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NARRATIVA

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REDACCIÓN Y ESTILO

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# ALGUNAS NOTAS SOBRE

LOS DIÁLOGOS

Rodolfo Martínez

 

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# LOS DIÁLOGOS

Eduardo J. Carletti

 

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APUNTES DE CREACIÓN NARRATIVA

 

Apuntes de Eutiquio en Libroteca

http://webs.ono.com/libroteca/apuntes.htm

 

Indice:

 

Los utensilios del escritor.

LAS PALABRAS.

CLARIDAD.

NATURALIDAD.

VISIBILIDAD.

EL RITMO DEL DISCURSO.

LA VOZ.

EMPATÍA.

LA COMPOSICIÓN.

EL TRATAMIENTO DEL TEMA.

LA CONSTRUCCIÓN DE LA ESCENA.

EL DIÁLOGO.

EL PUNTO DE VISTA DEL NARRADOR.

EL PERSONAJE.

LOS GÉNEROS.

 

                                   

 

 

 

REGLAS PRÁCTICAS DE REDACCIÓN Y ESTILO

 

Resumen de Gonzalo Martín Vivaldi del volumen “Los desafíos de la ficción (Técnicas narrativas)”, tomado de “El guionista hastiado”, en http://www.espacioblog.com/elguionistahastiado/post/2007/08/16/reglas-pracitas-redaccion-y-estilo-literario-

 

-Las palabras son los utensilios, las herramientas del escritor. Y como en todo oficio o profesión es imprescindible el conocimiento –el manejo- de los utensilios de trabajo, así sucede también en el arte de escribir. Nuestra base, pues, es el conocimiento del vocabulario. El empleo de la palabra exacta, propia, y adecuada, es una de las reglas fundamentales del estilo. Como el pintor, por ejemplo, debe conocer los colores, así el escritor ha de conocer los vocablos.

-Un buen diccionario no debe faltar nunca en la mesa de trabajo del escritor. Se recomienda el uso de un diccionario etimológico y de sinónimos.

- Siempre que sea posible, antes de escribir, hágase un esquema previo, un borrador.

-Conviene leer asiduamente a los buenos escritores. El estilo, como la música, también “se pega”. Los grandes maestros de la literatura nos ayudarán eficazmente en la tarea de escribir.

-“Es preciso escribir con la convicción de que sólo hay dos palabras en el idioma: EL VERBO Y EL SUSTANTIVO. Pongámonos en guardia contra las otras palabras.” (Veulliot) Quiere decir esto que no abusemos de las restantes partes de la oración.

-Conviene evitar los verbos “fáciles” (hacer, poner, decir, etc.), y los “vocablos muletillas” (cosas, especie, algo, etcétera).

-Procúrese que el empleo de los adjetivos sea lo más exacto posible. Sobre todo no abuse de ellos: “si un sustantivo necesita un adjetivo, no lo carguemos con dos”. (Azorín) Evítese, pues, la duplicidad de adjetivos cuando sea innecesaria.

-No pondere demasiado. Los hechos narrados limpiamente convencen más que los elogios y ponderaciones.

-Lo que el adjetivo es al sustantivo, es el adverbio al verbo. Por tanto: no abuse tampoco de los adverbios, sobre todo de los terminados en “mente”, ni de las locuciones adverbiales (en efecto, por otra parte, además, en realidad, en definitiva).

-Coloque los adverbios cerca del verbo a que se refieren. Resultará así más clara la exposición.

-Evítense las preposiciones “en cascada”. La acumulación de preposiciones produce mal sonido (asonancias duras) y compromete la elegancia del estilo.

-No abuse de las conjunciones “parasitarias”: “que”, “pero”, “aunque”, “sin embargo”, y otras por el estilo que alargan o entorpecen el ritmo de la frase.

-No abuse de los pronombres. Y, sobre todo, tenga sumo cuidado con el empleo del posesivo “su” –pesadilla de la frase- que es causa de afibología (doble sentido).

-No tergiverse los oficios del gerundio. Recuerde siempre su carácter de oración adverbial subordinada (de modo). Y, en la duda… sustitúyalo por otra forma verbal.

-Recuerde siempre el peligro “laísta” y “loísta” y evite el contagio de este vicio “tan madrileño”.

-Tenga muy en cuenta que “la puntuación es la respiración de la frase”. No hay reglas absolutas de puntuación; pero no olvide que una frase mal puntuada no queda nunca clara.

-No emplee vocablos rebuscados. Entre el vocablo de origen popular y el culto, prefiera siempre aquél. Evítese también el excesivo tecnicismo y aclárese el significado de las voces técnicas cuando no sean de uso común.

-Cuidado con los barbarismos y solecismos. En cuanto al neologismo, conviene tener criterio abierto, amplio. No se olvide de que el idioma está en continua formación y que el purismo a ultranza –conservadurismo lingüístico- va en contra del normal desarrollo del idioma. “Remudar vocablos es limpieza.” (Quevedo)

-No olvide que el idioma español tiene preferencia por la voz activa. La pasiva se impone: por ser desconocido el agente activo, porque hay cierto interés en ocultarlo o porque nos es indiferente.

-No abuse de los incisos y paréntesis. Ajústelos y procure que no sean excesivamente amplios.

-No abuse de las oraciones de relativo y procure no alejar el pronombre relativo “que” de su antecedente.

-Evite las ideas y palabras superfluas. Tache todo lo que no esté relacionado con la idea fundamental de la frase o período.

-Evite las repeticiones excesivas y malsonantes; pero tenga en cuenta que, a veces, es preferible la repetición al sinónimo rebuscado. Repetir es legítimo cuando se quiere fijar la atención sobre una idea y siempre que no suene mal al oído.

-Si, para evitar la repetición, emplea sinónimos, procure que no sean muy raros. Ahorre al lector el trabajo de recurrir al diccionario.

-La construcción de la frase española no está sometida a reglas fijas. No obstante, conviene tener en cuenta el ordene sintáctico (sujeto, verbo, complemento) y el orden lógico.

-Como norma general, no envíe nunca el verbo al final de la frase (construcción alemana).

-El orden lógico exige que las ideas se coloquen según el orden del pensamiento. Destáquese siempre la idea principal.

-Para la debida cohesión entre las oraciones, procure ligar la idea inicial de una frase a la idea final de la frase anterior.

-La construcción armoniosa exige evitar las repeticiones malsonantes, la cacofonía (mal sonido), la monotonía (efecto de la pobreza de vocabulario) y las asonancias y consonancias.

-Ni la monótona sucesión de frases cortas ininterrumpidas (el abuso del “punto y seguido”), ni la vaguedad del período ampuloso. Conjúguense las frases cortas y largas según lo exija el sentido del párrafo la musicalidad el período.

-Evítense las transiciones bruscas entre distintos párrafos. Procure “fundir” con habilidad para que no se noten dichas transiciones.

-Procure mantener un nivel (su nivel). No se eleve demasiado para después caer vertiginosamente. Evite, pues, los “baches”.

-Recuerde siempre que el estilo directo tiene más fuerza –es más gráfico- que el indirecto.

-No se olvide que el lenguaje es un medio de comunicación y que las cualidades fundamentales del estilo son: la claridad, la concisión, la sencillez, la naturalidad y l a originalidad.

-La originalidad del estilo radica, de modo casi exclusiva, en la sinceridad.

-Pero no sea superficial, ni excesivamente lacónico, ni plebeyo, ni “tremendista”, vicios estos que se oponen a las virtudes antes enunciadas.

-Además del estilo, hay que tener en cuenta el TONO, que es el estilo adaptado al tema.

-Huya de las frases hechas y lugares comunes (tópicos). Y no olvide que la metáfora sólo vale cuando añade fuerza expresiva y precisión a lo que se escribe.

-Huya de la sugestión sonora de las palabras. “Cuando se permite el predominio de la sugestión musical empieza la decadencia del estilo” (Middleton Murry). La cualidad esencial de lo bien escrito es la precisión.

-Piense despacio y podrá escribir deprisa. No tome la pluma hasta que no vea el tema con toda claridad.

