hablar de esa cosa que llamas "hombre". Sin embargo, puesto que pareces afligido, tendrás la oportunidad de consultar a nuestro bibliotecario.

 El bibliotecario, un ser globular con mil ojos y una boca, bajó algunos de sus ojos hacia el doctor Thaddeus.

-          ¿Qué es esto?- le preguntó al portero.

-           Esto dice ser miembro de una especie llamada "hombre" que vive en un lugar de nombre "Tierra". Tiene la curiosa idea de que el Creador se interesa especialmente por ese lugar y esta especie. Pensé que quizá podrías ilustrarle.

-          Bueno- dijo amablemente el bibliotecario al teólogo-, tal vez puedas decirme dónde está ese sitio que llamas "Tierra".

-          Forma parte del Sistema Solar.

-           ¿Y qué es el Sistema Solar?- preguntó el bibliotecario.

-          Pues…- replicó el teólogo- mi campo era el conocimiento sagrado y lo que preguntas pertenece al conocimiento profano. No obstante, he aprendido lo suficiente de mis amigos astrónomos para poder decirte que el Sistema Solar forma parte de la Vía Láctea.

-           ¿Y qué es la Vía Láctea?- preguntó el bibliotecario.

-          Es una de las galaxias, de las que, según me han dicho, existen unos cien millones.

-           Bueno, bueno - dijo el bibliotecario-. No esperarás que recuerde una entre un número tan elevado. Pero sí recuerdo haber oído antes la palabra "galaxia". De hecho, creo que uno de nuestros bibliotecarios auxiliares está especializado en galaxias. Llamémosle y veamos si puede ayudarnos.

 Poco después se presentó el bibliotecario auxiliar galáctico, que tenía la forma de un dodecaedro. Era evidente que en otro tiempo su superficie había sido brillante, pero el polvo de los estantes le había vuelto mortecino y opaco. El bibliotecario le dijo que el doctor Thaddeus, al esforzarse por explicar su origen, había mencionado las galaxias, y confiaban en que sería posible obtener información al respecto en la sección galáctica de la biblioteca.

-          Bueno…- dijo el bibliotecario auxiliar-, supongo que sería posible con el tiempo, pero como hay cien millones de galaxias y a cada una le corresponde un volumen, se tarda un poco en encontrar cualquier volumen determinado. ¿Cuál desea esta extraña molécula?

-           Es la galaxia llamada Vía Láctea- dijo titubeante el doctor Thaddeus.

-          De acuerdo- concluyó el bibliotecario auxiliar-. Lo encontraré si puedo.

 Unas tres semanas después regresó y dijo que el fichero extraordinariamente eficaz de la sección galáctica le había permitido localizar la galaxia como la número QX 321.762.

-          Hemos empleado a los cinco mil funcionarios de la sección galáctica en esta investigación. ¿Desea ver al funcionario encargado especialmente de la galaxia en cuestión?

Llamaron al funcionario, que resultó ser un octaedro con un ojo en cada superficie y una boca en una de ellas. Estaba sorprendido y deslumbrado al verse en una región tan brillante, lejos del umbrío limbo de sus estanterías. Se sobrepuso y preguntó con timidez: - ¿Qué desean saber acerca de una galaxia? El doctor Thaddeus se lo explicó:

-          Quiero informarme sobre el Sistema Solar, una serie de cuerpos celestes que giran alrededor de una de las estrellas de su galaxia. La estrella en cuestión se llama "Sol".

-           Hum- dijo el bibliotecario de la Vía Láctea-. Ha sido bastante difícil encontrar la galaxia precisa, pero encontrar la estrella precisa en la galaxia es mucho más difícil. Sé que hay unos trescientos mil millones de estrellas en la galaxia, pero mis conocimientos no me permiten distinguir una de otra. Creo, sin embargo, que cierta vez la Administración pidió la lista completa de los trescientos mil millones de estrellas y sigue guardada en el sótano. Si cree que merece la pena, emplearé a un grupo especial del Otro Lugar para que busquen esa estrella en particular.

