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CÓMO Y POR QUÉ ESCRIBIR

 

 

 

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# EL ESTILO LITERARIO

 

 # CÓMO ESCRIBIR UN LIBRO

Juan Bardales

 

# CÓMO ESCRIBIR UN LIBRO

Manuel Buermúdez Romero

 

# ADVERTENCIAS DE UN ESCRITOR

Gabriel García Márquez

 

# ANTIDECÁLOGO DEL ESCRITOR

Jorge Luis Borges

 

# CÓMO ESCRIBO

Italo Calvino

 

# CÓMO SER UN BUEN ESCRITOR

Decálogo Humorístico

 

# CONSEJOS PARA ESCRITORES

Antón Chejov

 

# DE CÓMO SE EMPIEZA A

ESCRIBIR UN LIBRO

Anacó en Ráfaga de Letras

 

# DECÁLOGO DEL ESCRITOR

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Friedrich Nietzsche

 

# EL DECÁLOGO

Juan Carlos Onetti

 

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DIOS DE LAS PALABRAS

Gabriel García Márquez

 

#

 

 

 ESTILO LITERARIO

 

El lenguaje es, en términos cabales, el material del artista literario. Y se puede decir que todo autor escoge, de esos materiales, de la lengua, aquellos componentes, aquellos rasgos, que le han de servir a su propósito, como el escultor elige el mármol en que va a esculpir su estatua. La impronta o el sello del autor, constituye el estilo.

La palabra estilo proviene del latín. La voz de la que es derivada, en tal lengua clásica, equivale a cincel.(Stilus: punzón para escribir)

El estilo, como concepto, se refiere a un conjunto de rasgos específicos de toda composición artística, determinado por la unión de diferentes formas que en conjunto proporcionan la obra de arte. En las obras literarias -que es lo que ahora interesa- el estilo se relaciona con el léxico y su riqueza y precisión, con la adecuación o inadecuación del mismo; también hace referencia a la estructura de las oraciones, a los giros idiomáticos, al ritmo del lenguaje...

El concepto de estilo fue usado, primariamente, para el arte literario y a partir del siglo XVIII se desplazó hacia las artes plásticas.

En las épocas primeras el estilo era considerado como algo objetivo, caracterizado o moldeado por el género literario elegido. Dentro de estos límites se posibilitaba cierto margen de variaciones individuales.

Las "maneras de decir" o clases de estilo provenientes de la retórica antigua o medieval, constituían fundamentalmente tres: el estilo "sublime", el "mediano" y el "bajo". Cada uno de ellos tenía asignados contenidos o temas específicos.

En la actualidad, el contexto objetivo o preceptivo, gravita menos. El análisis estilístico se orienta de modo preferente hacia el conocimiento de los caracteres personales del autor. Todavía en Friedrich Schiller el estilo era depositario del objeto representado y todo modo de exposición "personal" de un artista era estimada como una peculiaridad "manierista".

Suele hablarse de "ruptura del estilo" cuando de un nivel o estructura el autor se desliza hacia otra, súbitamente. En ocasiones ello puede responder a falta de habilidad estilística del autor, pero en otros casos es un procedimiento perseguido deliberadamente en la persecución de determinados efectos de la obra literaria.

Por "medio estilístico" se entiende a cada uno de los elementos que conforman una totalidad de estilo. Así se denominan las figuras retóricas y cualquier peculiaridad del habla escrita perseguida y no obtenida por azar.

Dentro de las diferentes modalidades de estilo, puede destacarse un estilo "nominal", en el cual preponderan los sustantivos; y uno "verbal", con predominio de las acciones o verbos.

También se reconocen estilos "encabalgados" y no "encabalgados". En estos casos el uso del "encabalgamiento", define las peculiaridades.

El estilo lacónico, conciso, ha sido tradicionalmente conocido, como telegráfico. Se suprime la mayor cantidad de nexos, y se dio en el expresionismo.

El estilo "hierático" es el excesivamente rígido muy vinculado a estructuras arcaicas. Es el estilo poco espontáneo y vivo.

En cuanto a la relación con el tiempo, se habla de estilo individual cuando lo que predominan son las características de un determinado autor; en el estilo de época lo que pesa es supraindividual, propio de un tiempo en la historia del arte y del arte literario en particular.

 

División de Estilos

1.    Según el Tema que se trata

Desde los comienzos de la literatura europea - en Grecia y Roma -, se creía que el estilo tenía que adaptarse al tema de que se hablara. Esto era debido a que se veía el mundo perfectamente ordenado, y se afirmaba que a cada cosa le correspondía una manera de ser fija, y unas determinadas palabras para expresarla. Por ejemplo- un héroe debía -ser -siempre valiente y esforzado; un rey, poderoso y justiciero; una niña, inocente y dulce; un criado, fiel y servicial... Del mismo modo, unas palabras o unas expresiones serían las más propias para hablar del héroe, mientras que otras lo serian para referirse al criado.

Como el mundo se veía dividido en categorías, el estilo debía, pues, ajustarse a ellas. Por eso, el estilo, según los clásicos grecolatinos, se divi- día en sencillo, medio y sublime.

En general, puede decirse que el Estilo Sencillo era el espontáneo y natural y servía para tratar de cosas humildes.

El Estilo Medio era más cuidado y elegante. Se utilizaba para expresar conceptos algo más elevados.

El Estilo Sublime se usaba para manifestar las actitudes dramáticas y
entusiastas y se aplicaba a asuntos nobles y grandes. Se llenaba de ador-
nos y resultaba solemne y magnífico.

  • 1. Estilo sublime :
    • a) Estado social de los personajes: militar, caudillos.
    • b) Personajes heroicos típicos: Héctor, Ajax.
    • c) Animal asociado con tales personajes: el caballo.
    • d) Arma: la espada.
    • e) Radio de su esfera de acción: la ciudad o el campamento.
    • f) Arbol simbólico o significativo: el laurel o el cedro.
  • 2. Estilo mediano :
    • a) Estado social: agricultor .
    • b) Personajes típicos: Triptolemo, Celio.
    • c) Animal asociado con ellos: el buey.
    • d) Arma o utensilio correspondiente: el arado.
    • e) Lugar de acción: el campo.
    • f) Arbol significativo: el manzano.
  • 3. Estilo humilde :
    • a) Estado social: pastor holgado (pastor ociosus).
    • b) Personajes representativos: Títiro, Melibeo.
    • c) Animal asociado con ellos: la oveja.
    • d) Arma o utensilio: el cayado.
    • e) Lugar: la dehesa.
    • f) Arbol: el haya.

 

Virgilio, el gran poeta latino, puede servir de ejemplo para estudiarlos. Obsérvese que él, cuando hablaba de los pastores con sus ovejas, utilizaba
el estilo sencillo. Mientras que para referirse a los campesinos, con sus bueyes y sus árboles frutales, usaba el estilo medio.

Y finalmente, para cantar en la Eneida las hazañas de un héroe famoso, aplicaba el rico vocabulario y las brillantes imágenes del estilo sublime,

2.    Según el Carácter del Escritor

En el siglo XVII se descubre que las cosas del mundo no son iguales para todos, puesto que cada uno las ve a su manera. Por eso, el lenguaje que trate de representar la realidad irá cambiando según el individuo que lo utilice, e incluso según el estado de ánimo en que se encuentre el autor.

De acuerdo con ello, habrá infinidad de clases de estilo, pues el escritor puede ser un hombre entusiasta, ecuánime o frío..., o hallarse en un estado de euforia, de depresión, de serenidad... En cada caso variará su expresión y, por lo tanto, su estilo. Por eso pudo decirse entonces que 'el estilo es el hombre'.

He aquí, por ejemplo, una muestra de estilo entusiasta.

