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LOS LIBROS EN LA LITERATURA
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Modos (que son grados) de
empleo de las bibliotecas y los libros en la literatura:
Extraido de
Bibliotecosas
- Incidental: la biblioteca o el libro aparecen sin más en algún texto o
contexto literario, sin intencionalidad aparente.
- Ambiental: con afán de
ambientación narrativa o poética.
- Argumental: la trama gira en
alguna medida en torno a bibliotecas, bibliotecarios o libros.
- Conceptual: la misma
condición de libro o biblioteca es el verdadero motor narrativo o poético; el
trabajo bibliotecario o la condición bibliotecaria de un personaje están
profundamente, estructuralmente, imbricados con la obra literaria.
INDICE |
A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA – Manuel Mantero |
A LOS LIBROS DE MI BIBLIOTECA – Antonio Martínez
Carrión |
AMOR EN LA BIBLIOTECA – Liliana Cinetto |
ANTE EL QUIJOTE DE LA ACADEMIA, IMPRESO POR IBARRA –
Manuel Machado |
BIBLIOMANIA – Eduardo Luis del Palacio |
BIBLIOTECA PARTICULAR – José Manuel
Caballero Bonald |
BIBLIOTECA – Luis Cernuda |
BIBLIOTECA - Mario Benedetti |
BIBLIOTECA – Salvador Novo |
BIBLIOTECA – José Jiménez Lozano |
BOUQUINISTE – Pio Baroja |
Caco, cuco, faquín, biblio-pirata... –
Serafín Estébanez Calderón |
Capítulo XVII del FILOBIBLION – Richard de Bury |
CARTA A UNA LIBRERÍA DE VIEJO – Luis Ricardo Burlan |
CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA – Andrés Neuman |
COMIENDO POESIA – Marck Strand (versión de
M.A.Zapata y Richard Ford) |
Cuando se tiene una biblioteca como la de Brauer … -
Carlos María Domínguez |
DE LOS BIBLIOTECARIOS – Alfredo Veiravé |
Debió ser secretario de un Habsburgo … - Jon
Juarista |
DIAS COMO NAVAJAS, NOCHES LLENAS DE RATAS – Charles
Bukowski |
EL ACOMODADOR DE LAS FACETAS – Esteban Costa |
EL BIBLIÓFAGO – Elías Canetti |
EL EMBRUJO DE LAS PALABRAS – Concha Gómez Cadenas |
EL INCENDIO DE UN SUEÑO – Charles Bukowski |
EL LADRON ERUDITO – Ramón Gómez de la Serna |
EL LIBRO
- H.P. Lovecraft |
El libro me miró fijamente con ojos fríos … - Gion
Mathias Cavelty |
EL ORDEN DE LA BIBLIOTECA – Luis Britto García |
EL QUEJIDO DE LA BIBLIOTECA – Ramón Gómez de la
Serna |
ELOGIO DE LOS LIBROS – Alvaro Valverde |
En 1622, Paul Guldin había escrito una obra titulada
… - Humberto Eco |
En el sótano con Berit, Bibbi Bokken y ... -
J.Gaarder y K.Hagerup |
En la formulación original de Bertrand Russell, esta
paradoja… |
En un pueblo de Escocia venden libros… - Julio
Cortázar |
En una ocasión oí comentar a un cliente habitual… -
Carlos Luis Zafón |
ENSUEÑO – Hermann Hesse |
Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro
negro… - Julio Verne |
Este bibliotecario de la figura enteca… - Ernesto
Albertos Tenorio |
Estoy sentado en una pequeña habitación… - Henry
Millar |
EX LIBRIS – Horacio Rega Molina |
FIN DEL MUNDO DEL FIN – Julio Cortazar |
FRANCISCO COLUMNA – Charles Nodier |
GIACOMO CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO…-
Antonio Colinas |
HIMNO DE LAS BIBLIOTECAS PROLETARIAS – Rafael
Alberti |
Hoy el espacio del lenguaje no está definido por la
Retórica, sino… - Michel Foucault |
Iba a llamarla esa noche, sabía que ella esperaba mi
llamada… - El enigma del cuatro |
LA BIBLIOTECA – Cesar Simón |
LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRIA – Javier Campos |
LA BIBLIOTECA – Ramón Gómez de la Serna |
LA BIENVENIDA – Edwin Morgan |
LA HOJA – Cintio Vitier |
LA NOVELA DE UN EX LIBRIS – Carlos Boselli |
LA PESADILLA DE UN TEOLOGO – Bertrand Russell |
Larry Winston tiene un cerebro privilegiado … - La
hermandad de la sábana santa |
LIBROS – Luis Britto |
LOS LIBROS – Carlos Marzal |
Me ducaron en el seno de la bibliofilia como otros
niños… El enigma del cuatro |
Me muero irremediablemente… - Juvencio Valle |
Nunca preguntes por Alejandría… - Jesús Mosterín |
ODA A LA TIPOGRAFIA – Pablo Neruda |
ODA AL LIBRO (I) – Pablo Neruda |
ODA XXXIV A MIS LIBROS – Juan Menéndez Valdés |
Por ejemplo, en un ejercicio que hice varias veces…
- Humberto Eco |
Que en su afán de adquirir conocimientos
científicos… - Mario Vargas Llosa |
Que mejor paraíso… - Alvaro Valverde |
RECHIFLAO EN MI TRISTEZA – Julio Cortázar |
Sala de lectura de una biblioteca de facultad… -
Girald Torrente |
Siempre allí, vivaz y atenta. Ella también… -
Pierre Péju |
Soy bibliotecario, creo no haberlo dicho aún… -
Javier García Sánchez |
Toda la humanidad es un único libro de un solo
autor… - John Donne |
Traga-infolios, engulle-librerías… - Serafín
Estébanez Calderón |
UN LIBRO, POR EJEMPLO – José Manuel Caballero Bonald |
Una extraña tienda de antigüedades… - Humberto Saba |
VIDA DE BIBLIOTECA Y TRISTEZA – Ernesto Albertos
Tenorio |
Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis?... – Luther
Blisset |
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A LOS
LIBROS DE MI BIBLIOTECA
Sat mea
sat magna est, si tres sint pompa libelli
quos ego Persephonae maxima dona feram
Propercio
Cuando
muera, llevaros no podré
conmigo. Aunque en vosotros
aprendí tantas cosas,
jamás que a nadie permitieran
tener sus libros en el paraíso.
Pero yo, sin la fiesta
de nuestro asiduo diálogo de amor,
¿cómo podría ser yo mismo?
El paraíso, sin vosotros,
estará mutilado.
Y
vosotros sin mí,
¿qué haréis sin mí, hijos míos?
¿Qué extrañas manos abrirán la luz
de vuestras páginas? ¿En qué
salones de irrisión acabaréis,
en qué antros callejeros
de mercader os brindará al tacaño?
Dispersa ya vuestra hermandad,
sollozaréis de soledad y frío.
Conmigo
os llevaré.
Ya encontraré algún modo.
Por dejaros en la otra orilla
¿cobrará muchos óbolos Caronte?
Manuel
Mantero Equipaje: (2002-2004).
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A LOS LIBROS DE MI
BIBLIOTECA
Durarán más que tú,
pero nadie
posará con más gusto su mirada,
aspirará su olor a papel viejo
preferible al perfume más sutil,
recorrerá sus lomos,
los abrirá con igual mimo,
descubriendo tesoros olvidados,
textos, recortes que los complementan,
volviendo a colocarlos con amor
en el sitio cabal, para encontrarlos
-milicia silenciosa y no violenta-
no en más de tres minutos.
Habrá de pasar tiempo,
dejadme imaginarlo,
hasta que se acostumbren a otras manos:
ojalá no sean ásperas con ellos.
Antonio Martínez Sarrión
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AMOR EN
LA BIBLIOTECA
Cuentan que cuentan que había
una vez una princesa
que vivía en un estante
de una vieja biblioteca.
Su casa era un cuento de hadas,
que casi nadie leía,
estaba entre un diccionario
y un libro de poesías.
Solamente algunos chicos
acariciaban sus páginas
y visitaban a veces
su palacio de palabras.
Desde la torre más alta,
suspiraba la princesa.
Lágrimas de tinta negra
deletreaban su tristeza.
Es que ella estaba aburrida
de vivir la misma historia
que de tanto repetir
se sabía de memoria:
una bruja la hechizaba
por envidiar su belleza
y el príncipe la salvaba
para casarse con ella.
Cuentan que cuentan que un día,
justo en el último estante,
alguien encontró otro libro
que no había visto antes.
Al abrir con suavidad,
sus hojas amarillentas
salió un capitán pirata
que estaba en esa novela.
Asomada entre las páginas
la princesa lo miraba.
Él dibujó un sonrisa
sólo para saludarla.
Y tarareó la canción
que el mar le canta a la luna
y le regaló un collar
hecho de algas y espuma.
Sentado sobre un renglón,
el pirata, cada noche,
la esperaba en una esquina
del capítulo catorce.
Y la princesa subía
una escalera de sílabas
para encontrar al pirata
en la última repisa.
Así se quedaban juntos
hasta que salía el sol,
oyendo el murmullo tibio
del mar, en un caracol.
Cuentan que cuentan que en mayo
los dos se fueron un día
y dejaron en sus libros
varias páginas vacías.
Los personajes del libro
ofendidos protestaban:
"Las princesas de los cuentos
no se van con los piratas".
Pero ellos ya estaban lejos,
muy lejos, en alta mar
y escribían otra historia
conjugando el verbo amar.
El pirata y la princesa
aferrada al brazo de él
navegan por siete mares
en un barco de papel.
Liliana Cinetto.
Veinte poesías de amor y un cuento desesperado.
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ANTE EL
QUIJOTE
DE LA ACADEMIA, IMPRESO POR IBARRA
De Elzevirios, de Aldos y Plantinos
insigne sucesor fue Ibarra un día
gloria de la española Artesanía,
sol magnificador de sus caminos...
Logra el trabajo con amor destinos
de Arte supremo, Ibarra lo sabía
y penetró con clásica maestría
del suyo los secretos peregrinos.
De Bodoni y Didot rival triunfante,
la página de Ibarra el sello ostenta
claro, severo, pulcro y elegante.
Y su Quijote
insigne representa
la cifra de la gloria culminante:
el mejor libro en la mejor imprenta.
Manuel Machado
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BIBLIOMANÍA
Quiere
"Bebé" ser grande a toda prisa,
y le dan un Catón... y algún azote.
Sin saber aún rezar el monigote,
le compran su primer libro de misa.
A su
sed de aventuras y a su risa,
ya mozo, abre horizontes el "Quijote".
Glosa luego, atusándose el bigote,
las cartas de Abelardo y Eloísa.
Puesto
ahora en trance de vivir despacio,
en su Tívoli umbroso y bien provisto
gusta la Odas y Épodos de Horacio.
Mas
llega la vejez; y cuando ha visto
que el tránsito se acerca, y no reacio,
dase a aprender la "Imitación de Cristo".
Eduardo Luis del Palacio
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BIBLIOTECA PARTICULAR
Comparecen los libros en lugares
anómalos, se juntan
con indolente asimetría:
un tropel
de vestigios locuaces,
pendencieros, irresolutos, lerdos.
He pugnado con ellos
durante muchos años: los he visto nacer,
durar, languidecer. Han resistido
intemperies, saqueos, turbamultas.
Algunos llevan dentro
la ponderada prueba de mi envidia,
los más el distintivo
incorregible de la decepción
Mi error fue abrir un día un libro.
(Jack London, The
Sea Wolf)
José Manuel Caballero Bonald
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BIBLIOTECA
Cuántos libros. Hileras de libros, galerías de libros, perspectivas de
libros en este vasto cementerio del pensamiento, donde ya todo es igual, y
que el pensamiento muera no importa. Porque también mueren los libros,
aunque nadie parezca apercibirse del olor (quizá abunda por aquí
literatura francesa, con sus modas que sólo contienen muerte) exhalado por
tantos volúmenes corrompiéndose lentamente en sus nichos. ¿Era esto lo que
ellos, sus autores, esperaban?
Ahí está la inmortalidad para después, en la cual se han resuelto horas
amargas que fueron vida, y la soledad de entonces es idéntica a la de
ahora: nada y nadie. Mas un libro debe ser cosa viva, y su lectura
revelación maravillada tras de la cual quien leyó ya no es el mismo, o lo
es más de como antes lo era. De no ser así el libro, para poco sirve su
conocimiento, pues el saber ocupa lugar, tanto que puede desplazar a la
inteligencia, como esta biblioteca al campo que antes aquí había
Que la lectura no sea contigo, como sí lo es con tantos frecuentadores de
libros, leer para morir. Sacude de tus manos ese polvo bárbaramente
intelectual, y deja esta biblioteca, donde acaso tu pensamiento podrá
momificado alojarse un día. Aún estás a tiempo y la tarde es buena para
marchar al río, por aguas nadan cuerpos juveniles más instructivos que
muchos libros, incluido entre ellos algún libro tuyo posible. Ah, redimir
sobre la tierra, suficiente y completo como un árbol, las horas excesivas
de lectura.
Luis Cernuda, 1942
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BIBLIOTECA
Mi biblioteca es otra humanidad
con patriciados razas personajes
desastres y esplendores del pasado
y lomos gruesos como los de antes
libros para los viejos que se
fueron
para los niños que se vuelven padres
libros pesados como diccionarios
unos eternos y otros olvidables
la biblioteca vive en las paredes
me mira suspicaz e interrogante
no está segura de que sea el mismo
que hurgaba en sus manuales hasta tarde
ciertas obras que fueron
condenadas
por la censura están en otro estante
cubiertas por la Biblia y el Talmud
y otras mascarillas respetables
mi bibliotea es otra humanidad
plena de rostros dulces o salvajes
pero cuando una noche yo me extinga
mi biblioteca quedará vacante
o vendrán otros ojos inexpertos
que pueden ser espléndidos o frágiles
y libro a libro habrá que sugerirles
cómo es que se cierran y se abren
BENEDETTI, Mario.
Existir todavía. Madrid: Visor Libros, 2004
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BIBLIOTECA
Estos hombres,
¿pusieron lo mejor de sí mismos
en el papel?
Envueltos en
silencio; alejados del mundo,
incapaces de hacerlo
con azada ni espada,
empuñaron la pluma.
Era su forma
resignada
de llenar el minuto
vacío de sus vidas;
de sangrar las
palabras atadas en su lengua;
de mirarse sin asco
en el espejo
que su tinta
opacaba;
desesperado intento
de perdurar, clavados
cadáveres de
insectos;
de no sentirse
inútiles ni solos
una tarde, una
noche, una hora como ésta;
de aguardar, de
entregarse, de florecer sin fruto;
de confiar el
fracaso de su muerte
al azar de otra vida
que en soledad,
tendiera ¡alguna vez!
las manos y los ojos
a sorber su veneno y
a entregarles el suyo.
Salvador Novo
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BIBLIOTECA
Son como pájaros con sus alas plegadas
y su pico al aire, solitarios,
en fila sobre los anaqueles. Sueñan,
esperan años, siglos, como mendigos silenciosos,
con la mano extendida; quizá monjes,
acodados en su sillería,
para un solemne oficio, tantos libros.
No son sino papel cosido, letras, pero
no ha habido déspota en el mundo
que no haya temblado en su presencia, porque
los ojos son, la boca, el ánima,
de todos los muertos de la tierra.
Miran y miden tu estatura,
si aún no eres un hombre
y necesitas conversación con Descartes,
los "Pensées" y quizás Safo,
tantos y tantos otros, llama
viva, consolación, acogimiento,
en tu hora oscura. Escucha
entonces: Niccolò Maquiavelo
se vestía los trajes con que visitaba a los príncipes,
para abrirlos a la caída de la tarde; toma
tú una candela y ve a su audiencia
para que te acompañen tantas vidas.
¡Es tan corta la tuya!
¡Tan pequeña!
José Jiménez Lozano
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Siempre estuvimos en
Alejandría. Julia García Maza (ed.). Madrid; Valencia:
Asociación de amigos de la Biblioteca de Alejandría; Edicions Alfons el
Magnànim, 1997. ISBN: 8479521848.
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BOUQUINISTE
Del
puente de Solferino
hasta el quai de la Tournelle,
¡cuantas veces he pasado
en busca de algo que leer!
He recorrido los puestos
con una constancia fiel
de culto y grave bibliófilo,
aunque no lo llegue a ser.
Hace algo más de ocho lustros
que esa busca comencé;
puede que ya la abandone
por pereza o por vejez.
Conozco caja por caja
el muelle de Saint–Michel.
el de Conty y Montebello,
el de Orsay y el de Voltaire.
Estas orillas del Sena
son un inmenso almacén
de cuadros, libros y estampas
de viejo y nuevo a la vez.
Cuando voy en mi paseo
desde la estación de Orsay,
a la izquierda, sobre el río,
esto es lo que suelo ver:
el Louvre y las Tullerías,
la fuente del Chatelet,
el espolón de la isla
antigua de la Cité,
que tiene aspecto de barco,
con su proa y su bauprés,
y luego, como las velas,
de la nave parisién
en cielo claro o brumoso
con sol al atardecer,
las torres de Nôtre–Dame
es un cielo de satén.
Parece una tela suave
de Monet o de Sisley,
con tonos de rosa pálido
y colores de Vermeer.
A veces, entre las cajas
de libros, se empieza a ver
el cauce del Sena oscuro
como un canal holandés,
y al buen pescador de caña
con su anzuelo y su cordel,
que espera con optimismo
que en el agua pique un pez.
Yo tomo el Metro en la plaza
próxima de Saint–Michel,
y voy, cambiando estaciones,
a la calle de Marboeuf.
Allí me meto en mi cuarto
y me dedico a leer
lo que he comprado en un puesto
del muelle de Malaquais.
Pío
Baroja
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Caco,
cuco, faquín, biblio-pirata,
tenaza de los
libros, chuzo, púa:
de papeles, aparte
lo ganzúa,
hurón, carcoma,
polilleja, rata.
Uñilargo, garduño,
garrapata,
para sacar los
libros cabría grúa,
Argel de
bibliotecas, gran falúa,
armada en corso,
haciendo cala y cata.
Empapas un archivo
en la bragueta,
un Simancas te cabe
en el bolsillo,
te pones por corbata
una maleta.
Juegas del dos, del
cinco y por tresillo:
y al fin te beberás
como una sopa,
llenas de libros,
África y Europa.
Serafín Estébanez Calderón
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Capitulum XVII
De
debita honestate circa librorum custodiam adhibenda
NON
SOLUM Deo praestamus obsequium novorum librorum praeparando volumina,
sed sacratae pietatis exercemus oicium, si eosdem nunc illaese
tractemus, nunc locis idoneis redditos illibatae custodiae
commendemus; ut gaudeant puritate, dum habentur in manibus, et
quiescant secure, dum in suis cubilibus reconduntur. Nimirum post
vestes et vascula corpori dedicata dominico, sacri libri merentur a
clericis honestius contrectari, quibus totiens irrogatur injuria,
quotiens eos praesumit attingere manus foeda. Quamobrem exhortari
studentes super negligentiis vanis reputamus expediens, quae vitari
faciliter semper possent et mirabiliter libris nocent.
In
primis quidem circa claudenda et aperienda volumina sit matura
modestia, ut nec praecipiti festinatione solvantur, nec inspectione
finita sine clausura debita dimittantur. Longe namque diligentius
librum quam calceum convenit conservari.
Est enim
gens scholarium perperam educata communiter et, nisi majorum regulis
refraenetur, infinitis infantiis insolesat. Aguntur petulantia,
praesumptione tumescunt; de singulis judicant tanquam certi, cum sint
in omnibus inexperti.
Videbis
fortassis juvenem cervicosum, studio segniter residentem, et dum
hiberno tempore hiems alget, nasus irriguus frigore comprimente
distillat, nec prius se dignatur emunctorio tergere, quam subjectum
librum madefecerit turpi rore; cui utinam loco codicis corium
subderetur sutoris Unguem habet fimo fetente refertum, gagati
simillimum, quo placentis materiae signat locum. Paleas dispertitur
innumeras, quas diversis in locis collocat evidenter, ut festuca
reducat quod memoria non retentat. Hae paleae, quia nec venter libri
digerit nec quisquam eas extrahit, primo quidem librum a solita
junctura distendunt, et tandem negligenter oblivioni commissae
putrescunt.
Fructus
et caseum super librum expansum non veretur comedere, atque scyphum
hinc inde dissolute transferre; et quia non habet eleemosynarium
praeparatum, in libris dimittit reliquias fragmentorum. Garrulitate
continua sociis oblatrare non desinit , et dum multitudinem rationum
adducit a sensu physico vacuarum, librum in gremio subexpansum
humectat aspergine salivarum. Quid plura? statim duplicatis cubitis
reclinatur in codicem et per breve studium soporem invitat prolixum,
ac reparandis rugis limbos replicat foliorum, ad libri non modicum
detrimentum.
Jam imber
abiit et recessit et flores apparuerunt in terra nostra.
Tunc
scholaris quem describimus, librorum neglector potius quam inspector,
viola, primula atque rosa necnon et quadrifolio farciet librum suum.
Tunc manus aquosas et scatentes sudore volvendis voluminibus
applicabit. Tunc pulverulentis undique chirothecis in candidam
membranam impinget et indice veteri pelle vestito venabitur paginam
lineatim. Tunc ad pulicis mordentis aculeum sacer liber abicitur, qui
tamen vix clauditur infra mensem, sed sic pulveribus introjectis
tumescit quod claudentis instantiae non obedit.
Sunt
autem specialiter coercendi a contrectatione librorum juvenes
impudentes, qui cum litterarum figuras effigiare didicerint, mox
pulcherrimorum voluminum, si copia concedatur, incipiunt fieri
glossatores incongrui et ubi largiorem marginem circa textum
perspexerint, monstruosis apparitant alphabetis; vel aliud frivolum
qualecunque quod imaginationi occurrit celerius, incastigatus calamus
protinus exarare praesumit. Ibi Latinista, ibi sophista, ibi quilibet
scriba indoctus aptitudinem pennae probat, quod formosissimis
codicibus quo ad usum et pretium creberrime vidimus obfuisse.
Sunt
iterum fures quidam libros enormiter detruncantes, qui pro epistolarum
chartulis schedulas laterales abscindunt, Iittera sola salva; vel
finalia folia, quae ad libri custodiam dimittuntur, ad varios abusus
assumunt; quod genus sacrilegii sub interminatione anathematis
prohiberi deberet.
Convenit
autem prorsus scholarium honestati ut, quotiens ad studium a
refectione reditur, praecedat omnino lotio lectionem, nec digitus
sagimine delibutus aut folia prius volvat, aut signacula libri solvat.
Puerulus lacrimosus capitalium litterarum non admiretur imagines, ne
manu fluida polluat pergamenum; tangit enim illico quicquid videt.
Porro laici, qui librum aeque respiciunt resupine transversum sicut
serie naturali expansum, omni librorum communione penitus sunt
indigni.
Hoc
etiam clericus disponat, ut olens ab ollis lixa cinereus librorum
lilia non contingat illotus, sed qui ingreditur sine macula pretiosis
codicibus ministrabit. Conferret autem plurimum tam libris quam
scholaribus manuum honestarum munditia, si non essent scabies et
pustulae characteres clericales.
Librorum
defectibus, quoties advertuntur, est otius occurrendum; quoniam nihil
grandescit citius quam scissura, et fractura, quae ad tempus
negligitur, reparabitur postea cum usura.