 Convinieron que, como la cuestión se había planteado y era evidente que el doctor Thaddeus estaba angustiado, eso sería lo mejor que podían hacer. Varios años después, un tetraedro muy cansado y desalentado se presentó ante el bibliotecario auxiliar galáctico y le dijo:

-          Por fin he localizado esa estrella particular sobre la que se han pedido informes, pero no entiendo por qué ha despertado el menor interés. Tiene un gran parecido con muchas otras estrellas de la misma galaxia. Es de tamaño y temperatura medios y está rodeada por otros cuerpos mucho más pequeños llamados "planetas". Tras una minuciosa investigación, he descubierto que por lo menos algunos de esos planetas tienen parásitos, y creo que esta cosa que ha solicitado los informes debe ser uno de ellos

Al llegar a este punto, el doctor Thaddeus rompió en un apasionado e indignado lamento: - ¿Por qué, decidme, por qué el Creador nos ocultó a los pobres habitantes de la Tierra que no fuimos nosotros quienes le incitaron a crear los Cielos? Durante mi larga vida le he servido con diligencia, creyendo que se fijaría en mis servicios y me recompensaría con la dicha eternal. Y ahora parece que ni siquiera tenía conocimiento de mi existencia. Me decís que soy un animalículo infinitesimal en un pequeño cuerpo que gira alrededor de un miembro insignificante de un grupo formado por trescientos mil millones de estrellas, que solo es uno entre muchos millones de tales grupos. No puedo soportarlo y ya no me es posible adorar a mi Creador.

-          Muy bien- dijo el portero-. Entonces puedes ir al Otro Lugar.
En aquel momento se despertó el teólogo.

-           El poder de Satán sobre nuestra imaginación durante el sueño es aterrador- musitó.

RUSSELL, Bertrand. Realidad y ficción

 

 

Larry Winston tiene un cerebro privilegiado, es el rey de los mares, su naviera es la más importante del mundo.
-Ya, ya lo sé. Pero a mí no me termina de convencer. Además, en esta casa no hay un solo libro, ¿te has fijado? Me impresionan las casas donde no hay libro, retratan bien a sus propietarios.
- Bueno, al menos no un hipócrita que tiene una biblioteca con libros perfectamente encuadernados pero que jamás leerá.
(…)

Extracto de un párrafo de La Hermandad de la Sábana Santa, de Julia Navarro

 

 

LIBROS

Un libro que después de una sacudida confundió todas sus palabras sin que hubiera manera de volverlas a poner en orden.

Un libro cuyo título por pecar de completo comprendía todo el contenido del libro.

Un libro con un tan extenso índice que a su vez éste necesitaba otro índice y a su vez éste otro índice y así sucesivamente

Un libro que leía los rostros de quienes pasaban sus páginas.

Un libro que contenía uno tras otro todos los pensamientos de un hombre y que para ser leído requería la vida íntegra de un hombre.

Un libro destinado a explicar otro libro destinado a explicar otro libro que a su vez explica al primero.

Un libro que resume un millar de libros y que da lugar a un millar de libros que lo desarrollan.

Un libro que refuta a otro libro en el cual se demuestra la validez del primero.

Un libro que da una tal impresión de realidad que cuando volvemos a la realidad nos da la impresión de que leemos un libro.

Un libro en el cual sólo tiene validez la décima palabra de la página setecientos y todas las restantes han sido escritas para esconder la validez de aquélla.

Un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista escribe un libro.

Un libro, dedicado a demostrar la inutilidad de escribir libros.



Luis Britto García, 1970

 

 

LOS LIBROS

In memoriam José Navarro Bernia

Incluso los desafortunados acompañan,
pues la sola tarea de evitarlos, de alejar su lectura
y aprender el error entre sus páginas,
puede convertirse, a nuestros ojos,
en la razón de ser de muchos libros.
(Hay libros, hay autores,
hechos a la medida del desdén).

Los íntimos, los que ya son nosotros sin remedio
(y que no son, por tanto, los mejores)
se contienen en una breve cifra.
Los elige el azar, están en ocasiones
unidos a la anécdota (y no siempre dichosa),
a sus palabras añadimos nuestras insuficiencias,
nuestro rencor, que no los contaminan,
y somos codiciosos de su brillo, tan similar,
tan ajeno a los brillos del mundo.

Su ley, su centro reside en hacernos capaces
de habitar la emoción cuando lo deseamos.
Son dueños de un rasgo todos ellos
que no sé descifrar: y es que tras conocerlos
uno ya nunca puede volver a ser el mismo.

Carlos Marzal

 

 

Me educaron en el seno de la bibliofilia como otros niños son educados en el seno de la religión. A los cuatro años ya acompañaba a mi madre a conferencias. A los seis, conocía mejor las diferencias entre el pergamino y la vitela que entre un cromo y otro. Antes de cumplir los diez, había pasado por mis manos una media docena de ejemplares de la obra maestra del mundo de la imprenta, la Biblia de Gutemberg. Pero no recuerdo un solo momento de mi vida en el que no fuera consciente de cuál era la Biblia de nuestra pequeña fe particular: la Hypnerotomachia.

Tom Sullivan, personaje de El enigma del cuatro de Ian Caldwell y Dustin Thomason

 

 

Me Muero Irremediablemente

Me estoy muriendo en una Biblioteca
entre libros en fila,
testigos filósofos del hecho;
libros que desde lejos me contemplan,
mudos por fuera,
pero por dentro llenos de elocuencia,
y a quienes digo:
un momento Jorge Manríque,
San Juan de la Cruz, espérame,
Perdóname, Quevedo.