"Cantemos al Señor, que en la llanura
venció del ancho mar al Trance fiero;
Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra
salud y gloria nuestra.
Tú rompiste las fuerzas y la dura
frente de Faraón, feroz guerrero;
Sus escogidos principes cubrieron
los abismos del mar, y descendieron,
cual pidra, en el profundo, y tu ira luego
los tragó, como arista seca el fuego."
(HERRERA: Canción por la victoria de Lepanto)

Frente a esta vibrante descripción de una batalla, véase cómo puede referirse a un torneo un escritor sereno:

"Lidiábase en los torneos a pie y a caballo, con lanza o con espada, en liza o en campo abierto, y con variedad de armaduras y de formas. La justa era de ordinario una parte del espectáculo, a veces separada, y siempre más frecuente, como que necesitaba de menor aparato y número de combatientes. Distinguíase del torneo en que éste figuraba una lid de encuentro de hombre a hombre".

(JOVELLANOS. Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos)

Obsérvese, en fin, la dolorida expresión de un escritor deprimido:

Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
un cielo gris, un horizonte eterno,
¡y andar... andarl

Moviéndose a compás, como una estúpida
máquina, el coro;
la torpe inteligencia, el cerebro
dormida en un rincón...
(BECQUER: Rimas)

 

3.    Según la Visión del Mundo que tiene el Autor

El artista desea a veces explicarnos una realidad que le impresionó muy vivamente, Y procura reproducirla tal cual él la vio, sin deformarla en absoluto. Entonces utiliza un estilo Realista.

Para hacer arte realista, es necesario un minucioso análisis de todos los
elementos de lo real, con el fin de reproducirlos en la obra con la mayor
exactitud posible. Por ejemplo, he aquí un fragmento de Pereda, notable
escritor realista del siglo XIX:

El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto; boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce; representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de "los señores". Traía de la mano a una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando a rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada.

Otras veces, el autor, a través de su visión personal, nos presenta una
realidad deformada, distinta de la que vemos habitualmente, pues en ella
se ha hecho una selección, es decir, se han destacado ciertos rasgos que al
autor le parecieron más expresivos y, en cambio, se han olvidado otros muchos que él creyó indiferentes.

Por ejemplo, un pintor, cuando pinta la realidad con las perspectivas
adecuadas y los colores y las formas exactamente imitadas de los objetos
que tiene ante su vista, ejecuta una pintura realista, y a nosotros nos parece tener delante de los ojos una fotografía. Sin embargo, para otro pintor,
los objetos se habrán convertido sólo en siluetas, puesto que lo que más
le impresionó fueron las formas. Para otro, en cambio, cada objeto será
una mancha de color, puesto que lo que a él le gustó fue el conjunto armónico de los colores, etc. El primer pintor nos daría una visión realista del
modelo, los otros una visión, "estilizada".

A esta selección de rasgos en el arte se le da, pues, el nombre de Estilización.

La estilización puede llevamos por dos caminos opuestos: o bien a ver
en las cosas sólo su lado bueno o bello - arte o estilo Idealista -, o bien
a destacar únicamente la fealdad de las cosas con el fin de que ello nos
produzca una fuerte impresión - arte o estilo Expresionista -

Véase, la descripción idealista del rostro de una mujer, tal como aparece en la tragicomedia de Calísto y Melibea:

Los ojos verdes, rasgados; las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas; la nariz mediana; la boca pequeña; los dientes menudos y blancos; los labios colorados y grosezuelos; el torno del rostro poco más luengo que redondo. La tez lisa, lustrosa; el cuerpo suyo oscurece la nieve; las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne  acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas...

Obsérvese ahora la caricatura que hace Quevedo de un hombre que
tenía una nariz grande:

Erase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado...

El primer fragmento está escrito en estilo idealista, mientras que el
segundo es una clara muestra de expresionismo.

4.    Según la Forma de Expresión

El estilo puede también clasificarse teniendo en cuenta no el carácter del escritor ni su visión del mundo, sino el tipo de lenguaje empleado - conciso o bien ampuloso, solemne o jugueton, retorico o familiar ...

Véanse como ejemplo de estilo conciso o cortado, estas máximas de
Gracián:

Ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo; no hay quien no exceda al que excede. Saber disfrutar a cada uno es útil saber: el sabio estima a todos porque reconoce lo bueno en cada uno, y sabe lo que cuestan las cosas de hacerse bien. El necio desprecia a todos, por ignorancia de lo bueno y por elección de lo peor.

Y como muestra de estilo ampuloso o grandilocuente, estas líricas de Fray Luis de Granada:

Estas y otras muchas utilidades tenemos en la mar. Porque, como dice San Ambrosio, ella es hospedería de los ríos, fuente de las aguas, materia de las grandes avenidas, acarreadora de las mercaderías, compendio de los caminantes, remedio de la esterilidad, socorro de las necesidades, y liga con que los pueblos apartados se ligan, y freno del furor de los bárbaros, para que no nos hagan tanto daño.

 

 

 

¿CÓMO ESCRIBIR UN LIBRO?

 

Curso de Juan Bardales, publicado el 16 de junio de 2005 en http://www.mailxmail.com/curso/empresa/escribirlibro

 

Indice

 

1. Índice

2. Tenga siempre a mano una libretita y una pluma

3. Tenga su propio espacio para escribir y todos los elementos necesarios

4. Los personajes de su obra

5. Definición de la época

6. Donde se desarrollará la obra

7. Sucesos fundamentales de la obra

8. Los sentimientos de los personajes

9. La resolución de la obra

10. Una vez terminada su obra...

 

 

 

¿CÓMO ESCRIBIR UN LIBRO?

Artículo de Manuel Bermúdez Romero, publicado el 17 de diciembre de 2006 en Contextos,

http://contextos.blogia.com/2006/121701--como-escribir-un-libro-.php

 

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Debido a que a lo largo del tiempo se me ha hecho de una u otra forma la pregunta, dejo mi respuesta aquí en “Contextos” para hacerla pública y tener en solo un clic la facilidad cada vez que se me plantee. 

Frente a la interrogante que se formula en el título, mi primera reacción es responder que no sé cómo se escribe un libro. Ése es mi sincero parecer no obstante que tengo dos libros que son de mi autoría. La duda obedece a que no poseo un método decantado para escribirlo, ni he estudiado formalmente la manera cómo pensarlo, estructurarlo y redactarlo. 

Empero, a partir de mi corta experiencia ofrezco como contribución y de seguidas mis ideas de periodista: 

Ø  Lo primero que debe asentarse es que la redacción de un libro la considero un acto muy personal para dar cabida a que otro “le meta la mano” antes o en el transcurso de su creación. De partida la búsqueda a la que esta tarea intelectual conduce, puede resultar en la creación de un orden inédito, original, exclusivo, y ese descubrimiento podría ser de por sí un aporte muy valioso a la obra y debe dársele salida. También puede concluir en un desorden estructural que se compondrá luego con esfuerzo hasta hacerlo publicable.

Ø  Para evitar ese desorden habrá entonces que organizar en la mente -y ése es el verdadero inicio- qué es lo que se quiere contar, cuál es el tema; el orden que se le quiere dar, las ideas que se desea destacar, el esquema de trabajo (es decir, por dónde comienzo y termino), ¿está hecha la investigación que la redacción que casi todo libro requiere? ¿se buscó el respaldo para sustanciar el contenido de lo que se quiere narrar? ¿están claras y bien ubicadas las fuentes informativas? La tarea consiste primeramente en hacerse el propósito y con papel y lápiz anotar las ideas. Sencillamente unas líneas manuscritas para abrir un sendero señalado con pasos e hitos cuyo fruto conceptual se verá impreso.