De
librorum armariis mundissime fabricandis, ubi ab omni laesione
salventur securi, Moyses mitissimus nos informat, Deuteron. uno et
tricensimo: Tollite, inquit, librum istum et ponite illum in latere
arcae foederis Domini Dei vestri. O locus idoneus et bibliothecae
conveniens, quae de lignis sethim imputribilibus facta fuit auroque
per totum interius et exterius circumtecta! Sed omnem inhonestatis
negligentiam circa libros tractandos suo Salvator exclusit exemplo,
sicut legitur Lucae quarto. Cum enim scripturam propheticam de se
scriptam in libro tradito perlegisset, non prius librum ministro
restituit, quam eundem suis sacratissimis manibus plicuisset. Quo
facto studentes docentur clarissime circa librorum custodiam
quantumcunque minima negligi debere. |
Capítulo 17
Se ha de mostrar la debida consideración en la custodia de los libros
No
sólo demostramos deferencia a Dios preparando volúmenes de libros
nuevos, sino que también practicamos oficio de piedad sagrada si
manejamos los libros con cuidado, y si, devolviéndolos a sus sitios
adecuados, los confiamos en custodia inviolable; para que se
complazcan en su pureza, cuando los tenemos en las manos, y descansen
con seguridad, cuando los devolvemos a sus cubiles. De cierto que,
tras los cobertores y cálices consagrados al cuerpo del Señor, merecen
ser tratados con consideración por los clérigos los libros sagrados, a
los que tantas veces se causa daño cuantas se les toma con las manos
sucias. Por lo que consideramos conveniente advertir a los estudiantes
acerca de diversas negligencias que pueden evitarse siempre con
facilidad y perjudican extraordinariamente a los libros.
En
primer lugar en cuanto al abrir y cerrar los volúmenes, que se muestre
la oportuna moderación, a fin de no acelerar su ruptura, ni dejarlos,
una vez concluido su examen, sin cerrarlos como es debido. Pues
conviene conservar con mucho mayor celo un libro que un zapato.
Pero en realidad la estirpe de los estudiantes está, por lo general,
mal educada, y, si no se ven refrenados por las reglas de sus mayores,
se envanecen en puerilidades sin número. Se conducen con descaro, se
hinchan en su arrogancia; juzgan acerca de cualquier cosa como si
estuvieran en lo cierto, aun cuando son inexpertos en todas.
Verás acaso al joven obstinado, sentado indolentemente ante sus
estudios, y, cuando el frío del invierno arrecia y la nariz empapada,
aterido de frío, le gotea, no por ello se digna a enjugársela con su
pañuelo hasta que ha regado el libro que tiene debajo con su
repugnante rocío; ojalá que en lugar del códice tuviera un delantal de
zapatero. Tiene las uñas llenas de porquería fétida, negra como el
azabache, con la que marca el lugar de algún pasaje de su agrado.
Distribuye infinidad de pajas, que coloca bien visibles en diversos
sitios, para que los tallos le recuerden lo que su memoria no retenga.
Estas pajas, que ni el libro tiene vientre para digerir y nadie
extrae, en primer lugar distienden las sólidas ligaduras del libro, y,
por fin, entregadas negligentemente al olvido, se pudren.
No
vacila en comer fruta y queso sobre el libro abierto, o en llevar la
copa de aquí a allá con indiferencia; y, como no tiene bolsa a mano,
deja caer en el libro los restos que quedan. De cháchara constante, no
cesa de discutir con sus compañeros, y, mientras aduce múltiples
razones vacías de sentido, moja el libro semiabierto en su regazo con
las salivas que salpica. ¿Qué más? Al punto, doblando los codos, se
inclina sobre el códice y al poco el estudio le provoca un largo
sueño; entonces, al deshacer las arrugas, dobla los bordes de las
hojas, con no poco perjuicio para el libro.
Ya
la lluvia pasó y se marchó, y las flores han brotado sobre nuestra
tierra. Entonces el estudiante que hemos descrito, destructor más que
lector de libros, llena su libro de violetas, prímulas, de rosas y
tréboles. Entonces emplea sus manos húmedas y sudorosas para volver
los volúmenes. Entonces toca el blanco pergamino con guantes
polvorientos por todos lados, y recorre la página línea a línea con el
índice cubierto de cuero viejo. Entonces, al aguijón del mordisco de
una pulga, arroja de sí el sacro libro, que apenas se cerrará ya
durante un mes, hasta que se hincha tanto con el polvo que le entra,
que no obedece al intento de cerrarlo.
Se
ha de prohibir especialmente el manejo de libros a los jóvenes
desvergonzados, que, en cuanto han aprendido a formar las letras, en
seguida se convierten en feroces comentaristas impertinentes de los
más bellos volúmenes, y, en cuanto reconocen un margen amplio
alrededor del texto, disponen alfabetos monstruosos; o, cualquier otra
frivolidad que se les venga a la imaginación de repente, al punto su
cálamo impune comienza a escribirla. Allí el latinista, el sofista, o
quienquiera que sea el escriba inculto prueba la aptitud de su pluma,
lo que hemos visto con muchísima frecuencia que daña en su uso y su
valor los códices más hermosos.
Además hay una especie de ladrones que mutilan los libros enormemente,
los que recortan los márgenes laterales para material de cartas,
dejando sólo el texto; o se reservan las hojas finales, que se dejan
para guarda del libro, para diversos abusos; lo que debiera prohibirse
bajo amenaza de anatema.
Conviene también del todo a la honestidad de los estudiantes que, toda
vez que regresen de la comida al estudio, el lavado preceda siempre a
la lectura, para que el dedo untado de grasa no vuelva las hojas o
disuelva las marcas del libro. Que el niño llorón no admire las
imágenes de las letras capitales, ni manche el pergamino con las manos
mojadas; pues enseguida toca aquello que ve. Además, los laicos, que
miran del mismo modo el libro dado la vuelta y del revés que abierto
del modo propio, son profundamente indignos de toda comunión con el
libro.
También que el clérigo disponga, para que el maloliente cantinero
sucio de ollas no toque las hojas de lirio de los libros, sino que el
que ha entrado inmaculado sirva a los preciosos códices. Además
convendría muchísimo, tanto a los libros como a los estudiantes, la
limpieza de las honestas manos, si la sarna y las pústulas no fueran
características de los clérigos.
Siempre que advirtamos defectos en los libros se han de afrontar de
inmediato; ya que nada crece más deprisa que un desgarro y un roto,
que, descuidados a su tiempo, se reparan luego con intereses.
Moisés, el más benigno de los hombres, nos instruye acerca de la
fabricación de los armarios más limpios para los libros, en los que se
encuentren salvos y seguros de todo daño, en el Deuteronomio, cap. 31:
Tomad, dice, este libro y ponedlo en un lado del arca de la alianza
con el Señor vuestro Dios. ¡Oh lugar idóneo y conveniente para la
biblioteca, hecho de madera incorruptible de setim y recubierto de oro
por todo el exterior y el interior! También el Salvador rechaza con su
ejemplo toda negligencia deshonesta en el trato de los libros, como se
lee en Lucas, cap. 4. Pues cuando terminó de leer la escritura
profética, escrita por él mismo, en el libro que se le trajo, no
devolvió el libro al sacerdote hasta que no lo plegó con sus muy
sagradas manos. Con lo cual se enseña a los estudiantes clarísimamente
que, acerca de la custodia de los libros, no se deben descuidar lo más
mínimo. |
Filobiblion Richard
de Bury (traducido en bibliotecosas)
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CARTA A UNA LIBRERÍA DE
VIEJO
Desde los anaqueles
silenciosos
y las mesas
contritas de carcoma,
surge el añejo tufo
de los libros.
Dormida mariposa
desahucia entre unos
versos de Musset
la tisis del amor.
Otras evocan
algún recuerdo
familiar,
la tibia lumbre y la
gatuna alfombra.
Quién que no es
modera la impudicia
y en consentida
ronda
desaliña los tomos
con novelas
o versos de
antológica prosodia.
El ojo visitante,
entre polvillo y
carraspeo, boga
en cajoneras. Remos
son las manos
en mares de tratados
y de notas.
Con un fingido
afecto que enternece,
ajenos a antinomias,
intercambian librero
y erudito
vetustos manuscritos
que valoran.
Lo que duele como un
estiletazo
es descubrir esa
dedicatoria,
en la primera
página,
de puño y letra del
autor, la loa
a la amistad franca
y sencilla
que, irrespetuoso,
el heredero viola
y olvida entre
digestos y revistas
o vende cual bicoca.
Me gusta releerte
palmo a palmo,
inventarme en un
párrafo, una estrofa,
conversar con las
artes
y las letras, metido
en tu mazmorra.
Librería de viejo:
las señales
del hombre con su
forja.
Los pasos demorados
y la pausa.
¿No mereces, amiga,
ni una copla?
Luis Ricardo Furlan.
Mundo de papel y tinta
(poemas)
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CLAUDIA EN LA BIBLIOTECA
Rebuscas en los
libros
con un extraño afán
de jardinera.
Delicada y ansiosa,
de perfil me pareces
distinta en ese modo
de curvar las rodillas
y de tensar los
muslos
debajo del vaquero;
muerte lenta
contemplar, sin
tocarlo,
el pequeño tatuaje
en tu cintura.
Será mejor sufrir
que detallar los pechos:
¿quién se atreve a
cruzar
los toboganes
que unen la palabra
con su objeto?
Así que huyo
y finjo distracción;
si volvieras la
vista a quien te escribe
desaparecerías, y es
demasiado pronto.
Sigue leyendo,
Claudia.
Haces bien en
amarte.
Andrés Neuman El
tobogán.
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COMIENDO POESÍA
La tinta corre por la comisura de mi boca.
No hay una felicidad como la mía.
He estado comiendo poesía.
La bibliotecaria no cree lo que ve:
sus ojos están tristes
y camina con las manos metidas en el vestido.
Los poemas se han ido.
La luz es tenue.
Los perros están en la escalera del sótano y vienen subiendo.
Sus ojos blanquean,
sus patas rubias arden como la maleza.
La pobre bibliotecaria patalea y llora.
Ella no entiende.
Cuando me arrodillo y le lamo la mano, grita.
Soy un hombre nuevo.
Le gruño y le ladro.
Y retozo con júbilo en la penumbra libresca.
Mark Strand
(Versión de Miguel
Ángel Zapata en colaboración con Richard Ford)
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Cuando se tiene una
biblioteca como la de Brauer el fichero es imprescindible. Un hombre puede
conquistar muchas lecturas, pero un conquistador se halla obligado a
administrarlas.
...”Lo peor de todo”, me comentó, “lo que más trabajo me lleva, es el tema
de las afecciones.”
Fue la primera señal de que
algo no marchaba bien. Aquí mismo, donde está sentado usted, una tarde me
explicó el trabajo que le llevaba no juntar sobre un estante dos autores
peleados. No se atrevía a colocar un libro de Borges al lado de uno de
García Lorca, por ejemplo, a quien el argentino calificó de “andaluz
profesional”. Tampoco una obra de Shakespeare junto a otra de Marlow,
dadas las insidiosas acusaciones de plagio entre los autores, aunque eso
lo obligara a no respetar los números seriados de cada volumen en su
colección. Tampoco, desde luego, un libro de Martin Amis y otro de Julian
Barnes, luego que los dos amigos se pelearon, o ubicar a Vargas Llosa
junto a García Marquez.
Callé, le digo, con
tristeza, las señales de que mi amigo sufría una alteración mental. Me
explicó que trabajaba en un sistema de números fractales, lo suficiente
abierto para permitir el cambio de ubicación de los libros según criterios
dinámicos (nunca conjeturales, enfatizó), porque al fin de cuentas nada
había más voluble que las valoraciones literarias. De modo que si hallaba
atendibles razones que rescataban una obra del olvido, o conquistaba una
afinidad con otros textos, cambiaba su disposición en los anaqueles...
“Durante siglos hemos utilizado un sistema pedestre”, dijo entonces,
“insensible al orden real de las afecciones. Quiero decir que
Pedro Páramo
y Rayuela
son dos obras de autores latinoamericanos, pero para seguir el camino de
una es necesario ir a William Faulkner y la otra nos lleva a Moebius...”
Nunca logré visualizar cómo
era el sistema de clasificación de Carlos porque debí internarme para
someterme a una operación y dejé de verlo por varios meses. Pero amigos
comunes me pusieron al tanto de que trabajaba en su fichero, dedicaba
muchas horas al estudio de las matemáticas complejas y, para asombro de la
mayoría, advertían en él no solo signos de agotamiento, también de locura.
...
Carlos María Domínguez La
casa de papel. Barcelona: Mondadori, 2004. ISBN: 84-397-057-7.
110 p.
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DE LOS
BIBLIOTECARIOS
Se trata de una misión nada fácil:
han nacido para explorar los anaqueles de cenizas y montañas de palabras
estallan entre infolios en las zonas más hondas de sus catálogos
Cada hombre, dicen ellos, tiene sus paraísos en estas historias
Consagradas al olvido del diluvio y ven caer la penumbra
desde las altas mariposas de la tarde
Eligen otras materias que clasifican sus memorias y ven la mente del
hombre
de las cavernas y la mente del hombre de Dresde, de Xólotl,
y la mente de los hombres de la Catedral Sumergida y la mente
de los hombres de la bomba atómica, el hongo y el Cangrejo y Dallas
en un solo catálogo manifiesto
Las letras entonces comienzan a danzar ante sus ojos y la
imaginación
se agranda hasta el infinito círculo de los planetas para destruir
el sueño de las computadoras tristes
Ahora verán lo que
pasa:
una misión nada fácil nace de sus dedos de exploradores
los infolios estallan en las zonas de cenizas y recogen
palabras como mariposas secas en la honda fronda de sus anaqueles
Cada paraíso, dicen, tiene sus bibliotecarios consagrados al olvido
de la penumbra y las materias de arroz pulimentado se consagran
al catálogo de las clasificaciones y recorren la mente del hombre
en submarinos, en bombas atómicas, en tortugas planetarias,
en velocípedos, en canoas indígenas, cuando los códigos lunares
destruyen los sueños de las bibliotecarias solteras
y la imaginación se agranda hasta París, en la danza
que las letras tejen entre sus ocios.
Alfredo Veiravé
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Debió ser
secretario de un Habsburgo
O poner pica en
Flandes. Sin embargo,
Podemos alegar en su
descargo
Que en tardo siglo
lo forjó el Demiurgo.
Con la ley más
estricto que Licurgo,
Colérico quizás
-pero no amargo-,
Pastor de libros fue
por tiempo largo
(que no de los
carneros de Panurgo).
Apacentó los arduos
manuscritos
En las majadas de
los Recoletos
Y ordenó sus rebaños
incompletos
Separando corderos
de cabritos.
La Fama hace su
nombre necesario:
Julián Martín Abad,
Bibliotecario.
Jon Juaristi
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DÍAS
COMO NAVAJAS, NOCHES LLENAS DE RATAS
Siendo muchacho
dividí en partes iguales el Tiempo
Entre los bares y
las bibliotecas;
cómo me las
Arreglaba para
proveerme de
Mis otras
necesidades es un rompecabezas; bueno,
Simplemente no
Me preocupaba
demasiado por eso-
Si tenía un libro o
un trago entonces no pensaba demasiado
En otras cosas- los
tontos crean su propio
Paraíso.
En los bares,
pensaba que era rudo, quebraba
Cosas, peleaba
Con otros hombres,
etc...
En las bibliotecas
era otra cosa: estaba callado,
Iba de sala en sala,
no leía tantos libros enteros
Sino partes de
ellos: medicina, geología,
Literatura y
Filosofía.
Psicología,
matemáticas, historia,
Otras cosas me
aburrían.
[...]
Mis hermanos, los
filósofos, me hablaban como
Nadie
Venido de las calles
o alguna otra parte; llenaban
Un inmenso vacío.
Qué buenos
muchachos, ah, ¡qué buenos
Muchachos!
Sí las bibliotecas
ayudaron; en mi otro templo,
Los bares,
Era otra cosa, más
simplista, el
Lenguaje y el camino
era diferente...
Días de bibliotecas,
noches de bares.
[...]
Charles Bukowski
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El
Acomodador de las Facetas
Tu trabajo es el de acomodador;
eres el Acomodador de las Facetas.
Eres el archivista prolijo
que ordena los archivos
de los estantes del cerebro.
Te apasiona la pulcritud y
el orden de los biblioratos.
Mil temas extraerían
los psicólogos de tus archivos.
Cualquier cerebro es un
Inmenso Archivo,
pero no todos los portadores de cerebros
son archivistas.
Muy pocos se atreven a
ordenar su propia biblioteca mental.
Hay volúmenes un tanto tenebrosos,
otros espantan por su incoherencia,
otros avergüenzan,
otros nos da gusto ordenarlos,
observarlos, limpiarlos, ponerles
títulos y fechas.
Yo me afianzo en mi mundo interno
y me alejo del externo.
Y todo lo que hay que hacer
y todo lo que debería hacer hoy
no me intranquiliza.
Por lo menos exijo el derecho
de ser un loco tranquilo,
que me dejen en paz,
tanto los decadentes como los progresistas
y los optimistas;
yo sólo quiero ordenar mi biblioteca.
Hay cientos de volúmenes sin catalogar,
otros me atrevo a mirarlos de a poco,
con cautela y sobriedad.
Que cada cual ordene su biblioteca,
y cuando esté ordenada que se
vaya a un parque a tomar aire
y a fumar un cigarrillo.
Esteban Costa
El
contemporáneo,
blog de Esteban Cos
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EL BIBLIÓFAGO
El Bibliófago lee
todos los libros sin distinción, siempre que sean difíciles. Los que se
comentan no lo dejan satisfecho, han de ser raros y olvidados, difíciles
de encontrar. A veces se pasa un año buscando un libro porque nadie lo
conoce. Cuando al final lo encuentra, lo lee de un tirón, lo entiende, lo
memoriza y puede citarlo siempre. A los diecisiete años tenía ya el mismo
aspecto que ahora, a los cuarenta y siete. Cuanto más lee, menos se
transforma. Todo intento de sorprenderlo con un nombre fracasa, es
igualmente versado en cualquier campo. Como siempre hay cosas que ignora,
no se ha aburrido nunca. Procura, eso sí, no citar algo que desconozca, no
vaya a ser que otro se le adelante en la lectura.
El Bibliófago es
como un arcón que nunca se ha abierto para no perder nada. Teme hablar de
sus siete doctorados y sólo cita tres; muy fácil le resultaría sacar cada
año uno nuevo. Es amable y le gusta hablar; para poder hablar también cede
a otros la palabra. Cuando dice: "No lo sé", cabe esperar una conferencia
detallada y erudita. Es rápido, porque siempre busca gente nueva que lo
escuche. No olvida a nadie que lo haya escuchado, el mundo se compone,
para él, de libros y de oyentes. Sabe apreciar debidamente el silencio
ajeno, él mismo sólo calla unos instantes antes de iniciar un discurso. En
realidad, nadie quiere aprender nada de él, pues sabe muchas otras cosas.
Propaga incredulidad, no porque nunca llegue a repetirse, sino porque
jamás se repite ante el mismo oyente. Sería entretenido si no abordara
siempre algo distinto. Es justo con sus conocimientos, todo cuenta, ¡qué
no daríamos por descubrir algo que le importe más que el resto! Pide
excusas por el tiempo que, como la gente normal, dedica al sueño.
Con gran expectación
y deseando pillarle al fin una patraña vuelve uno a verlo después de
varios años. Inútil esperanza: aunque aborde temas totalmente distintos,
sigue siendo el mismo hasta la última sílaba. Entretanto, a veces se ha
casado o ha vuelto a divorciarse. Sus mujeres desaparecen, siempre han
sido un error. Admira a quienes lo animan a superarlos, y en cuanto los
supera, da con ellos al traste. Nunca ha ido a una ciudad sin antes leerlo
todo sobre ella. Las ciudades se adaptan a sus conocimientos, corroboran
lo que ha leído, no parece haber ciudades ilegibles.
Se ríe de lejos
cuando se le acerca algún necio. La mujer que quiera ser su esposa deberá
escribirle cartas pidiéndole información. Si le escribe con la suficiente
frecuencia, él sucumbirá y querrá tener siempre a mano sus preguntas.
Elías Canetti. Auto de fe; El testigo de oído: cincuenta caracteres.
Madrid: Anaya & Mario Muchnick, 1997. ISBN: 84.7979-404-6. 775 p.
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EL
EMBRUJO DE LAS PALABRAS
Empecé el libro por la noche. Pensaba leer poco, sólo una aproximación que
dejara la ilusión preparada para el siguiente encuentro. Todavía me
quedaban restos de la novela anterior. Esa sensación de no haber terminado
del todo con ella que hace que me sienta por unos momentos como un amante
infiel. Abrí por ello el libro nuevo con cierta condescendencia,
perdonándole antes de empezar el que posiblemente no lograra
entusiasmarme.
Estaba hojeando las primeras páginas cuando lo ví: en el sobre de la
biblioteca, había una cartulina amarilla. Contenía el nombre de una chica,
Eugenia Lázaro seguido de una serie de números e iniciales, códigos de
títulos, supuse, para controlar los préstamos. Me entretuve mirándolos,
curioseando si existía alguna periodicidad en las fechas, intentando
averiguar qué representaban aquellos datos. En definitiva dándole forma a
la pereza de empezar el libro. Por fin deje la ficha en su sitio y
arranqué la lectura.
Olvidé la ficha con rapidez. La novela me arrastró y me vi de pronto
envuelto en su trama. El libro era bueno, de lo mejor que había leído
hasta entonces. Me lancé encantado a vivir su historia, entré sin notarlo
en ese estado de comunión con las letras en el que pierdes la noción de
todo tiempo distinto al narrado. Amanecía cuando obligado por la necesidad
de cerrar un rato los ojos lo guardé en el maletín que uso para el
trabajo. No me resignaba a separarme de él. Lo terminé durante el almuerzo
al día siguiente, mientras el resto de compañeros salen a comer y repiten
una y otra vez las mismas conversaciones. Volví a leerlo más detenidamente
en lo que quedaba de semana. ¿Cómo podía haberme resistido tanto tiempo al
encanto de Lolita? No era la primera vez que tenía en mis manos la obra de
Nabokof, pero siempre por un motivo u otro había postergado su lectura, y
ahora me resultaba fascinante. Cuando el lunes decidí, con gran esfuerzo,
separarme de él y devolverlo, me acorde de la ficha. Se la entregue a la
bibliotecaria excusándome por no haberla llevado antes.
Creo que ese día fue la primera vez que desvié la vista de los papeles y
me fijé en ella. Detrás de las gafas que parecía usar para estar a tono
con el lugar, había una chica que me observaba descaradamente, como
creyéndose resguardada por esa armadura de concha marrón. Yo, como
siempre, pretendía perder poco tiempo y llevarme otra fantástica novela.
Pero en ese momento no se me ocurría ninguna. Me sentía aún atrapado por
la historia que acababa de dejar y no podía concentrarme. Además la manera
de actuar de aquella chica me tenía intrigado, diría más, me intrigaba y
fastidiaba ante todo que manejara ese libro, ¡Mi libro!, con tanta
familiaridad. Primero describiendo con los dedos círculos sobre sus tapas,
cualquiera pensaría que cosquillas en el lomo de su mejor mascota y
después entreteniéndose en pasar las páginas lentamente, como saludándolas
con gestos cifrados, quizá algún guiño extrañamente deformado por las
lentes.