-Relea siempre lo escrito como si fuera de otro. Y no dude nunca en tachar lo que considere superfluo. Si puede, relea en voz alta: descubrirá así defectos de estilo y tono que escaparon a la lectura exclusivamente visual.

-Finalmente, que, la excesiva autocrítica no esterilice la jugosidad, la espontaneidad, la personalidad, en suma, del propio estilo. Olvide, en lo posible, todas las reglas estudiadas, al escribir. Acuda a ellas sólo en los momentos de duda. Recuerde siempre que escribir es pensar y que no debe constreñirse al pensamiento, encerrándolo en la cárcel del leguyelismo gramatical o lingüístico.

 

 

 

ALGUNAS NOTAS SOBRE LOS DIÁLOGOS

 

Rodolfo Martínez. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/dialogo.htm

 

 

Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.

A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.

Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión: La frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas, resulte luego un completo fiasco a causa de la pobreza de sus diálogos. Últimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde éstos parecen tener más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro.

¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante, debe sonar natural a nuestros oídos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oír por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo introducirlas.

Trataré cada uno de estos temas por separado.

La naturalidad

Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.

Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusivamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirán de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.

Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su profesión.

Ese tema, el de la jerga, es muy importante en dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué términos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.

El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.

Decía Raymond Chandler que sólo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta"1. Un ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica2, donde el autor, partiendo del vocabulario ruso, crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan esclarecedor, que uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro país podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones3, novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y alegóricos.

Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio, y en ese aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, férreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."4

Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oído del escritor, su intuición y sus años de oficio.

En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpe unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe, llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.

Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos exponer, pero al mismo tiempo hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.

También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte una palabrota para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a las palabrotas, la gente las usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellas, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero una o dos palabrotas insertadas en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creíble, siempre que no nos pasemos.

Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que éste es válido? Una solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oídos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él: "El diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco"5. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede sonar perfecto al oírlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.

¿Qué hacer, entonces?

Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio sólo es la capacidad de esforzarse".

Dar información. ¿Cómo?

Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo6.

Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre, le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de batalla.

Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.

Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.

Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?

La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:

-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...

Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.

Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado.

La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato, un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de carácter histórico-político.

Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.

Los Interlocutores

Dice Umberto Eco que cuando se puso a escribir El nombre de la rosa: "Las conversaciones me planteaban muchas dificultades. [...] Hay un tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: [...] los artificios de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje"7. Como no hay nada mejor que un ejemplo, véase el siguiente, que es el mismo que Eco propone en su libro: dos personajes se encuentran y uno le pregunta al otro que cómo está. El otro responde que no se queja y pregunta a su vez qué tal está el primero. Como veremos enseguida, hay muchas formas en las que puede ser presentada esta conversación, y no todas son iguales:

A:

 -¿Cómo estás?

-No me quejo, ¿y tú?
 

B:

-¿Cómo estás? -dijo Juan.

-No me quejo, ¿y tú? -dijo Pedro.


C:

-¿Cómo estás? -se apresuró a decir Juan.

-No me quejo, ¿y tú? -respondió Pedro en tono de burla.


D:

Dijo Juan:

-¿Cómo estás?

-No me quejo -respondió Pedro con voz neutra. Luego, con una sonrisa indefinible-: ¿Y tú?


Umberto Eco propone un par de ejemplos más, pero estos cuatro son suficientes. A y B son prácticamente idénticos, pero C y D son muy distintos a estos y, a la vez, muy diferentes entre sí. Como vemos, la mano de un narrador se mete en mitad de la conversación y altera completamente el efecto que nos produce ésta. En C y D vemos unas connotaciones en la respuesta de Pedro que están completamente ausentes de A y B.

¿Cuál es la solución más adecuada? Tema difícil, y no creo que se pueda hablar en este caso de una solución más adecuada que otra. Cada autor tendrá sus gustos al respecto, sus propias ideas, y estas se reflejarán en la forma de presentar los diálogos. Hemingway, por ejemplo, apenas utilizaba acotaciones, nos decía muy poco sobre la voz o el estado de ánimo del que hablaba, se limitaba a transcribirnos sus palabras, para así preservar las posibles ambigüedades que pudieran surgir al interpretar el lector la conversación. Esto está bien, si uno realmente quiere que las ambigüedades que surjan queden ahí. Si no, la intervención del narrador es obligada. Al fin y al cabo, para eso está, para decirnos que Pedro sonreía maliciosamente cuando decía que estaba bien, o que Juan hablaba de forma agitada cuando preguntaba.

Mi opción personal es prescindir de las acotaciones, salvo de las más elementales en una primera escritura. Luego, cuando llega el momento de corregir el texto, vas viendo si son necesarias más, si te interesa recalcar que Juan jadeaba cuando Pedro tocó determinado tema, o si prefieres no poner sobre aviso al lector sobre las reacciones del personaje. Depende. Como ya he dicho, es una opción personal.

Lo que sí debemos tener bien claro es qué nos proponemos con un diálogo. ¿Queremos simplemente intrigar al lector, engancharle a los acontecimientos pero seguir dejándole en la ignorancia o incluso en la confusión en algunas partes? Entonces no seremos demasiado prolijos. Por el contrario, si no deseamos que el lector llegue a una conclusión errónea sobre el diálogo que acaba de leer utilizaremos las acotaciones para romper las posibles ambigüedades que surjan en la conversación.

Entroncado con esto, me gustaría comentar muy brevemente otro defecto de los escritores primerizos: utilizar demasiados interlocutores en el mismo diálogo. Una conversación a dos bandas ya tiene sus propias dificultades, pero si metemos a tres o incluso cuatro participando en ella, la dificultad se multiplica.

Los dos fallos que se suelen producir más a menudo son los siguientes:

1. Cada personaje suelta su parrafada de información y convierte el diálogo en un número variable de monólogos.

2. Llega un momento en que el escritor se pierde y no sabe realmente quién está hablando. O, si lo sabe, no es capaz de hacérselo claro al lector y es éste entonces el que se pierde.

Mi consejo es empezar con cierta modestia y precaución: dos interlocutores, tres a lo sumo. Ya es bastante difícil de por sí como para complicarnos más todavía.

Si, por razones estructurales, necesitamos que en determinada conversación haya presentes cuatro o cinco personajes, existe un truco para ello. Diseñar el diálogo como si se desarrollase solo entre dos interlocutores. Y luego, coger la parte del diálogo de uno de ellos y dividirla a su vez entre otros dos o tres personajes. Si se hace con el suficiente cuidado, el lector tendrá la impresión de que todos hablan, y la dificultad para el escritor no habrá aumentado en exceso.

Conclusión

Un pájaro aprende a volar cayéndose del nido y un escritor aprende a escribir pergeñando bodrios, a veces durante años y años y a veces, por desgracia, durante toda su vida. Las notas que he expuesto más arriba pueden resultar o no de utilidad, pero ningún consejo sustituirá a la práctica. El escritor se hace escribiendo, emborronando miles de páginas.

Y se hace también leyendo, aprendiendo cómo otros escritores antes que él han resuelto los mismos problemas a los que él se enfrenta ahora.

Y, en el caso concreto de los diálogos, se hace escuchando. Si un escritor debe ser un observador de lo que le rodea (sí, incluso un escritor de ciencia ficción o fantasía porque, no nos engañemos, estaremos en la Tierra Media o en Akasa-Puspa, pero seguimos escribiendo sobre hombres y mujeres -o alienígenas y elfos- contando qué les pasa y cómo reaccionan ante lo que les pasa), debe serlo especialmente de lo que se dice junto a él si aspira a escribir algún día diálogos que resulten creíbles como tales.

Termino ya, recomendando a cinco autores que, desde mi parcial punto de vista, han sobresalido como constructores de diálogos y quizá puedan ayudar al escritor bisoño a enfrentarse con este tema. La elección de estos cinco en favor de otros puede parecer subjetiva. No os llaméis a engaño: lo es. Son autores cuyo manejo de la conversación me ha influido enormemente en un momento u otro: Miguel Delibes, uno de los oídos más finos y sensibles de la literatura española. Sus diálogos en Los santos inocentes siguen siendo, para mí, el mejor ejemplo del habla rural convertida en arte que existe en nuestras letras.