Ø  Ocurrirá que el orden para el trabajo que se esboza en la explicación anterior, no pocas veces el mismo redactor lo va a cambiar y hasta lo romperá, pero es un  proceso habitual, según he leído en alguna parte. Le ocurre a todos los escritores. Nadie mecanografía el original de un libro extenso de una sentada frente al computador, aunque la buena idea si puede llegar al pensamiento de un chispazo y cuando menos se le espera. Este esquema y el orden que se sugiere, permitirán llenar con músculos, nervios, tendones y fibra el esqueleto que se armó, y se le empezará a dar vida al disponerse a escribir lo que se propone contar. Y debe hacerse con la luz en verde encendida. Imaginar un semáforo en verde y escribir lo que piense y haciendo el más intenso esfuerzo por plasmarlo de la mejor manera posible, pero proceder ya, inmediatamente, y dejar que de sus manos de redactor surja  lo que le traigan las musas. Un detalle clave de actitud frente a la escritura, es que usted se imponga humildad de carácter. Evite que su intención sea aparecer como un sabio frente al lector. Debe, más bien, pensarse que se es un maestro de escuela primaria y se dispone a enseñar con sencillez y de un modo comprensivo para todos. Esta última es una recomendación periodística, pero tiene validez múltiple, quizá excepto para las letras literarias.

Ø  Luego prosigue el período de revisión y corrección de las cuartillas que se haya elaborado. Según su estilo, gusto o psicología, puede escribir todo lo que se quiera decir de una vez hasta el final, y posteriormente corregir. Cada quien tiene su manera de hacerlo. Sin embargo, mi recomendación apunta a la escritura de un aspecto o un capítulo, luego corregirlo y continuar con otro capítulo y así sucesivamente. Este proceso cognitivo puede ser frustrante, pero se le experimenta y permite que la autocrítica tome la figura de una cortante cuchilla y se mejore una y otra vez lo que se ha escrito tanto en el fondo como en la forma, hasta sentirse más o menos satisfecho, puesto que otra vivencia usual es que el redactor pocas veces queda contento con su obra.

Ø  Recomiendo -este acápite es continuación de la idea previa- corregir independientemente capítulo por capítulo hasta el final del libro y, más adelante, hacer de nuevo una revisión completa de todo lo que se ha vertido en las páginas. De esta forma se obtendrá una panorámica de lo elaborado, y ello permitirá la realización de otras inserciones globales y específicas, y hasta la modificación sobre la marcha de la estructura inicialmente establecida, y así: vuelta al trabajo e incluso a la realización de otras indagaciones para redondear el contenido y profundizarlo.

Ø  Debo advertir que la corrección y reelaboración es un proceso duro. Vale decir, un trabajo físico y mental fuerte, pues lo frecuente -sin que importe todo el minucioso esquema que previamente se haya hecho y el deseo de estricta estructuración aplicada en el camino- es que el escritor “sienta” que no ha redactado exactamente lo que quiso o con la densidad que se propuso. Esa sensación crea angustia, a veces hasta dolor, porque suelen encontrarse asuntos que no se deben escribir para no deshonrar la amistad o el compañerismo o para no dar lugar a banalidades originadas en la intención de alcanzar mayor precisión.

Ø  Naturalmente (y se secciona de nuevo la idea que antecede), la dureza del esfuerzo corrector depende del tema. No es lo mismo escribir un libro sobre el cultivo de rosas para la exportación, que sobre los niños de la calle. Mas el asunto es de tal envergadura decisoria y decisiva que usualmente quien escribe dispone de un título que se ha madurado para el libro, y al final se enfrenta inevitablemente con la obligación de modificarlo, complementarlo o cambiarlo completamente pues lo que se ha concebido como contenido es diferente a lo que se pensó, y el título en mente no calza con la obra. 

Postdata 

Estas que se han ofrecido son recomendaciones generales. Una sugerencia adicional para quien se ha interesado en el tema, es que, una vez concluido completamente el texto y se considere que no se tiene ni una letra más que agregar, se le someta entonces a la revisión de un buen corrector de textos para que fundamentalmente haga observaciones de acentuación y ortografía sin introducirse en las profundidades oceánicas de la sintaxis y la prosodia. Probablemente lo ideal es recomendar que sea sometido a la revisión de un corrector de estilo, pero no estoy seguro de que si usted se siente un eficiente redactor, la mentalidad académica del corrector de estilo sea lo mejor para asumir el examen, pues el estilo del escritor es el suyo; el que más le gusta, la forma como sintió que su obra debió escribirse, con la estructura que me mejor le pareció para ser impreso. Y hasta allí. 

 

 

 

ADVERTENCIAS DE UN ESCRITOR

 

Gabriel García Márquez. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/ggm2.htm

 

 

  1. Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.
  2. El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
  3. El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
  4. Es más fácil atrapar un conejo que un lector.
  5. Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
  6. Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
  7. No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.

 

 

 

ANTIDECÁLOGO DEL ESCRITOR

 

Jorge Luis Borges. Tomado de Letralia

http://webs.ono.com/libroteca/antidecaborges.htm

 

En literatura es preciso evitar:

1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.

2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.

3. La costumbre de caracterizar a sus personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.

4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.

5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.

6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.

7. Las frases, las escenas intencionalmente ligadas a determinado lugar o a determinada época: o sea, el ambiente local.

8. La enumeración caótica.

9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.

10. El antropomorfismo.

11. La confección de novelas cuya trama argumental recuérdela de otro libro. Por ejemplo, el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero.

12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.

13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.

14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.

15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:

16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

 

 

 

CÓMO ESCRIBO

 

Italo Calvino. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/calvino1.htm

 

Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una caligrafía diminuta.

Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo.

Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir que voy a escribir ese libro.

Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero.

 

 

 

CÓMO SER UN BUEN ESCRITOR

19 CONSEJOS HUMORÍSTICOS

 

Anónimo, tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/como.htm

 

  • Lo primero hes conozer vien la hortografia.
  • Cuide la concordancia, el cual son necesaria para que Vd. no caigan en aquellos errores.
  • Y nunca empiece por una conjunción.
  • Evite las repeticiones, evitando así repetir y repetir lo que ya ha repetido repetidamente.
  • Use; correctamente. Los signos: de, puntuación.
  • Trate de ser claro; no use hieráticos, herméticos o errabundos gongorismos que puedan jibarizar las mejores ideas.
  • Imaginando, creando, planificando, un escritor no debe aparecer equivocándose, abusando de los gerundios.
  • Correcto para ser en la construcción, caer evite en transposiciones.
  • Tome el toro por las astas y no caiga en lugares comunes.
  • Si Vd. parla y escribe en castellano, O.K.
  • ¡Voto al chápiro!... creo a pies juntillas que deben evitarse las antiguallas.
  • Si algún lugar es inadecuado en la frase para poner colgado un verbo, el final de un párrafo lo es.
  • ¡Por amor del cielo!, no abuse de las exclamaciones.
  • Pone cuidado en las conjugaciones cuando escribáis.
  • No utilice nunca doble negación.
  • Es importante usar los apóstrofo's correctamente.
  • Procurar nunca los infinitivos separar demasiado.
  • Relea siempre lo escrito, y vea si palabras.
  • Con respecto a frases fragmentadas.