Me dirigí, todavía molesto, a las estanterías donde se exponen las
novedades. Nada me resultaba atractivo. A falta de mejor criterio estaba
casi decidido a coger otro ejemplar del mismo autor, cuando pensé que
pudiera ser que la persona a quien se nombraba en aquel trozo de cartón
poseyera un gusto especial. Se me ocurrió como de broma que quizá fuese mi
alma gemela y por tanto yo compartiría seguro sus apetencias. Por mantener
un poco esa ilusión, busqué otro título de los que estaban incluidos en su
lista. Únicamente recordaba algo como: Sal guar 444. Tras un rato de
frustrados intentos rastreando entre los anaqueles decidí pedir ayuda a la
bibliotecaria. Por un momento barajé la posibilidad de darle alguna
explicación que justificara mi demanda, pero lo descarté rápidamente. No
se me ocurría nada coherente. De cualquier forma por la manera de mirarme
entendí que sabía de donde había obtenido yo esos datos. Cuando me entregó
“el guardián entre el centeno” de Salinger, sonreía de una forma cómplice.
En el mismo momento en que este volumen pasó de sus manos a las mías me
invadió una gran ansiedad. Necesitaba inspeccionar su contenido. No podía
esperar. Me senté en el primer banco que encontré, enfrente del mostrador
de revistas muy próximo a la mesa donde ella trabajaba, y empecé a leer.
No me gusta hacer esto, normalmente prefiero separar aquello que llevo a
casa de lo que consulto allí. La lectura de una novela me parece un gesto
más íntimo. Acababa de pasar la primera página cuando me ví obligado a
dejarlo. Sentía todo el rato la mirada de la bibliotecaria siguiendo mi
lectura, cerré el libro y me fui de allí. Confieso que me abrumaba pensar
que pudiera interesar a una mujer. No soy una persona muy popular y
acostumbraba a hacer una vida solitaria. Mis amigos o mejor dicho, mis
compañeros habían optado por tratarme como a un lunático, una especie de
monje al que deben obligan a trabajar de oficinista y que dedica sus horas
libres a leer o a estudiar temas que nunca son de actualidad Yo me había
acomodado a esta imagen y mis relaciones personales eran escasas, sin
tener en cuenta las relaciones imaginadas que me hacían vivir algunos
narraciones.
Terminé el segundo tomo esa misma noche. Aún no sé como pude contenerme
para no ir inmediatamente a devolverlo y recuperar, de la forma que fuera,
la ficha de Eugenia. Tan entusiasmado estaba que a duras penas esperé dos
días saboreando de nuevo alguno de sus capítulos antes de volver a la
biblioteca. Me atendió de nuevo la chica de las gafas. Armándome de valor
le dije que los últimos prestamos me habían gustado mucho, que hacía
tiempo que no leía nada tan de mi agrado y le pedí por favor que me dejara
hojear la ficha de Eugenia. Hasta aquí todo resulto sorprendentemente
fácil, demasiado fácil, pensé. La bibliotecaria no me dio las excusas que
yo esperaba –Imposible, se trata de material de uso reservado, comprenda
que es de carácter personal– para las que tenía preparados argumentos que
intentaran convencerla. Curiosamente se mostró dispuesta a complacerme con
la misma sonrisa del día anterior. Pero para aumentar mi perplejidad la
ficha no estaba en su sitio. “Ni el más mínimo indicio de su paradero.”
Recuerdo que dijo y esa frase me pareció sacada de un diálogo literario.
De no recordar perfectamente como se la había entregado apenas unos días
antes, hubiera dudado de su existencia y de la realidad de la escena que
estaba viviendo. “Puede que se haya vuelto a quedar en alguna solapa.”
Dijo y se ofreció a ayudarme a buscar algo bueno que llevarme. Me confesó
que cuando le entregué la ficha, había estado un buen rato curioseando en
ella y que recordaba varios títulos
Esta vez me llevé tres libros que tarde muy poco en leer. Reconozco que
entonces estaba ya obsesionado, tanto por la lectura, que no dejaba de
sorprenderme, como por la persona que la había seleccionado.
Llevaba varios días en los que apenas dormía, pasaba prácticamente la
noche entera leyendo. Muchas mañanas el despertador me rescataba de una
situación de semi-letargo, en la que ya no era capaz de reconocer las
letras, pero tampoco dejaba de mirarlas. Si alguna de aquellas narraciones
hubiera tratado sobre pócimas o embrujos, hubiese creído que me habían
afectado por el mero hecho de leerlo. No, no eran cuentos de brujas. Eran
relatos que variaban en su temática, en su estilo, en todo. Sólo
coincidían en la capacidad de embrujarme. Decidí devolver los últimos
ejemplares cuando esta situación empezó a ser preocupante por las
consecuencias que tenía en el resto de mi vida. Cuando por ejemplo me
dormí por tercer día consecutivo y mis tropiezos con el mobiliario de la
oficina ya eran demasiados. Mis compañeros empezaban a murmurar o incluso
a recomendarme unos días de descanso.
Tomé la decisión de volver a mi aburrida existencia y olvidar otras vidas
que de alguna forma me habían poseído. Si era necesario abandonaría la
narrativa y me dedicaría solamente a temas científicos, o sociales, o
incluso políticos, cualquier cosa que me retornara al mundo normal, donde
yo controlara mis pulsiones que serían mediocres y adaptadas al ritmo
monótono y tedioso de mis días.
Por tercera vez en menos de un mes volví a la biblioteca.
Siempre estaba la misma bibliotecaria.
— ¡Cuánto tiempo! ¿Has estado enfermo?
— No... Vale, sí... Estoy algo cansado. Tengo que cuidarme –Respondí
turbado.
— Bueno, perdona, Oye que si no te encuentras bien no te preocupes si no
puedes devolver a tiempo algún...
— Ya ya –No la dejé terminar–.Yo hoy solo quería retornar estos –Le dije
sintiéndome molesto por lo que para mí era demasiada intromisión.
— Lo siento, pensaba que aún estarías interesado por aquella serie...
— ¿Ha aparecido la ficha? –De nuevo le interrumpí bruscamente.
— No, pero yo, perdona, no sé, pensaba que podía ayudarte.
— ¿Ayudarme? –De pronto me volvía a parecer que aquella situación era
irreal. Mi
confusión aumentaba por momentos. Dudaba entre el enfado o el
agradecimiento.
— Te había preparado unos títulos de aquella lista... hice memoria... lo
siento, no quería meterme donde no me llaman.
Ya no pude resistir. Necesitaba desahogarme con alguien. Descubrir algo
sobre Eugenia.
— No, perdóname tú –dije haciendo un esfuerzo–. Agradezco tu interés.
¿Podemos quedar cuando termines y hablamos más tranquilamente. –Necesitaba
salir y respirar aire fresco
No dudó al responderme.
— Vale, termino el turno dentro de dos horas.
Muy cerca de la biblioteca hay una cafetería tranquila. Esther –Así me
dijo que se llamaba– me llevo allí. Yo había pasado un buen rato caminando
y en ese tiempo había preparado la conversación, imaginando que llevaría
la voz cantante. Sin embargo desde el primer momento fue ella quien tomó
la iniciativa. Eligió sin dudar donde sentarnos y se ofreció a pedir las
consumiciones. Por mi parte olvidé mi preparada actuación nada más verla
salir de la biblioteca. Se había recogido el pelo de una forma distinta a
la coleta estirada que usaba en el trabajo. Sujeto descuidadamente con una
pinza en la nuca dejaba escapar casi media melena dándole un aspecto más
informal y atractivo. Pero lo más llamativo era que se había cambiado las
gafas sustituyendo las serias de montura marrón por un extraño modelo de
dos colores, un ojo vestía de blanco y el otro de negro.
Había preparado dos nuevos tomos para mí. Se rió cuando le confesé mis
temores. No le pareció nada extraño mi comportamiento, aunque cuando le
conté mis fantasías sobre embrujos cambió bruscamente de tema.
— He estado investigando sobre Eugenia. ¿Sabes? Solo he encontrado dos
personas que coinciden con los datos que me diste. Una de ellas es una
niña de seis años, que es imposible que sea la que buscas. La otra no
visita habitualmente la biblioteca, en cinco años sólo se ha llevado dos
libros, y ninguno coincide con los de la lista.
— ¿Y tú por qué te has interesado tanto?
— Bueno, leí por primera vez a Nabokof cuando lo devolviste. Por la forma
de dejarlo me pareció que te costaba desprenderte de él y sentí
curiosidad. Me gustó mucho. Luego aquello que me contaste de la ficha y
esa querencia por extraviarse. Demasiado intrigante, ¿No crees?. ¡Como
para no intentar saber algo más de todo esto!.
— ¿Tienes entonces la ficha? –dije impaciente.
— No, y mira que la he buscado, lo único que he encontrado es las de esas
otras dos Eugenias, la nuestra es como si no hubiese pasado nunca por la
biblioteca.
— ¿Y esos de donde los has sacado? –Le dije señalando los nuevos
ejemplares.
— Ya te lo expliqué –dijo, esta vez de manera cortante–. No pude evitar
echar un vistazo en la ficha, curiosear... y estoy acostumbrada a retener
estos códigos. Creo que sabría decirte todos los que hay en ella. Hoy he
terminado de leer este. –Señaló un tomo que me había preparado.
— Aún así no entiendo...¿Cómo es que no los habías leído antes? Son libros
magistrales.
— Supongo que como tú, porque nadie los había puesto en mi camino. O
porque todavía me falta por conocer muchas de las mejores cosas que me
esperan en la vida. –Dijo evitando mirarme a los ojos.
Esther solo tenía entonces 24 años, llevaba poco tiempo trabajando en la
Biblioteca. Me contó que ella había pasado también muchas horas devorando
aquellas historias y pensando en la relación que tenían con Eugenia y
conmigo. Quise entender que me hacía responsable de trasmitirle aquella
fiebre.
A esas alturas de la conversación yo me sentía totalmente confundido, por
una parte Esther se mostraba segura, incluso desafiante cuando nombraba o
señalaba los libros que llevaba y por otra, cuando me hablaba de su vida
parecía una chica diferente, más bien recatada a pesar de su llamativo
aspecto. Durante un rato me perdí pensando que aquellas gafas marrones que
usaba en el trabajo parecían más acordes con la muchacha que en ese
momento se justificaba por haberme abordado y por sentirse tímidamente
ligada a Eugenia y a mí.
Volvimos a vernos muchas tardes más. Normalmente, yo la esperaba y nos
quedábamos hablando hasta muy tarde. No dejaba de llamarme la atención su
transformación. Nunca olvidaba cambiarse las gafas. Un día me atreví a
insinuarle que no necesitaba resaltar su cara con esa armadura tan
estrafalaria.
— ¿De verdad? En ese caso llévatelas, ya no me hacen falta –Y me pidió que
se las guardara, que intentaría prescindir de ellas–. Realmente puede que
no las necesite.
No entendí que quería decir, supuse que solo las necesitaba para leer.
— ¿Por qué quieres que te las guarde? ¿Tienen algún poder que hacer
irresistible su uso? –Le dije bromeando.
— Bueno, es solo que me gustaría que las tuvieras tú.
No Insistí. Pensé que no me importaba realmente llevarme algo suyo, las
pondría cerca del último libro que me acababa de proporcionar. De repente
me agradaba la idea.
Desde ese día Esther sólo usaba las gafas marrones mientras estaba en la
biblioteca, luego acudía a nuestra cita sin ellas, pero no por ello dejó
de sorprenderme: Una tarde vino con los ojos pintados. Nunca la había
visto maquillada. Se había trazado una gruesa línea negra enmarcando sus
pestañas. Esta vez no hice ningún comentario, me sentía hipnotizado por
aquella mirada.
Al principio seguíamos viéndonos en la cafetería, poco después nos
trasladamos a mi casa. Para entonces ya había comprado todos aquellos
títulos, eran uno de mis tesoros, como las colecciones que hacía cuando
era niño. Esther lo enriquecía constantemente con sus opiniones. Pasábamos
tardes y noches leyendo y comentando nuestros libros. El hecho de que
Esther compartiera conmigo aquella obsesión me sirvió para retomarla de
una forma menos acuciante. Incluso la fascinación que había sentido por
Eugenia empezó a difuminarse, como cuando después de enamorarte de la
protagonista de una novela, vas al cine y te quedas prendado de los ojos
de la chica, y los mezclas con tu anterior sueño.
Seguramente el influjo de Esther empezó a notarse en mi comportamiento. Me
seguía resistiendo a mantener largas conversaciones con las pocas personas
que me rodeaban, pero empezaba a interesarme por ellas. Así me descubrí
una mañana preguntando a mi compañera por sus hijos y mirando unas fotos
que hasta hacía muy poco me habían parecido ridículas encima de su mesa.
Me animaba incluso a participar en algún almuerzo y ese día tuve que
contenerme cuando la compañera de las fotos me preguntó cordialmente si
tenía alguna amiga (matizando la a final, de forma sugerente). Eludí darle
una respuesta clara. Esta vez no pretendía mostrarme distante, pero no
sabía como catalogar mi situación con Esther.
Mis sentimientos no tardarían mucho en aclararse: Una noche, Esther me
pidió que la invitara. De nuevo ella tomaba la iniciativa. Yo, como
siempre, había soñado y preparado mil formas de hacer avanzar aquella
relación, pero nunca encontraba el momento adecuado. Supongo que temía que
cualquier modificación en mi comportamiento la hiciera salir huyendo. Ese
día como un estúpido no podía dejar de mirarla. No sólo me había dejado
perplejo su propuesta, además su maravilloso aspecto me mantenía
encandilado. La raya negra de los ojos perfectamente delineada, el pelo
suelto, brillante y liso perdiéndose en su espalda y para mayor turbación
los labios pintados como nunca, rojo intenso. –Desde luego, vamos primero
a cenar –Atiné a decir y reaccioné a tiempo para sugerir el mejor
restaurante que conocía. Ella lo corroboró encantada. De esta forma me
encontré compartiendo una mesa en un rincón habitualmente reservado para
otras parejas, donde yo nunca pensé que me sentaría. A pesar del magnífico
escenario cenamos muy poco, pero eso si, bebimos más de la cuenta. Esther
quiso brindar por algo mágico que nos unía, y yo la seguía atontado sin
atender a aquellos misteriosos motivos de celebración. Solo pensaba en
volver a casa y beberme esa boca que hablaba envolviendo las palabras en
rojo y negro, rojo y negro... De la misma forma casi inconsciente que me
había trasladado hasta allí volví a dejarme llevar para descubrirme como
por arte de magia en el salón de mi casa. Esther inició la conversación
tomando uno de aquellos libros. Se lo quité sin darle opción a continuar.
Puede que fuera el alcohol, o la forma en que ella había estado
apartándose una y otra vez el pelo de la nuca lo que hizo que por una vez
me sintiera seguro y no la dejara hablar más.
Por la mañana me pidió que le devolviera sus gafas. Me hizo gracia su
comentario –Ahora me tienes a mí –no hubiera podido pensar en nada más que
en darle la razón. Esas gafas habían mantenido siempre su presencia junto
a mi cama.
Desde ese día nuestras reuniones dejaron de ser tan literarias, bien es
cierto que para entonces ya habíamos comentado varias veces la serie
completa, y que empezábamos a creer que todo aquel asunto de la misteriosa
Eugenia, había sido un buen motor de arranque, una romántica forma de
reconocernos. Poco a poco fuimos dejando en un segundo, tercer, o cuarto
término aquellas obras para centrarnos más en nosotros. Todos los días
Esther acudía a mi casa cuando terminaba su jornada. Me encantaba
encontrar los rastros de su presencia. Empezó dejando un poco de ropa.
Enseguida el cuarto de baño se pobló de objetos femeninos y de un nuevo
olor. La cocina fue tomada en una siguiente fase, cuando decidió de nuevo
sorprenderme y me mostró llena de entusiasmo varias recetas dignas de la
mejor celebración. Después empezamos a planear vacaciones en conjunto y ya
por fin, a la vuelta de un viaje, nos pareció absolutamente normal que
ella se mudara definitivamente. Si alguien me hubiese contado unos meses
atrás que mi arraigada vida de soltero iba a convertirse sin ninguna
resistencia en una estupenda convivencia me habría parecido una broma, o
mejor un sueño. Ahora mi existencia se llenaba de razones para comportarme
con la cordialidad que hasta entonces me había sido tan difícil mostrar,
de hecho estaba deseando que aquella compañera que sembrada la mesa de
fotos y que ahora ya incluía entre mis amigas, me preguntara algo sobre
Esther para contarle detalles de su persona que a mí me parecían únicos y
geniales. Como la forma de llegar a casa, llamándome nada más cruzar la
puerta, con una alegría en la voz que me hacía creer siempre que entraba
cantando. Fue fantástico el día que Esther apareció inesperadamente por mi
oficina para concretar unos detalles del viaje que estábamos planeando. Me
resultó tan sencillo y agradable presentarle a mis compañeros y en
particular a Luisa, mi confidente, que me reproché no haberlo hecho antes.
Recuerdo que me sentí como una persona verdaderamente importante, tan
orgulloso estaba de ella.
Pero volviendo a Eugenia y sus títulos. No era un tema olvidado,
hablábamos a menudo de aquellas narraciones, y aunque nuestra colección de
novelas favoritas se había ampliada ostensiblemente aquellas que formaban
parte de la ficha amarilla eran algo especial, diríase que éramos sus
fieles cuidadores.
Habíamos reunido un total de nueve libros, algunos en ediciones
especiales, estudios que desmenuzaban su contenido. Nosotros nos
atrevíamos a enfrentarnos con especialistas para reparar cualquier daño
que nos parecía que le pudieran hacer esas opiniones. Nos reíamos al
darnos cuenta de las defensas tan emotivas que hacíamos –Déjalo ya Esther,
que ni Nabokof, ni Lolita, ni Eugenia van a tener que sufrir estas
críticas –Yo siempre incluía a Eugenia en la lista de agraviados, me
sentía en deuda con ella. No la buscaba ya con aquella antigua obsesión,
pero no podía resignarme a dudar de su existencia.
Me sorprendió cuando Esther se enfadó ese día y me acusó de pensar en
Eugenia como en un ser mitológico.
— Si Eugenia apareciese no esperes que sea con forma de diosa, y ojalá que
tenga más de cuarenta años, muchos más.
¿Celos? ¿Desde cuándo? Si Eugenia había sido como una hada madrina en
nuestro encuentro. No entendía nada, aún así desde ese momento intenté no
nombrarla ni incluirla en la conversación. Pero, literario o real, el
personaje de Eugenia seguía allí. Habíamos asociado aquellos libros a esa
persona y a su ficha extraviada.
Sin embargo poco después algo despertó de nuevo el interés por Eugenia.
Esther logró descifrar el código de un último libro que completaría mi
colección. En la relación que Esther había conseguido, aparecían unos
datos que no coincidían con ningún ejemplar existente en la biblioteca y
que después de buscar inútilmente abandonamos pensando que se trataba de
un error, algo que seguramente ella no recordaba correctamente.
Esther localizó por casualidad un título que coincidía con aquel al
actualizar los datos en el ordenador. Había un fichero viejo, que alguien
había olvidado informatizar y entre unos pocos libros no devueltos
apareció claramente la referencia de este. Consiguió así descubrir a su
autor, que sorprendentemente era Eugenia Lázaro. Parecía imposible
contactar con la editorial pero nada iba ahora a detenernos. Retomamos la
búsqueda más excitados que nunca. Desempolvamos catálogos y listados,
llamamos por teléfono o visitamos de nuevo comercios, librerías y hasta
imprentas. Por fin dimos con ella.
Era una editorial que se dedicaba a facilitar la autopublicación de
autores que no encontraban quien lanzara sus creaciones. El editor nos
contó que hacían tiradas muy cortas de cien o doscientos ejemplares y que
él intentaba ayudar en la distribución, aunque nos confesó que en este
caso, no había puesto mucho empeño porque no le pareció que aquel libro
mereciera la pena, y ciertamente apenas se vendió. No conocía
personalmente a Eugenia porque toda la operación la habían hecho
utilizando medios informáticos y ella había preferido mantener el
anonimato. Nos facilitó un ejemplar y nosotros evitamos decirle que
creíamos que había cometido un terrible error, que a nuestro juicio aquel
libro sería una obra maestra, la culminación de una lista mágica.
El editor no se equivocaba. Nos defraudó terriblemente, aunque Esther al
principio lo defendía, movida –pensaba yo– por la ilusión, o la esperanza
de poner un broche final en mi tesoro, o para demostrarme que era capaz de
defender a Eugenia a pesar de sus celos. De cualquier forma aquel fiasco
hizo que Eugenia desapareciera definitivamente de mi vida. Siempre
sospeché que en el fondo Esther se sintió ganadora en una guerra privada,
había luchado honestamente y no por ello mostró ningún tipo de alegría
ante la supuesta victoria.
Ese mismo año nos casamos, era algo que ya estaba planeado y que, al menos
para mi, corría al margen y de forma preferente ante cualquier otro
asunto. Y este mismo carácter ha seguido teniendo nuestra vida en común
hasta el día de hoy.
Pero la historia no termina aquí. Muchos años después, una tarde en la que
Esther no estaba en casa mientras ordenaba papeles y carpetas encontré un
manuscrito con la letra redonda y clara de Esther sólo que firmado con el
nombre de Eugenia. Era ni más ni menos que la pésima ultima novela de
aquella lista.
Nunca supe de la afición de mi mujer por la creación literaria, ni se me
ocurría que esto para ella fuera algo que le causara vergüenza y por tanto
debiera de ocultar. Entendía todavía menos su relación con la historia que
he contado, ni porqué incluía entre unas obras geniales uno supuestamente
suyo y que podría salir mal parado en la comparación. Si lo que quería era
que lo leyese hubiese sido más fácil pedírmelo de una forma más normal. Y
¿Por qué todo aquél enredo sí además ya había sido un fracaso en su
intento de publicación?. Y lo que más roía mi cerebro era el por qué no me
lo había contado después de tanto tiempo. No reconocía en estas imágenes a
la mujer que vivía conmigo. Todo lo anteriormente relatado había ocurrido
al menos diez años atrás de ese momento, y desde luego nos unían muchas
más cosas que una lista de libros.
Decidí pedirle explicaciones cuando volviese y continué ordenando. El
motivo por el que todavía no lo he hecho es por que después de este
descubrimiento hice otro. Era un tomo que parecía infantil, con un título
gracioso. “El embrujo de las letras”, y en cuya portada se veía a una
bruja clásica de cuento con el pelo enmarañado y ropajes negros
consultando algo entre volúmenes llenos de polvo y con una olla hirviente
cerca, de donde salían entre bocanadas de vapor letras de caracteres
antiguos. Era un dibujo que parecía hecho para niños, con un fondo muy
colorista, y unas formas poco agresivas. Lo ojeé movido por esta portada
tan sugerente, y descubrí que lejos de ser literatura infantil, se trataba
de un ensayo que parecía serio y metódico sobre formas de seducción. Desde
trucos sobre como escribir cartas al amado, hasta otros encantamientos y
conjuros más complicados, usando para ello herramientas como las palabras,
las letras, la tinta, y diferentes objetos relacionados con la literatura.
No me sorprendió encontrar también las gafas bicolores ocultas detrás del
libro.
Escondí todo lejos de donde lo había encontrado, y ahora terminaré de
escribir y ocultaré también estos folios en otro sitio distinto pero donde
pueda recuperarlos, por si algún día pierdo la memoria y confundo a Esther
con Eugenia o necesito reponer el embrujo de las palabras.
Concha Gómez Cadenas
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EL
INCENDIO DE UN SUEÑO
la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
ha sido destruida por las llamas
aquella biblioteca del centro.
con ella se fue
gran parte de mi
juventud.