Pidió mi muerte a plazos
el director del establecimiento,
la decretó el Ministro a ciegas,
y las paredes frías
quedaron silenciosas;
el techo de cemento
todavía no se viene abajo,
los mármoles del piso
parecen lápidas.

Oídlo por mi boca:
me muero día a día.
Que lo digan simultáneamente
mi compañero Alfonso Montenegro,
mi amigo Juan Cavada,
la señora Emma,
las tres Marías de la Biblioteca
las dos Zulemas.
Y también los más jóvenes,
desde hoy sentenciados
a morir con el libro en la mano.

El alma se me cae en los tinteros,
nado en un mar de fichas y papeles,
archivadores, cartas,
máquinas de escribir, feroces máquinas
de sumar y multiplicar congojas,
timbres eléctricos,
gritos del emperador doméstico,
números, oficios:
me falta el aire azul,
me ahogo irremediablemente.

Soliciten una junta de médicos,
traigan sus instrumentales los doctores,
alargadme una rama,
llamad a los bomberos.
Aquí se necesitan
brujas en una escoba,
exorcismos violentos,
uñas de la gran bestia,
amuletos o cruces
para espantar el diablo en esta casa.

Píldoras para la libertad perdida,
cuerdas de salvataje,
una ventana abierta al sur,
un caballo ensillado,
una ráfaga.

Venid con yerbas frescas
para mi mal de adentro;
necesito con urgencia una botica,
yo todo me lo tragaré de golpe:
mis días están contados
pero aún pudiera ser tiempo.

Poned un radiograma a los poetas,
que los colegas sepan la noticia,
que nadie ignore cómo me encarnecen,
un cable que escuetamente diga:
"por disposición del jefe de Servicio
—un malo de la cabeza—
a esta hora se está muriendo,
irremediablemente,
Juvencio Valle
en la Biblioteca Nacional de Chile".

Juvencio Valle

 

 

Nunca preguntes por Alejandría
caravanero perdido en la arena
náufrago mustio de amor y de pena
tórrido el sueño y la noche fría

Lánzate en brazos de antigua teoría
Traza en el suelo las hipotenusas,
y ángulos rectos, placer de las musas,
ebrias de lógica y de geometría

Siempre vivimos para los papeles
fuimos cual polvo de los anaqueles
bibliotecarios de melancolía

Tarde se ha hecho para la frontera
nunca logramos salir hacia fuera
siempre estuvimos en Alejandría

 


Jesús Mosterín

 


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Siempre estuvimos en Alejandría. Julia García Maza (ed.). Madrid; Valencia: Asociación de amigos de la Biblioteca de Alejandría; Edicions Alfons el Magnànim, 1997. ISBN: 8479521848.

 

 

ODA A LA TIPOGRAFÍA

Letras largas, severas,
verticales,
hechas
de línea pura,
erguidas
como el mástil
del navío
en medio
de la página
llena
de confusión y turbulencia,
Bodonis
algebraicos,
letras
cabales,
finas
como lebreles,
sometidas
al rectángulo blanco
de la geometría,
vocales
elzeviras
acuñadas
en el menudo acero
del taller junto al agua,
en Flandes, en el norte
acanalado,
cifras
del ancla,
caracteres de Aldus,
firmes como
la estatura
marina
de Venecia
en cuyas aguas madres,
como vela
inclinada,
navega la cursiva
curvando el alfabeto:
el aire
de los descubridores
oceánicos
agachó
para siempre el perfil de la escritura.

Desde
las manos medioevales
avanzó hasta tus ojos
esta
N
este 8
doble
esta
J
esta
R
de rey y de rocío.
Allí
se trabajaron
como si fueran
dientes, uñas,
metálicos martillos
del idioma.
Golpearon cada letra,
la erigieron,
pequeña estatua negra
en la blancura,
pétalo
o pie estrellado
del pensamiento que tomaba forma
del caudaloso río
y que al mar de los pueblos navegaba
con todo
el alfabeto
iluminando
la desembocadura.
El corazón, los ojos
de los hombres
se llenaron de letras,
de mensajes,
de palabras,
y el viento pasajero
o permanente
levantó libros
locos
o sagrados.
Debajo
de las nuevas pirámides escritas
la letra
estaba viva,
el alfabeto ardiendo,
las vocales,
las consonantes como
flores curvas.
Los ojos
del papel, los que miraron
a los hombres
buscando
sus regalos,
su historia, sus amores,
extendiendo
el tesoro
acumulado,
esparciendo de pronto
la lentitud de la sabiduría
sobre la mesa
como una baraja,
todo
el humus
secreto
de los siglos,
el canto, la memoria,
la revuelta,
la parábola ciega,
de pronto
fueron
fecundidad,
granero,
letras,
letras
que caminaron
y encendieron,
letras
que navegaron
y vencieron,
letras
que despertaron
y subieron,
letras
que libertaron,
letras
en forma de paloma
que volaron,
letras
rojas sobre la nieve,
puntuaciones,
caminos,
edificios
de letras
y Villon y Berceo,
trovadores
de la memoria
apenas
escrita sobre el cuero
como sobre el tambor
de la batalla,
llegaron
a la espaciosa nave
de los libros,
a la tipografía
navegante.