 

 

 

CONSEJOS PARA ESCRITORES

 

Anton Chejov. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/chejov02.htm

 

  • Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.
  • Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
  • Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.
  • No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
  • Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
  • Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
  • Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
  • Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
  • Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.
  • Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
  • Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.
  • Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
  • Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
  • Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
  • No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
  • No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

 

 

 

DE CÓMO SE EMPIEZA A ESCRIBIR UN LIBRO

 

Artículo de Anacó, del 18 de junio de 2006, en Ráfaga de Letras

http://rafagadeletras.blogspot.com/2006/06/de-cmo-se-empieza-escribir-un-libro.html

 

 

De pequeña pensaba que sólo se podía escribir un libro si se sabía de antemano la historia que se desgranaría en cada una de sus páginas. Y ahora que tengo que escribir uno, me doy cuenta de que estaba muy equivocada. No me sorprende que se utilice tantas veces la escritura como metáfora de la vida. También en la vida, desde la inexperiencia de los pocos años, pensamos (como buenos hijos de la modernidad en su versión racionalista más amarrona) que lo fundamental es planificar muy bien, atar todos los cabos; “hombre precavido vale por dos”, se suele decir con aire de solemnidad.
Después, conforme va pasando el tiempo –y va pasando de todo, salvo lo que habíamos imaginado- comenzamos a entender la vida y quizá también la escritura. Al principio no tenemos sino una vaga idea de lo que llevará en las entrañas, ni el libro, ni la vida. Desconocemos los contenidos, y para llegar a saber de qué tratará contamos con pocos rudimentos. Se me ocurren ahora estos tres: el trabajo, el tiempo y el sentido; y de los tres el más difícil de mantener a lo largo del camino es este último, el sentido de lo que se hace.
El día que estrenaba carné de doctoranda y me dirigía ansiosa hacia las mesas del ala derecha de la cuarta planta, con un papel medio roto en el que se leía “4110”, tuve mi primer ataque de desaliento. Me sentí como un escultor en una cantera de mármol infinita. Miles de títulos, cada uno más inteligente, atractivo y pretencioso que el anterior. Millones de páginas, litros de tinta, miles de millones de golpes de dedos más sabios que los míos, golpes en teclados nuevos y antiguos, cientos de nombres; de viejos pensadores, muertos y vivos; multiplicados por los nombres de sus intérpretes; eruditos, editores, estudiosos y traductores. Libros nuevos de tapas finas y brillantes, libros viejos, libros gordos de páginas amarillentas; libros de ensayo, tratados, manuales, libros de resúmenes, de artículos, estudios; libros de bolsillo, libros lujosos de tapa dura. Miles y miles de horas de pensamiento concentradas y en esas calles estrechas, ese espacio mínimo que respetan las estanterías para que circulen quienes se ocuparán de llenar los estantes vacíos, pasaba yo lentamente, mirando de lado a lado.

Crucé esa selva tupida de hojas moteadas y llegué a mi mesa medio exhausta. El peso de la sabiduría de la humanidad es tal, que sólo imaginarlo puede agotar al más entusiasta.

Entonces me hice esta pregunta en serio por primera vez: ¿Tiene sentido añadir otro tomo a las estanterías? ¿Qué puedo decir yo que no se haya dicho ya? No tengo del todo clara la respuesta, en todo caso, me ayuda recordar el consejo que me dio un sabio profesor:

"La respuesta a tu pregunta es quizá que tu experiencia es nueva y desde ahí es desde donde espera tu reflexión la entera humanidad (¡o al lo menos, tu directora de tesis y yo!"

Un cansancio prematuro me invade a veces al pensar en el ejemplar que tendré que escribir en estos años para que lo examine un tribunal. Como dice una amiga mía, “las cosas son peores de pensar que de pasar”, y al final -como otras veces- probablemente ni el libro, ni la vida que imagino en este punto, se parecerán al libro que escribiré y a los años universitarios que me esperan.

 

 

DECÁLOGO DEL ESCRITOR

 

Augusto Monterroso. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/monterr2.htm

 

Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.

El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.

 

 

 

DIEZ MANDAMIENTOS PARA ESCRIBIR CON ESTILO

 
Friedrich Nietzsche. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/nietz01.htm

 

 

  1. Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.
  2. El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamiento.
  3. Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.
  4. El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.
  5. La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.
  6. Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.
  7. El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.
  8. Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector.
  9. El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.
  10. No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.

 

 

 

EL DECÁLOGO

 

Juan Carlos Onetti. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/onetti1.htm

 

I.

No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II.

No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.

III.

No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

IV.

No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V.

No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI.

No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII.

No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII.

No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

IX.

No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

X.

Mientan siempre.

XI.

No olviden que Hemingway escribió: "Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer."

 

 

 

ESCRIBIR, LA HORA DE LA VERDAD

 

Alonso Cueto* en Pozo de Letras

http://www.upc.edu.pe/html/0/0/carreras/periodismo/hojas/ACueto.htm

 

Hace unos años, cuando visité el Museo del Periodismo en Washington, vi. una película dirigida al público que se hacía una pregunta central, la que se hacen todos quienes deciden en un periódico lo que va a publicarse al día siguiente: ¿qué es lo que convierte un acontecimiento en una noticia? La respuesta que mostraba esta película era que puede serlo cualquier expresión de la vida llevada a sus extremos. El amor, el odio, la violencia, la compasión, el perdón, la esperanza, el abuso, el coraje, la corrupción, la muerte, el sexo, y por supuesto la mezcla de todas estas experiencias y de otras son noticia. Si un grupo de fanáticos vuela las torres gemelas de Nueva York, el odio y la violencia son noticia. Si un policía se enfrenta a un grupo de maleantes y defiende a una persona desprotegida de la que están abusando, el coraje es noticia. Si un hombre renuncia al trono de su país y decide hacerlo por el amor de una mujer como lo hizo alguna vez el príncipe de Inglaterra, el amor es noticia. El periodismo es capaz de asimilar todos los grandes temas de lo humano y en esto se parece a la novela. La novela y el periodismo se alimentan de la realidad pero el periodismo tiene que ser fiel a los hechos mientras que los hechos en una novela son sólo un punto de partida.
Y, sin embargo, creo que tanto en el periodismo como en la novela, hay un principio moral similar, un principio que todo novelista y todo periodista debe tener en cuenta. En el caso del periodista, la moral tiene que ver obviamente con su fidelidad a los hechos que cuenta. Pero no sólo a ellos sino también a sus propias impresiones sobre esos hechos, a lo que siente en torno a ellos. Un cronista puede y debe introducir un tono de subjetividad que pueda darle un color personal a su historia. Y no puede traicionar en ningún caso esta perspectiva emocional que lo une a lo que cuenta. La moral del escritor de novelas no es distinta. Las emociones del escritor son inseparables de su modo de presentar sus acontecimientos. Un escritor que quiera fabricarse emociones postizas por complacer al lector o al editor o por pensar que con ellas puede vender más ejemplares o puede congraciarse con más gente, un escritor que finja sentir lo que no siente, está traicionando un principio moral de la literatura: que es una expresión sincera sobre sí mismo. Esta honestidad no es menor porque los acontecimientos de los que habla un escritor puedan ser ficticios. Una buena novela es una verdad a medias exagerada al doble.
Por otro lado, es cierto que las grandes novelas presentan personaje ficticios, que no existen. Y sin embargo, vaya si existen. Quiero decir, vaya si existe su soledad, su frustración, su dolor, su coraje, su honor, vaya si existen Jean Valjean, Eugenia Grandet, el capitán Ahab. Son personajes hechos con los retazos de muchos seres vivos y con el espíritu del propio escritor. Estos seres aparecen por lo tanto como más vivos que muchos seres reales después de leer sobre ellos.

Hay una frase de Ezra Pound según la cual las grandes novelas dan noticias que siempre son noticias. Homero siempre está dando la noticia de la guerra de Troya y leído hoy su poema, tantos siglos después de ser escrito, su noticia de la muerte de Héctor es más viva que muchas de las que leemos en el diario. Homero puso tanto de sí en contar la muerte de Héctor que la escena sigue siendo vívida en nuestra conciencia como lo ha sido para sus millones de lectores a lo largo de los siglos. El gran escritor es capaz de ofrecer en las palabras una vida eterna a un acontecimiento. La honestidad es un principio esencial a la hora de contar noticias ciertas o de ficción. Cuando uno escribe -periodismo o novelas-, es la hora de la verdad, la nuestra y la de los acontecimientos.

 

*Alonso Cueto 

Escritor de prestigio internacional. Ha publicado un buen número de obras, la última de ellas es Grandes Miradas. Es editor de El Dominical de El Comercio y profesor de Periodismo Especializado en la UPC. 