…
la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
seguía siendo
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
discretamente utilizábamos los
aseos
y a los únicos que
echaban de allí
era a los que
se quedaban dormidos en las
mesas
de la biblioteca; nadie ronca como un
vagabundo
a menos que sea alguien con quien estás
casado.
bueno, yo no era
realmente un
vagabundo, yo
tenía tarjeta de la biblioteca
y sacaba y devolvía
libros,
montones
de libros,
siempre hasta el límite de lo permitido
…
siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: “qué buen gusto tiene usted,
joven”.
pero la vieja
puta
ni siquiera sabía
quién era ella,
cómo iba a saber
quién era yo.
…
maravilloso lugar
la Biblioteca Pública de Los Ángeles
fue un hogar para alguien que había tenido
un
hogar
infernal
…
la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
muy probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero o
un motorista de la policía
y, aunque reconozco que
puede que alguno sea estupendo,
gracias
a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer,
aquella biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.
y cuando abrí el
periódico
y leí la noticia sobre el incendio
que había destruído
la biblioteca y la mayor parte de
lo que en ella había
le dije a mi
mujer: “yo solía pasar
horas y horas
allí…”.
…
BUKOWSKI, Charles.
20 poemas.
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EL
LADRÓN ERUDITO
El ladrón se había
dado cuenta de que el dinero estaba disimulado en algún libro de la
biblioteca. ¡Pero había tantos!
Comenzó por los más
altos y le fue ganando la apetencia de leer, la ansiedad de adivinar.
La casa era una casa
de campo y estaba abandonada. Tenía tiempo para sus pesquisas.
Se adentró en las
páginas escritas por los que prefieren escribir a robar y gastan en eso
sus largas noches.
Él notaba que la
realidad resultaba así más robada que por él mismo.
Hubo un momento en
que sin haber encontrado los billetes estaba ya en los libros de las
estanterías bajas, y entonces se sintió tan preparado que hizo unas
oposiciones.
Ramón Gómez de la Serna
Caprichos
|
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EL LIBRO
El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido
en un laberinto de viejas callejuelas junto a los muelles,
que olían a cosas extrañas traídas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que el viento del oeste dispersaba.
Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
dejaban apenas ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... ventisqueros
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.
Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
cogí el volumen más a mano y lo hojeé al azar,
temblando al leer raras palabras que parecían guardar
algún secreto, monstruoso para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo vendedor taimado,
sólo encontré el eco de una risa.
(H.P.Lovecraft) |
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El libro me miró fijamente
con ojos fríos y anotó algo en una de sus páginas.
-¿Qué vienen a hacer aquí? –preguntó entonces.
-Eso no lo sabemos –intervine yo-. Ni siquiera sabemos dónde estamos.
-¿De verdad? –preguntó el libro-. Entonces se los voy a decir. Se
encuentran en el umbral de la biblioteca perfecta.
-¡Pero eso es excelente! –grité-. Desde hace mucho estoy buscando un
libro, que...
-Tranquilo –interrumpió el libro-. Aquí hay miles de libros. En realidad
están todos los libros que nunca han sido escritos. Hay libros de vidrio,
de madera, de plumas y de agua, libros en forma de caballo, de cuerda o de
hongo, libros triangulares, piramidales, libros redondos, libros con miles
de hojas finas, libros que ni siquiera tienen hojas, libros que contienen
todos los principios, los finales o la parte del medio del resto de los
libros; en suma, se puede decir que todo lo que se imagina está escrito
aquí.
-Suena impresionante –reconoció el poodle-. Entonces la biblioteca debe
ser inmensa.
-La biblioteca se compone de salas heptagonales con siete puertas y
setenta estanterías, y éstas tienen siete metros de altura y pueden
cobijar unos setecientos libros cada una. Una habitación se agrupa con las
otras sin ruptura, tal como los panales de miel. En el cielo de cada sala
hay una cámara de vigilancia. Los habitantes de la biblioteca son
exclusivamente libros. Ninguno tiene un lugar fijo. A veces se encuentran
por ahí, otras por aquí.
-¿Y qué hacen los libros todo el día?
-Van de una habitación a la otra, se quedan en una estantería por un
tiempo hasa que se aburren y siguen su camino. A veces se leen mutuamente.
Pero eso no ocurre muy a menudo. Cada libro piensa de sí mismo que es el
mejor. Hay una gran competencia entre ellos. De pronto sucede que se
desgarran uno a otro. Pero habitualmente actúan con prudencia, porque
saben que los estamos vigilando.
-¿Quién los vigila?
El libro se calló un momento. Después dijo en un murmullo:
-Earl Grey.
-Earl...
-¡Sschhsst! –chilló el libro-. ¡Silencio! Nadie debe pronunciar el nombre
de nuestro Maestro, ¡ni siquiera pensarlo! Él es omnipotente, omnisciente
y semejante a Dios. Nada le costaría destruirnos.
[...]
De pronto reinó un silencio sepulcral.
-Un día –continuó el libro-aduana-, nadie sabe a qué hora exactamente, el
Maestro abrirá la biblioteca para escoger el libro más digno. Cada uno de
los libros se esfuerza por ser el más digno, en las palabras, en su tema y
en los pensamientos. Es que el Maestro sabe leer nuestros pensamientos,
los lee igual que a los libros.
[...]
Gion Mathias Cavelty
Ad absurdum o Un viaje al laberinto de los libros. Barcelona
[etc.]: Andrés Bello, 1999. ISBN: 84-89691-66-5
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EL ORDEN EN LA BIBLIOTECA
En mi biblioteca sólo hay dos clases de libros: los que sé que tengo pero
no aparecen, y los que aparecen sin que yo supiera que los tengo. No
menciono volúmenes prestados, de los cuales ninguno regresa. Nunca los
declaro difuntos hasta que su cadáver no es desenterrado en una biblioteca
ajena. Hay tomos insurgentes, que cogen el monte de las estanterías y
burlan todo operativo de captura. Hay los fantasmas, que se desvanecen.
Hay los repetidos, que compré dos veces por no saber dónde tenía guardado
el mismo título, o por ignorar que a pesar del título distinto era el
mismo libro. Están los tímidos, que la sirvienta deja con el lomo contra
la pared y se resisten a revelar su identidad. Hay las ediciones
solteronas o vírgenes que por su prestigio debemos frecuentar pero cuya
sola vista acongoja. Hay la inmensa mayoría de la que no se puede decir ni
bien ni mal y que nunca volveremos a tocar porque no siempre es puerta de
la luz un libro abierto: puede ser ventana hacia el fastidio o fosa de un
prestigio inventado por la crítica. Hay en fin los eternos, que no es
necesario tener en la biblioteca porque los lleva uno en el alma como
cicatrices. Si llego a poner orden en mi biblioteca lo pondré también en
mi vida. Entonces todo habrá concluido.
Luis Britto García
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EL
QUEJIDO DE LA BIBLIOTECA
Precisamente entre
los numerosos tomos que abrigaban las paredes de la biblioteca era
enjugado todo ruido como si le hubieran aplicado una densa pared de papel
secante.
Tan extraño era el
fenómeno de aquel «¡ay!» que conmovía a veces la nave atestada, que el
lector impenitente se había achacado a sí mismo aquel suspiro al que
encapirotaba la flor de un «¡ay!».
Pero lo evidente, lo
último, lo acabado de desglosar era aquel ¡ay! insistente, escape
enfisemático de los pulmones de las hojas.
¿Quizás el reloj?
Pero el reloj estaba parado como un almanaque de hacía años.
Las rendijas de las
ventanas también suelen hablar, lanzando sutiles cosas a través de sus
labios semicerrados. Las observé, pero sólo emitían hojas de papel de
viento sin ningún ruido.
El ¡ay! fantasmal y
verdadero era un suspirar de lechuza escondida.
¿Quizás en la
lámpara, como escape de la luz que espera la noche con ansia de que llegue
cuanto antes? Observé la dirección de la lámpara para poder apreciar si
salía de su globo el suspiro y el ¡ay!
Al poco rato
comprobé que no, que el ¡ay! suspirado brotaba de detrás de mí de entre
los propios libros.
Repasé los títulos
por si encontraba alguno tan sentimental que fuesen sus páginas las
sensibleras, pero todos eran libros históricos y de heraldía.
El ¡ay! a intervalos
desiguales y largos reaparecía como si contase las treguas de un
aburrimiento o una tristeza muy humana.
No podía trabajar
con aquella espera del ¡ay! al filo de cuya próxima exhalación se sentía
siempre otro ¡ay! Ya me dediqué a vigilar aquel ¡ay!, a apostar que
volvía.
No pudiendo más, me
levanté y salí en busca del bibliotecario.
El bibliotecario
escuchó mis observaciones, y, atraído por el misterio, se dirigió conmigo
hacia la biblioteca. Él no había podido oír aquel ¡ay!, porque nunca hacía
estancias largas en aquel sitio enrarecido del palacio.
Los dos guardamos
silencio, y a poco surgió el ¡ay! entonado, que parecía escapar, aplastado
como un pensamiento, de entre las páginas de un libro.
-Sale de aquí-dije.
El bibliotecario se
acercó a aquel plúteo y tomando en sus manos un libro con algo de
devocionario para la primera comunión, me dijo:
-Aquí está el
secreto... Este libro está encuadernado con el descote de una dama a la
que quiso mucho el viejo marqués...
El suspiro estuvo
desaparecido mientras miramos el libro, acariciando la tersura de la
encuadernación con algo de mano muerta. El ¡ay! se había replegado al
sentir la indiscreción.
GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón.
Caprichos.
Madrid. Espasa-Calpe, 1962. 229 p
|
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ELOGIO
DE LOS LIBROS
Por la
descripción del paraíso, y la ceguera de Tobías y por el viaje de Jonás
alojado en el vientre de una ballena.
Por las aventuras de Ulises a través de un mar color de vino y por la
explicación de sus hazañas hasta que pudo regresar a Ítaca.
Por las enseñanzas de Virgilio acerca del tiempo que nos huye,
irremediable, y, cómo no, por las de Horacio, que nos animó a disfrutar
del momento que pasa y a llevar una vida retirada y modesta.
Por los jardines y fuentes de los versos árabigos, porque evocan la
pérdida del inmenso desierto.
Por la flor del cerezo y la luna y el río, y por los pabellones y por las
batallas que cantan los poemas de los clásicos chinos.
[...]
Álvaro
Valverde
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En 1622, Paul Guldin había escrito una
obra titulada Problema arithmeticum de rerum combinationibus (cf. Fichant,
1991, pp. 136-138), en la que había calculado todos los términos que se
pueden generar con 23 letras, independientemente del hecho de que
estuviesen dotados de sentido y fuesen pronunciables, pero sin calcular
las repeticiones; el resultado era que el número de palabras (de longitud
variable entre dos y veintitrés letras) superaba los setenta mil tallones
(para escribirlas se necesitaría más de un cuatrillón de letras). Para
podernos hacer una idea de este número imaginemos que todas estas palabras
se escriben en libros de actas de mil páginas, de 100 líneas por página y
60 caracteres por línea: se necesitarían 257.000 billones de libros de
registro de este formato; si hubiera que colocarlos en una biblioteca,
cuya disposición, tamaño y condiciones de circulabilidad estudia Guldin
por separado, y se dispusiera de construcciones cúbicas de unos 132 metros
de lado, capaz de albergar cada una 32 millones de volúmenes, se
necesitarían 8.052.122.350 bibliotecas de estas características. Pero,
¿qué reino podría contener tantos edificios? Calculando la superficie
disponible en todo el planeta, ¡sólo podríamos colocar 7.575.213.799!
ECO, Umberto. La
búsqueda de la lengua perfecta
|
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En el sótano con Berit,
Bibbi Bokken y Mario Bresani viví un milagro. Por primera vez en mi
vida entendí lo que es un libro. Un libro es un mundo mágico repleto
de pequeños signos que pueden resucitar a los muertos y darles vida
eterna.
Resulta inconcedible,
fantástico y "mágico" que 27 letras de un alfabeto puedan componerse de
tantas maneras que lleguen a llenar enormes estanterías de libros y que
nos introduzcan en un mundo que nunca acaba, sino que sigue creciendo y
expandiéndose mientras haya seres humanos en esta tierra.
Miré las paredes, y por
un instante tuve la sensación de que todos los libros me miraban.
Como si estuvieran vivos y me dijeran:
- ¡Ven aquí! ¡No tengas
miedo! ¡Entra!
De repente sentí hambre,
mucha hambre. No de comida, sino de todas las palabras ocultas en
estas estanterías. Pero sabía que, por mucho que leyera a lo largo
de toda mi vida, no llegaría a leer ni una millonésima parte de las frases
que han sido escritas. Porque hay tantas frases en el mundo como
estrellas en el cielo. Y cada vez son más, y se expanden
constantemente como el espacio infinito.
Pero, al mismo tiempo,
sabía que cada vez que abro un nuevo libro, veo un pedacito de cielo;
y cada vez que leo una nueva frase, sé un poco más de lo que sabía antes.
Y todo lo que leo hace crecer el mundo, a la vez que yo mismo me expando.
En un instante había contemplado el mundo fantástico, el mundo mágico de
los libros. [....]
Jostein Gaarder y Klaus
Hagerup - La biblioteca mágica de Bibbi Bokken
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En la formulación original de Bertrand Russell
(1872-1970), esta paradoja de gran influencia en el devenir de la Lógica
en el siglo XX es conocida como la paradoja del catálogo o del
bibliotecario. Su formulación es más o menos la que sigue: supongamos que
soy el bibliotecario de una gran biblioteca (mucho suponer, de acuerdo);
en esta biblioteca hay una sección de catálogos: algunos de estos
catálogos se incluyen a sí mismos y otros no, así que decidimos elaborar
un catálogo de todos los catálogos que no se incluyen a sí
mismos... ¿debemos incluir nuestro catálogo (el que estamos
elaborando) o no? Si lo incluimos, el catálogo incluirá una referencia
errónea, por incluir un catálogo que sí se incluye a sí mismo (habremos
creado una edición fantasma), pero si no lo incluimos, nuestro catálogo
estará incompleto, no podrá ser el catálogo de
todos los catálogos que no se incluyen a
sí mismos (falta el nuestro).
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En un
pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún
lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de
la tarde, muere.
[...]
Julio Cortázar.
Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo
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En una ocasión oí comentar a un cliente
habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un
lector como el primer libro que realmente se abre camino hacia su corazón.
Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber
dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra
memoria, al que, tarde o temprano, no importa cuántos libros leamos,
cuántos mundos descubramos, cuántos aprendamos u olvidemos, vamos a
regresar. Para mí esas páginas embrujadas siempre serán las que
encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.
Daniel Sempere, protagonista de "La
sombra del viento", de Carlos Luis Zafón
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ENSUEÑO
Érase un monasterio
entre montañas.
Yo estaba allí
invitado. Cuando todos
se fueron a rezar
sus oraciones,
entré en la
biblioteca. Al brillo del ocaso
vi refulgir mil
lomos de pergamino ácrono
con inscripciones
raras. Mis anhelos de ciencia
me llevaron al lado
de los libros;
tomé uno al azar con
entusiasmo y leí:
"El último paso para
la cuadratura del circulo".
"¡Este libro -pensé
al punto- lo he de llevar conmigo!"
Ví luego otro
volumen en cuarto, piel y oro,
con el titulo en
letra menuda, que decía:
"De cómo Adán comió
también fruta de otro árbol"...
¿De otro árbol? ¡De
cuál había de ser: del de la Vida!
Luego Adán es
inmortal... "Mi estancia aquí -me dije-
no es en vano."
Proseguí mi escrutinio
y percibí un
infolio, que en lomo, canto y ángulos
ostentaba lucientes
los colores del iris.
En él, pintado a
mano, un rótulo rezaba:
"Correlación entre
el sentido de los colores
y el de los sonidos.
Aquí se demuestra
cómo cada tono
musical es una réplica
a cada color, a cada
refracción de los colores."
¡Oh, cómo coruscaban
a mis ojos
los coros de los
colores, colmados de promesas!
Me vino un
presentimiento, confirmado
a cada nuevo tomo
que cogía:
¡era la biblioteca
del Paraíso!
Cuantas preguntas y
problemas me acosaban
podrían encontrar
allí respuesta;
calmaría la sed de
saber que me abrasaba;
cualquier hambre
seria satisfecha
con aquellas
reservas de pan espiritual,
pues siempre que
ponía los ojos en un libro
con rápida mirada
interrogante,
su tejuelo me daba
respuesta promisoria:
para todo apetito
existía allí el
fruto que había de saciarlo;
el que, temblando,
buscan estudiantes curiosos,
el que llena las
ansias del maestro atrevido.
Allí estaba el
sentido intimo y puro
de todo saber y
ciencia, de toda poesía.
Allí estaba la
virtud hechicera,
que sabe el modo
exacto de plantear los problemas,
con sus claves y su
vocabulario;
sutilísima esencia
del espíritu
guardada en
esotéricos libros magistrales:
aquel a quien ella
concede el favor
de un momento de
magia, conviértese en dueño
de las claves que
sirven para todo linaje
de cuestiones y de
misterios.
Entonces coloqué con
mano trémula
sobre el atril uno
de aquellos códices
y descifré la magia
de su ideografía,
como cuando se
intenta comprender en un sueño,
medio jugando, cosas
antes nunca aprendidas,
y felizmente se
acierta. Pronto yo, alado,
estaba de camino por
sidéreos espacios del espíritu:
quedé inserto en el
zodíaco, y en éste, ¡oh maravilla!,
todo lo que la
intuición de los pueblos -heredera
de milenaria
experiencia cósmica- ha percibido
alegóricamente como
revelación,
concordaba con
perfecta armonía,
y una y otra vez se
correspondía
y tornaba a
corresponderse en vínculos siempre renovados:
siempre alguna
pregunta nueva y trascendental,
recién surgida
alzaba el vuelo
hasta los antiguos
saberes, símbolos y hallazgos;
así que, leyendo por
espacio de minutos o quizá de horas,
rehice el largo
camino de la Humanidad,
y dentro de mi alma
acogí de consuno
el íntimo sentido de
su ciencia más vieja y de su ciencia más nueva.
Leí y vi las figuras
ideográficas,
ora apareadas, ora
desplegadas,
ya formando corro,
ya a la desbandada
o desembocando en
nuevas formaciones,
cual imágenes
simbólicas de caleidoscopio
incesantemente
enriquecidas con nuevas significaciones.
Y como de mirar tan
atento sintiese fatiga en los ojos,
hube de alzarlos por
darles descanso;
entonces vi que no
me hallaba salo:
en el mismo salón,
cara a los libros,
se encontraba un
anciano, quizá el archivero,
atareado y grave,
rodeado de tomos;
¿qué sentido, qué
objeto tenían sus afanes?
;En qué consistiría
su acucioso trabajo?
Quise saberlo al
punto: para mí ciertamente
era de entidad suma
saberlo. Le observé:
con delicados dedos
seniles requería
un volumen tras otro
volumen, y leía
los rótulos obrantes
en los lomos; soplaba
con sus pálidos
labios sobre el titulo -¡un título
lleno de
seducciones, garantía segura
de horas y más horas
de exquisita lectura!-;
lo borraba con
suaves presiones de su dedo,
y escribía riendo
otro título nuevo;
daba unos pasos
luego; cogía un nuevo libro
de este o de aquel
estante, v asimismo
le cambiaba su
título por otro diferente,
y así
incansablemente.
Le contemplé,
confuso, largo tiempo
con la mente reacia
a comprender;
me volví a mi
tratado, del que sólo leyera
unos pocos
renglones; pero ya no encontré
la procesión de
símbolos, portadora de dichas:
aquel mundo de
signos, en el que apenas habíame adentrado,
parecía haber huido
de mí, haberse disuelto
apenas revelada la
rica significación del universo.
Sí; por un instante
creí ver todavía
cómo perdía fuerzas,
giraba, se nublaba
y se desvanecía sin
dejar otro rastro
que los reflejos
grises del nudo pergamino.
Sentí una mano que
se apoyaba en mi hombro;
volvíme: el solícito
anciano se hallaba a mi lado.
Me puse en pie, El,
sonriendo, cogió mi libro
(un estremecimiento
-helado escalofrío-
se adueñó de mi
alma),
y, aplicándole al
lomo la esponja de su dedo,
el titulo borróle;
incontinenti,
con pluma
concienzuda de calígrafo,
en el lugar del
viejo escribió un nuevo titulo,
grávido de problemas
y promesas
-flamantes,
novísimas refracciones
de las más rancios
problemas-.
Y luego, silencioso,
partióse con su
pluma y con mi libro.
Herman Hesse
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Era la biblioteca. Altos muebles de
palisandro negro, con incrustaciones de cobre, soportaban en sus anchos
estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las
estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte
inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y
extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían
acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso
de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de
publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La
luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en
las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con
una real admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas
podía dar crédito a mis ojos
-Capitán Nemo -dije a mi huésped, que
acababa de sentarse en un diván-, he aquí una biblioteca que honraría a
más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta
biblioteca pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.
-¿Dónde podría hallarse mayor soledad,
mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar tanta calma en su
gabinete de trabajo del museo?
-No, señor, y debo confesar que al lado
del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o siete mil volúmenes,
¿no?
-Doce mil, señor Aronnax. Son los
únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acabó para mí el
día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel
día compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde entonces
quiero creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor
profesor, esos libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda
libertad.
Di las gracias al capitán Nemo, y me
acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de
ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no
vi ni una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba
allí severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos
aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos,
se hallaran clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el
capitán del Nautilus debía leer corrientemente los volúmenes que su mano
tomaba al azar.
Entre tantos libros, vi las obras
maestras de los más grandes escritores antiguos y modernos, es decir, todo
lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la poesía,
la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde Jenofonte
hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los principales
fondos de la biblioteca estaban integrados por obras científicas; los
libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de
geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio
que las obras de Historia Natural, y comprendí que constituían el
principal estudio del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de
Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sainte-Claire Deville, de
Chasles, de Milne-Edwards, de Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de
Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de
Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de
diferentes sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar,
los dos volúmenes que me habían valido probablemente esa acogida,
relativamente caritativa, del capitán Nemo. Entre las obras que allí vi de
Joseph Bertrand, la titulada Los fundadores de la Astronomía me dio
incluso una fecha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de
1865, pude inferir que la instalación del Nautilus no se remontaba a una
época anterior. Así, pues, la existencia submarina del capitán Nemo no
pasaba de tres años como máximo. Tal vez -me dije-; hallara obras más
recientes que me permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía
mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise
retrasar más nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.
Julio Verne 20000 leguas de viaje submarino
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Este
bibliotecario de la figura enteca,
de ojos adormilados y ridícula facha,
que con lecturas clásicas su cacumen empacha,
solemne y taciturno vive en la biblioteca.
Su faz
descolorida parece una hoja seca,
que sólo se enrojece en cuanto se emborracha,
y andando entre los libros como una cucaracha,
se ha quedado ya el pobre con la cabeza hueca.
Marcha
por las aceras con andares pausados,
saludando a las gentes con gestos estudiados,
que son un fiel trasunto de su pedantería,
y a
veces, ante un grupo sentado en una banca,
en actitud de dómine, de improviso se arranca
con una perorata sobre filosofía.
Ernesto
Albertos Tenorio
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Estoy sentado en una pequeña habitación, una de cuyas
paredes está totalmente cubierta de libros. Es la primera vez que tengo el
placer de trabajar con algo que parezca una colección de libros. Puede que
en total no sean más de quinientos, pero en su mayor parte representan mis
propias preferencias. Es la primera vez, desde que iniciara mi carrera
como escritor, que me hallo rodeado por un buen número de los libros que
siempre ansiaba poseer. Sin embargo, considero que el hecho de que en el
pasado haya realizado la mayor parte de mi tarea sin ayuda de una
biblioteca fue más una ventaja que una desventaja.