Raymond Chandler, cuyos personajes utilizaban el diálogo como arma cuando no podían hacerse con una pistola. Las réplicas y contrarréplicas de Marlowe, casi a ritmo de ametralladora, son siempre ingeniosas, fluidas, vibrantes. Sus diálogos más delirantes quizá estén en Adiós, muñeca.

Isaac Asimov. Sí, habéis leído bien, Isaac Asimov. Sus diálogos son funcionales, no resultan casi nunca forzados y, sin florituras de ninguna clase, resultan creíbles. Como ejemplo citar El fin de la eternidad o algunos capítulos de la primera parte de Los propios dioses.

Pese a la vacuidad de contenido de muchas de sus conversaciones, Frank Herbert y Robert Heinlein. Especialmente este último en El número de la bestia, que más que una novela (como tal resulta bien pobre) es un manual de cómo escribir buenos diálogos.

NOTAS

1.Chandler, Raymond. Cartas y escritores inéditos, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1976.
2.Burgess, Anthony. La naranja mecánica, Minotauro, Barcelona, 1976.
3.Martín, Andreu: Ahogos y palpitaciones, Ultramar, Barcelona, 1987.
4.Chandler, Raymond. El simple arte de matar, Bruguera, Barcelona, 1980.
5.Mendoza, Plinio Apuleyo. El olor de la guayaba, Bruguera, Barcelona, 1982.
6.Claro que Frank Herbert y Robert Heinlein quizá no estuvieran muy de acuerdo conmigo, visto como les encantaba poner a varios personajes hablando durante algunos cientos de páginas sin que dijeran absolutamente nada. Eso sí, haciéndolo de una forma muy entretenida (la apostilla no es mía, sino de Juan Parera).

 

 

 

GUIONES DE DIÁLOGOS
[Fragmento]
 
Eduardo Scarletti. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/guiones.htm

 

1. El guión (-) sirve generalmente para indicar tanto las intervenciones o parlamentos de los personajes (guiones de diálogo) como los incisos del narrador. En el primer caso, el guión va pegado a la inicial de la palabra con la que comienza el parlamento, con la sangría de la primera línea del párrafo (es decir, texto «entrado»). En el segundo caso, va precedido de un espacio cuando comienza el inciso, y seguido de espacio cuando termina (este último guión sólo se emplea cuando el inciso está dentro del parlamento; cuando está situado al final nunca debe cerrarse: véase, más adelante, el punto 1.9). Estos diez ejemplos recogen sus usos más frecuentes:

-He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer. [1]

-Oh, gracias. Muchas gracias por sus palabras -murmuró Jacqueline. [2]

-Somos muchos de familia -terció Agostino- y trabajamos todos. [3]

-Seguro que, a la larga -replicó Carlota con decisión-, todo se arreglará. [4]

-¡Sophie, vuelve! -insistía Stingo-. He de hablar contigo ahora mismo. [5]

-¿Y tú qué entiendes de eso? -saltó Stephen-. No has leído un verso en tu vida. [6]

-Con lo que me hubiera gustado escribir... -susurró-. Poesía. Ensayo. Una buena novela. [7]

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos -se levantó, al tiempo que se miraba las manos-. Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura. [8]

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos. -Se levantó, al tiempo que se miraba las manos-. Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura. [8 bis]

-Sí, amigo mío, me asombra tu valentía -dijo ella con aplomo. Y tras una breve pausa, añadió-: Admiro de veras tu sangre fría. [9]

-Ya sé en qué está pensando -dijo la propietaria-: en el color rojo. Todos hacen lo mismo. [10]

 

Comentemos brevemente, punto por punto, estos ejemplos.

Caso 1

-He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer.

1.1. El caso más sencillo es el primero. Adviértase simplemente que el guión de arranque de diálogo va pegado a la primera palabra del parlamento. Sería un error indicarlo así:

- He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer.

1.2. Como se ve en el segundo ejemplo, el guión de cierre se considera superfluo -y por tanto se elimina- cuando el párrafo termina con un inciso del narrador. Es incorrecto indicarlo así:

-Oh, gracias. muchas gracias por sus palabras -murmuró Jacqueline-.

1.3. En el tercer ejemplo, obsérvese que los guiones que encierran el inciso del narrador van pegados a éste, no separados de él; pero adviértase que tampoco van pegados al parlamento del personaje. Así pues, sería erróneo indicarlo de estas dos maneras:

-Somos muchos de familia - terció Agostino - y trabajamos todos.

-Somos muchos de familia-terció Agostino-y trabajamos todos.

1.4. En el cuarto ejemplo, la coma que va después de la palabra «larga» debe ir después del inciso, nunca antes. O sea, no debe indicarse así:

-Seguro que, a la larga, -replicó Carlota con decisión- todo se arreglará.

1.5, 1.6, 1.7. En los ejemplos quinto, sexto y séptimo puede observarse que figura un punto de cierre después del inciso del narrador, aun cuando el parlamento del personaje previo al inciso lleve signos de exclamación, de interrogación o puntos suspensivos (signos que, en realidad, no tienen función de cierre propiamente dicha). Por consiguiente, estos diálogos no deberían indicarse así:

-¡Sophie, vuelve! -insistía Stingo- He de hablar contigo ahora mismo.

-¿Y tú qué entiendes de eso?-saltó Stephen- No has leído un verso en tu vida.

-Con lo que me hubiera gustado escribir... -susurró- Poesía. Ensayo. Una buena novela.

1.8. En la primera variante del ejemplo octavo [8] vemos que antes del inciso del narrador no figura punto. Puede justificarse esta elección aduciendo que, si bien el inciso no tiene relación directa con el diálogo, se considera implícito un verbo dicendi, como decir, afirmar, añadir, preguntar, insistir, terciar, etc. («-dijo y se levantó», «-dijo levantándose», «-dijo y, acto seguido, se levantó», etc.).

Pero si se considera que el inicio no tiene relación directa con el parlamento anterior, el diálogo puede disponerse tal como se indicaba en el ejemplo [8 bis]. Obsérvese, en el ejemplo que ofrecemos a continuación, que ponemos punto después de "lejos" y que el inciso del narrador comienza con mayúscula.

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos. -Se levantó, al tiempo que se miraba las manos-. Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura.

En cualquier caso, en lo que respecta al guión de cierre del inciso, no debe marcarse con el punto antes del guión, como en este ejemplo (que es, por tanto, erróneo):

-Esto no puede continuar así. La cosa ha ido demasiado lejos. -Se levantó, al tiempo que se miraba las manos.- Tengo que sobreponerme, acabar con esta locura.

1.9, 1.10. También en los ejemplos noveno y décimo hay una marcada tendencia a la unificación, en el sentido de que los dos puntos suelen figurar después del guión que cierra el inciso del narrador. Conforme a este criterio -que también tiene la virtud de la simplicidad-, se pasa por alto esta distinción: en el noveno ejemplo, los dos puntos pertenecen al inciso del narrador, mientras que en el décimo forman parte del parlamento del personaje; ello se ve claramente si suprimimos los incisos:

-Sí, amigo mío, me asombra tu valentía. Admiro de veras tu sangre fría.

-Ya sé en qué está pensando: en el color rojo. Todos hacen lo mismo.

 

Caso 2

-He descubierto que tengo cabeza y estoy empezando a leer.

2. Cuando la intervención de un personaje se dispone en varios párrafos a causa de su extensión, a partir del segundo párrafo no hay que usar guiones sino sólo comillas de seguir que -conviene insistir en ello- no deben cerrarse al final.

-Sí. Porque no me lo había planteado antes. No había querido hacerlo. Los detalles adquirieron entonces una increíble importancia. Me aturdía encontrarme otra vez en Nueva York, sinceramente. Me sentía como una extraña, como si aquella no fuera mi ciudad.

»Cuando llegamos a Hamond Hill estaban todos allí en la sala. Y la misma ansiedad que había sentido antes se repitió en aquellos momentos con mis hermanos y mi hermana. No me cansaba de mirarlos. Los veía también como unos extraños, como si no fueran de mi misma carne...