Pero
la letra
no fue sólo belleza,
sino vida,
fue paz para el soldado,
bajó a las soledades
de la mina
y el minero
leyó
el volante duro
y clandestino,
lo ocultó en los repliegues
del secreto
corazón
y arriba,
sobre la tierra,
fue otro
y otra
fue su palabra.
La letra
fue la madre
de las nuevas banderas,
las letras
procrearon
las estrellas
terrestres
y el canto, el himno ardiente
que reúne
a los pueblos,
de
una
letra
agregada
a otra
letra
y a otra,
de pueblo a pueblo fue sobrellevando
su autoridad sonora
y creció en la garganta de los hombres
hasta imponer la claridad del canto.

Pero,
tipografía,
déjame
celebrarte
en la pureza
de tus
puros perfiles,
en la redoma
de la letra
O,
en el fresco
florero
de la
Y
griega,
en la
Q
de Quevedo
(¿cómo puede pasar
mi poesía
frente a esa letra
sin sentir el antiguo escalofrío
del sabio moribundo?),
a la azucena
multiplicada
de la
V
de victoria,
en la
E
escalonada
para subir al cielo,
en la
Z
con su rostro de rayo,
en la P
anaranjada.

Amor,
amo
las letras
de tu pelo,
la
U
de tu mirada,
las
S
de tu talle.
En las hojas
de la joven primavera
relumbra el alfabeto
diamantino,
las esmeraldas
escriben tu nombre
con iniciales frescas del rocío.
Mi amor,
tu cabellera profunda
como selva o diccionario
me cubre
con su totalidad
de idioma
rojo.
En todo,
en la estale
del gusano
se lee,
en la rosa se lee,
las raíces
están llenas de letras
retorcidas
por la humedad del bosque
y en el cielo
de Isla Negra, en la noche,
leo,
leo
en
el firmamento frío
de la costa,
intenso,
diáfano de hermosura,
desplegado,
con estrellas capitales
y minúsculas
y exclamaciones
de diamante helado,
leo, leo
en la noche de Chile
austral, perdido
en las celestes soledades
del cielo,
como en un libro
leo
todas
las aventuras
y en la hierba
leo,
leo
la verde, la arenosa
tipografía
de la tierra agreste,
leo
los navíos, los rostros
y las manos,
leo
en tu corazón
en donde
viven
entrelazados
la inicial
provinciana
de tu nombre
y
el arrecife
de mis apellidos.
Leo
tu frente,
leo
tu cabellera
y en el jazmín
las letras
escondidas
elevan
la incesante
primavera
hasta que yo descifro
la enterrada
puntuación
de la amapola
y la letra
escarlata
del estío:
son las exactas flores de mi canto.

Pero,
cuando
despliega
sus rosales
la escritura,
la letra
su esencial
jardinería,
cuando lees
las viejas y las nuevas
palabras, las verdades
y las exploraciones,
te pido
un pensamiento
para el que las ordena
y las levanta,
para el que para
el tipo,
para el linotipista
con su lámpara
como un piloto
sobre
las olas del lenguaje
ordenando
los vientos y la espuma,
la sombra y las estrellas
en el libro:
el hombre
y el acero
una vez más reunidos
contra el ala nocturna
del misterio,
navegando,
horadando,
componiendo.

Tipografía,
soy
sólo un poeta
y eres
el florido
juego de la razón,
el movimiento
de los alfiles
de la inteligencia.
No descansas
de noche
ni de invierno,
circulas
en las venas
de nuestra anatomía
y si duermes
volando
durante
alguna noche o huelga
o fatiga o ruptura
de linotipia
bajas de nuevo al libro
o al periódico
como nube
de pájaros al nido.
Regresas
al sistema,
al orden
inapelable
de la inteligencia.

Letras
seguid cayendo
como precisa lluvia
en mi camino.
Letras de todo
lo que vive
y muere,
letras de luz, de luna,
de silencio,
de agua,
os amo,
y en vosotras
recojo
no sólo el pensamiento
y el combate,
sino vuestros vestidos,
sentidos
y sonidos:
A
de gloriosa avena,
T
de trigo y de torre
y
M
como tu nombre
de manzana.