Una de las primeras cosas que asocio con la lectura de
los libros es la lucha que he debido librar para obtenerlos. No poseerlos,
advierto al lector, sino tenerlos a mi alcance. Desde el momento en que
esta pasión hizo presa en mi ser, no encontré otra cosa que obstáculos.
Los libros que buscaba en la biblioteca pública siempre estaban cedidos,
y, por supuesto, jamás tuve el dinero necesario para comprarlos. Obtener
permiso de la biblioteca de mi barrio —tenía en esa época de dieciocho a
diecinueve años de edad— para que me entregaran una obra tan
“desmoralizadora” como The Confession of a Fool (La Confesión de un loco),
de Strindberg, fue sencillamente imposible. En esa época los libros
prohibidos para la gente joven eran decorados con estrellas —una, dos o
tres— según el grado de inmoralidad que se les atribuía. Sospecho que
todavía sigue este procedimiento. Ojalá sea así, porque no conozco nada
mejor calculado para satisfacer el propio apetito que esta estúpida
clasificación y prohibición.
Henry Miller (1950)
Los libros en mi vida
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EX
LIBRIS
Tomo de
antiguo cuño, que tenía
Olor a moho, y a ratón, y a cera.
No sé por qué, temblando, día a día
Yo lo abría en la página primera.
Allí estaba, con rara ortografía,
Escrito el nombre de la obra. Y era
Debajo de él una litografía,
Quizás de alguno que murió en la hoguera.
Calzaba, con la punta hacia adelante,
Una capucha como la del Dante.
Un aire de perfidia y de sarcasmo
Roía sus facciones aguzadas.
Y al pie, entre dos serpientes enlazadas,
Esta palabra misteriosa: Erasmo .
Horacio
Rega Molina
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FIN DEL MUNDO DEL FIN
Como los escribas
continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de
oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de
escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las
máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las
bibliotecas desbordarán de las casas; entonces las municipalidades deciden
(ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para
ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los
mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros
como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en
cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y
entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol,
apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden
despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y
hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin
tregua porque la humanidad respeta las vocaciones y los impresos llegan ya
a orillas del mar. El presidente de la República habla por teléfono con
los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar
al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas
las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos
precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios, etcétera. Esto
permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve
a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene
fondo y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos,
primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta
consolidante, y por fin como un piso resistente, aunque viscoso, que sube
diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie.
Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva
distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas
repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras
repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones, etcétera. El
agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que
antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta
aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las
grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta
nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se
deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los
mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben
millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría.
Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y
casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y
casinos, donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente
climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos
impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la
pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los
antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta
van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando
hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la
tinta escriben con lápiz, etcétera; al terminarse el papel escriben en
tablas y baldosas, etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de
intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelineas, o se borra
con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los
escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los
impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos
mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada
a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos, o sea los
transatlánticos, donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas
y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla,
de presidente a presidente y de capitán a capitán.
CORTÁZAR, Julio.
Historias de cronopios y de famas. Barcelona: Edhasa, 1998.
144 p. ISBN: 84-350-1512-2
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FRANCISCO COLUMNA de CHARLES NODIER (incompleto)
I
Es posible que se acuerden
ustedes del abate Lowrich, con quien nos hemos encontrado en Ragusa,
Espalatro, Viena, Munich, Pisa, Bolonia, Losana… Es un hombre excelente,
saturado de erudición, que sabe una porción de cosas que nos agradaría
olvidar si las supiésemos como él: el nombre del impresor de un libro
pésimo; la fecha en que vino al mundo un necio, y otras mil
particularidades del mismo jaez. El abate Lowrich tiene la gloria de haber
averiguado el nombre auténtico de Kuicknackius, que se llamaba Starkius,
pero que no fue –salvo el parecer de ustedes- el Polycarpus Starkius que
escribió ocho endecasílabos impecables acerca de la tesis de Kornmannus
De vitibus et doctrina scarabaeorum,
sino Martines Starkius, que escribió treinta y dos endecasílabos acerca de
las pulgas.
Aparte esto, el abate Lowrich merece ser conocido y estimado; tiene
ingenio, corazón y pone grande y activa diligencia en servir a los amigos,
y a más de estas bellas cualidades posee una imaginación rara y viva, que
da atractivo a su conversación, salvo cuando se engolfa en el piélago de
las nonadas de biografías y bibliografías. Yo sé a qué atenerme respecto
de este inconveniente, y cuando en mis continuos viajes por Europa
encuentro al abate corro a él en cuanto le veo, y aún no hace tres meses
que le vi.
Había yo llegado tarde al Hotel des
Deux-Tours, de Treviso; así que no tuve tiempo de poner el pie
en la villa. A la mañana siguiente, cuando bajaba la escalera, vi delante
de mí una de esas figuras singulares que tienen fisonomía de cualquier
lado que se las mire. Un sombrero cual no hay otro, puesto en la cabeza
como nadie se lo pone; una corbata roja y verde anudada al cuello de modo
que por un lado sobresalía tres o cuatro pulgadas de la levita y por el
otro no se veía; un pantalón no bien cepillado en una pierna, sucio en la
otra y levantado coquetonamente su extremo sobre el tirante de la bota, y,
por fin, la cartera inmensa, la cartera inseparable, bien atestada de
títulos de libros, de noticias, de papeletas, de planos, de croquis, de
tesoros valiosísimos para el erudito, pero que un trapero no recogería.
Imposible equivocarse; aquél era Lowrich.
-¡Lowrich! –grité, y al instante nos abrazábamos.
-Sé adónde vas –me dijo tras del afectuoso cambio de saludos, y me indicó
que había llegado a Treviso al mismo tiempo que yo-. Preguntaste las señas
de un librero y te dieron las de Apóstolo Capoduro, que vive en la calle
de los Esclavones. También yo voy a su casa, aunque sin ilusión alguna,
porque visité dos veces su tienda en estos diez años últimos sin hallar
otros libros viejos que las novelas del abate Chiari. La librería de viejo
está perdida, muerta por completo, aniquilada; vinieron ya los tiempos
bárbaros. ¿Tienes algo raro que pedirle?
-Te confieso –respondí- que me iré disgustado del norte de Italia si no
logro llevarme el Sueño de Polifilo,
del cual me dijeron que era cosa muy seria, y que si se le encontraba en
alguna parte sería en Treviso.
-¡Si se le encuentra en alguna parte! –exclamó con prudente reticencia-.
Porque el Sueño de Polifilo,
o la Hypnerotomachia, para
hablar con mayor claridad, de fray Francisco Columna, es uno de los libros
viejos que los bibliógrafos designan con esta frase exacta:
Albo corvo rarior. Lo que sí
te aseguro es que si este cuervo blanco está en alguna pajarera, y no es
posible dudarlo, no es de seguro en la de Apóstolo. Tan seguro estoy, que
podría jurar por los manes de Manucio, a quien Dios tenga en su santa
gloria, que si el perillán de Apóstolo consigue proporcionarte un ejemplar
de la Hypnerotomachia con
la fecha buena, que es la de 1499 (las demás ediciones entran en la
categoría de los libros mediocres) quiero y puedo hacerte tal regalo a
expensas de mi bolsillo, al que tal acto de munificencia no le ocasionará
gran quebranto.
II
-¡Ay! –respondió-. Corremos
malos tiempos y el dinero anda escaso. En algún tiempo hubiera pedido por
él cincuenta cequíes al príncipe Eugenio, sesenta al duque de Abrantes y
ciento a un inglés, pero hoy no tengo más remedio que venderle por
cuatrocientas tristes libras milanesas, que suman exactamente
cuatrocientas pesetas, y de ahí no rebajo ni diez cuartos.
-¡Que cuatrocientas ratas famélicas roan todos tus libros desde el primero
hasta el último¡ -exclamó, furioso, Lowrich-. ¿Cómo demonios te atreves a
pedir cuatrocientas libras por este mal libraco?...
-¡Un mal libraco! –interrumpió Apóstolo, no menos sulfurado que el abate-.
Una edición príncipe de 1467, la primera de Treviso, una obra maestra de
tipografía, con grabados cuyos originales no pueden ser sino del mismo
Rafael; una obra admirable de autor ignorado hasta la fecha, a pesar de
las investigaciones de los eruditos; un ejemplar único o casi único, cuya
existencia hasta usted, señor abate, desconocía… ¡Y a esto le llama usted
mal libraco!
La furia de Lowrich habíase calmado mientras hablaba Apóstolo con tanta
vehemencia. Habíase sentado tranquilamente, quitado el sombrero, dejándole
en la mesa del librero, y se enjugaba el sudor como hombre agobiado de
cansancio que encuentra un lugar adecuado para reposar a gusto.
-¿Has concluido, Apóstolo? –dijo en tono tranquilo, que ocultaba una
alegría maligna-. Es lo mejor que puedes hacer por tu reputación y por tus
intereses, porque en cuatro palabras que dijiste largaste cuatro tonterías
de a folio, y a poco que hubieses seguido no me hubiera sido posible
recoger todas una por una, con lo cual no tendríamos tiempo para ocuparnos
de tu folletín.
Primera tontería: No es verdad que este libro sea una primera edición
impresa en Treviso el año 1467, porque es una edición estampada en Venecia
el año 1499, a la que se sustrajo la hoja última para engañarte acerca de
la data, y no me fijé antes en tal defecto, que reduce en una mitad el
valor del libro. Por dicha tuya, yo puedo remediar este daño, porque la
casualidad hizo que días atrás encontrase entre unos papeles de embalar
esta hoja preciosa, que guardé para una ocasión que no creí tan próxima.
Luego hablaremos del precio a que he de cedértela.
Esto diciendo, el abate sacó
de la enorme cartera la preciosa plagula y la colocó cuidadosamente en el
ejemplar.
-En efecto –dijo Apóstolo-,
el folio casa bien en el libro, y he de confesar que cambia mucho su
mérito. ¿De dónde saqué yo que ésta fuera la primera edición de Treviso?
-Dejemos eso –repuso Lowrich-
porque aún no hemos terminado.
Segunda tontería: No es verdad que los dibujos del libro puedan ser de
Rafael, lo mismo si la edición es de 1467 que si lo es de 1499, como te he
demostrado. Rafael nació en Urbino el año 1483, como sabe todo el mundo,
es decir, diez y seis años después de concluido el manuscrito, que lo fue
en 1467, y ni aun los idólatras de este pintor sublime pueden suponer que
dibujase con tanta corrección y tanta elegancia diez y seis años antes de
nacer. Es otro Rafael quien dibujó tan bellas cosas, y a éste, insigne
Apóstolo, sólo yo le conozco… Espera un poco, que aún no van más que dos.
III
Tercera tontería: No es verdad que el nombre del autor de
este libro sea desconocido de todos los eruditos, sino que, por el
contrario, todos los sabios saben, y la mayor parte de los ignorantes no
ignora, que lo escribió Francesco de Colonna o de Columna, fraile dominico
del convento de Treviso, donde murió el año 1467, aunque algunos biógrafos
atolondrados le confundan con el sabio doctor, casi homónimo suyo,
Francesco de Colonia, que murió sesenta años después. Por cierto que los
dos están enterrados a pocos pasos de tu tienda. Y después de esto que te
digo, Apóstolo, me excusarás la demostración de la cuarta equivocación,
mayor que las tres anteriores, porque suponías que yo ignoraba la
existencia de este magnífico libraco, y no sé qué me contiene, porque
podría demostrarte que hasta me lo sé de memoria.
-¡Eso no! –exclamó vivamente Apóstolo-. Y le desafío a
usted a hacerlo, porque está escrito en un lenguaje tan heteróclito, que
ninguno de mis amigos de Treviso, de Padua, ni de Venecia se atrevió a
descifrar ni siquiera una página; y si, como usted dice, se lo sabe de
memoria, me avengo a regalárselo, de bonísima gana desde luego, por sus
buenas enseñanzas. Iba a publicar el anuncio del libro en la Gaceta
Literaria del Adriático con los méritos que les dije, y ello me
hubiera hecho perder para siempre mi alta y buena reputación de librero
entendido.
-Lo que tú mismo acabas de decir respecto del raro estilo
del autor y de las vanas tentativas de tantos doctos como quisieron
interpretarlo demuestra que me pides una comprobación fastidiosa e
ingrata, que además nos ocuparía todo el día. ¿Y qué sería del folletín si
yo recitase toda la Hypnerotomachia desde el alfa a la
omega. Acepto el desafío si te contentas con una prueba no menos
decisiva, aunque más fácil y expeditiva. Los capítulos del libro son harto
numerosos para cansar tu paciencia; pues bien, me comprometo a decirte
sucesivamente las iniciales de cada uno, empezando por el primero, que
ahora tienes bajo el dedo.
-Está dicho –replicó Apóstolo-. ¿La primera letra del
primer capítulo?
-Una P –contestó el abate-. Busca el segundo.
La letanía era larga, pero Lowrich fue diciendo las
letras iniciales de los treinta y ocho capítulos sin equivocarse ni una
sola vez.
-Adivinar una letra entre las veinticuatro del abecedario
puede ocurrir por un azar grande y sin que el diablo intervenga en el
asunto –hizo observar con tristeza Apóstolo-; mas para acertarlas treinta
y ocho veces seguidas es necesario algo así como jugar con dados falsos.
Tenga usted el ejemplar, señor abate, y no hablemos más del asunto.
-¡Líbreme Dios de abusar de tu candorosa inocencia, oh
fénix de los bibliófilos! Lo que acabas de ver no es mas que una tranpa
casi indigna de un niño de la escuela. Has de saber ahora que el autor del
libro quiso encerrar su nombre, su profesión y su amor en las iniciales
que forman una frase cuyo secreto te recomiendo que no le preguntes a la
Biografía Universal de París, porque perderías la apuesta que acabo
de ganarte. La frase sencilla y conmovedora es ésta, fácil de retener:
Poliam frater Franciscus Columna peramavit, o sea: “El hermano
Francisco Columna adora a Polia.” Y ahora sabes acerca de este punto tanto
como Bayle y Próspero Marchand.
VI
Polia de los Poli, de quien
acabamos de hablar, vivía en el palacio de Pisani porque su prima la había
convidado a pasar allí las alegres semanas del Carnaval. Contaba ocho años
menos que Leonora, era aún más hermosa que ésta, y, como tantas otras
jóvenes de alto linaje, gustaba de los estudios serios y aprovechaba su
residencia en la capital del mundo del saber para adelantar en
conocimientos que hoy son extraños a su sexo, y el hábito de las
meditaciones graves había puesto en su rostro algo de austero y de glacial
que muchos tomaban por orgullo. Lo que en verdad no extrañaba a nadie,
porque Polia era el último vástago de la antiquísima familia de Lelia de
roma, descendiendo, por tanto, de Lelius Maurus, fundador de Treviso.
Además habíala educado un padre altanero y despótico, tan celoso del
esplendor de su casa o dinastía, que hubiera estimado como vergonzoso el
matrimonio de Polia con el primer príncipe de Italia. Sabíase asimismo
que, por los tesoros de que algún día sería dueña, igualaba su dote al de
una reina. Polia otorgó a Francesco algunos testimonios de benevolencia
casi afectuosa en las primeras conversaciones; después se retrajo poco a
poco, hasta mostrarse casi severa, por no decir desdeñosa, y cuando
Francesco dejó de visitar el palacio de Pisan élla ni aun le miraba.
Ocurría todo esto en el mes de febrero del año 1466. La primavera, tan
precoz en esta bella región, había adelantado sus espléndidos dones. Polia
se preparaba para volver a Treviso, y su prima menudeaba las fiestas para
hacer más grata su estancia en Venecia y retrasar la partida de Polia. Se
señaló un día para pasear en góndolas por el canal grande y por el brazo
ancho y hondo que separa la villa soberana de las soledades del Lido.
Leonora Pisan no había olvidado convidar a Francesco, con una carta en que
le dirigía tan amables y sentidas quejas por su alejamiento, que el joven
no vio coyuntura para desatender la invitación. Además, y como queda
dicho, Polia estaba a punto de volver a Treviso, así que puede sospecharse
que Francesco quería volverla a ver, aun afrontando la acostumbrada
frialdad con que le acogía, porque se persuadía cada vez más que cambio
tan brusco y extremado, aquella mudanza caprichosa, debería tener alguna
causa que no fuese el odio.
Y se encontró a la hora fijada para la reunión en la escalinata del
palacio de Pisan, de donde saldrían las góndolas. Las damas, enmascaradas
todas y cubriendo sus cuerpos con dominós iguales, salieron en tropel al
vestíbulo a la señal convenida para elegir, según era uso y con la
decorosa familiaridad que autorizaba el disfraz, el compañero que las
agradase más para el paseo. Esta manera de hacer, más graciosa y hasta
mejor entendida que la de nuestros bailes y tertulias, tiene también menos
riesgos, porque las mujeres nunca cuidan tanto de su buena reputación como
en las ocasiones rarísimas en que esta reputación depende de ellas mismas.
Francesco esperaba inmóvil, mirando al suelo, a que alguna dama se
acordase de él cuando una mano lindísima le cogió del brazo. Recibió a la
desconocida con solicitud respetuosa y llena de modestia, y del brazo la
condujo a una de las góndolas que esperaban a las gentiles parejas. Poco
después la graciosa flotilla bogaba al ruido cadencioso de las remos sobre
las aguas tranquilas, que antes parecían un espejo.
La dama, que se había sentado a la izquierda de Francesco, estuvo callada
largo rato, cual si hubiera de reflexionar y de hacerse dueña de sí misma
antes de hablar; después desató las cintas del antifaz, dejando que éste
cayese sobre su espalda, y miró a Francesco con la serenidad dulce y seria
que da a los espíritus el pleno dominio de sí mismos. ¡Era Polia!
Estremeciese Francesco y sintió que corría por su cuerpo un escalofrío,
porque, en verdad, casi no daba crédito a lo que veían sus ojos. Después
inclinó la cabeza y con una mano se tapó los ojos, como temiendo cometer
una profanación si miraba a Polia tan de cerca.
VII
- El antifaz es inútil dijo
la bella-; y no hay razón alguna que me ordene conservarle, aunque la
costumbre lo autorice, porque mis sentimientos son tan puros que no me
ruborizará expresarlos, y porque mi amistad hacia vos me manda hacer lo
que hago. No os extrañe, Francesco prosiguiótras un momento de silencio-
oírme hablar de esta amistad después de que tantos días de desdén os
pudieron hacer dudar de élla. Mi sexo está sometido a leyes de recato que
no le toleran ni aun dejar traslucir a las gentes sus legítimas y nobles
simpatías, y en verdad que nada hay tan difícil como fingir en la medida
justa una indiferencia que el corazón no siente. Hoy mismo voy a dejas
Venecia, y aunque el Destino hace que haya de vivir cerca de vos, es harto
probable que no volvamos a vernos. En lo futuro no habrá entre nosotros
otra comunicación que el recuerdo, y no quiero que nos separemos dejándoos
una idea equivocada de mí y llevándome yo una idea penosa e inquietadora
que turbaría la tranquilidad de mi vida. Lo primero lo hice con esta
explicación que os debía; lo segundo, o sea mi tranquilidad, la espero de
una confidencia que acaso me debéis. Mas no os alarméis, Francesco; vos
habéis de ser el único juez que resuelva.
Hacía tiempo que Francesco
se atrevía a poner sus miradas en Polia y recogía ávido sus palabras.
- ¡Ah, señora! exclamó-.
¡Bien sabe Dios que mi alma no tiene ningún secreto que no os sea
conocido!
- Vuestra alma oculta un
secreto replicó Polia-, un secreto que entristece a vuestros amigos y que
algunas de las personas que os quieren bien desean conocer. Reunís todas
las circunstancias que presagian un provenir dichoso: juventud, genio,
saber y hasta la gloria, y, no obstante, vivís entregado a las languideces
de una tristeza misteriosa; os consumís en un anhelo recóndito; tenéis
abandonados los trabajos que labraron vuestra reputación; huís de las
gentes que os buscan para ocultar en soledades casi inaccesibles los días
que tantos bienes deberían embellecer, y, por último, se dice que estáis
cerca de romper con la sociedad de los hombres para recluiros en un
convento. ¿Es cierto lo que digo?
Francesco parecía agitado
por mil emociones encontradas, y necesitó algún tiempo para cobrar ánimos.
- Sí, señora respondió-;
todo es verdad, o lo era esta mañana. Un acontecimiento posterior cambió
mis ideas, aunque no mi resolución. Entraré en un convento, y este
designio mío es irrevocable, mas entrarécon el alma llena de consuelo y de
gozo, porque hora mi vida está completa y no concibo que haya una en el
mundo a la que pueda envidiar. Nací pobre y obscuro, pero más fuerte que
mi destino; sólo vi mi desdicha cuando mi corazón cayóen un vacío sin fin.
Mas este vacío se ve ahora colmado con una esperanza deliciosa: ¡Vos os
acordaréis de mi!
Polia le miró dulcemente.
- No quiero dijo- ver en
vuestras palabras un mero juego de la imaginación ni una de las aduladoras
condescendencias con que la urbanidad paga la buena amistad. Me parece que
este lenguaje artificioso de las gentes frías está de más entre nosotros.
Creo que comienzo a comprender en parte las cosas que me habéis dicho y
hasta vuestra resolución; pero añadió sonriente- no lo comprendo bien
todo.
- Pues ahora lo
comprenderéis contestó, exaltado, Francesco-, porque os lo voy a decir
todo. Y habréis de perdonarme la turbación y aun lo premioso de mi
palabra, porque de todas las circunstancias de mi vida es ésta la que
menos pude sospechar. La precaria situación en que nací, sin padres, sin
protectores, casi sin amigos y despojado de un nombre brillante y de una
fortuna independiente, bastaría para explicar mi natural melancolía. ¡Quécruel
confidencia ésta de mi desgracia, que ya encontré en la cuna y me persigue
toda la vida! Y así esta idea es la primera de que hube de darme cuenta.
Yo debía pagar la deuda material de mi gratitud antes de pensar en mí, y
no necesito deciros que lo hice. Entonces crecieron mis bríos y me
inquietaron poco la grandeza y la opulencia desaparecidas. Y llegué a más;
llegué a congratularme algunas veces, en mi orgullo de niño, de debérmelo
todo a mi mismo, porque de este modo algún día la familia que me rechazaba
envidiaría el esplendor del apellido repudiado. Mas todo ello no era sino
ilusión de la inexperiencia y de la vanidad. Un día solo lo destruyó todo,
recordándome mi infortunio y mi obscuridad.
- ¡Ay! prosiguió Francesco-.
Aquí esta el misterio que vuestra benévola curiosidad desea conocer y que
yo recataba cuidadosamente en mi pecho. ¿Y cómo osaré revelaros estos
secretos hondos y tristes que la filosofía y la prudencia miran cual
dolencias pueriles del alma, y de los que tan por encima está la vuestra
para que os dignéis acogerlos con otro sentimiento que la compasión? ¡Amé,
señora!…
IX
-Sí, sí –exclamó exaltada-;
Dios no instituyó sacramento más santo e inviolable. Así es como un amor
cual el vuestro supo conciliar sus esperanzas y sus deberes en un himeneo
del corazón que el resto de los humanos no conocen, y vuestra esposa en el
cielo os hablaría como yo os hablé si élla os hubiese oído.