»Y recuerda lo que te digo. Me has pedido que te lo cuente y eso es lo que estoy haciendo. Nos reunimos con los demás y hablamos con papá y mamá, que habían organizado la reunión como si se tratara de un congreso. Lo único que faltaba eran tarjetas en las solapas.

2.1. También usaremos este tipo de comillas siempre que un diálogo aparezca dentro de otro diálogo, pero en este caso, después de las comillas (que tampoco se cerrarán) sí debe ir el guión correspondiente.

-La historia de Arturo y Raquel sería incluso divertida si no fuera tan trágica. Hacían una sola comida al día, hasta que a él se le ocurrió la idea. Y recuerdo perfectamente -seguía explicando Jacques- la conversación que tuvieron:

»-Deja de quejarte -le dijo él-. Ya sé cómo podemos comer.

»-¿Cómo? -preguntó ella, atónita.

»-Muy sencillo -contestó él-. Ve a la Maternidad y les dices que estás embarazada. Te darán comida y no te preguntarán nada.

»-¡Pero yo no estoy embarazada! -chilló ella.

»-¿Y qué? -repuso él-. Basta con una almohada o dos. Es nuestra última oportunidad y no podemos dejarla escapar.

Obsérvese que los incisos de los personajes cuya conversación transcribe Jacques van también con guiones, en vez de abrir y cerrar comillas cada vez. En estos casos puede sacrificarse la normativa a la superior claridad expositiva, puesto que el riesgo de confusión es mínimo (véase el punto 3). Creemos que esta disposición resulta más sencilla que la que figura a continuación, hecha a base de comillas latinas e inglesas, en la que llegan a acumularse nada menos que tres signos de puntuación (,"¿):

»"Deja ya de quejarte", dijo él. "Ya sé cómo podemos comer."

»"¿Como?", preguntó ella, atónita.

Y ello por no hablar de las dudas sobre si la coma del primer parlamento debe ir antes o después de las comillas, en caso de que quisiéramos unificarlo con la segunda parte del parlamento, que termina con punto y comillas («Deja ya de quejarte,» dijo él).

 

Caso 3

-Somos muchos de familia -terció Agostino- y trabajamos todos.

3. En los diálogos, los incisos que correspondan al personaje que está hablando han de ir entre paréntesis, no entre guiones, porque podrían confundirse con un inciso del narrador (el segundo ejemplo muestra la manera incorrecta de marcarlos):

-Aquella noche soñé (o al menos eso creo recordar) que Teresa y tú paseabais por la orilla del lago -confesó inquieto Miguel.

-Aquella noche soñé -o al menos eso creo recordar- que Teresa y tú...

 

Caso 4

-Seguro que, a la larga -replicó Carlota con decisión-, todo se arreglará.

4. Es posible que un diálogo empiece con puntos suspensivos y con inicial minúscula. Ello ocurre cuando un personaje retoma una conversación interrumpida por el parlamento de otro personaje. Adviértase, en el tercer ejemplo, que los puntos suspensivos van pegados al guión, y por tanto separados de la primera palabra del diálogo ("y"):

-Depende de cómo se interpreten sus palabras -dijo insegura la señorita Fischer-. Quiero decir que cuando una muchacha no puede acercarle la mantequilla a un hombre sin ruborizarse hasta las orejas...

-Comprendo perfectamente su turbación -cortó con aspereza la señorita Pearl.

-... y cuando le da las gracias y luego le pregunta si quiere una galleta como si él fuera el médico de la familia... No sé si entiende lo que quiero decir.

 

Caso 5

-¡Sophie, vuelve! -insistía Stingo-. He de hablar contigo ahora mismo.

5. Es un error inadmisible usar, a lo largo de una obra de narrativa, comillas de apertura y de cierre -que aparecen sistemáticamente en obras anglosajonas, alemanas y con frecuencia, aunque no siempre, en las italianas- en vez de guiones. Las comillas deben reservarse para los diálogos sueltos que aparecen dentro de una descripción larga del narrador.

5.1. Si al uso de comillas en vez de guiones se le suma una excesiva fidelidad tipográfica al original, el resultado puede ser teóricamente injustificable y contrario a toda normativa (véase, en el ejemplo siguiente, la curiosa manera (errónea) de introducir los verbos dicendi, que aparecen en minúscula aunque vayan precedidos de punto). El fragmento que ofrecemos está tomado de la última versión castellana -la mejor, literariamente hablando- de la novela de William Faulkner El ruido y la furia (1987):

«Hace demasiado frío». dijo Versh. «No irá usted a salir».

«Qué sucede ahora». dijo Madre.

«Que quiere salir». dijo Versh.

«Que salga». dijo el tío Maury.

«Hace demasiado frío». dijo Madre. «Es mejor que se quede dentro. Benjamín. Vamos. Cállate».

5.2. Tampoco debe seguirse la disposición que suele aparecer en obras francesas, una curiosa mezcla de comillas, comas y guiones: el primer parlamento se inicia con comillas, en los sucesivos se usan guiones y el diálogo vuelve a cerrarse generalmente con comillas:

«Je n'ai pas envie de te voir comme une étrangère.

-Tu aimes mieux ne pas me voir du tout?, insistai-je.

-Mettons que ce soit ça», dit-il séchement.

 

Caso 6

-¿Y tú qué entiendes de eso? -saltó Stephen-. No has leído un verso en tu vida.

6. Al contrario de lo que ocurre con frecuencia en obras anglosajonas e italianas, los diálogos en narrativa irán habitualmente en punto y aparte (excepto, claro está, cuando sean breves y vayan dentro de un párrafo que es preferible no dividir; véase el punto 5). Adviértase -y esta regla debe seguirse sin fisuras- que las comillas que aparecen en los diálogos del original se sustituyen sistemáticamente por guiones, como ya hemos dicho.

Este es el original inglés:

For herself, Jane wanted to find out diplomatically, before asking straight out, whether the blue suit was here or whether it had gone off too. «I thought I saw John,» she said. «Dashing out of the Post Office. What was he wearing?» «A raincoat,» said Martha. «And that good-looking blue suit?» persisted Jane. «Why, yes, I think so", said Martha. «Yes, he was,» she added, more positively. Jane caught her breath. «How long is he going to he gone?» «Just today,» said Martha. ~He has to see somebody for dinner. He'll be back late tonight. «Oh,» said Jane.

Y ésta la versión castellana:

Jane quería descubrir con diplomacia, sin preguntarlo directamente, si el traje azul estaba allí o si también había desaparecido.

-Me parece que he visto a John -dijo- cuando salía de Correos. ¿Qué era lo que llevaba puesto? [1]

-Un impermeable -dijo Martha.

-¿Y aquel hermoso traje azul? -insistió Jane.

-Pues, sí, creo que sí -respondió Martha, y luego añadió con seguridad-: Sí, lo llevaba. [2]

Jane contuvo el aliento: [3]

-¿Cuánto tiempo estará fuera?

-Sólo hoy -dijo Martha-. Tiene que cenar con alguien. Llegará esta noche, tarde.

-Ah -repuso Jane.

Véanse, en los párrafos marcados con [1], [2] y [3], las libertades que en lo relativo a la puntuación se toma el traductor (buen conocedor del tema, por cierto). Su versión es indudablemente más fluida que una puntuación demasiado fiel al original inglés, como ésta:

-Me parece que he visto a John -dijo-. Cuando salía de Correos.

-Pues sí, creo que sí -dijo Martha-. Sí, lo llevaba -añadió luego con seguridad.

Jane contuvo el aliento.

Obsérvese que en el párrafo [1] se elimina un punto y la frase gana en fluidez; en el [2] se unifican en un solo inciso las dos intervenciones de Martha; y en el [3] se sustituye el punto de cierre por dos puntos, para aclarar qué personaje habla.