 

 

 

EXTRACTOS DE ENTREVISTAS

A ADOLFO BIOY CASARES

 

Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/bioy1.htm

  

Henry James se preguntó por qué escribía Flaubert si le dolía tanto... La crítica es aparentemente justa (sólo aparentemente, pero de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones que tengo al hablar se me corren a la pluma. Las venzo. El placer de inventar es grande; también el de lograr una página satisfactoria. Mis relativos aciertos me bastan para decir que me gusta esta profesión, que me gusta inventar, que me gusta haber inventado historias y tener otras para escribir.

Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla intensamente.

Además, escribir es un intento de pensar con precisión. Debo admitir sin embargo que de vez en cuando se presentan situaciones en que tenemos que elegir dos caminos; quizá, por extraño que parezca, entre el amor (léase matrimonio, vida familiar) y seguir escribiendo. Es probable que esa mala fama de la literatura, que la muestra como negación de la vida, se deba al clamor de personas abandonadas.

Pero la literatura no es una imposición, es un placer. Escribí un libro de ensayos al que llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre literatura, sobre libros. Una aventura es la vida, la otra -al menos para mí - son los libros.

Hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador -boxeador me gustaba más, porque me parecía más contundente- o campeón mundial de tenis o de salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibirnos y que todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba "Vanidad". Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y a leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a mis amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la razón, pero creía en mi próximo libro.

Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía mi incapacidad de escribir libros aceptables como una derrota de mi inteligencia. La verdad es que producía algo que a nadie gustaba. A mí tampoco. Me gustaba mientras escribía; después, no. Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de su mundo. Probablemente pensaba que no bastaba con ser lector para entrar en la literatura. Muchas veces me dije que, de haber sido una persona un poco más sensible, yo hubiera dejado de escribir, porque escribía un libro y todos mis amigos -y después Jorge Luis Borges- me miraban con cara de tristeza y de preocupación, como pensando: "¿Qué le digo yo a éste?" Pero quizás aprendí a escribir gracias a esos errores.

No sé, no podría decir cuál fue mi primer intento literario, pero sé que cuando mi prima no me quiso me puse a escribir para exaltar mi dolor.

Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.

Leía buscando la literatura, y escribía buscando la literatura cuando concluía mis cuentos, por un tiempo creía haber hecho literatura, creía haber acertado. Después, cuando publicaba el libro y mis amigos lo leían, llegaba el desencanto, si antes yo solo no lo habla encontrado... Con La invención de Morel, una historia que no quería malograr, llegó la gran oportunidad de ponerme a prueba. Recordé el consejo de mi padre de pensar en lo que uno está haciendo, y procuré escribir con la atención bien despierta. Antes de la publicación del libro aparecieron capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones de algunos lectores fueron las primeras buenas noticias sobre escritos míos que recibí en la vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero aún no me sentía seguro. Me preguntaba si los hombres sabios no descubrirían errores y torpezas en la novela. Con el tiempo, en un cuento que se llama "El ídolo", se me soltó la mano.

Pienso que escribir es una profesión aunque el prójimo no lo crea. Para mí fue siempre una profesión. Es, además, lo que he estado haciendo a lo largo de la vida.

Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una oportunidad "Sólo un badulaque escribe por placer". Él escribía por necesidad, por dinero, y lo hacía admirablemente.

En principio no veo nada objetable en que un editor encargue una biografía para su colección de biografías o una novela para su colección de novelas. Hay buenos escritores indolentes que sin la compulsión del encargo dejarían muy poca obra. Quizá Johnson fuera uno de ellos. No voy a negar que a veces el pedido de escribir por encargo irrita al escritor. Por ejemplo, cuando le llega a uno estando desbordado por el trabajo; o cuando le piden algo ajeno a sus gustos o preocupaciones, como que escriba el libreto para una ópera a un escritor a quien las óperas no gustan. Cuando Lord Byron escribía "Don Juan", su editor, que no aprobaba ese poema, le propuso que escribiera un largo poema épico. "Odio hacer deberes", replicó Byron, y rechazó la propuesta.

Se empieza a escribir porque se tienen ganas y posibilidades de hacerlo, pero es una verdad que pensamos con particular convicción después del Romanticismo. Los escritores que escribieron para ganarse la vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en definitiva, se impone.

Cuando me preguntan que de dónde saco las ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas; por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren menos historias que si escribo mucho.

 

 

 

INSTRUCCIONES PARA NO DEJAR DE ESCRIBIR

 

Sergio Vilela* en Pozo de Letras

http://www.upc.edu.pe/html/0/0/carreras/periodismo/hojas/SVilela.htm

 


Cada vez que leía una gran historia publicada en una revista o en un libro, luego de disfrutarla, me entraba cierta envidia. Cómo era posible que esos tipos, escritores, periodistas, ensayistas, tuvieran el talento del que yo carecía, y que los hacía escribir tan buenas historias, pensaba yo, de una forma tan fácil. Debe ser, suponía entonces, que yo no sirvo para escritor porque a mí me cuesta mucho, pero mucho, sentarme a la máquina y acabar una página sintiendo que se trata de algo decente. Pero vivimos creyendo mitos. Y por eso alguna vez he pensado que el día que todo el mundo confiese la verdad respecto a cómo logró tal o cual hazaña, nos vamos a llenar de decepciones tan espantosas que será tan feo como saber en que consiste la muerte. Tan aburrido como ganarle a la computadora, y tan triste como saber de antemano las malas noticias. El mito que yo descubrí, cuando pude levantar una pizca del telón de fondo que nos está prohibido tocar, me demostró que escribir es un ejercicio que ni a los consagrados le resulta fácil. Y saberlo me llenó de valor. Después de haber ido a buscar hasta Francia a Vargas Llosa y haber conversado con él, e incluso haberlo animado con mi proyecto de libro, incluso después, nada estaba claro. Cuando volvía a Lima con la idea de escribir con toda mi energía desaforada, después de tanta emoción, sobrevino la sequía, y no pude pulsar ni una sola tecla. El cadete Vargas Llosa seguía siendo sólo una gran ilusión.

Pasaron días, semanas, y hasta meses, en los que sólo hacía apuntes de vez en cuando en un cuaderno en el que atesoraba datos sueltos, rumores, ideas, tareas pendientes, y preguntas, sobre todo eso, preguntas. Pero ni una sola línea sobre esa vivencia que en un momento me pareció inservible para la historia sobre el cadete Vargas Llosa que había empezado a escribir. Tuvo que pasar un tiempo largo para poder retomar la escritura del libro que ahora parecía más concreto que nunca, por todo lo que había entendido al conversar con el novelista en los días que pasé en Los Pirineos. Escribir siempre puede parecer un ejercicio romántico pero es una tarea que yo recuerdo por momentos frustrante, terrible, imposible. Escribir y sentir que no hay novedad, que todo está repetido, que le falta claridad, que la historia pierde el eje, muchos peros, muchas horas corrigiendo algunos fragmentos que al final terminaban en el tacho. No hay nada más horrible. Y todo eso lo hace a uno sentirse un inútil.

Cuando el curso de Periodismo Literario, en el que había nacido la idea de escribir una historia sobre Vargas Llosa, se acabó cuatro meses antes de mi viaje a Francia, me recuerdo a mí mismo comentando, en los pasillos con mis amigos, que había decido seguir con la investigación, porque había muchos cabos sueltos, y sentía una profunda curiosidad por encontrar más pistas, más testigos, más datos. En cierto modo sentía que había abierto recién una primera puerta que me había descubierto otras puertas más. Así sucesivamente intuía que había mucho más que descubrir. Y cuando lo comentaba recuerdo que me sentía excesivamente entusiasta frente a las caras de mis amigos que me miraban, sabiendo como era yo, con una expresión que me decía que mi entusiasmo parecía ser un poco quijotesco. Luego la cotidianidad, las clases, el trabajo y los amigos, lo hacen a uno descubrir que el escribir es un ejercicio solitario que obliga a poner en pausa al mundo. Y por eso, y por la enorme incertidumbre que a veces me atacaba, sentía la tentación de enterrar la historia en alguna parte, de meterla en un cajón y echarle llave para siempre. Total, pensaba, no tengo ninguna obligación y nadie la estaba esperando. Por eso no hay escritor que no advierta que debe ser el ejercicio mismo de la escritura suficiente para el autor. Todos advierten, como si se tratara de un peligro potencial, que ni publicar ni ganar premios ni salir en televisión debe ser valorado por encima del solitario enfrentamiento con las palabras.