-Élla ha oído, Polia –dijo Francesco, dejando caer su cabeza entre las
manos y llorando.
-¿De modo –añadió Polia cual si no hubiese oído las últimas palabras- que
dentro de tres días entráis en una de las órdenes religiosas de
Venecia?...
-De Treviso –repuso Francesco-. ¡No quise vedarme la dicha de verla aún
algunas veces!
-¿De Treviso, Francesco,
donde no conocéis a nadie sino a mí?...
-¡A vos!
En aquel momento, la mano de la doncella se enlazó con la del joven
pintor.
-No nos habíamos fijado –dijo Polia sonriendo- en que la góndola está ya
de vuelta en el palacio. Pero ya nada más tenemos que decirnos en la
tierra. Sin embargo, nuestro último adiós es dulce, porque nos hemos
comprendido; nuestra próxima entrevista será aún más dulce.
-¡Adiós, hasta nunca! –dijo
Francesco.
-¡Adiós, hasta siempre!
–contestó Polia, que se colocó de nuevo el antifaz y dejó la góndola.
Al día siguiente Polia estaba en Treviso. A los tres días sonaba en el
convento de los Dominicos la campana emblemática que anuncia la profesión
de un nuevo religioso y su muerte para el mundo. Polia pasó todo el día en
su oratorio.
Francesco se acomodó fácilmente a su nueva vida. A veces consideraba su
entrevista con Polia cual un sueño; mas lo frecuente era que recordase
hasta el menor detalle con alegría de niño, y llegaba hasta a felicitarse
en su desgracia de haber inspirado un amor que no podía temer en lo más
mínimo ni las vicisitudes de la edad ni las mudanzas de la fortuna. A poco
supo compartir los días entre los deberes religiosos y sus ocupaciones de
artista laborioso, unas veces pintando aquellos frescos puros e ingenuos
que aún se admiran en el convento de los Dominicos, aunque la orgullosa
suficiencia del arte moderno los haya dejado estropear, y otras veces
reuniendo en un libro, objeto favorito de sus estudios, todas las
impresiones de su genio y, sobre todo, de su amor.
Tomó como cuadro de esta obra vasta y extraña, en la que esperaba revivir
por entero, la forma un poco vaga de un sueño, y nada más adecuado, según
él, para representar, en su confusión aparente, el encadenamiento fortuito
de las ideas de un solitario entregado a sus pensamientos.
Se sabe que en uno de los momentos en que le era permitido cambiar con
Polia algunas palabras de ternura, recibió de ésta la seguridad de que
aceptaría la dedicatoria del extraño poema, y hasta dicen que élla misma
le ayudó con sus consejos. Por esto renunció desde luego a servirse de la
lengua vulgar con que le había comenzado (lasciando il principiato stilo)
para entregarse a aquella lengua, para lo que no tuvo ni modelo ni
imitadores, que surgía al correr de su pluma de doctísimo enamorado de la
antigüedad.
Un año llevaba en estos trabajos llenos de ilusión, y acababa de dar la
última mano a su libro, cuando por los muros del convento se filtró la
nueva que más podía lacerar el corazón de Francesco. El joven Antonio
Grimani, más tarde almirante y dux de la República y a la sazón uno de los
jóvenes más brillantes de la alta nobleza, la esperanza más alta de
Venecia, había pedido la mano de Polia, y se decía que le había sido
otorgada.
Aquel mismo día era el señalado para que Francesco entregara el libro a
Polia. Se hizo superior al tremendo golpe, marchó al palacio y se detuvo
en el dintel de la habitación.
-Venid, hermano –dijo Polia cuando le vio-, venid a comunicarme los
secretos maravillosos de vuestro arte, tesoro que la humildad cristiana
rehúsa al mundo y del cual nos hacéis confidente.
Al propio tiempo con el gesto ordenó a sus gentes que salieran, y
Francesco quedó solo con élla.
Desfallecieron sus piernas, un sudor frío corrió por su frente, latió
violento su corazón y su pecho se hinchó cual si fuera a estallar.
Polia levantó los ojos del manuscrito para mirar al fraile. La palidez de
Francesco, el cerco amoratado de sus ojos, donde aún había señales de
llanto; el temblor convulsivo de sus manos, lívidas y caídas, le dijeron
lo que pasaba en el corazón de su amado. Sonrió con orgullo.
-¿Habéis oído hablar de mi cercano matrimonio con el príncipe Antonio
Grimani?
-Sí, señora –respondió Francesco.
-¿Y qué habéis pensado,
Francesco, de este enlace?...
-Que no hay ningún hombre
digno de unirse a vos; pero que el príncipe Antonio es más digno que nadie
y que tal enlace parece colmar los anhelos de Venecia y… los vuestros.
¡Que seáis dichosa siempre!
-Esta mañana me negué a casarme –replicó Polia.
Francesco miró a los ojos de Polia como preguntando si su boca había
expresado su pensamiento.
-Sabéis bien, como nadie lo sabe –continuó Polia- que mi fe está
comprometida y que lo está irrevocablemente; pero debo disculpar vuestras
sospechas, porque vuestra fe me está asegurada por el sacramento que os
liga al altar y yo no os di una prenda igual. Oíd, Francesco, mañana hace
un año que pronunciasteis los primeros votos, y será en la última misa de
mañana donde los haréis aun más indisolubles reiterándolos ante Dios.
¿Cambió durante este año vuestro modo de pensar acerca de la necesidad de
este sacrificio?
-¡No, Polia, no! –exclamó Francesco, cayendo de rodillas.
-¡Basta! Tampoco cambié yo. Mañana asistiré a la última misa y me asociaré
con todas las potencias de mi alma a los votos que vais a reiterar, para
que sepáis siempre, Francesco, que entre el corazón de Polia y la
inconstancia estarán siempre el perjurio y el sacrilegio.
Quiso contestar Francesco; pero cuando las palabras acudieron a sus labios
Polia había desaparecido.
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GIACOMO
CASANOVA ACEPTA EL CARGO DE BIBLIOTECARIO QUE LE OFRECE, EN BOHEMIA, EL
CONDE DE WALDSTEIN
Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Miradme, he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces, he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor, de Madrid a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.
COLINAS, Antonio.
Sepulcro en Tarquinia
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HIMNO
DE LAS BIBLIOTECAS PROLETARIAS
A
luchar sin descansar,
trabajadores
¡Sí!
Que de la tierra y del mar
seremos vencedores.
A
estudiar para luchar,
trabajadores.
¡Sí!
Que ni en la tierra ni en el mar
quedarán explotadores.
Y en el
viento se sentirá latir
la bandera de la Revolución
¡Compañeros, uníos y seguid
la luz de los vencedores!
Y en el
viento nuestra marcha abrirá
los caminos que van al porvenir
¡Proletarios, en pie para luchar
contra los explotadores!
A
luchar sin descansar,
trabajadores
¡Sí!
Que de la tierra y del mar
seremos vencedores.
¡A
estudiar para luchar,
trabajadores!
Acampemos bajo el sol
de las praderas
¡Sí!
Bajo la sombra y el temblor
de los montes y riberas.
Y a
estudiar para saber
qué son los rios
¡Sí!
Qué son las nubes y el llover,
la luz, el aire y los fríos.
De los
libros recoged y arrancad
letra a letra lo que nos lleve
al fin
¡Camaradas, llegó la pleamar
para la cultura obrera!
¡Todo
es nuestro, las artes,
la razón de la ciencia,
la Historia Natural.
¡Proletarios, repetid la canción
de la primavera obrera!
Acampemos bajo el sol
de las praderas
¡Sí!
Bajo la sombra y el temblor
de los montes y riberas.
!Acampemos bajo el sol de las praderas!
Rafael
Alberti
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Hoy el espacio del lenguaje no está
definido por la Retórica, sino por la biblioteca [...]
Las bibliotecas son el lugar hechizado
de dos dificultades mayores. Los matemáticos y los tiranos, es sabido, las
han resuelto (pero tal vez no del todo). Hay un dilema: o todos estos
libros están ya en la Palabra, y hay que quemarlos; o le son contrarios, y
también hay que quemarlos. La Retórica es el medio de conjurar por un
instante el incendio de las bibliotecas (pero prometiéndolo para dentro de
poco, es decir, para el fin de los tiempos). Y he aquí la paradoja: si se
hace un libro que cuenta todos los demás libros, ¿él mismo es un libro, o
no? ¿Debe contarse a sí mismo como si fuera un libro más entre los otros?
Y si no se cuenta, ¿qué puede ser entonces, él, que tenía el proyecto de
ser un libro, y por qué se omite en su relato, si pretendía hablar de
todos los libros? [...]
FOUCAULT, Michel. "El lenguaje al infinito".
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Iba a llamarla esa noche,
sabía que ella esperaba mi llamada, que volvería sola a su habitación y se
sentaría junto al teléfono, tal como me contarían después sus compañeras,
pero algo se interpuso en mi camino. Qué maravillosa amante era aquel
libro: sabía exactamente cuándo tenía que levantarse la falda. […].
Tom Sullivan, protagonista
de El enigma del cuatro de Ian Caldwell y Dustin Thomason (p. 228).
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LA
BIBLIOTECA
Esta es la vieja biblioteca, que por extraños avatares de
las guerras carlistas vino a parar a este bajo techado de la cámara -y el
escritorio donde se firmaron sentencias de muerte-. Existen tratados de
metafísica, cartularios, manuales de agricultura, poesías completas, odas
y dísticos, mapas con eolos y céfiros. Paso vagamente las páginas. Y las
cierro. Los transporto del estante de la derecha al de la izquierda, del
de la izquierda al de la derecha; saco de alguno de ellos recetas de un
médico, tarjetas enviadas por un confuso individuo a su mamá desde
Solingen. Voy a mirar los cepos. Vigilo la parada del agua. Hago café.
Subo de nuevo hasta el desván. Me detengo en el rellano. Olvidaba la
llave, la llave de la cripta, donde se amontonan las mecedoras. He
contemplado fijamente los libros. Están los gruesos, los más gruesos, los
crujientes, los blandos. Fijamente los he contemplado, los blandos, los
más blandos. Los he vuelto a amontonar y arrojar en los cestos una vez y
otra, como medidas de áridos. A veces me detengo junto a la biblioteca,
esa es la verdad, le doy algunas vueltas, manoseo su mapamundi, Los Nueve
años de vida errante, de Cabeza de Vaca, el Fuero Juzgo. Y los transporto
del estante de la derecha al de la izquierda, del de la izquierda al de la
derecha.
César
Simón
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LA
BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA
En estas bibliotecas
tan infinitas como
hace milenios lo fue la de Alejandría,
adorada Alba
¿dónde quedarán
estos versos?
es decir,
¿En qué diminuto
estante
de una más diminuta
sección
de la biblioteca más
extensa del universo
mi único libro de
poemas que escribí para ti?
Y mi nombre ¿quién
acaso lo recordará
cuando a la
velocidad de la luz
en un archivo
igualmente sólo de luces
alguien pase sin
siquiera teclear nunca
el título de este
poema
quedar iluminado o
indiferente
por alguna línea
pasajera?
¿Y quién será por
casualidad
-dentro de una
millonésima de probabilidades-
el pasajero virtual
que hojeará al azar
en una pantalla de un computador
alguna vez
en el año 3492
aquel perdido libro
mío
y mire (pero no lo
leerá) despreocupado quizás
lo que escribí
pensando en ti?
[...]
Javier Campos
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LA
BIBLIOTECA
Parecía una araña seca, de esas que cree uno que se van a mover, pero que
después se ve que están muertas. Él había tramado toda aquella colección
de libros que le envolvían, y, sin embargo, estaba muerto en medio de
ellos. A la araña le sirve por último de mortaja su propia tela.
- Doctor, doctor… Yo me siento seco por dentro, completamente seco… No
puedo ni tragar un poco de saliva de vez en cuando, esa poca saliva que es
como el petróleo de nuestra vida.
- ¿Es que lee usted mucho? ¿Es que se está usted hasta las altas horas de
la mañana trabaja que trabaja?
- Le voy a ser a usted franco… No… Estoy aquí siempre, sí, pero descabezo
muchos sueños sobre los libros, y, sobre todo, miro sus lomos como el
viejo verde que va a ver muslos de bailarinas a los Kursales.
- ¿Qué calefacción tiene usted?
- Calefacción por agua caliente.
- Entonces no es eso… ¿Es usted casado y vive una vida de pequeñas
ruindades y mezquindades al lado de su esposa?
- No. Tampoco… Yo no soy más que un viejo lector… He coleccionado mis
libros y nada más.
- ¿Y qué otros síntomas siente usted?
- Yo sólo siento que me van enterrando los días, que la tierra y el polvo
me envuelven, que la caspa del tiempo cubre mi cabeza y me abruma…
Por las vidrieras herméticas entraba, tiñéndose con los colores de los
cristales, una luz viva morada y rubia.
Los estantes de las librerías eran muy hondos y se quedaban con toda la
luz, con los ruidos, con las palabras. Era como opaca y sorda la
habitación por causa de las grandes librerías.
No sé por qué, mirando las librerías ya tuve la sospecha de que de
aquellos recodos oscuros procedía aquella enfermedad que iba
desustanciando y arruinando al pobre viejo.
Me acerqué a los estantes y quité un montón de libros de su sitio. Detrás
había la espesa pelusa del polvo, esa lana que da como los carneros.
- ¿Pero cuánto tiempo hace que no limpian esta biblioteca?
- Muchos años… Porque no dejo que lo hagan, porque me lo desarreglarían
todo.
- Deje que lo desarreglen… Esas apretadas anginas que usted padece, esa
sequedad, ese empolvamiento interior en que siente usted que va siendo
enterrado, todo eso procede de este polvo sutil que hay detrás de las
librerías… El polvo peor del mundo, el más maligno, el más fino, el que
sabe colarse mejor en el alma y ahogarla como una polilla, como una
carcoma imposible de extirpar.
Ramón Gómez de la
Serna. 1921
(El doctor inverosímil. Barcelona: Destino, 1981. ISBN:
84.233.1110.4. 239 p.)
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LA BIENVENIDA
Una fanfarria por
los bibliotecarios, en verso-
Sin notas sin valor,
ya florida o escueta-
Es lo que el poeta
se compromete a entregar,
El
alistador-de-palabras, el dador-de-ritmos.
Los libros han
venido, se han marchado y han vuelto de nuevo,
Aunque algunos se
escriban con una pluma virtual.
Conservad vuestros
elzeviros, pero anotad también los títulos del catálogo de Pantagruel:
La gaita de los
prelados, El padrenuestro del simio,
O cualquier otro
monstruo de la lista.
Borges concibió la
gran formación estrellada,
El universo, que no
es sino una biblioteca.
Reunid y dominad sus
infolios infinitos
Y podréis pensar que
conocéis lo que nadie más conoce.
Lo queremos todo; el
universo mismo
Se expande,
¡estanterías más allá de las estanterías que borbotean en el Hubble!
Estrellas que
revientan -de información- -de acceso- al alcance de la mano
Estamos en el límite
mismo de una estación espacial
En la que la
ignorancia no es dichosa, sino drástica,
En la que las curvas
de aprendizaje aprenderán a ser elásticas,
En la que debemos
buscar, encontrar y utilizar las cosas
Que nuestro motor de
búsqueda -¡Oh, tened paciencia!- nos trae.
Digitalizad un Libro
de horas iluminado,
No es lo mismo, pero
ahí esta, es nuestro,
Y los tiempos
muertos hace tanto reviven y nos observan
Mientras
interrogamos sus cálculos.
Páginas, cintas,
discos o medios desconocidos
Reposan en espera
por doquiera una luz se arroje,
Para extender esa
luz y que así todos vean
E ingresen paso a
paso en la inmensidad.
En Glasgow, Londres,
Europa, en todas partes-
Las palabras del
poeta pueden desvanecerse en el aire
Pero son palabras de
bienvenida. Que vuestros congresos
Florezcan reforzados
con los saludos del bueno y viejo Mungo.
Quizá os escucha,
mientras ronca a orillas del Clyde,
Con el árbol, el
pájaro, el pez y la campana a su lado.
Bueno, podéis hallar
su historia en un libro,
En una biblioteca,
si sabéis dónde mirar.
De la celda de Mungo
al ciberespacio, la realidad
Es un tango de
hipertextualidad.
Que tengáis un
hermoso baile esta semana, que liberéis
Vuestros
tesoros-de-palabras, que traigáis vuestros corazones y vuestro surtido
De todo lo que una
biblioteca es capaz de obrar.
Edwin Morgan (trad. provisional de Bibliotecosas) sesión de apertura del
sexagésimo octavo congreso de la IFLA (Glasgow, 2002).
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LA HOJA
Quedará
lo que ella afirma
no lo dice
su decir es no decir
y no decir y no decir
no infinitamente
sino
Tres Veces
tres infinitas veces
En su rostro escribo
y es un rostro sin más rasgos
que mi escritura
que ella tornará
blancor de mente, jeroglífico
de espuma,
nada
Una hoja tras otra
no hacen un árbol
sino un libro un
libro tras otro
no hacen un árbol
sino una colección
de libros Una
colección tras otra hacen
una biblioteca En la
biblioteca dicen
que no hay pájaros
pero yo los he visto
Lo que no he visto
es libros en el bosque
Claro que el bosque
mismo puede considerarse un libro etc.
Etcétera es la única
palabra que la hoja abomina.
Cintio Vitier
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La novela de un exlibris
Carlos Boselli
Trad. del original italiano inédito
por Víctor Oliva
I
Pido venia al lector para
servirle, con el título de novela, una historia verdadera y auténtica, de
cuya veracidad puede convencerse consultando los documentos que encierra
un austero palacio de la ciudad de M...
En estos tiempos caracterizados por la ardiente rebusca de la
originalidad, mientras muchos se afanan, siguiendo trillada senda, en
sacarla del libro ajeno, destilándola y alambicándola con sutil arte, yo
espero poder conseguirla bebiendo en la sencilla fuente de lo verdadero
porque no me siento con fuerzas para alcanzarla de otro modo. ¿No es
cierto que las singulares concepciones imaginativas de novelistas y poetas
son siempre sobrepujadas por las inverosímiles creaciones de la vida de
todos los días? Y la mía es historia reciente: hace pocos meses, los
periódicos de M... publicaron su epílogo, encerrado en cuatro frías líneas
de un suelto de gacetilla.
Después de algunos años de ausencia, volvía en ferrocarril a mi ciudad
natal una noche del pasado otoño, cuando, dos o tres estaciones antes de
apearme, subió y se acomodó en mi departamento un caballero de atractivo
aspecto, grave y distinguido, cuyo único equipaje era un gran paquete de
libros.
No me parecieron desconocidas sus facciones y, mientras le estaba
observando con disimulo haciendo al mismo tiempo memoria, me pareció que
también él me dirigía frecuentes miradas interrogativas.
Poco tardé en reconocerle
como antiguo compañero de colegio, uno de los más inteligentes y
estudiosos, y su encuentro casual en aquella ocasión me pareció de buen
agüero.
Contentos ambos de volvernos
a ver, nos dolimos de que fuese tan corto el trayecto que teníamos que
hacer juntos, y de que nos tuviésemos que separar al llegar a M..., ya que
mi familia me aguardaba en la estación después de largos años de ausencia.
Antes de separarnos nos
despedimos, cambiando la tarjeta de visita y la promesa de un próximo
encuentro.
Pocos días después,
sintiendo deseos de pasar algunas horas con mi antiguo condiscípulo,
busqué su tarjeta, que me había metido en el bolsillo sin ni siquiera
leerla. Decía: "Roberto Garrama,
Bibliotecario del Círculo Filológico de M..., Calle de Roma, 3".
Viendo que aún no habían dado las diez, supuse que podría encontrarle en
pleno ejercicio de su cargo. Me presenté, pues, en el Círculo y allí le
encontré, hojeando un gran incunable.
Me acogió afablemente,
demostrando gran placer al poder pasar conmigo la noche; y quiso
acompañarme al Gambrinus, en donde, entre bock y bock y a los dulces
acordes de la orquesta de las damas vienesas, nos contamos algo de nuestra
vida, evocando, de paso, recuerdo sobre recuerdo de la hermosa infancia y
de la primera juventud.
II
Hijo de un humilde portero,
Roberto, siempre enfermizo, de constitución endeble, pero vigoroso de
inteligencia, trabajador y perseverante, había cursado asiduamente conmigo
los estudios ordinarios, con laudable provecho. Había conseguido después
una colocación de escribiente en las oficinas de un editor famoso, y,
viviendo en la librería, había contraído la primera pasión de su vida: los
libros. Habiendo mejorado de posición con su empleo de bibliotecario en el
Círculo Filológico, conservó su manía por los libros, y, en general, por
los estudios; hasta el punto de que por las noches, en su casa, robaba las
horas al descanso para tomar los libros y aprender algo. Ni bebía, ni
jugaba; no frecuentaba malas compañías; no se le conocían vicios. Sin
ganar mucho, era muy ordenado, sabía vivir parcamente y aun ahorrar; así
se había podido suscribir a periódicos y revistas, había adquirido toda
clase de libros y estudiaba de continuo. Su pasión era tal, que había
llegado, en algunas ocasiones, a privarse hasta de lo necesario, con tal
de adquirir ciertas obras literarias o científicas; su sed de saber era
tan inextinguible como la codicia de la loba de dantesca memoria: de la
paleografía había pasado a la arqueología y a las ciencias naturales,
enamorándose en último término perdidamente de la psiquiatría y de la
sociología. Decía él que tenía el cerebro cuadrado, frío, calculador, de
sabio que no ve más allá de sus libros y de su ciencia, y que está
dispuesto a sacrificárselo todo.
Su única pena era el precio
de los libros: los libros son caros, y, a pesar del ahorro, un empleado a
200 pesetas de sueldo no puede permitirse el lujo de reunir grandes
bibliotecas; y no podía menos de consumirse de rabia cada vez que, al
pasar por delante de una librería, contemplaba obras científicas de precio
inaccesible a sus medios de fortuna.
A medida que mi compañero
bibliómano iba confesándome su idea fija, su psicopatía, me entraba una
gran curiosidad hacia este tipo inofensivo de
mattoide que me recordaba las
historias de hombres insignes explicadas en la escuela para estímulo de
los muchachos. Sentí la comezón de ver su casa, su biblioteca, y no pude
menos de manifestarle mi deseo. Consintió sin gran entusiasmo y poco
después tomábamos la calle de Roma, hacia su casa.
La librería de Roberto Garrama, mucho más rica y hermosa de lo que sus
palabras me habían permitido suponer, ocupaba todas las paredes alrededor
de su escritorio. Encima de cada uno de los cuatro grandes armarios había
unos cartelones, con cuya lectura me esparcí no poco:
"Un livre est un ami qui ne trompe jamais" el conocido
verso de Desbarreaux-Bernard, que el dramaturgo Guilbert hizo estampar en
su exlibris; después una sentencia francesa:
"Celui-là meurt à bon droit desnonoré qui
n'aime pas les livres"; a continuación un proverbio alemán:
"Quien presta libros, pierde libros";
por fin, sobre el armario más alto, leí:
"No presto libros a nadie",
que me recordó la no menos egoísta advertencia de Leclercq a la puerta de
su biblioteca: "Tel est le sort
fâcheux de tout livre prêté, -Souvent il est perdu, toujours il est gâté".