6.1. Salvo casos excepcionales, la norma del punto 6 debe seguirse con rigor cuando son varios los personajes que hablan: poner los diálogos uno tras otro, aunque sea con guiones, resulta confuso y complica innecesariamente la lectura. Véase este ejemplo, perteneciente a la novela El grupo, de Mary McCarthy (1966):

Libby se puso exageradamente pensativa. Se llevó un dedo a la frente. -Creo que sí -afirmó, asintiendo tres veces-. ¿Pensáis realmente...? -empezó con presteza. Lakey hizo señales a un taxi con la mano. -Kay dejó al primo en la sombra, con la esperanza de que alguna de nosotras le proporcionara algo mejor. -¡Lakey! -murmuró Dottie, moviendo con reproche la cabeza. -Caramba, Lakey -dijo con risa de falsete Libby-; sólo a ti se te ocurren estas cosas.

6.2. El punto y aparte también suele usarse en aquellos casos en que el inciso del narrador empieza con un verbo dicendi y continúa, después de punto, con un texto de extensión considerable (por ejemplo, una descripción sobre las características del personaje que habla, una puntualización sobre el lugar donde se desarrolla la acción o precisiones de diversa naturaleza). Véase el ejemplo:

-Todo está bien -dijo Arturo.

Iba vestido con una camiseta y pantalones cortos de deporte, y llevaba sandalias de jardín. Vestido de esta manera, fascinó aún más al agente con el que se había encontrado en junio, el día que alquiló la casa. Arturo le parecía misterioso y fuerte. Su rostro le traía al pensamiento sal, viento, mujeres extranjeras, soledad y sol.

 

 

 

LOS DIÁLOGOS

 

Eduardo J. Carletti. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/dialogo2.htm

 

 

Hay un momento en la creación literaria cuando un escritor, con descripción y otros recursos, ya ha llevado a la vida a sus personajes. En ese momento éstos toman vida y comienzan a actuar frente al lector. Es un momento crítico. Las descripciones del personaje pueden ser más o menos detalladas: el lector llenará los huecos con su imaginación. El movimiento físico de un personaje se puede "disfrazar" usando más o menos detalle en el relato. Quiero decir que, como en el cine, se puede enfocar su acción física con variados recursos, que involucrarán, a voluntad del escritor, diferentes "tomas" o puntos de vista de cámara. Se ve todo de lejos, por ejemplo. O el hecho lo ve un personaje y sólo se cuentan algunas de sus impresiones. En otros casos una acción se puede describir, por ejemplo, con un breve párrafo: "Lucharon y en la refriega el ladrón le clavó un cuchillo en el vientre", en lugar de con una larga y detallada escena de movimientos, con su coreografía y descripciones. En el primer caso se logra decir, con poco texto, lo que en el segundo caso se muestra, recurso que evita un excesivo compromiso con la acción (uno podría ser un mal coreógrafo de peleas) y permite que los detalles sean creados por la imaginación del lector.

Pero llega un momento en que los personajes deben actuar en un nivel que ya no es tan fácil de dibujar: los diálogos.

Dice Umberto Eco: «Hay un tema muy poco tratado en las teorías de la narrativa: [...] los artificios de los que se vale el narrador para ceder la palabra al personaje». Los diálogos son lo más difícil de la literatura escrita: no hay un estándar, cada tipo de persona se expresa de diferente manera; no se puede llenar la brevedad de texto con gestos y expresiones, como en el teatro (donde los actores deben ser buenos, además del escritor); los textos demasiados largos pasan a ser discursos y poca gente -excepto los políticos, cuando quieren convencernos de que los votemos- habla con discursos.

Para tener una buena idea de cómo es en un diálogo real es un buen experimento grabar la conversación de un grupo sin que ellos lo sepan; se sorprenderán al ver cómo se expresa la gente en realidad.

La forma de expresión de un personaje, si está bien lograda, indica qué y quién es. Si se sabe llevar un diálogo y se sabe condimentar su contenido, se pueden obviar parrafadas de explicaciones y pesada descripción. El otro extremo es algo parecido a un teatro de títeres: el autor habla a través de muñecos, intentando darles vida, pero se nota que son muñecos porque todos hablan igual. O hablan de un modo que -se nota de inmediato- nadie hablaría. En alguna parte leí, como ejemplo, que los personajes hablan a veces como "si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro". Lo de "mala obra" es clave aquí: los personajes de un texto no pueden apelar a la expresión corporal como lo haría un buen actor en una obra con un pobre guión. En una obra escrita, si el texto del diálogo es malo no hay solución, se nota de inmediato: el diálogo es malo, por ende la historia es mala.

El diálogo se puede analizar científicamente, intentando hacer un completa disección. Intentaré enumerar algunos elementos que me parecen clave:

Lenguaje y modo:

Las personas hablan de muy diferente modo según su:

Origen: nacionalidad, provincia, ciudad, barrio, clase social;
Formación: cultura nacional y local, entorno familiar, estudios, lecturas;
Edad: física, mental y cultural;
Inclinaciones: políticas, sexuales, de gustos, culturales;
Emoción que lo domina.

Se suele trabajar en base a "tópicos" o ideas ya hechas sobre los tipos de personas, las franjas de edad y las clases sociales. Pero todo esto es terreno pantanoso: las costumbres de las clases sociales, las formas de expresión de las diferentes franjas de edad, incluso el lenguaje en general de un entorno cultural, cambian continuamente. No se puede basar un diálogo en diálogos leídos en un libro, a menos que todos los parámetros (época, lugar, clase, tipo de persona) coincidan plenamente. Mucho menos de películas u obras de teatro, donde la expresividad de los actores ayuda a lograr lo que no pueden lograr los textos de los diálogos. El escritor debería hacer un "trabajo de campo", procurando escuchar diálogos entre personas de diferentes grupos, al efecto de compenetrarse o al menos comprender que existen formas extremadamente diferentes de expresarse y llevar una conversación.

El escritor jamás debería dejarse llevar por sus necesidades de expresión: el diálogo pertenece al personaje, no al autor. El resultado de un error así suele resultar grotesco: los personajes -para ayudar al escritor a informar al lector- se explican entre ellos las cosas que acaban de vivir (algo que nadie hace), o cuentan sucesos que los emocionan como si fueran doctores en biología que describen una disección, o se mandan un largo discurso más parecido a una clase de Historia que a cualquier tipo de información que se pueda intercambiar entre personas.

Otra falla muy común es repartir un discurso entre varios personajes, este pedazo para Juan, este otro para Pedro, aquel otro para Ignacio, en fragmentos de diálogo encadenados entre sí y llevados siempre en el mismo estilo y con la misma entonación, y en un acuerdo total de intención y expresión, logrando que se note claramente que en realidad habla un solo interlocutor a través de las bocas de varias personas, como si se tratara de un extenso espectáculo de ventriloquía. Este tipo de diálogos se encuentra muy habitualmente en las obras de ciencia ficción.

Estado emocional:

No es fácil expresar el estado emocional de un personaje que dialoga. Las acotaciones constantes pueden quitar ritmo o resultar molestas, y cualquier descripción del estado mental del personaje al principio de la conversación es olvidada rápidamente por el lector si los diálogos tienen contenido de importancia y si los personajes se expresan de un modo neutral que no refleje sus emociones. Y esto último es la clave: las personas se expresan de muy diferente modo según su estado emocional. Si el texto del diálogo no refleja ese estado mental es inútil bombardear al lector con descripciones y aclaraciones. Es necesario aquí, de nuevo, un "trabajo de campo" que nos permita observar de un modo imparcial la manera en que una persona habla si está feliz, o enojada, o nerviosa, o asustada, o se siente mal, o está embobada con su interlocutor, o lo odia, etc. Veremos que las frases se cortan, que el flujo de pensamiento lleva a la persona a saltar de tema y luego volver, que no siempre -o pocas veces- el interlocutor apoya el texto del otro, ayudándolo a seguir, sino que muchas veces interrumpe, complica y deforma el sentido, o habla de otra cosa "descolgada", etc. Un buen diálogo debe tener un poco de este tipo de estructura -demasiado puede hacer confusos los diálogos-, tan habitual en la vida real.