En uno de esos días desde los que era imposible imaginar que al final iba ha terminar el perfil que escribía, encontré, por suerte, un relato de Abelardo Oquendo, uno de los grandes amigos de Vargas Llosa, en el que recordaba las cartas que le escribió el novelista desde Europa cuando era aún un anónimo. Unas cartas que para mí fueron una revelación. En una de ellas, fechada 11 de diciembre de 1958, Vargas Llosa le confesaba sus penurias durante los días que escribía La ciudad y los perros. La carta decía:

Voy a salir loco: frente a la máquina siento malhumor, palpitaciones, odio, impotencia, excitación, frío, fiebre, diarrea, contención, ahogo, asco, vómito, vértigo, una inexplicable y espantosa desesperación. Dejo la máquina y me acuesto: sueño despeñarme por abismos larguísimos y siniestros en cuyas cimas me aguardan las lucientes bayonetas de los cadetes del Colegio Militar como una anchurosa cama de fakir, o revivo los malditos sábados y domingos de consignas, paseándome como una fiera rabiosa dentro de la grisácea cárcel de La Perla, sin poder salir, y las humillaciones matutinas, vespertinas y nocturnas, constantes, ineludibles, bochornosas, de suboficiales, oficiales, brigadieres; la rutina y la disciplina, devorándote como un océano de arenas movedizas hasta succionarte la más mínima capacidad de raciocinio; la horrorosa soledad en medio de un mundo íntegramente hostil; las noches interminables, tendido en una litera, soñando con Miraflores en la hosca oscuridad de la cuadra; la corrupción, la angustia, las pesadillas, las imaginarias y, en fin, toda la tragedia y el sufrimiento de dos años que creía olvidados.

Y continúa la carta diciendo.....

Ahora mismo releo este párrafo: es artificioso y declamatorio falsifica mortalmente la verdad. Es eso exactamente lo que está ocurriendo en lo que escribo. Me doy cuenta, a pesar de que no he querido releer las setenta páginas que tengo acabadas. Las voy a dejar en Madrid: volveré a seguir trabajando cuando regrese, dentro de cuatro semanas más o menos. Adjetivos aparte, cada vez desconfió más de mí mismo. Si antes de terminar el año de beca no escribo algo que realmente me parezca valioso, creo que voy a rectificar mis planes: sería una tontería seguir insistiendo en hacer cojudeces decorosas.

Cinco meses después, en mayo de 1959, en otra carta le escribe algo que ahora suena inverosímil pero que alienta a cualquiera que recién empieza ha escribir.

Para evitar la reflexión y el suicidio me he dedicado a trabajar a fondo. Sólo salgo del hotel, prácticamente, para comer. He dado un buen empujón a la novela cada día me convenzo más de que esto sí puede ser algo valioso. Olvídate de todas las estupideces que he escrito, ejercicios ridículos de adolescente: tengo la impresión que si la novela sale como la presiento, seré por fin un escritor. Te confieso que es lo único que me retiene en Europa. Si veo que todo es un espejismo, haré las maletas y -no sé cómo- me regreso a Lima y no vuelvo a escribir una línea.

No había ninguna magia. Así fue que lo comprobé. Ningún don particular que hiciera que los escritores no tuvieran problemas en su proceso creativo, y que todo era cuestión de perseverancia e incluso terquedad. Alguna vez leí que Flaubert confesaba lo mismo en una epístola, igual que Rilke. Todos igual de presos por esa incapacidad para poder poner en el papel aquello que uno cree pensar con tanta claridad antes de sentarse frente a la máquina. Qué se va imaginar alguien que recién empieza que hasta el día de hoy Vargas Llosa siente mucha inseguridad cuando empieza ha escribir una novela. Lo he oído decir más de una vez que, para evitar ese tremendo vacio inicial, prefiere escribir de un tirón el borrador de su historia, sin importar que dicho manuscrito esté repleto de errores narrativos, conceptuales, y hasta sintácticos. Pero claro, qué va uno a pensar que un gran escritor o un intelectual destacado en todo el mundo es también una persona repleta de dudas al empezar un texto, por más ínfimo que sea. Lo único que se va acumulando son millas. Como cuando uno viaja en avión. Puro kilometraje profesión, puro oficio para domar las palabras. Yo tampoco me imaginaba, cuando empecé a reportar la historia del cadete Vargas Llosa, que detrás de ese mito había existido el adolescente tímido y el abuelo que alguna vez se disfrazó de Papa Noel en Navidad para darle gusto a los nietos que adora. Ese otro lado es el que yo he querido descubrir en mi libro. El perfil del adolescente anónimo que a partir de su experiencia militar empezaría a forjar ideas que hasta hoy lo acompañan como su eterna rebeldía contra el autoritarismo, y su lucha, contra viento y marea, por la libertad.

Pero escribir, que había empezado como una tarea de la universidad, se llegó a convertir en una aventura que cuestionaba toda mi existencia. Muchas veces me pregunté de qué servía llenar hojas y hojas con palabras. Y en todo caso, por qué lo hago. En algo cambiarían las cosas, pensaba tal vez. Nunca pude responderme. Menos mal que una vehemencia insospechada por la historia que tenía entre manos me sacaba por suerte de esos hoyos de la incertidumbre. Hasta que llegó la hora final y el drama de perfeccionismo, que no es más que una epidemia que ataca a todo el que se lee durante decenas de páginas y se descubre fallido, una y otra vez. Pero ese síndrome es también una enfermedad popular, de la que adolece cualquiera que llega al último párrafo de su historia. Supongo que no existe la fórmula para que una narración sea absoluta. Quizá por eso es conocido que muchos escritores son los perores lectores de sí mismos. Vargas Llosa me dijo una vez que él no había vuelto a leer sus novelas jamás, por salud mental pensé yo, y que por eso su memoria, tan normal como cualquiera, sólo recordaba las historias y los personajes centrales de cada relato. A todos los detalles su memoria les había hecho delete. Cuando me lo dijo, se lo pregunté de nuevo. No lo pude creer. La diferencia entre una novela y una historia de no-ficción, es que una termina y la otra no. Un escritor de ficción puede planear el mejor final para su novela, y esta acabará para siempre. Un cronista en cambio está sentenciado a saber desde el inicio que su historia, como es tomada la realidad y discurre eternamente como el agua de un río, será mutante. Y que por eso podrá ser reescrita mil veces. Ahora recuerdo la voz de mi editor al teléfono. Me decía que debía terminar el libro y aceptar de una vez que era probable que siguiera encontrando datos o testigos por el resto de mi vida y que si quería escribir otros relatos debía aprender a no contarlo todo. Él concluía diciendo: no te olvides que no existe el libro perfecto.

Cuando recibí el primer ejemplar de El cadete Vargas Llosa, mientras todos se alegraban, yo sentía una sensación de desamparo. Sentí como si hubieran vaciado mi casa unos ladrones. Había que aceptarlo. Se había acabado esa aventura con la que había convivido dos años y que me había hecho vivir momentos terribles pero también increíbles. Quizá por eso tuve la sensación de que pronto, muy pronto, empezaría con otra historia, otra aventura, con otro viaje a algún lugar: una crónica siempre es una fuga disfrazada.

 

*Sergio Vilela

Sub editor de la revista Etiqueta Negra. Egresado de la UPC, ha publicado el libro El Cadete Vargas Llosa. Ha publicado El Comercio de Lima, El País de Madrid y en la revista El Malpensante de Bogotá. En el 2003 recibió una beca para participar en el Taller de Crónicas dictado por Alma Guillermoprieto, en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano. 