-Admiro,(dije en broma a mi compañero), tu gran franqueza. Puedes estar
seguro de que no te pediré nunca ningún libro. -Mira, he imaginado estas
inscripciones porque la experiencia me ha convencido de que el humorista
inglés Carlos Lamb tenía mil veces razón cuando decía: De los que te piden
libros prestados, algunos los leen con todo aprovechamiento, muchos tienen
intención de leerlos pero no encuentran nunca ocasión propicia, los más ni
leen ni siquiera tienen intención de hacerlo, sino que te piden libros
para que les creas estudiosos y sabios. Por esto, culpa de unos y otros,
sucede con frecuencia que quien presta
libros, pierde libros, según la aforística tudesca.
III
- ¿Una nueva adquisición?
pregunté cogiendo un volumen aún intonso, seguramente de edición reciente,
que brillaba en medio de la mesa. - ¡Ah, sí!... No lo he leído, pero tiene
que ser muy interesante. Es la última novedad de Langenscheidt, el editor
berlinés. ¡Los alemanes, qué bien editan! El título, traducido, suena:
"Memorias del príncipe de los ladrones".
Su autor: el mismo "príncipe" Jorge Manolescu, un rumano que, después de
mil fechorías, se mete a periodista; se dice de él... - Tan interesante
como quieras, (dije interrumpiéndole), pero permíteme decirte que no le
veo la utilidad. Acuérdate del antiguo proverbio italiano
"Non v'è maggior ladro..." -
Eh..!? - "...di un cattivo libro".
Y de aquel otro adagio alemán: "Muchos
libros y poco dinero en los bolsillos". - ¿A qué tales citas?
- No lo tomes a mal, querido; me las ha sugerido este libro, desconocido
para mí, y que puede ser excelente. Además, perdona la rudeza, me asusta
un poco, para un joven en tu situación, una biblioteca tan rica... y
sentiría que acumulases un capital en comida para las polillas, sin pensar
en tu porvenir... - No hay miedo. Recuerdo siempre la prescripción de
Geyler, un alemán del 1500, "Los
libros han atontado a unos y alocado a otros". Yo, en cambio,
estoy en perfecto equilibrio mental, y así espero seguir siempre. Mis
padres han muerto, estoy solo en el mundo y sin intención de crearme una
familia. Soy malthusiano. Gasto en libros lo que ahorro, procurándome
medios de estudiar, abriéndome quizás la senda que ha de llevarme a
producir obras útiles a la humanidad. Porque has de saber que si me
conociste en los bancos del colegio católico y monárquico, me vuelves a
ver ahora ateo y socialista... socialista revolucionario y aún diré, en
teoría, anarquista... - ¿Anarquista?... ¡Me asustas con tu carita tímida
de conservador!
IV
Entre tanto, hojeando
algunos libros esparcidos por la mesa, mis ojos cayeron curiosamente sobre
el exlibris pegado a cada volumen, admirando su negro dibujo y más aún la
singularidad del lema: "La propiété
c’est le vol". - ¡Extraña inscripción has escogido! - No tal,
(repuso Roberto), dadas las ideas que profeso. Si es verdad que la
esclavitud es un asesinato, ¿por qué no debe serlo también que la
propiedad es un robo? Seamos lógicos. ¿La segunda, no es la misma primera
frase, transformada? - Así, para ti, no bastaría demoler reinos y
religiones; para ti la salvaje frase de Proudhon es el evangelio...
Recuerda, sin embargo, que este célebre socialista recibió un bofetón
tremendo de Felix Pyat; pero éste no le dio tan gran disgusto como la
frase con que Pyat lo acompañó: Je
vous le donne, en toute propiété; a la que añadió un testigo
presencial: Il ne l’a pourtant pas
volé. Así al menos lo cuenta D’Estournel en sus
"Derniers Souvenirs". - No
está mal. ¡Se non è vero, è ben
trovato!... Pero debo advertirte que nunca hago ostentación de
mis ideas; dado el cargo que desempeño, esto podría atraerme antipatías. -
Esta diabólica figura representada en la marca de tu biblioteca le hace
más propio, a mi ver, de Roberto el
diablo, que de un pacífico y tranquilo Roberto Gamarra... Y
ahora, sin bromear, temo que revele demasiado tus doctrinas. - ¡No lo
hace; nadie lo ha visto ni lo ha de ver nunca! No presto libros, y mi
librería está herméticamente cerrada a curiosos y a estudiosos. En tu
favor, en concepto de antiguo compañero, he hecho una excepción. - Te lo
agradezco mucho. Debo decirte que admiro en ti más bien al hombre culto
que al socialista. - Las teorías socialistas se han abierto paso en
nuestro país, han dejado de ser patrimonio exclusivo de los exaltados y
hoy son defendidas por honrados y doctos pensadores, en cuyo campo aumenta
de día en día el número de prosélitos. El estado social vigente reclama
una transformación profunda y radical...
V
Iba a internarse en los
meandros de una disquisición sociológica, cuando, afortunadamente, dieron
las doce. Era demasiado tarde; me despedí de Roberto, no sin haberle
pedido un ejemplar de su exlibris, que reproduzco a continuación, pues que
circunstancias desgraciadamente bastante públicas me relevan de toda
reserva y me permiten presentar esta rareza bibliográfica a los lectores
de la Revista Ibérica de Exlibris.
Algunas semanas después,
leyendo la crónica de un periódico, quedéme atónito al ver anunciada la
prisión sensacional del bibliotecario del Círculo Filológico, acusado de
hurto en perjuicio del mismo círculo y de varios particulares.
El detalle que le había hecho traición era una de aquellas ingenuas
imprudencias en que suelen caer un día u otro aun los ladrones más
diestros. Había vendido por 500 pesetas a un anticuario de la ciudad unos
antiguos grabados arrancados de libros del círculo. Tal debía ser el valor
de los ejemplares, que el anticuario creyó de su deber hacer partícipe a
la autoridad judicial de sus sospechas.
Es fácil imaginar mi
dolorosa sorpresa: ¡Roberto Garrama ladrón! Pero ladrón no por deseo de
riquezas ni por locura. Había robado tranquilamente, como un frío
calculador, con perfecta lucidez de espíritu, sin vacilar ni conmoverse ni
cuidarse de lo demás, por un móvil preciso y práctico, como confesó él
mismo cándidamente: ¡comprar libros!
VI
Caso, como puede verse,
interesante entre todos, sobre todo por el carácter verdaderamente extraño
y singular del protagonista, que podría ser excelente tema de estudio para
el Doctor Lombroso; caso tan curioso que hay lugar a preguntarse si
realmente el bibliotecario bibliómano y ladrón fue impelido a robar por
algún otro motivo. Pero no, no hay lugar a duda. Después del robo,
Roberto, metódico y meticuloso como siempre, había anotado en su carnet
una especie de balance preventivo de las 500 pesetas mal adquiridas; era
una lista de las compras en que quería invertirlas:
Una pequeña caja de imprenta, una máquina
fotográfica,; gastos de encuadernación en pergamino; Petzholdt:
“Biblioteca Bibliográphica”; Brunet: “Manuel du libraire et de l’amateur
de livres”; Krafft-Ebing: “Lehrbuch der Psychiatrie”; Kraepelin: “Psychiatrie”;
Schopenhauer: “Le monde comme volonté et comme représentation”.
Se encontraron en su casa cantidad de libros robados de la casa editorial
en que había estado antes empleado, del Círculo Filológico, de amigos y
conocidos que se los habían dejado en préstamo, libros de las materias más
variadas, desde la esgrima a la teología, lo que prueba el eclecticismo
del novísmo coleccionista. Por fin, había también cierto
”Manual de Química” de mi
propiedad, cuya desaparición noté un día en el colegio. En este libro como
en infinidad de otros, se encontró debajo de la marca del ladrón, el
exlibris del robado.
¡Infeliz Roberto! Ahora más que nunca me explico el símbolo de tu atrevido
exlibris, cuyo lema quitaste a Proudhon (menos mal, en cuanto a esto) y
cuyo dibujo, que firmaste Robille, robaste a Roubille.
Más que nunca comprendo como
las “Memorias del príncipe de los
ladrones” pudieran ayudarte en tu innoble empresa y entiendo
maravillosamente el sentido recóndito de tu egoísta lema:
”No presto libros a nadie”. Tú
mejor que nadie, podías conocer la verdad del axioma:
”Quien presta libros, pierde libros”,
y enseñar a Carlos Lamb que existe otra clase de individuos que piden
libros prestados: los que no los devuelven.
Así quedará probado, mal que
pese a Desbarreaux-Bernard, que les
livres sont desamis qui trompent quel que fois, y que sí puede
ser verdad la sentencia: celui-là
meurt à bon droit deshonoré qui n’aime pas les livres, no es
menos cierto que el amor hacia el libro no salva del deshonor; así se
habrá comprobado una vez más la profunda exactitud del aforismo holandés:
no todos los que estudian libros aprenden y se podrá añadir
a la frase de Geyler, los libros han
atontado a unos, alocado a otros, otra oración:
y convertido a otros en ladrones.
Quizás esperabas que la
retórica de los abogados y peritos defensores consiguiese, sino
absolverte, obtener una ligera pena, mientras que te han encerrado, quizá
para siempre, oh desgraciado bibliocleptómano, en tétrico manicomio, donde
pueden darte, para sosegar tu insaciable obsesión, el cargo de
bibliotecario, esta vez sin ningún peligro.
¡Pobre Roberto! Multae te literae ad
insaniam convertunt.
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LA PESADILLA DEL TEÓLOGO
El eminente teólogo
doctor Thaddeus soñó que estaba muerto y se dirigía al cielo. Sus estudios
le habían preparado y no tuvo ninguna dificultad para encontrar el camino.
Llamó a la puerta del cielo y se encontró con un escrutinio más meticuloso
de lo que esperaba.
Solicito la
admisión- explicó- porque he sido un hombre de bien y he dedicado mi vida
a la Gloria de Dios.
-
¿Hombre?- dijo el portero-. ¿Qué es
eso? ¿Y cómo es posible que una criatura tan ridícula como tú haga algo
para promover la Gloria de Dios?
-
El doctor Thaddeus se quedó perplejo. -
No es posible que desconozcas al hombre. Debes saber que el hombre es la
obra suprema del Creador.
-
Lamento herir tus sentimientos- dijo el
portero-, pero lo que dices es nuevo para mi. Dudo que nadie de los que
estamos aquí haya oído jamás hablar de esa cosa que llamas "hombre". Sin
embargo, puesto que pareces afligido, tendrás la oportunidad de consultar
a nuestro bibliotecario.
El
bibliotecario, un ser globular con mil ojos y una boca, bajó algunos de
sus ojos hacia el doctor Thaddeus.
-
¿Qué es esto?- le preguntó al portero.
-
Esto dice ser miembro de una especie
llamada "hombre" que vive en un lugar de nombre "Tierra". Tiene la curiosa
idea de que el Creador se interesa especialmente por ese lugar y esta
especie. Pensé que quizá podrías ilustrarle.
-
Bueno- dijo amablemente el
bibliotecario al teólogo-, tal vez puedas decirme dónde está ese sitio que
llamas "Tierra".
-
Forma parte del Sistema Solar.
-
¿Y qué es el Sistema Solar?- preguntó
el bibliotecario.
-
Pues…- replicó el teólogo- mi campo era
el conocimiento sagrado y lo que preguntas pertenece al conocimiento
profano. No obstante, he aprendido lo suficiente de mis amigos astrónomos
para poder decirte que el Sistema Solar forma parte de la Vía Láctea.
-
¿Y qué es la Vía Láctea?- preguntó el
bibliotecario.
-
Es una de las galaxias, de las que,
según me han dicho, existen unos cien millones.
-
Bueno, bueno - dijo el bibliotecario-.
No esperarás que recuerde una entre un número tan elevado. Pero sí
recuerdo haber oído antes la palabra "galaxia". De hecho, creo que uno de
nuestros bibliotecarios auxiliares está especializado en galaxias.
Llamémosle y veamos si puede ayudarnos.
Poco
después se presentó el bibliotecario auxiliar galáctico, que tenía la
forma de un dodecaedro. Era evidente que en otro tiempo su superficie
había sido brillante, pero el polvo de los estantes le había vuelto
mortecino y opaco. El bibliotecario le dijo que el doctor Thaddeus, al
esforzarse por explicar su origen, había mencionado las galaxias, y
confiaban en que sería posible obtener información al respecto en la
sección galáctica de la biblioteca.
-
Bueno…- dijo el bibliotecario
auxiliar-, supongo que sería posible con el tiempo, pero como hay cien
millones de galaxias y a cada una le corresponde un volumen, se tarda un
poco en encontrar cualquier volumen determinado. ¿Cuál desea esta extraña
molécula?
-
Es la galaxia llamada Vía Láctea- dijo
titubeante el doctor Thaddeus.
-
De acuerdo- concluyó el bibliotecario
auxiliar-. Lo encontraré si puedo.
Unas
tres semanas después regresó y dijo que el fichero extraordinariamente
eficaz de la sección galáctica le había permitido localizar la galaxia
como la número QX 321.762.
-
Hemos empleado a los cinco mil
funcionarios de la sección galáctica en esta investigación. ¿Desea ver al
funcionario encargado especialmente de la galaxia en cuestión?
Llamaron al funcionario, que resultó ser un octaedro con un ojo en cada
superficie y una boca en una de ellas. Estaba sorprendido y deslumbrado al
verse en una región tan brillante, lejos del umbrío limbo de sus
estanterías. Se sobrepuso y preguntó con timidez: - ¿Qué desean saber
acerca de una galaxia? El doctor Thaddeus se lo explicó:
-
Quiero informarme sobre el Sistema
Solar, una serie de cuerpos celestes que giran alrededor de una de las
estrellas de su galaxia. La estrella en cuestión se llama "Sol".
-
Hum- dijo el bibliotecario de la Vía
Láctea-. Ha sido bastante difícil encontrar la galaxia precisa, pero
encontrar la estrella precisa en la galaxia es mucho más difícil. Sé que
hay unos trescientos mil millones de estrellas en la galaxia, pero mis
conocimientos no me permiten distinguir una de otra. Creo, sin embargo,
que cierta vez la Administración pidió la lista completa de los
trescientos mil millones de estrellas y sigue guardada en el sótano. Si
cree que merece la pena, emplearé a un grupo especial del Otro Lugar para
que busquen esa estrella en particular.
Convinieron que, como la cuestión se había planteado y era evidente que
el doctor Thaddeus estaba angustiado, eso sería lo mejor que podían hacer.
Varios años después, un tetraedro muy cansado y desalentado se presentó
ante el bibliotecario auxiliar galáctico y le dijo:
-
Por fin he localizado esa estrella
particular sobre la que se han pedido informes, pero no entiendo por qué
ha despertado el menor interés. Tiene un gran parecido con muchas otras
estrellas de la misma galaxia. Es de tamaño y temperatura medios y está
rodeada por otros cuerpos mucho más pequeños llamados "planetas". Tras una
minuciosa investigación, he descubierto que por lo menos algunos de esos
planetas tienen parásitos, y creo que esta cosa que ha solicitado los
informes debe ser uno de ellos
Al
llegar a este punto, el doctor Thaddeus rompió en un apasionado e
indignado lamento: - ¿Por qué, decidme, por qué el Creador nos ocultó a
los pobres habitantes de la Tierra que no fuimos nosotros quienes le
incitaron a crear los Cielos? Durante mi larga vida le he servido con
diligencia, creyendo que se fijaría en mis servicios y me recompensaría
con la dicha eternal. Y ahora parece que ni siquiera tenía conocimiento de
mi existencia. Me decís que soy un animalículo infinitesimal en un pequeño
cuerpo que gira alrededor de un miembro insignificante de un grupo formado
por trescientos mil millones de estrellas, que solo es uno entre muchos
millones de tales grupos. No puedo soportarlo y ya no me es posible adorar
a mi Creador.
-
Muy bien- dijo el portero-. Entonces
puedes ir al Otro Lugar.
En aquel momento se
despertó el teólogo.
-
El poder de Satán sobre nuestra
imaginación durante el sueño es aterrador- musitó.
RUSSELL,
Bertrand. Realidad y
ficción
|
|
Larry Winston tiene un
cerebro privilegiado, es el rey de los mares, su naviera es la más
importante del mundo.
-Ya, ya lo sé. Pero a mí no me termina de convencer. Además, en esta casa
no hay un solo libro, ¿te has fijado? Me impresionan las casas donde no
hay libro, retratan bien a sus propietarios.
- Bueno, al menos no un hipócrita que tiene una biblioteca con libros
perfectamente encuadernados pero que jamás leerá.
(…)
Extracto de un párrafo de La
Hermandad de la Sábana Santa, de Julia Navarro
|
|
LIBROS
Un libro que después de una sacudida confundió todas sus palabras sin que
hubiera manera de volverlas a poner en orden.
Un libro cuyo título por
pecar de completo comprendía todo el contenido del libro.
Un libro con un tan extenso
índice que a su vez éste necesitaba otro índice y a su vez éste otro
índice y así sucesivamente
Un libro que leía los
rostros de quienes pasaban sus páginas.
Un libro que contenía uno
tras otro todos los pensamientos de un hombre y que para ser leído
requería la vida íntegra de un hombre.
Un libro destinado a
explicar otro libro destinado a explicar otro libro que a su vez explica
al primero.
Un libro que resume un
millar de libros y que da lugar a un millar de libros que lo desarrollan.
Un libro que refuta a otro
libro en el cual se demuestra la validez del primero.
Un libro que da una tal
impresión de realidad que cuando volvemos a la realidad nos da la
impresión de que leemos un libro.
Un libro en el cual sólo
tiene validez la décima palabra de la página setecientos y todas las
restantes han sido escritas para esconder la validez de aquélla.
Un libro cuyo protagonista
escribe un libro cuyo protagonista escribe un libro cuyo protagonista
escribe un libro.
Un libro, dedicado a
demostrar la inutilidad de escribir libros.
Luis Britto García,
1970
|
|
LOS
LIBROS
In memoriam José
Navarro Bernia
Incluso los desafortunados acompañan,
pues la sola tarea de evitarlos, de alejar su lectura
y aprender el error entre sus páginas,
puede convertirse, a nuestros ojos,
en la razón de ser de muchos libros.
(Hay libros, hay autores,
hechos a la medida del desdén).
Los íntimos, los que ya son nosotros sin remedio
(y que no son, por tanto, los mejores)
se contienen en una breve cifra.
Los elige el azar, están en ocasiones
unidos a la anécdota (y no siempre dichosa),
a sus palabras añadimos nuestras insuficiencias,
nuestro rencor, que no los contaminan,
y somos codiciosos de su brillo, tan similar,
tan ajeno a los brillos del mundo.
Su ley, su centro reside en hacernos capaces
de habitar la emoción cuando lo deseamos.
Son dueños de un rasgo todos ellos
que no sé descifrar: y es que tras conocerlos
uno ya nunca puede volver a ser el mismo.
Carlos Marzal
|
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Me educaron en el seno de la
bibliofilia como otros niños son educados en el seno de la religión. A los
cuatro años ya acompañaba a mi madre a conferencias. A los seis, conocía
mejor las diferencias entre el pergamino y la vitela que entre un cromo y
otro. Antes de cumplir los diez, había pasado por mis manos una media
docena de ejemplares de la obra maestra del mundo de la imprenta, la
Biblia de Gutemberg. Pero no recuerdo un solo momento de mi vida en el que
no fuera consciente de cuál era la Biblia de nuestra pequeña fe
particular: la Hypnerotomachia.
Tom Sullivan, personaje de
El enigma del cuatro de Ian Caldwell y Dustin Thomason
|
|
Me
Muero Irremediablemente
Me estoy muriendo en una Biblioteca
entre libros en fila,
testigos filósofos del hecho;
libros que desde lejos me contemplan,
mudos por fuera,
pero por dentro llenos de elocuencia,
y a quienes digo:
un momento Jorge Manríque,
San Juan de la Cruz, espérame,
Perdóname, Quevedo.
Pidió mi muerte a plazos
el director del establecimiento,
la decretó el Ministro a ciegas,
y las paredes frías
quedaron silenciosas;
el techo de cemento
todavía no se viene abajo,
los mármoles del piso
parecen lápidas.
Oídlo por mi boca:
me muero día a día.
Que lo digan simultáneamente
mi compañero Alfonso Montenegro,
mi amigo Juan Cavada,
la señora Emma,
las tres Marías de la Biblioteca
las dos Zulemas.
Y también los más jóvenes,
desde hoy sentenciados
a morir con el libro en la mano.
El alma se me cae en los tinteros,
nado en un mar de fichas y papeles,
archivadores, cartas,
máquinas de escribir, feroces máquinas
de sumar y multiplicar congojas,
timbres eléctricos,
gritos del emperador doméstico,
números, oficios:
me falta el aire azul,
me ahogo irremediablemente.
Soliciten una junta de médicos,
traigan sus instrumentales los doctores,
alargadme una rama,
llamad a los bomberos.
Aquí se necesitan
brujas en una escoba,
exorcismos violentos,
uñas de la gran bestia,
amuletos o cruces
para espantar el diablo en esta casa.
Píldoras para la libertad perdida,
cuerdas de salvataje,
una ventana abierta al sur,
un caballo ensillado,
una ráfaga.
Venid con yerbas frescas
para mi mal de adentro;
necesito con urgencia una botica,
yo todo me lo tragaré de golpe:
mis días están contados
pero aún pudiera ser tiempo.
Poned un radiograma a los poetas,
que los colegas sepan la noticia,
que nadie ignore cómo me encarnecen,
un cable que escuetamente diga:
"por disposición del jefe de Servicio
—un malo de la cabeza—
a esta hora se está muriendo,
irremediablemente,
Juvencio Valle
en la Biblioteca Nacional de Chile".
Juvencio Valle
|
|
Nunca
preguntes por Alejandría
caravanero perdido en la arena
náufrago mustio de amor y de pena
tórrido el sueño y la noche fría
Lánzate en brazos de antigua teoría
Traza en el suelo las hipotenusas,
y ángulos rectos, placer de las musas,
ebrias de lógica y de geometría
Siempre vivimos para los papeles
fuimos cual polvo de los anaqueles
bibliotecarios de melancolía
Tarde se ha hecho para la frontera
nunca logramos salir hacia fuera
siempre estuvimos en Alejandría
Jesús Mosterín
----------
Siempre estuvimos en
Alejandría. Julia García Maza (ed.). Madrid; Valencia:
Asociación de amigos de la Biblioteca de Alejandría; Edicions Alfons el
Magnànim, 1997. ISBN: 8479521848.
|
|
ODA A
LA TIPOGRAFÍA
Letras
largas, severas,
verticales,
hechas
de línea pura,
erguidas
como el mástil
del navío
en medio
de la página
llena
de confusión y turbulencia,
Bodonis
algebraicos,
letras
cabales,
finas
como lebreles,
sometidas
al rectángulo blanco
de la geometría,
vocales
elzeviras
acuñadas
en el menudo acero
del taller junto al agua,
en Flandes, en el norte
acanalado,
cifras
del ancla,
caracteres de Aldus,
firmes como
la estatura
marina
de Venecia
en cuyas aguas madres,
como vela
inclinada,
navega la cursiva
curvando el alfabeto:
el aire
de los descubridores
oceánicos
agachó
para siempre el perfil de la escritura.
Desde
las manos medioevales
avanzó hasta tus ojos
esta
N
este 8
doble
esta
J
esta
R
de rey y de rocío.
Allí
se trabajaron
como si fueran
dientes, uñas,
metálicos martillos
del idioma.
Golpearon cada letra,
la erigieron,
pequeña estatua negra
en la blancura,
pétalo
o pie estrellado
del pensamiento que tomaba forma
del caudaloso río
y que al mar de los pueblos navegaba
con todo
el alfabeto
iluminando
la desembocadura.