 

Pablo Neruda

 

 

ODA AL LIBRO (I)

Libro, cuando te cierro
abro la vida.
Escucho
entrecortados gritos
en los puertos.
Los lingotes del cobre
cruzan los arenales,
bajan a Tocopilla.
Es de noche.
Entre las eslas
nuestro océano
palpita con sus peces.
Toca los pies, los muslos,
las costillas calcáreas
de mi patria.
Toda la noche pega en sus orillas
y con la luz del día
amanece cantando
como si despertara una guitarra.

A mí me llama el golpe
del océano. A mí
me llama el viento,
y Rodríguez me llama,
José Antonio,
recibí un telegrama
del sindicato "Mina"
y ella, la que yo amo
(no les diré su nombre),
me espera en Bucalemu.

Libro, tú no has podido
empapelarme,
no me llenaste
de tipografía,
de impresiones celestes,
no pudiste
encuadernar mis ojos,
salgo de ti a poblar las arboledas
con la ronca familia de mi canto,
a trabajar metales encendidos
o a comer carne asada
junto al fuego en los montes.
Amo los libros
exploradores,
libros con bosque o nieve,
profundidad o cielo,
pero
odio
el libro araña
en donde el pensamiento
fue disponiendo alambre venenoso
para que allí se enrede
la juvenil y circundante mosca.
Líbro, déjame libre.
Yo no quiero ir vestido
de volumen,
yo no vengo de un tomo,
mis poemas
no han comido poemas,
devoran
apasionados acontecimientos,
se nutren de intemperie,
extraen alimento
de la tierra y los hombres.
Libro, déjame andar por los caminos
con polvo en los zapatos
y sin mitología:
vuelve a tu biblioteca,
yo me voy por las calles.

He aprendido la vida
de la vida,
el amor lo aprendí de un solo beso,
y no pude enseñar a nadie nada
sino lo que he vivido,
cuanto tuve en común con otros hombres,
cuanto luché con ellos:
cuanto expresé de todos en mi canto.

Pablo Neruda

 

 

ODA XXXIV -

A MIS LIBROS (- 1814)

Fausto consuelo de mi triste vida,
donde contino a sus afanes hallo
blandos alivios, que la calma tornan
plácida al alma,

rico tesoro, deliciosa vena
do puros manan, cual el almo rayo
que Febo lanza esclareciendo el orbe,
santos avisos,

donde Minerva providente cela
sus maravillas, monumento ilustre
del genio excelso que feliz me anima,
libros amados,

do de los siglos la fugaz imagen,
donde, natura, tu opulenta suma,
del seno humano el laberinto ciego,
quieto medito,

nunca dejéis de iluminarme, nunca
en mi cansada soledad de serme
útil empeño, pasatiempo dulce,
séquito grato.

Vuestro comercio al ánimo regala,
vuestra doctrina el corazón eleva,
vuestra dulzura célica el oído
mágica aduerme,

cual reverdece la sonante lluvia
al seco prado y regocija alegre
la árida tierra, que su seno le abre,
madre fecunda.

Por vos escucho en el aonio cisne
la voz ardiente y cólera de Ayace,
los trinos dulces que el amor te dicta,
cándido Teyo.

Por vos admiro de Platón divino
la clara lumbre; y si tu mente alada,
sublime Newton, al Olimpo vuela,
raudo te sigo.

En la tribuna el elocuente labio
del claro Tulio atónito celebro;
con Dido infausta dolorida lloro
sobre la hoguera;

sigo la abeja que libando flores
ronda los valles del ameno Tíbur;
y oigo los ecos repetir tus andias,
dulce Salicio,

viéndome así del universo mundo
noble habitante, en delicioso lazo
con las edades que en hondo abismo
son de la nada.

Nunca preciados, do la suerte, oh libros,
lleve mi vida, cesaréis de serme,
ora me encumbre favorable, y ora
fiera me abata,

bien me revuelva en tráfagos civiles,
bien de los campos a la paz me torne,
siempre maestros de mi vida, siempre
fieles amigos.