Estructura de las frases y lenguaje:

Justamente, la estructura de las frases de un diálogo está en relación directa con los dos puntos anteriores. El autor debe esforzarse en reflejar características en la estructuración de los textos de diálogo que serían normales en el habla de una persona según cuál sea la extracción social, económica, de edad, etcétera, del personaje que tiene la palabra. Frases más cortas -telegráficas- o extensas y farragosas; oraciones que se cortan; mal uso de algunas palabras o una estructuración más pulcra; reiteración de algunas palabras; uso de términos relativos a un grupo cultural; conjugaciones incorrectas; etc. Además, según el estado mental del personaje, es imprescindible mostrar algún cambio en su forma de expresarse. La variación en la expresión caracteriza y da vida a los personajes mucho más que lo que hacen cuando se mueven por la escena y mucho más que lo que el autor quiera "vender" en las descripciones.

Contenido del texto:

Hay que tener mucho cuidado en los contenidos de un diálogo. Uno debe preguntarse todo el tiempo: ¿Hablaría así? ¿Lo diría así? No siempre es posible responder desde la subjetividad, hay que preguntarse también si nuestro personaje, tal como lo hemos delineado, diría eso y de esa manera. Hay que imaginarlo en una esquina de nuestro barrio, o en el colectivo que toma todos los días, o en su trabajo, diciendo eso que ponemos en su boca. ¿Lo diría así? ¿Qué gestos haría? ¿Se cortaría, largaría un exabrupto en el medio, esperaría la afirmación de su interlocutor antes de terminar? Hay que observar, observar, observar. Insisto, observar gente real, no actores. Cuidado con el cine, cuidado con las novelas, cuidado con las series. Hay mucha, muchísima falsedad.

Explicaciones:

Un defecto muy común es el de introducir excesivas explicaciones en los diálogos: los personajes aparecen explicando lo que el autor desea -o necesita- explicar. Esto suele ser muy malo para los climas. Se debe evitar toda vez que se pueda. Las explicaciones debe hacerlas el autor fuera de los diálogos. O intercaladas. Nunca poner un personaje dando discursos en un diálogo. Es recomendable, en estos casos, extraer la explicación fuera, como en el ejemplo que sigue:

Dentro del diálogo:

-Son muy agresivos -dijo Jorge con odio-. No sabemos de dónde vienen. Tienen naves gigantescas, del tamaño de una ciudad, que se mueven con algún sistema de antigravedad. Se lanzan sobre nosotros desde órbita, sin previo aviso, y en segundos matan a decenas de miles. Dicen los científicos que su comportamiento agresivo se debe a un arrastre genético, que en la parte primitiva de su evolución eran depredadores al estilo de los carnívoros cazadores de la Tierra. Parece que conservan gran parte de esa agresividad que produce la adrenalina (o lo que sea que se vuelca en sus sistemas circulatorios) cuando pretenden obtener algo. Es el instinto de cacería, un estado excitado parecido al que deben sentir los animales que persiguen en jauría cuando se lanzan en carrera tras una presa. Seguramente has visto documentales de lobos: cuando alcanzan la presa entran en una especie de frenesí que los lleva a destrozar la presa en pedazos en instantes, e incluso pelearse feo entre ellos.

Fuera del diálogo:

-Son muy agresivos -dijo Jorge con odio-. No sabemos de dónde vienen.

Explicó que esos seres tenían naves gigantescas, del tamaño de una ciudad, movidas por algún sistema de antigravedad, y se lanzaban sobre ellos desde órbita, sin previo aviso, matando en segundos a decenas de miles. Según los científicos, un comportamiento agresivo que se debe a un arrastre genético.

En la parte primitiva de su evolución esos seres eran depredadores al estilo de los carnívoros cazadores de la Tierra. Al parecer conservan gran parte de esa agresividad que produce la adrenalina, o lo que sea que se vuelque en sus sistemas circulatorios cuando pretenden obtener algo. Son arrastrados por el instinto de cacería, un estado excitado parecido al que deben sentir los animales que persiguen en jauría cuando se lanzan en carrera tras una presa.

-Seguramente has visto documentales de lobos: cuando alcanzan la presa entran en una especie de frenesí que los lleva a destrozar la presa en pedazos en instantes, e incluso pelearse feo entre ellos.

Hemos visto un ejemplo breve, donde no parece haber gran diferencia en el resultado. Sin embargo, en algunos casos es esencial. Este tipo de trabajo de "extracción" de las explicaciones es muy efectivo cuando se hace en parrafadas muy extensas de discurso.

El apoyo de los diálogos:

Le llamo apoyo a las acotaciones que se hacen en o entre los textos que hablan los personajes, tales como "dijo Pedro", "explicó Juana" o "dijo con tristeza", o a veces antes de la línea de diálogo: "Jorge se levantó y dijo con decisión:". Parece que hubiera, en la lengua hispana, alguna contrariedad a estas acotaciones. Suele ocurrir que los autores hispanoamericanos se vayan a los extremos y no pongan absolutamente ninguna acotación, volviendo difícil seguir las conversaciones. Ocurre en un diálogo más o menos intenso que de pronto uno se ha perdido, que de repente el personaje que uno creía era Juana dice algo que sólo puede decir Pedro. Hay que volver atrás y resincronizarse. Considero que esto es lo peor que le puede ocurrir a una historia en la parte de los diálogos. El lector debe saber en cada momento quién habla, sin esforzarse. Y además debe saber cómo habla: si gesticula, si levanta la voz, si lo dice en un tono más bajo, si se emociona, si se nota la agresividad, si aprieta los dientes entre frases, si sus ojos brillan o si mira con enojo; si se respalda en su silla o está tenso, inclinado hacia delante, etcétera. He leído cuentos impactantes, poderosos, excelentes, ágiles pero colmados de acotaciones, sin notar que éstas estaban ahí. Sólo las vi cuando analicé el texto, no al leerlo. No es cierto que el lector se traba con estas acotaciones o que éstas frenan o quitan fluidez a la lectura: todo lo contrario, las acotaciones ayudan a leer con mayor claridad y sin "tropezones".

Conclusión:

Por último, es importante acotar que los diálogos son un elemento fuerte e imprescindible en una historia. Jamás hay que evitarlos, porque le dan vida a un historia. No es concebible imaginar una novela sin un diálogo, aunque sí hay cuentos que no los tienen. Los cuentos sin diálogo suelen ser pesados o aburridos. Sólo se salvan aquellos escritos en primera persona porque en realidad funcionan como un diálogo (un monólogo) entre el escritor y el lector.

El diálogo da vida y fluidez a una historia. Quita el centro de atención del discurso del escritor y lo lleva a los personajes. Permite que el lector sienta los hechos junto a los personajes, apartándose un poco del autor. Si el lector se identifica con los personajes, esta vida se convierte en sentimiento y emociones. A pesar de que los diálogos sean difíciles de trabajar y nos asusten las dificultades, esforzarse en ellos puede producir un efecto final mucho más intenso que cualquier otro elemento de una obra literaria.

Es un buen ejercicio releer obras que hemos disfrutado mucho buscando los diálogos y analizándolos en estructura y contenido, para ver cómo han sido manejados por el autor.

 

 

 

CINCO TÉCNICAS

 

Seymour Menton. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/menton2.htm

 

 

En noviembre de 2005 Seymour Menton comentó, durante una entrevista que le hiciera José Carvajal (Librusa.com) con motivo de su nuevo libro Un tercer gringo viejo: Relatos y confesiones, lo siguiente: "Claro que me he servido de algunas técnicas o trucos literarios, aprendidos a través de las décadas, para despertar y mantener el interés de los lectores". Ciudad Seva le preguntó al Dr. Menton cuáles eran esas técnicas o trucos. A continuación incluimos su respuesta:

 

Algunas técnicas que he aprendido leyendo novelas y cuentos ajenos son relativamente sencillas, pero no son las únicas ni las más importantes:

  1. La primera oración tiene que captar la atención del lector con su concisión, su originalidad y algo inesperado.
  2. Aunque la obra puede incluir varios elementos dispersos, hay que mantener la unidad de la obra intercalando unos motivos recurrentes.
  3. Hay que establecer el tono predominante de la obra desde el principio y luego mantenerlo. Por ejemplo, en Un tercer gringo viejo hay bastante humor basado en la ironía.
  4. Conviene escoger vocablos precisos y únicos más que generales; tratar de evitar palabras como "decir", "ir".
  5. Se debe cerrar la obra, cerrando el marco, a veces rematando el tema, el conflicto o los motivos recurrentes.