El corazón, los ojos
de los hombres
se llenaron de letras,
de mensajes,
de palabras,
y el viento pasajero
o permanente
levantó libros
locos
o sagrados.
Debajo
de las nuevas pirámides escritas
la letra
estaba viva,
el alfabeto ardiendo,
las vocales,
las consonantes como
flores curvas.
Los ojos
del papel, los que miraron
a los hombres
buscando
sus regalos,
su historia, sus amores,
extendiendo
el tesoro
acumulado,
esparciendo de pronto
la lentitud de la sabiduría
sobre la mesa
como una baraja,
todo
el humus
secreto
de los siglos,
el canto, la memoria,
la revuelta,
la parábola ciega,
de pronto
fueron
fecundidad,
granero,
letras,
letras
que caminaron
y encendieron,
letras
que navegaron
y vencieron,
letras
que despertaron
y subieron,
letras
que libertaron,
letras
en forma de paloma
que volaron,
letras
rojas sobre la nieve,
puntuaciones,
caminos,
edificios
de letras
y Villon y Berceo,
trovadores
de la memoria
apenas
escrita sobre el cuero
como sobre el tambor
de la batalla,
llegaron
a la espaciosa nave
de los libros,
a la tipografía
navegante.
Pero
la letra
no fue sólo belleza,
sino vida,
fue paz para el soldado,
bajó a las soledades
de la mina
y el minero
leyó
el volante duro
y clandestino,
lo ocultó en los repliegues
del secreto
corazón
y arriba,
sobre la tierra,
fue otro
y otra
fue su palabra.
La letra
fue la madre
de las nuevas banderas,
las letras
procrearon
las estrellas
terrestres
y el canto, el himno ardiente
que reúne
a los pueblos,
de
una
letra
agregada
a otra
letra
y a otra,
de pueblo a pueblo fue sobrellevando
su autoridad sonora
y creció en la garganta de los hombres
hasta imponer la claridad del canto.
Pero,
tipografía,
déjame
celebrarte
en la pureza
de tus
puros perfiles,
en la redoma
de la letra
O,
en el fresco
florero
de la
Y
griega,
en la
Q
de Quevedo
(¿cómo puede pasar
mi poesía
frente a esa letra
sin sentir el antiguo escalofrío
del sabio moribundo?),
a la azucena
multiplicada
de la
V
de victoria,
en la
E
escalonada
para subir al cielo,
en la
Z
con su rostro de rayo,
en la P
anaranjada.
Amor,
amo
las letras
de tu pelo,
la
U
de tu mirada,
las
S
de tu talle.
En las hojas
de la joven primavera
relumbra el alfabeto
diamantino,
las esmeraldas
escriben tu nombre
con iniciales frescas del rocío.
Mi amor,
tu cabellera profunda
como selva o diccionario
me cubre
con su totalidad
de idioma
rojo.
En todo,
en la estale
del gusano
se lee,
en la rosa se lee,
las raíces
están llenas de letras
retorcidas
por la humedad del bosque
y en el cielo
de Isla Negra, en la noche,
leo,
leo
en
el firmamento frío
de la costa,
intenso,
diáfano de hermosura,
desplegado,
con estrellas capitales
y minúsculas
y exclamaciones
de diamante helado,
leo, leo
en la noche de Chile
austral, perdido
en las celestes soledades
del cielo,
como en un libro
leo
todas
las aventuras
y en la hierba
leo,
leo
la verde, la arenosa
tipografía
de la tierra agreste,
leo
los navíos, los rostros
y las manos,
leo
en tu corazón
en donde
viven
entrelazados
la inicial
provinciana
de tu nombre
y
el arrecife
de mis apellidos.
Leo
tu frente,
leo
tu cabellera
y en el jazmín
las letras
escondidas
elevan
la incesante
primavera
hasta que yo descifro
la enterrada
puntuación
de la amapola
y la letra
escarlata
del estío:
son las exactas flores de mi canto.
Pero,
cuando
despliega
sus rosales
la escritura,
la letra
su esencial
jardinería,
cuando lees
las viejas y las nuevas
palabras, las verdades
y las exploraciones,
te pido
un pensamiento
para el que las ordena
y las levanta,
para el que para
el tipo,
para el linotipista
con su lámpara
como un piloto
sobre
las olas del lenguaje
ordenando
los vientos y la espuma,
la sombra y las estrellas
en el libro:
el hombre
y el acero
una vez más reunidos
contra el ala nocturna
del misterio,
navegando,
horadando,
componiendo.
Tipografía,
soy
sólo un poeta
y eres
el florido
juego de la razón,
el movimiento
de los alfiles
de la inteligencia.
No descansas
de noche
ni de invierno,
circulas
en las venas
de nuestra anatomía
y si duermes
volando
durante
alguna noche o huelga
o fatiga o ruptura
de linotipia
bajas de nuevo al libro
o al periódico
como nube
de pájaros al nido.
Regresas
al sistema,
al orden
inapelable
de la inteligencia.
Letras
seguid cayendo
como precisa lluvia
en mi camino.
Letras de todo
lo que vive
y muere,
letras de luz, de luna,
de silencio,
de agua,
os amo,
y en vosotras
recojo
no sólo el pensamiento
y el combate,
sino vuestros vestidos,
sentidos
y sonidos:
A
de gloriosa avena,
T
de trigo y de torre
y
M
como tu nombre
de manzana.
Pablo
Neruda
|
|
ODA AL
LIBRO (I)
Libro, cuando te cierro
abro la vida.
Escucho
entrecortados gritos
en los puertos.
Los lingotes del cobre
cruzan los arenales,
bajan a Tocopilla.
Es de noche.
Entre las eslas
nuestro océano
palpita con sus peces.
Toca los pies, los muslos,
las costillas calcáreas
de mi patria.
Toda la noche pega en sus orillas
y con la luz del día
amanece cantando
como si despertara una guitarra.
A mí me llama el golpe
del océano. A mí
me llama el viento,
y Rodríguez me llama,
José Antonio,
recibí un telegrama
del sindicato "Mina"
y ella, la que yo amo
(no les diré su nombre),
me espera en Bucalemu.
Libro, tú no has podido
empapelarme,
no me llenaste
de tipografía,
de impresiones celestes,
no pudiste
encuadernar mis ojos,
salgo de ti a poblar las arboledas
con la ronca familia de mi canto,
a trabajar metales encendidos
o a comer carne asada
junto al fuego en los montes.
Amo los libros
exploradores,
libros con bosque o nieve,
profundidad o cielo,
pero
odio
el libro araña
en donde el pensamiento
fue disponiendo alambre venenoso
para que allí se enrede
la juvenil y circundante mosca.
Líbro, déjame libre.
Yo no quiero ir vestido
de volumen,
yo no vengo de un tomo,
mis poemas
no han comido poemas,
devoran
apasionados acontecimientos,
se nutren de intemperie,
extraen alimento
de la tierra y los hombres.
Libro, déjame andar por los caminos
con polvo en los zapatos
y sin mitología:
vuelve a tu biblioteca,
yo me voy por las calles.
He aprendido la vida
de la vida,
el amor lo aprendí de un solo beso,
y no pude enseñar a nadie nada
sino lo que he vivido,
cuanto tuve en común con otros hombres,
cuanto luché con ellos:
cuanto expresé de todos en mi canto.
Pablo Neruda
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|
ODA
XXXIV -
A MIS LIBROS (- 1814)
Fausto consuelo de mi triste vida,
donde contino a sus afanes hallo
blandos alivios, que la calma tornan
plácida al alma,
rico tesoro, deliciosa vena
do puros manan, cual el almo rayo
que Febo lanza esclareciendo el orbe,
santos avisos,
donde Minerva providente cela
sus maravillas, monumento ilustre
del genio excelso que feliz me anima,
libros amados,
do de los siglos la fugaz imagen,
donde, natura, tu opulenta suma,
del seno humano el laberinto ciego,
quieto medito,
nunca dejéis de iluminarme, nunca
en mi cansada soledad de serme
útil empeño, pasatiempo dulce,
séquito grato.
Vuestro comercio al ánimo regala,
vuestra doctrina el corazón eleva,
vuestra dulzura célica el oído
mágica aduerme,
cual reverdece la sonante lluvia
al seco prado y regocija alegre
la árida tierra, que su seno le abre,
madre fecunda.
Por vos escucho en el aonio cisne
la voz ardiente y cólera de Ayace,
los trinos dulces que el amor te dicta,
cándido Teyo.
Por vos admiro de Platón divino
la clara lumbre; y si tu mente alada,
sublime Newton, al Olimpo vuela,
raudo te sigo.
En la tribuna el elocuente labio
del claro Tulio atónito celebro;
con Dido infausta dolorida lloro
sobre la hoguera;
sigo la abeja que libando flores
ronda los valles del ameno Tíbur;
y oigo los ecos repetir tus andias,
dulce Salicio,
viéndome así del universo mundo
noble habitante, en delicioso lazo
con las edades que en hondo abismo
son de la nada.
Nunca preciados, do la suerte, oh libros,
lleve mi vida, cesaréis de serme,
ora me encumbre favorable, y ora
fiera me abata,
bien me revuelva en tráfagos civiles,
bien de los campos a la paz me torne,
siempre maestros de mi vida, siempre
fieles amigos.
Juan Meléndez Valdés (1754-1817)
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Por
ejemplo, en un ejercicio que hice varias veces para explicar cómo funciona
un código de referencia, utilicé uno muy elemental de cuatro posiciones
con una clasificación de libros en la cual la primera posición indica la
sala, la segunda indica la pared, la tercera indica el anaquel de la pared
y la cuarta indica el lugar del libro en el anaquel; de ahí que una
referencia como 3-4-8-6 signifique: tercera sala a la entrada, cuarta
pared a la izquierda, octavo anaquel, sexto lugar. Luego me di cuenta de
que también con un código tan elemental (no es el de
Dewey) se pueden hacer juegos
interesantes. Se puede escribir, por ejemplo, 3335.33335.33335.33335 y
obtendremos la imagen de una biblioteca con un número inmenso de salas:
cada una es de forma poligonal parecida a la celdilla de un panal, en la
que puede haber por lo tanto 3.000 ó 33.000 paredes, inclusive no regidas
por la fuerza de la gravedad, ya que los anaqueles pueden estar ubicados
también en las paredes superiores, y estas paredes, que son más de 33.000,
son enormes porque pueden dar cabida a 33.000 anaqueles y éstos son
larguísimos porque cada uno puede dar cabida a 33.000 o más libros.
Humberto Eco. "De biblioteca".
Leer y Releer
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Que en su afán de adquirir
conocimientos científicos más amplios, que le permitan un dominio mejor de
la meta por lograr y de la forma de lograrla, el suscrito intentó
procurarse, en las bibliotecas y librerías de Iquitos, un stock de libros,
folletos y revistas concernientes al tema de las prestaciones que el
SVGPFA debe servir, lamentando tener que comunicar a la superioridad que
sus esfuerzos han sido casi inútiles, porque en las dos bibliotecas de
Iquitos -la Municipal y la del Colegio de los Padres Agustinos -no
encontró ningún texto, ni general ni particular, específicamente dedicado
al asunto que le interesaba (sexo y afines), pasando más bien unos
momentos embarazosos al indagar a este respecto, pues mereció respuestas
cortantes de los empleados, y, en el San Agustín, un religioso se permitió
incluso faltarle llamándolo inmoral. Tampoco en las tres librerías de la
ciudad, la "Lux", la "Rodríguez" y la "Mesía" (hay una cuarta, de los
Adventistas del Séptimo Día, donde no valía la pena intentar la
averiguación) pudo el suscrito hallar material de calidad; sólo obtuvo,
para colmo a precios subidos (recibos 9 y 10) unos manuales
insignificantes y fenicios, que responden a los títulos Cómo desarrollar
el ímpetu viril, Afrodisíacos y otros secretos del amor, Todo el sexo en
veinte lecciones, con los que, modestamente, ha inaugurado la biblioteca
del SVGPFA. Que ruega a la superioridad, si lo tiene a bien, se sirva
enviarle desde Lima una selección de obras especializadas en todo lo
tocante a la actividad sexual, masculina y femenina, de teoría y de
práctica, y en especial documentación sobre asuntos de interés básico como
enfermedades venéreas, profilaxia sexual, perversiones, etcétera, lo que,
sin duda, redundará en beneficio del Servicio de Visitadoras
Mario
Vargas Llosa Pantaleón y las visitadoras
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QUÉ mejor paraíso
para alguien que escribe
que una ciudad entera
consagrada a los libros.
Bajo la lluvia torrencial,
esta ciudad murada
parece un barco ebrio
que flota a la deriva.
Aquí,
a orillas del río Ijssel,
donde firme subsiste
la vivienda de piedra
más antigua de Holanda;
donde quedó asentada
la primera biblioteca científica
del oeste de Europa;
a esta tierra plana
donde de niño vivió Erasmo,
llegó la imprenta
a mediados del XV.
Desde entonces los libros
son los reyes de Deventer.
Lo pudo uno apreciar
en una de las calles
comerciales del centro.
Un librero de viejo
fatigaba volúmenes
en las estanterías.
La luz del interior era dorada.
En ese instante,
hubiera cambiado mi destino
por el suyo: el de alguien
que concibe este mundo
como una biblioteca
que se ordena.
(Deventer)
Álvaro Valverde
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RECHIFLAO EN MI TRISTEZA
Te
evoco y veo que has sido
en mi pobre vida paria
una buena biblioteca.
Te
quedaste allá,
en Villa del Parque,
Con Thomas Mann y Roberto Arlt y Dickson Carr,
con casi todas las novelas de Colette,
Rosamond Lehmann, Charles Morgan, Nigel Balchin,
Elías Castelnuovo y la edición
tan perfumada del pequeño
amarillo Larousse Ilustrado,
donde por suerte todavía
no había entrado mi nombre.
También
se me quedó un tintero
con un busto de Cómodo,
emperador romano
cuya influencia en las letras
nunca me pareció excesiva.
Julio
Cortázar, Nairobi 1976
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Sala de
lectura de una biblioteca de facultad:
[…]
[…] me había puesto
a hojear los libros desplegados en la mesa y que, no tanto porque aún me
intrigara su desconcertante variedad como porque representaban un pretexto
para llenar el silencio que se avecinaba, le pregunté cuál de ellos estaba
leyendo.
[…]
- Supongo que no
todos –añadí al ver que se alargaba demasiado en la contestación. Y luego,
como matizando una frase que de pronto me sonaba indiscreta-: Supongo que
no te interesarán todos por igual.
- ¿Leer? –inquirió
al punto-. ¿Es que puedes tú leer todos los libros?
- ¿Todos los libros?
[…]
- Digo leer todos
los libros en un sentido equivalente al que utilizaríamos para referirnos
a un coleccionista de sellos –dijo tras unos segundos de espera-, a un
coleccionista de sellos británico por ejemplo, que puede tener o anhelar
tener, sin que en principio haya nada que se lo impida, un ejemplar de
todos los sellos de la Commonwealth.
- Pero sabes bien
que eso no es posible […]
- Sí, estoy de
acuerdo –contestó él-. Aun así convendrás conmigo en que no deja de ser
sino una imposibilidad sólo material. Insalvable quizá, pero material al
fin y al cabo […]
[…] Lo mismo cabe
decir de los cuadros de un pintor, de todos los cuadros pintados en un
siglo y también, ¿por qué no de todos los cuadros que se han pintado en la
historia, los que se conservan y no se han quemado o perdido […] Es sólo
un problema espacial el que dificultaría reunirlos todos, un problema
espacial y la voluntad, claro está, de pintores, coleccionistas y museos.
Pero, dime, ¿ocurre igual con los libros?, ¿pueden leerse (no digo tener)
todos los libros que se han escrito, todos los libros editados en español
desde el siglo XVI?
[…]
No te esfuerces,
nadie puede. Aun en el caso de que estuvieran todos a nuestra disposición,
la vida es limitada y no tenemos tiempo; ni los mayores eruditos de
quienes se dice que lo han leído todo, han tenido tiempo para tal cosa. En
cambio –pareció dudar-, sí es posible obtener el conocimiento que nos
proporcionaría esa lectura, por algo se dice que somos ángeles caídos. La
dificultad no es de capacidad sino de procedimiento para adquirirlo, para
recordar ese conocimiento.
[…] gasté una de
esas bromas que se gastan cuando se siente la imperiosa necesidad de
hablar pero no se sabe qué decir. Algo como que los japoneses no habían
inventado todavía la píldora mágica con la que engullir los libros sin que
haya que leerlos previamente […]
- La solución es la
combinación de unos cuantos elementos. No necesariamente todos –dijo.
- No entiendo
- Ante la
imposibilidad de todo –aclaró- la combinación de unos elementos concretos,
únicos, debe dar un resultado similar al todo.
[…]
- ¿Quieres decir que
piensas en una selección de lecturas, en cuáles son las lecturas
apropiadas para llegar a saber acerca de todo?
[…]
- No me has
entendido. No me refiero a adquirir el mayor conocimiento posible, sino a
todo el conocimiento. No hablo de una simple selección de lectura, sino de
los libros que combinados y en un orden determinado permiten alcanzar todo
el conocimiento, no el que concierne en exclusiva a un materia o
disciplina concreta, sino a todo ¿entiendes?
[…]
Poseo la combinación
de los libros que me darán todos los libros. Poseo uno a uno y en su orden
los libros que me permitirán alcanzar todo el conocimiento que me
proporcionaría leer todos los libros, no sólo los escritos o traducidos en
español, sino todos.
[…]
GIRALT TORRENTE,
Marcos. Entiéndame. Barcelona: Anagrama, 1995.
126 p. ISBN: 84-339-0992-4""
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Siempre
allí, vivaz y atenta. Ella también, a su manera, era una memoria. Pero una
memoria eficaz, ¡no “un montón de basura”! Se le podía preguntar la
referencia de un libro agotado, el nombre de un autor olvidado partiendo
de fragmentos de un título, o el título exacto de un libro partiendo de un
nombre supuesto. Tras algunas búsquedas rápidas, conseguía siempre
responder….
Y fui a buscar mi
oxígeno a las bibliotecas y librerías. Bibliotecas, grandes y pequeñas
librerías en las que entraba cada día, que exploraba una por una,
intentando descubrir en cuál me sentiría más a gusto, durante los próximos
meses, quizás años.
Pierre Péju; El librero
Vollard; (Tropismos, pag. 87-88)
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Soy bibliotecario, creo no
haberlo dicho aún. Y traduzco para que nadie extraiga conclusiones
erróneas: eso de bibliotecario suena bastantes seductor, lo sé, y hasta
romántico, también lo sé, pero en realidad hago poco más que aguantar
heroicamente a una tribu de críos y adolescentes a los que habría que dar
un par de hostias bien dadas día sí día no, o al menos un bocinazo de vez
en cuando, para que aprendan educación.
Cita de
Dios de ha ido, de Javier García Sánchez
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Toda la
humanidad es un único libro de un sólo autor; cuando un hombre muere, no
se arranca un capítulo del libro, sino que se traduce a un lenguaje mejor;
y todos los capítulos deberán ser traducidos de este modo. Dios emplea
varios traductores; unos fragmentos son traducidos por los años, otros por
la enfermedad, otros por la guerra, otros por la justicia, pero la mano de
Dios está presente en todas las traducciones, y su mano volverá a
encuadernar nuestras hojas esparcidas para esa biblioteca en la que todos
los libros estarán abiertos los unos para los otros."
John Donne (1572-1631),
poeta, prosista y clérigo inglés
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Traga-infolios, engulle-librerías,
desvalija-papelas,
mariscante,
pescador,
ratonzuelo, mareante,
Barbarroja y Dragut
de nuestros días.
Más vejete que el
viejo Matatías
murcia-murciando va
mundo adelante,
de bibliotecas es el
coco andante,
capeador, incansable
en correrías.
Harto de hormiguear
a troche y moche
y de hundir lo que
birla desde mozo
en su cueva,
insondable cual abismo,
En sueños se levanta
a media noche,
coge sus libros y
los echa al pozo,
y por garfiar,
garfiña hasta a sí mismo.
Serafín Estébanez Calderón
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UN
LIBRO, POR EJEMPLO
De parte a parte rotas, como un puente
baldío, hojas
que fueron luz, hoy yacen ciegas,
desprendidas del sueño al que se asían
bajo el ojo feliz que las juntara.
Germen de un día, qué rebelión urgente
volcó en el tiempo, en su precario hondón
de constante ruindad.
Las letras,
las palabras, rangos perecederos,
con su luz momentánea, con sus frágiles nudos,
perdidas ya en un rapto de sospechas,
nada proclaman, ningún deseo fundan,
envolturas de un aire sin su mundo.
El libro aquel reposa en la madera
podrida de los años, convive acaso oscuramente
con el ávido sueño que en su fe se reclina.
Qué movimiento borrascoso
surge implacable desde el semillero
que se aferra a sus bordes, qué trámites de olvido
reducen a indigencia cuanto fue patrimonio
de un combativo pecho que lo irguió con su vida.
Una mano lo toca y se estremece el tiempo.
Se escucha allá en su fondo el vibrante estupor
de las cautivas hojas impregnadas.
(El libro está viviendo en virtud de esa mano.)
Después, palabra tras palabra,
piedra tras piedra, empieza a derrumbarse.
Ya es un eco en lo oscuro: lentas
sombras lo arrasan, ácidos del vacío
lo contagian de cautelosa herrumbre,
de erosión que primero fue entereza.
Un libro es un amor: un sustantivo mundo.
Lo no existente allí se transfigura.
Y al fin de su codicia es sólo amago
de caduca verdad, barrunto de evidencias,
reconstrucción de indicios cercenados.
Sólo se salva aquel que ya nació intangible.
José Manuel
Caballero Bonald. Somos el tiempo que nos queda
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Una extraña tienda de
antigüedades
se abre, en Trieste, sobre una calle secreta.
Frente a los anaqueles el ojo errante goza,
de antiguas ediciones la pátina dorada.
Vive en ese lugar, tranquilo, un poeta.
De los muertos, en ese viviente lapidario,
cumple su obra, honesta y placentera,
del pensativo Amor, ignoto y solitario.
Morir deshecho por el fervor secreto
quisiera un día; sobre las amadas páginas
cerrar los ojos que han mirado tanto.
Y lo que de su tiempo no fue dicho
ni de su espacio, mucho más bello se lo dijo
el arte, mucho más dulce hizo su canto.
Umberto Saba (1833-1957)
Poeta y librero. Regentó una librería de viejo en Trieste
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Vida de
biblioteca y de tristeza
Después
de hojear con displicencia
nuevos
y numerosos magazines,
algún
libro de vieja y docta ciencia
páginas
magnas y conceptos ruines,
cansado
ya de la literatura,
de
libros, de periódicos y estantes,
ambiciono la mágica aventura
que en
el sendero aguarda a los errantes.
Vida de
biblioteca y de tristeza,
de
ensueños vanos, de esa gran pereza,
gris
pajarraco de mirar sombrío,
no eres
digna de mí, pues mi alma encierra
fuertes
anhelos de cruzar la tierra,
y
nostalgias insomnes del vacío.
Ernesto
Albertos Tenorio
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Yo me
dedico a mi oficio, ¿comprendéis? Soy librero, voy de aquí para allá, veo
a un montón de gente, vendo los libros, descubro talentos ocultos bajo
montañas de papel……Yo propago ideas. El mío es el oficio más arriesgado
del mundo, ¿entendido?, soy responsable de la difusión del pensamiento,
incluso del más incómodo.
Luther Blisset, en
Q.
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