Juan Meléndez Valdés (1754-1817)

 

 

Por ejemplo, en un ejercicio que hice varias veces para explicar cómo funciona un código de referencia, utilicé uno muy elemental de cuatro posiciones con una clasificación de libros en la cual la primera posición indica la sala, la segunda indica la pared, la tercera indica el anaquel de la pared y la cuarta indica el lugar del libro en el anaquel; de ahí que una referencia como 3-4-8-6 signifique: tercera sala a la entrada, cuarta pared a la izquierda, octavo anaquel, sexto lugar. Luego me di cuenta de que también con un código tan elemental (no es el de Dewey) se pueden hacer juegos interesantes. Se puede escribir, por ejemplo, 3335.33335.33335.33335 y obtendremos la imagen de una biblioteca con un número inmenso de salas: cada una es de forma poligonal parecida a la celdilla de un panal, en la que puede haber por lo tanto 3.000 ó 33.000 paredes, inclusive no regidas por la fuerza de la gravedad, ya que los anaqueles pueden estar ubicados también en las paredes superiores, y estas paredes, que son más de 33.000, son enormes porque pueden dar cabida a 33.000 anaqueles y éstos son larguísimos porque cada uno puede dar cabida a 33.000 o más libros.



Humberto Eco. "De biblioteca". Leer y Releer

 

 

Que en su afán de adquirir conocimientos científicos más amplios, que le permitan un dominio mejor de la meta por lograr y de la forma de lograrla, el suscrito intentó procurarse, en las bibliotecas y librerías de Iquitos, un stock de libros, folletos y revistas concernientes al tema de las prestaciones que el SVGPFA debe servir, lamentando tener que comunicar a la superioridad que sus esfuerzos han sido casi inútiles, porque en las dos bibliotecas de Iquitos -la Municipal y la del Colegio de los Padres Agustinos -no encontró ningún texto, ni general ni particular, específicamente dedicado al asunto que le interesaba (sexo y afines), pasando más bien unos momentos embarazosos al indagar a este respecto, pues mereció respuestas cortantes de los empleados, y, en el San Agustín, un religioso se permitió incluso faltarle llamándolo inmoral. Tampoco en las tres librerías de la ciudad, la "Lux", la "Rodríguez" y la "Mesía" (hay una cuarta, de los Adventistas del Séptimo Día, donde no valía la pena intentar la averiguación) pudo el suscrito hallar material de calidad; sólo obtuvo, para colmo a precios subidos (recibos 9 y 10) unos manuales insignificantes y fenicios, que responden a los títulos Cómo desarrollar el ímpetu viril, Afrodisíacos y otros secretos del amor, Todo el sexo en veinte lecciones, con los que, modestamente, ha inaugurado la biblioteca del SVGPFA. Que ruega a la superioridad, si lo tiene a bien, se sirva enviarle desde Lima una selección de obras especializadas en todo lo tocante a la actividad sexual, masculina y femenina, de teoría y de práctica, y en especial documentación sobre asuntos de interés básico como enfermedades venéreas, profilaxia sexual, perversiones, etcétera, lo que, sin duda, redundará en beneficio del Servicio de Visitadoras

 

Mario Vargas Llosa   Pantaleón y las visitadoras

 

 

QUÉ mejor paraíso
para alguien que escribe
que una ciudad entera
consagrada a los libros.

Bajo la lluvia torrencial,
esta ciudad murada
parece un barco ebrio
que flota a la deriva.

Aquí,
a orillas del río Ijssel,
donde firme subsiste
la vivienda de piedra
más antigua de Holanda;
donde quedó asentada
la primera biblioteca científica
del oeste de Europa;
a esta tierra plana
donde de niño vivió Erasmo,
llegó la imprenta
a mediados del XV.

Desde entonces los libros
son los reyes de Deventer.

Lo pudo uno apreciar
en una de las calles
comerciales del centro.
Un librero de viejo
fatigaba volúmenes
en las estanterías.
La luz del interior era dorada.
En ese instante,
hubiera cambiado mi destino
por el suyo: el de alguien
que concibe este mundo
como una biblioteca
que se ordena.

(Deventer)



Álvaro Valverde

 

 

RECHIFLAO EN MI TRISTEZA

Te evoco y veo que has sido
en mi pobre vida paria
una buena biblioteca.

Te quedaste allá,
en Villa del Parque,
Con Thomas Mann y Roberto Arlt y Dickson Carr,
con casi todas las novelas de Colette,
Rosamond Lehmann, Charles Morgan, Nigel Balchin,
Elías Castelnuovo y la edición
tan perfumada del pequeño
amarillo Larousse Ilustrado,
donde por suerte todavía
no había entrado mi nombre.

También se me quedó un tintero
con un busto de Cómodo,
emperador romano
cuya influencia en las letras
nunca me pareció excesiva.