 

 

 

MÉTODO DE COMPOSICIÓN

 

Edgar Allan Poe. Toma de Libroteca

http://webs.ono.com/libroteca/allanpoe.htm

 

 

En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Saben, dicho sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que había hecho".

Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente? Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.

He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.

Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria.

Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.

Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.

Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.

En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.

Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención. La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.

En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.

Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.

Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.

Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello.

Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello -ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.

En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.

De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste.

Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.

Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria.

Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto -entendiendo este término en su sentido escénico-, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición.

Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.

Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.

Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.

El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.

Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.

Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante.

Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.

Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.

Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.

Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia: ¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre! Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos, di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor, besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor". El cuervo dijo: "¡Nunca más!." Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.

Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.

Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.

Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.

El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.

En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.

Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.

Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.

Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía.

El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo. No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto; pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación. En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más: Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír: "Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera, ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche. ¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica". El cuervo dijo: "¡Nunca más!". Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra, si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho; porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo el ver a un ave encima de la puerta de su habitación, a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación, llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!". Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar: Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc. A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.

 

 

NOVELA Y REBELDÍA

 

Albert Camus. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/camus1.htm

 

 

Es posible separar la literatura de consentimiento que coincide, en líneas generales, con los siglos antiguos y los siglos clásicos, y la literatura de disidencia que empieza con los tiempos modernos. Se observará entonces la escasez de novela en la primera. Cuando existe, salvo raras excepciones, no concierne a la historia, sino a la fantasía (Teágenes y Cariclea o La Astrea). Son cuentos, no novelas. Con la segunda, por el contrario, se desarrolla realmente el género novelesco que no ha cesado de enriquecerse y extenderse hasta nuestros días, al mismo tiempo que el movimiento crítico y revolucionario. La novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebeldía y traduce, en el plano estético, la misma ambición.

«Historia ficticia, escrita en prosa», dice Littré de la novela. ¿No es más que esto? Un crítico católico1 ha escrito no obstante: «El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios». Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios, a propósito de la novela, que de una competencia al Estado civil. Thibaudet expresaba una idea parecida cuando decía a propósito de Balzac: «La comedia humana es la Imitación de Dios Padre.» El esfuerzo de la gran literatura parece consistir en crear universos cerrados o tipos completos. Occidente, en sus grandes creaciones, no se limita a describir su vida cotidiana. Se propone sin descanso grandes imágenes que lo enardecen y se lanza tras ellas.

Al fin y al cabo, escribir o leer una novela son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable, ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar, por el gusto del creador y del lector, fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas. La crítica revolucionaria condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa. La lengua común, a su vez, llama «novela» al relato engañoso del periodista torpe. Hace unos lustros, la costumbre quería asimismo, contra la verosimilitud, que las jóvenes fuesen «novelescas». Se daba a entender con ello que tales criaturas ideales no tenían en cuenta las realidades de la existencia. De manera general, siempre se ha considerado que lo novelesco se apartaba de la vida y que la embellecía al mismo tiempo que la traicionaba. La manera más simple y la más común de entender la expresión novelesco consiste, pues, en ver en ella un ejercicio de evasión. El sentido común se suma a la crítica revolucionaria.

Pero ¿de qué nos evadimos por medio de la novela? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante? La gente feliz lee también novelas y es constante que el extremo sufrimiento quite la afición a la lectura. Por otro lado, el universo novelesco tiene ciertamente menos peso y menor presencia que ese otro universo en que unos seres de carne y hueso nos asedian sin descanso. ¿Por qué misterio, sin embargo, Adolfo nos aparece como un personaje mucho más familiar que Benjamin Constant, el conde Mosca que nuestros moralistas profesionales? Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la suerte del mundo diciendo: «Y ahora volvamos a las cosas serias», queriendo hablar de sus novelas. La gravedad indiscutible del mundo novelesco, nuestro empeño en tomar, en efecto, en serio los mitos incontables que nos brinda desde hace dos siglos el genio novelesco, el gusto por la evasión no basta para explicarlo. Ciertamente, la actividad novelesca supone una especie de rechazo de lo real. Pero este rechazo no es una simple huida. ¿Hay que ver en él el movimiento de retiro del alma noble que, según Hegel, se crea a sí misma, en su decepción, un mundo ficticio en que la moral reina sola? La novela edificante, sin embargo, queda asaz distante de la gran literatura; y la mejor novela rosa, Pablo y Virginia, obra propiamente penosa, no ofrece nada al consuelo.

La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más.

Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte. Deseamos que el amor dure y sabemos que no dura; aunque, por milagro, debiese durar toda una vida, sería aún inacabado. Quizás, en esta insaciable necesidad de durar, comprenderíamos mejor el sufrimiento terrestre si supiéramos que fuese eterno. Parece que a las grandes almas las asusta a veces menos el dolor que el hecho de que no dura. A falta de una felicidad infatigable, un largo sufrimiento crearía al menos un destino. Pero no, y nuestras peores torturas cesarán un día. Una mañana, después de tantas desesperaciones, un irreprimible deseo de vivir nos anunciará que todo ha terminado y que el sufrimiento ya no tiene más sentido que la felicidad.

El afán de posesión no es más que otra forma del deseo de durar; él es el que hace el delirio impotente del amor. Ningún ser, ni siquiera el más amado, y que mejor nos responda, está nunca en nuestra posesión. En la tierra cruel, donde los amantes mueren a veces separados, nacen siempre divididos, la posesión total de un ser, la comunión absoluta en el tiempo entero de la vida es una imposible exigencia. El afán de la posesión es hasta tal punto insaciable que puede sobrevivir al amor mismo. Amar, entonces, es esterilizar al amado. El vergonzoso sufrimiento del amante, en lo sucesivo solitario, no es tanto el no ser ya amado, cuanto el saber que el otro puede y debe amar aún. En el límite, todo hombre devorado por el deseo loco de durar y de poseer desea a los seres a los que ha amado la esterilidad o la muerte. Ésta es la verdadera rebeldía. Quienes no han exigido, un día al menos la virginidad absoluta de los seres y del mundo; quienes no han temblado de nostalgia y de impotencia ante su imposibilidad; quienes, entonces, vueltos a su nostalgia de absoluto, no son destruidos intentando amar a media altura, ésos no pueden comprender la realidad de la rebeldía y su furia de destrucción. Pero los seres se escapan siempre y nosotros les escapamos también: no tienen perfiles firmes. La vida desde este punto de vista no tiene estilo. No es más que un movimiento que corre en pos de su forma sin dar nunca con ella. El hombre, desgarrado así, busca en vano esa forma que le daría los límites entre los cuales sería rey. ¡Que una sola cosa viva tenga su forma en este mundo y éste estará reconciliado!

No hay ser por fin que, a partir de cierto nivel elemental de conciencia, no se agote buscando las fórmulas o las actitudes que darían a su existencia la unidad que le falta. Parecer o hacer, el dandi o el revolucionario exigen la unidad, para ser, y para ser en este mundo. Como en esas patéticas y miserables relaciones que se prolongan a veces largo tiempo porque uno de los miembros espera hallar la palabra, el gesto o la situación que harán de su aventura una historia concluida y formulada en el tono justo, cada uno se crea o se propone tener la palabra final. No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.

¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino?2 El mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre. Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y Stavroguin, la señora Graslin, Julián Sorel o el príncipe de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.

Madame de La Fayette sacó La princesa de Cléves de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que madame de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en Las pléyades de Gobineau. Sophie, mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, «no hay más que las mujeres de gran carácter que puedan hacerme feliz», obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás, que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada, luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para Regar hasta el infierno.

He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. Pero una breve confrontación entre dos tentativas que se sitúan en los extremos opuestos del mundo novelesco, la creación proustiana y la novela norteamericana de estos últimos años, bastará para nuestra intención.