 

 

 

CÓMO CONSEGUIR UNA BUENA HISTORIA Y NO MORIR EN EL INTENTO

 

Marco Avilés* en Pozo de Letras

http://www.upc.edu.pe/html/0/0/carreras/periodismo/hojas/MAviles.htm

 

Una de las historias más tristes que he conocido se la contaron a mis manos. Fue durante una de esas comisiones que se reciben a última hora y que se debe aceptar porque uno es empleado para eso. Hasta que se diga que no, por supuesto. Doscientos niños de todo el país se reunían en Huampaní, convocados por el Ministerio de Educación, para exponer un rato sobre el problema de ser estudiante y a la vez trabajador. Tres de la tarde. A través de los árboles se colaba un sol que invitaba al bostezo, asociación muy propia de los condenados a ganarse el pan con el sudor de la frente. Las pocas ganas de trabajar se me durmieron aun más cuando al llegar al auditorio, un potente equipo cuadrofónico -de esos que anuncian en las polladas- regaba chillidos de tecnocumbia sobre una masa desconcertada de chiquillos. Los organizadores habían preparado una fiesta de bienvenida que se iba tomando ya la mitad del tiempo previsto para el debate. Pero eso no parecía importarle a nadie. Los funcionarios barrigones paseaban sus corbatas de un lado a otro, asistiendo servicialmente a los payasos. Levantaban palmas, distribuían premios, identificaban concursantes: "A ver, el que se llame Pepito que pase al frente". La desilusión estaba dibujada en los rostros de los menos chicos, que preferían huir un rato de ese circo para caminar al lado del río o para dormir sobre las plantas. Yo mismo había salido espantado, sobre todo porque no se me ocurría qué iría a escribir al regresar a la redacción. Los funcionarios del Ministerio de Educación podían hablar muy bien de las conclusiones que sacarían de ese cónclave infantil, que los aportes serían incluidos en no sé que norma legal, que el Gobierno estaba cumpliendo su promesa de atender a la niñez, en fin. Lo cierto era que ahí no estaba pasando nada de eso. Todo parecía más bien la fiesta del hijo de algún militante oficialista, aprendiz de la Baquerizo quizá. Y eso que los niños sí venían con un rollo y una historia: empleadas domésticas de doce años, lustrabotas a tiempo completo, obreritos huérfanos sin tiempo para la escuela nocturna. Rostros chaposos de la puna. Ojos rasgados de la selva. Por ahí iban mis anotaciones, pero nada que me emocionara de verdad. Y ya me estaba despidiendo de esos pocos niños, cuando la mano de uno de ellos en la mía me produjo un estremecimiento de espanto. La retuve un rato para enterarme bien de lo que pasaba. Era una manota más grande que la mía, áspera como un guijarro, tan gruesa que parecía un guante de box. Piel de corteza de árbol. Dedos abultados como sogas. Desde el otro extremo del brazo, bajo unos pelos de alambre, los ojitos de un niño de doce años me clavaban su inocencia. Por supuesto, él no era conciente de lo que estaba sucediendo, porque lo que sucedía, sucedía sólo en mí. Todo ese congreso bulliciosamente enmudecido hablaba a través de una persona: Ney Reaño. El ruido ya asomaba distante, como a kilómetros de ahí, y el resto del mundo se convertía en bruma. Jalé a un lado a Ney para comprobar que era verdad todo lo que me había contado su mano. "De tanto trotar sobre páginas de cuadernos, el lápiz hace a la mano más dócil y ligera. Es la gimnasia mínima del estudio", escribiría esa tarde. Claro que el caso de Ney era la comprobación opuesta de esa teoría. Cuando le pedí que escribiera en mi libreta el lugar donde vivía, la palabra Rumiyacu asomó lenta desde una culebra discontinua de nudos temblorosos. Y Rumiyacu, me dijo después, es el nombre del río de Moyobamba adonde él iba -¿va?- a ganarse cuatro soles al día llenando camiones con arena para construcción. A pura lampa. Diez horas seguidas. "Muéstrame tu mano y te diré cuánto estudias", seguí escribiendo esa tarde. Ney no iba a la escuela. Su mano me lo contó.

Las buenas historias están siempre revoloteando sobre nuestros sentidos. Lugar común. Secreto a gritos. Pero para llegar a ellas hay que tomar el camino no convencional de la locura. Buscar un nuevo sentido para los sentidos. Escuchar con el tacto, tocar con la mirada, mirar con el oído. Y, claro, apuntar con el pensamiento. Los ojos del cronista no deben ser nunca una cámara fotográfica, sino un corazón que registra sentimientos. Para eso hay que andar y andar a pie porque las buenas historias -salvo las de niños de la calle- jamás golpean las ventanillas del automóvil. Ni van en busca de uno a las cárceles a voluntad que algunos llaman oficinas.

Muchas de las mejores historias -y las que me gustan más- son las que se tejen en el anonimato de las esquinas y aun las que ocurren a escondidas, en la cotidianidad más doméstica. Adulterios graciosos. Estafas de monedero. Cucufatería barata. Depresiones bajo cuatro llaves. Claro que estos temas -dirán algunos- son predominio de la literatura, y en especial del cuento, que ingresa a la vida íntima de las personas por la puerta de la invención. No hay en eso una imposibilidad teórica. La crónica, hija malcriada de la literatura, puede colarse a los mismos espacios a través de las ventanas transparentes del testimonio. Simple como eso.


Al tacho con el cuadro de comisiones

Nada es más placentero que buscar una noticia donde no hay noticia. De hecho prefiero ser yo quien proponga los temas que escribiré, antes que aceptar la mirada plana, convencional y ociosa de ciertos editores. El azar es el mejor cuadro de comisiones. Y para apropiarse de ese método hay que entrenarse un poco. En principio, se requiere un conocimiento anatómico de la ciudad. Pliegue por pliegue. Lunar por lunar. Segundo, una atención parabólica. Tercero, el sexto sentido de la sensibilidad que algunas veces se puede confundir con el olfato. Francisco Igartua le llamó capacidad de asombro. Guillermo Cabrera Infante prefiere hablar del ojo pineal, algo así como un tercer ojo, su ventana sobre el mundo. Eloy Jáuregui, en términos más específicos y criollos, habla mucho sobre el sentido de tener calle. Los publicistas agarrándose del status quo de la cultura popular han divulgado la frase tener esquina. Pura palabrería o verdad, lo cierto es que nada de esto vendría a juego sin un ingrediente previo y natural: la curiosidad.

Juguemos a la calle

Personaje: El Cronista: curioso viandante que por cuestiones de supervivencia, o del oficio, porta siempre una libreta. Viaja El Cronista en una combi. Rumbo al trabajo. Una calma chicha en el ambiente. Su mirada perdida en los confines de Acho. La plaza rosada de toros con un coqueto matiz amarillento debajo del metro de altura, aporte paisajístico de los meones. Un tumulto que forma un collar alrededor de un poste llama su atención. El grupo no es muy nutrido para pensar en una marcha de protesta en gestación. Apenas veinte personas. Y ninguna lleva pancartas. La combi avanza con lentitud, distribuyendo una cuota de angustia en los pasajeros a punto de llegar tarde al trabajo. El Cronista es uno de ellos, pero él sigue observando, por la ventanilla, a los otros. Uno por uno son víctimas de su mirada. Todos en andrajos. Quizá sean mendigos. ¿Pero tantos reunidos? Algo traman. Pero algunos están bebiendo alcohol. Deben de ser vagos o pastrulos. Pero hay niños. Pirañitas. Pero todos llevan bolsas de caramelos en las manos. Vendedores. Y las mujeres están llorando. Y sobre el poste ondea un bolsa negra. Y eso que rodean además del poste parece ser una cajón. Y junto con las botellas hay pétalos de flores regados en el suelo. Y una vieja reparte café en vasos descartables. Y la combi arranca. Y él está seguro de que llegará tarde al trabajo. Pero confía en que la decisión que acaba de tomar valdrá la pena.