Julio Cortázar, Nairobi 1976

 

 

Sala de lectura de una biblioteca de facultad:



[…]
[…] me había puesto a hojear los libros desplegados en la mesa y que, no tanto porque aún me intrigara su desconcertante variedad como porque representaban un pretexto para llenar el silencio que se avecinaba, le pregunté cuál de ellos estaba leyendo.
[…]
- Supongo que no todos –añadí al ver que se alargaba demasiado en la contestación. Y luego, como matizando una frase que de pronto me sonaba indiscreta-: Supongo que no te interesarán todos por igual.
- ¿Leer? –inquirió al punto-. ¿Es que puedes tú leer todos los libros?
- ¿Todos los libros? […]
- Digo leer todos los libros en un sentido equivalente al que utilizaríamos para referirnos a un coleccionista de sellos –dijo tras unos segundos de espera-, a un coleccionista de sellos británico por ejemplo, que puede tener o anhelar tener, sin que en principio haya nada que se lo impida, un ejemplar de todos los sellos de la Commonwealth.
- Pero sabes bien que eso no es posible […]
- Sí, estoy de acuerdo –contestó él-. Aun así convendrás conmigo en que no deja de ser sino una imposibilidad sólo material. Insalvable quizá, pero material al fin y al cabo […]
[…] Lo mismo cabe decir de los cuadros de un pintor, de todos los cuadros pintados en un siglo y también, ¿por qué no de todos los cuadros que se han pintado en la historia, los que se conservan y no se han quemado o perdido […] Es sólo un problema espacial el que dificultaría reunirlos todos, un problema espacial y la voluntad, claro está, de pintores, coleccionistas y museos. Pero, dime, ¿ocurre igual con los libros?, ¿pueden leerse (no digo tener) todos los libros que se han escrito, todos los libros editados en español desde el siglo XVI?
[…]
No te esfuerces, nadie puede. Aun en el caso de que estuvieran todos a nuestra disposición, la vida es limitada y no tenemos tiempo; ni los mayores eruditos de quienes se dice que lo han leído todo, han tenido tiempo para tal cosa. En cambio –pareció dudar-, sí es posible obtener el conocimiento que nos proporcionaría esa lectura, por algo se dice que somos ángeles caídos. La dificultad no es de capacidad sino de procedimiento para adquirirlo, para recordar ese conocimiento.

[…] gasté una de esas bromas que se gastan cuando se siente la imperiosa necesidad de hablar pero no se sabe qué decir. Algo como que los japoneses no habían inventado todavía la píldora mágica con la que engullir los libros sin que haya que leerlos previamente […]

- La solución es la combinación de unos cuantos elementos. No necesariamente todos –dijo.
- No entiendo
- Ante la imposibilidad de todo –aclaró- la combinación de unos elementos concretos, únicos, debe dar un resultado similar al todo.
[…]
- ¿Quieres decir que piensas en una selección de lecturas, en cuáles son las lecturas apropiadas para llegar a saber acerca de todo?
[…]
- No me has entendido. No me refiero a adquirir el mayor conocimiento posible, sino a todo el conocimiento. No hablo de una simple selección de lectura, sino de los libros que combinados y en un orden determinado permiten alcanzar todo el conocimiento, no el que concierne en exclusiva a un materia o disciplina concreta, sino a todo ¿entiendes?
[…]
Poseo la combinación de los libros que me darán todos los libros. Poseo uno a uno y en su orden los libros que me permitirán alcanzar todo el conocimiento que me proporcionaría leer todos los libros, no sólo los escritos o traducidos en español, sino todos.
[…]

GIRALT TORRENTE, Marcos. Entiéndame. Barcelona: Anagrama, 1995. 126 p. ISBN: 84-339-0992-4""

 

 

Siempre allí, vivaz y atenta. Ella también, a su manera, era una memoria. Pero una memoria eficaz, ¡no “un montón de basura”! Se le podía preguntar la referencia de un libro agotado, el nombre de un autor olvidado partiendo de fragmentos de un título, o el título exacto de un libro partiendo de un nombre supuesto. Tras algunas búsquedas rápidas, conseguía siempre responder….
Y fui a buscar mi oxígeno a las bibliotecas y librerías. Bibliotecas, grandes y pequeñas librerías en las que entraba cada día, que exploraba una por una, intentando descubrir en cuál me sentiría más a gusto, durante los próximos meses, quizás años.

Pierre Péju; El librero Vollard; (Tropismos, pag. 87-88)

 

 

Soy bibliotecario, creo no haberlo dicho aún. Y traduzco para que nadie extraiga conclusiones erróneas: eso de bibliotecario suena bastantes seductor, lo sé, y hasta romántico, también lo sé, pero en realidad hago poco más que aguantar heroicamente a una tribu de críos y adolescentes a los que habría que dar un par de hostias bien dadas día sí día no, o al menos un bocinazo de vez en cuando, para que aprendan educación.