La novela norteamericana pretende hallar su unidad reduciendo al hombre, ya sea a lo elemental, ya a sus reacciones externas y a su comportamiento3. No elige un sentimiento o una pasión del que dará una imagen privilegiada, como en nuestras novelas clásicas. Rechaza el análisis, la búsqueda de un resorte psicológico fundamental que explicaría y resumiría la conducta de un personaje. Por eso, la unidad de dicha novela no es más que una unidad de enfoque. Su técnica consiste en describir a los hombres por fuera, en los más indiferentes de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus repeticiones4, en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos cotidianos. A ese nivel maquinal, efectivamente, los hombre se parecen y así se explica ese curioso universo en que todos los personajes parecen intercambiables, hasta en sus particularidades físicas. Esta técnica es llamada realista tan sólo por un malentendido. Además de que el realismo en arte es, como veremos, una noción incomprensible, resulta muy evidente que este mundo novelesco no tiende a la reproducción pura y simple de la realidad, sino a su estilización más arbitraria. Nace de una mutilación, y de una mutilación voluntaria, llevada a cabo sobre lo real. La unidad así obtenida es una unidad degradada, una nivelación de los seres y del mundo. Parece que, para esos novelistas, sea la vida interior la que priva las acciones humanas de la unidad y que arrebata a los seres los unos a los otros. Tal sospecha es en parte legítima. Pero la rebeldía que se halla en la fuente de este arte, no puede encontrar su satisfacción sino fabricando la unidad a partir de esa realidad interior, y no negándola. Negarla totalmente es referirse a un hombre imaginario. La novela negra es también una novela rosa de la que tiene la vanidad formal. Edifica a su manera5. La vida de los cuerpos, reducida a sí misma, produce paradójicamente un universo abstracto y gratuito, constantemente negado a su vez por la realidad. Esa novela, purgada de vida interior, en que los hombres parecen observados detrás de un cristal, acaba lógicamente dándose, como tema único, al hombre presuntamente medio, escenificando lo patológico. Así se explica la cantidad considerable de «inocentes» utilizados en este universo. El inocente es el tema ideal de semejante empresa, ya que no es definido, y por entero, sino por su comportamiento. Es el símbolo de este mundo exasperante, en que unos autómatas desdichados viven en la más maquinal de las coherencias, y que los novelistas norteamericanos han elevado frente al mundo moderno como una protesta patética, pero estéril.

En cuanto a Proust, su esfuerzo ha consistido en crear a partir de la realidad, obstinadamente contemplada, un mundo cerrado, insustituible, que no le pertenecía más que a él y marcaba su victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte. Pero sus medios son opuestos. Dependen ante todo de una elección concertada, una meticulosa colección de instantes privilegiados que el novelista escogerá en lo más secreto de su pasado. Inmensos espacios muertos son así expulsados de la vida porque no han dejado nada en el recuerdo. Si el mundo de la novela norteamericana es el de los hombres sin memoria, el mundo de Proust no es en sí mismo más que una memoria. Se trata tan sólo de la más difícil y la más exigente de las memorias, la que rechaza la dispersión del mundo tal cual es y que saca de un perfume recobrado el secreto de un nuevo y antiguo universo. Proust elige la vida interior y, en la vida interior, lo que es más interior que ella, contra lo que en lo real se olvida, es decir lo maquinal, el mundo ciego. Pero de este rechazo de lo real, no saca la negación de lo real. No comete el error, simétrico al de la novela norteamericana, de suprimir lo maquinal. Reúne, por el contrario, en una unidad superior, el recuerdo perdido y la sensación presente, el pie que se tuerce y los días felices de antaño.

Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas. Esta melancolía es la de Proust. Ha sido bastante potente en él para hacer brotar un rechazo de todo el ser. Pero el amor a las caras y a la luz lo ataban al mismo tiempo a este mundo. No consintió que las vacaciones felices se perdieran para siempre. Se comprometió a recrearlas de nuevo y a mostrar, contra la muerte, que el pasado se encontraba al término del tiempo en un presente imperecedero, más verdadero y más rico aún que en el origen. El análisis psicológico de El tiempo perdido no es entonces más que un poderoso medio. La grandeza real de Proust es haber escrito El tiempo recobrado, que reúne un mundo dispersado y le da una significación al nivel mismo del desgarramiento. Su victoria difícil, en vísperas de su muerte, consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana. El reto más seguro que una obra de esta índole pueda plantear a la creación es presentarse como un todo, un mundo cerrado y unificado. Esto define las obras sin correcciones.

Se ha podido decir que el mundo de Proust era un mundo sin dios. Si eso es verdad, no es porque en él no se hable nunca de Dios, sino porque este mundo tiene la ambición de ser una perfección cerrada y de dar a la eternidad el rostro del hombre. El tiempo recobrado, en su ambición al menos, es la eternidad sin dios. La obra de Proust, desde este punto de vista, aparece como una de las empresas más desmesuradas y más significativas del hombre contra su condición mortal. Ha demostrado que el arte novelesco rehace la creación misma, tal cual nos es impuesta y tal cual es rechazada. Bajo uno de sus aspectos al menos, este arte consiste en elegir a la criatura contra su creador. Pero, más profundamente aún, se alía con la belleza del mundo o de los seres contra las potencias de la muerte y del olvido. Así es como su rebeldía es creadora.

 

1. Stanislas Funet
2. Incluso si la novela no dice más que la nostalgia, la desesperación, lo inacabado, crea con todo la forma y la salvación. Nombrar la desesperación es superarla. La literatura desesperada es una contradicción en los términos.
3. Se trata naturalmente de la novela «dura», la de los años treinta y cuarenta, y no de la floración norteamericana del siglo XIX.
4. Hasta en Faulkner, gran escritor de esta generación, el monólogo interior no reproduce más que la corteza del pensamiento.
5. Bernardin de Saint-Pierre y el marqués de Sade, con indicios diferentes, son los creadores de la novela de propaganda.

 

 

POR QUÉ ESCRIBO


George Orwell. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/orwell1.htm

 

 

Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.

Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años, y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes, no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.

Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración" reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes,  y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.

Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus  temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:

1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.

Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.

2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.

3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.

4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.

Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.

Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.

Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: "Voy a hacer un libro de arte". Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.

No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.

De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.

Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.

Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.

 

 

 

PREFACIO DE EL RETRATO DE DORIAN GRAY


Oscar Wilde. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/wilde2.htm

 

 

El artista es el creador de cosas bellas. Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.

El crítico es el que puede traducir de un modo distinto o con un nuevo procedimiento su impresión ante las cosas bellas.

La más elevada, así como la más baja de las formas de crítica, son una manera de autobiografía. Los que encuentran intenciones feas en cosas bellas, están corrompidos sin ser encantadores. Esto es un defecto.

Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellas, son cultos. A éstos les queda la esperanza.

Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.

Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Esto es todo.

La aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia de Calibán viendo su cara en el espejo.

La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia de Calibán no viendo su propia cara en el espejo.

La vida moral del hombre forma parte del tema para el artista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.

Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un amaneramiento imperdonable de estilo.

Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo.

Pensamiento y lenguaje son, para el artista, instrumentos de un arte.

Vicio y virtud son, para el artista, materiales de un arte.

Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, la profesión de actor.

Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo.

Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo.

Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen también a su propio riesgo.

Es al espectador, y no la vida, a quien refleja realmente el arte.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo.

Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil, en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente.

Todo arte es completamente inútil.

 

 

 

VARIOS CONSEJOS

 

Ernest Hemingway. Tomado de Ciudad Teva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/heming01.htm

 

  • Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso. Sé positivo, no negativo.
  • La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.
  • Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande, magnífico, suntuoso".
  • Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.
  • Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.
  • Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias...
  • A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.
  • Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

 

 

 

BOTELLA AL MAR PARA EL DIOS DE LAS PALABRAS

[Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española

Texto completo]

Gabriel García Márquez. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/otros/ggmbote.htm

 

 

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

 

 

 

 

     

    Actualizado el 25/11/2009          Eres el visitante número                ¡En serio! Eres el número         

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