Cita de Dios de ha ido, de Javier García Sánchez

 

 

Toda la humanidad es un único libro de un sólo autor; cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo del libro, sino que se traduce a un lenguaje mejor; y todos los capítulos deberán ser traducidos de este modo. Dios emplea varios traductores; unos fragmentos son traducidos por los años, otros por la enfermedad, otros por la guerra, otros por la justicia, pero la mano de Dios está presente en todas las traducciones, y su mano volverá a encuadernar nuestras hojas esparcidas para esa biblioteca en la que todos los libros estarán abiertos los unos para los otros."

John Donne (1572-1631), poeta, prosista y clérigo inglés

 

 

Traga-infolios, engulle-librerías,
desvalija-papelas, mariscante,
pescador, ratonzuelo, mareante,
Barbarroja y Dragut de nuestros días.

Más vejete que el viejo Matatías
murcia-murciando va mundo adelante,
de bibliotecas es el coco andante,
capeador, incansable en correrías.

Harto de hormiguear a troche y moche
y de hundir lo que birla desde mozo
en su cueva, insondable cual abismo,

En sueños se levanta a media noche,
coge sus libros y los echa al pozo,
y por garfiar, garfiña hasta a sí mismo.

Serafín Estébanez Calderón

 

 

UN LIBRO, POR EJEMPLO

De parte a parte rotas, como un puente
baldío, hojas
que fueron luz, hoy yacen ciegas,
desprendidas del sueño al que se asían
bajo el ojo feliz que las juntara.

Germen de un día, qué rebelión urgente
volcó en el tiempo, en su precario hondón
de constante ruindad.
Las letras,
las palabras, rangos perecederos,
con su luz momentánea, con sus frágiles nudos,
perdidas ya en un rapto de sospechas,
nada proclaman, ningún deseo fundan,
envolturas de un aire sin su mundo.

El libro aquel reposa en la madera
podrida de los años, convive acaso oscuramente
con el ávido sueño que en su fe se reclina.
Qué movimiento borrascoso
surge implacable desde el semillero
que se aferra a sus bordes, qué trámites de olvido
reducen a indigencia cuanto fue patrimonio
de un combativo pecho que lo irguió con su vida.

Una mano lo toca y se estremece el tiempo.
Se escucha allá en su fondo el vibrante estupor
de las cautivas hojas impregnadas.
(El libro está viviendo en virtud de esa mano.)
Después, palabra tras palabra,
piedra tras piedra, empieza a derrumbarse.
Ya es un eco en lo oscuro: lentas
sombras lo arrasan, ácidos del vacío
lo contagian de cautelosa herrumbre,
de erosión que primero fue entereza.

Un libro es un amor: un sustantivo mundo.
Lo no existente allí se transfigura.
Y al fin de su codicia es sólo amago
de caduca verdad, barrunto de evidencias,
reconstrucción de indicios cercenados.
Sólo se salva aquel que ya nació intangible.

José Manuel Caballero Bonald.   Somos el tiempo que nos queda

 

 

Una extraña tienda de antigüedades
se abre, en Trieste, sobre una calle secreta.
Frente a los anaqueles el ojo errante goza,
de antiguas ediciones la pátina dorada.

Vive en ese lugar, tranquilo, un poeta.
De los muertos, en ese viviente lapidario,
cumple su obra, honesta y placentera,
del pensativo Amor, ignoto y solitario.

Morir deshecho por el fervor secreto
quisiera un día; sobre las amadas páginas
cerrar los ojos que han mirado tanto.

Y lo que de su tiempo no fue dicho
ni de su espacio, mucho más bello se lo dijo
el arte, mucho más dulce hizo su canto.

Umberto Saba (1833-1957)  Poeta y librero. Regentó una librería de viejo en Trieste

 

 

Vida de biblioteca y de tristeza 

 

Después de hojear con displicencia

nuevos y numerosos magazines,

algún libro de vieja y docta ciencia

páginas magnas y conceptos ruines,

 

cansado ya de la literatura,

de libros, de periódicos y estantes,

ambiciono la mágica aventura

que en el sendero aguarda a los errantes.

 

Vida de biblioteca y de tristeza,

de ensueños vanos, de esa gran pereza,

gris pajarraco de mirar sombrío,

 

no eres digna de mí, pues mi alma encierra

fuertes anhelos de cruzar la tierra,

y nostalgias insomnes del vacío.

 

Ernesto Albertos Tenorio

 

 

Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis? Soy librero, voy de aquí para allá, veo a un montón de gente, vendo los libros, descubro talentos ocultos bajo montañas de papel……Yo propago ideas. El mío es el oficio más arriesgado del mundo, ¿entendido?, soy responsable de la difusión del pensamiento, incluso del más incómodo.

Luther Blisset, en Q.

 

 

 

 

 

     

    Actualizado el 25/11/2009          Eres el visitante número                ¡En serio! Eres el número         

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