¡Bajo en la esquina!

Al día siguiente el periódico para el que trabaja dirá lo siguiente: "Amarrada a un mugriento poste de luz, y bajo la tutela del cerro San Cristóbal, una bolsa negra es el único cobijo de los lamentos. '¡Por qué te fuiste, Centavito!'. Pero no es el frío de la mañana el que arrebata de cuajo la afligida borrachera de los presentes, sino el olor del muerto que lleva ya cuatro días sin conocer su tumba. Aurora, hermana mayor del difunto, se levanta de la vereda y camina hasta la carretilla que soporta el cajón, pateando las botellas que desperdician las últimas gotas de pisco sobre el suelo.

- ¿Quién se ha robado la colecta, maldecidos? -exclama recogiendo una cajita de cartón-. Y ahora, ¿cómo conseguimos más formol para quitarle la pestilencia?"

El 15 de abril del 2002, el gremio de vendedores de caramelos de Acho velaba silenciosamente a uno de sus integrantes pasados a mejor vida. Luis Humberto Escobar, como la mayoría de ellos, literalmente no tenía ni donde caerse muerto. Esta circunstancia motivó una accidentada colecta callejera que, luego de cuatro días, recién pudo alcanzar su objetivo: conseguir dinero para el entierro. Bajo esa experiencia, todos los deudos pudieron comprobar que incluso los que nada tienen algo dejan en esta vida. Los muertos no traen tumba bajo el brazo, y la inevitable herencia es su propio cadáver. Esta conclusión, plenamente subjetiva, está presente en el texto como un foco bajo el cual se alumbra la historia. Es la verdad imaginada que el cronista quiere revelar, a la par que cuenta los hechos presenciados. Hay pues dos acciones unidas: registrar lo que ocurre y pensar lo que se va a contar.

La otra esquina

Trabajé en El Comercio durante tres años, al cabo de los cuales me retiré del periodismo diario con las mismas excusas del vegetariano ante la carne: hace daño. Un periódico tiene las exigencias del tiempo que se va y toda demora es un descuento al tiempo personal. Claro que se puede encontrar cierto vértigo delicioso cuando el sonido de las teclas se suma al del reloj. Cuando el editor grita desde una esquina el tamaño del texto que uno debe escribir. Mil palabras. Lanzada la condena, el periodista transpira al coger el teléfono para hacer esa llamada inevitable: Hoy también saldré tarde. La página en blanco asoma entonces como una invitación a la locura. Se ha dicho poco de la manera en que la creatividad aparece en tales circunstancias, cuando el cuchillo del cierre pende sobre la cabeza del cronista. Cualquier cosa que se diga en las universidades sobre la prisa con la que se debe escribir en un diario, no tiene comparación con lo que ocurre en la realidad. No se habla tampoco de la incomprensión de los editores que asumen que una crónica es un texto cualquiera pero más extenso. Un ladrillo más dentro de la página a llenar. Porque muchas veces son esos mismos editores los que tienen a su cargo los cursos de crónicas en las escuelas de periodismo. En verdad creo que además de los amigos -hechos en la práctica, por cierto-, los libros suelen ser el mejor antídoto contra la pedagogía establecida. Monsiváis entiende, por ejemplo, que en una crónica la obligación informativa cede el paso a la ambición estética. Al yo del cronista. Orwell lo decía sin más reparos al enumerar las razones que lo llevaban a escribir. La primera de ellas, decía, es el egoísmo agudo, la ambición individual, el deseo de gritar lo que se piensa y de que ese grito sea tan fuerte que pueda matar las ideas que preceden a las nuestras. Para Antonio Cisneros, la poesía es la lucha permanente contra el lugar común. La crónica no tiene otro terreno de batalla. El cronista es un escritor que se enfrenta a un mundo -el periodístico, como primera órbita- donde la palabra ha sido desprestigiada por la ociosidad. Y donde la realidad es usualmente reducida a fórmulas miserables. Veamos algunas:

Procesión: "Miles de fieles colmaron ayer las calles de Chorrillos para adorar con devoción la imagen de San Pedro, patrono de los pescadores. El santo fue paseado por las principales capillas rodeado de una fervorosa multitud que portaba inciensos y que entonaba cánticos en su honor..."

Accidente: "Dramáticas escenas de dolor protagonizaron ayer los parientes del menor D.D.T. (12), quien perdió la vida al cruzar la pista de la Panamericana Sur y ser embestido por el vehículo de placa AGG- 666. El irresponsable conductor, en evidente estado de ebriedad, según fuentes confiables, se dio a la fuga inmediatamente. La policía anda tras sus pasos..."

Incendio: "Un dantesco incendio ocurrió la madrugada de ayer en una feria comercial ubicada a la altura del kilómetro 22 de la avenida Tupac Amaru, en Comas, y dejó como saldo decenas de personas damnificadas. El fuego, informaron efectivos del cuerpo de Bomberos, se habría iniciado en un cortocircuito..."

Bajo esta mirada llena de legañas, todas las procesiones estarán llenas de fervor aun cuando cada vez haya menos fieles; las muertes no podrán ser otra cosa que dramáticas a pesar de que se originen en la estúpida decisión de no cruzar la pista por un puente; y los incendios, serán dantescos sin que Dante haya tenido la autoría intelectual. Pero, ¿de dónde viene tanta fraseología barata? Pues de la poca ambición, de la miopía espiritual, del mal gusto que se funda en la poca o mala lectura.

Contar una historia es descubrir el mundo con la ingenuidad de un niño al que todo sorprende, para luego reinventarlo con la astucia de un mago que hechiza con las ideas. Palabras e imágenes personales. Al diablo la objetividad. En la crónica la subjetividad será siempre la noticia.

 

*Marco Avilés

Redactor de la revista Caretas, colaborador de Etiqueta Negra y de la revista venezolana Complot. Trabajó durante tres años en El Comercio dibujando las calles con letras. Estudió periodismo en la Universidad Mayor de San Marcos.

 

 

 

CÓMO NACE UN TEXTO

 

Jorge Luis Borges. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/borges4.htm

 

 

Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder.

En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión."

El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula "por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la fábula.

 

 

 

DIEZ AUTORES CUENTAN COMO CREAR UN PERSONAJE DE NOVELA

 

Periódico CLARÍN de Argentina de 3 de noviembre de 2002.

Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/perso02.htm

 

 

De Don Quijote a Harry Potter, los personajes revelan la cara del autor. Clarín entrevistó a diez escritores para saber cómo se encuentran y conviven con los protagonistas de sus libros.

Hubo un día en que el profesor Baer encontró los cuentos de terror de Jo March y le pareció que ninguna mujer -y menos si estaba por ser su novia- podía escribir esas cosas. Jo March lloró ese día y prometió escribir cuentos para niños. Fue un día de dolor -en realidad mucho días, uno por lectora- para miles de nenas de todo el mundo: las que leyeron, a través de más de un siglo, Mujercitas. Esa renuncia, el punto en que se somete la rebelde, la independiente, la talentosa Jo, era casi una amenaza. ¿Era real Jo March? O mejor: ¿qué tienen, cómo están hechos los personajes de la literatura que se meten en nuestra vida?

Una primera respuesta la da Luigi Pirandello, el autor italiano que en 1921 dio a conocer su obra de teatro Seis personajes en busca de un autor. “Los personajes -dice- no deben aparecer como fantasmas sino como realidades creadas, construcciones inmutables de la fantasía: más reales y más consistentes, en definitiva, que la voluble naturalidad de los actores”.

Por obra de la literatura, un enamorado es un Romeo, pero si las familias se llevan mal son Montescos y Capuletos. Shakespeare los creó hacia 1595, cuando los barcos cruzaban los mares cargados de esclavos. Shakespeare, sus contemporáneos, los poderosos de su época son menos que polvo. Los personajes siguen vivos. Pero claro que no cualquier personaje vive: ésa es labor del autor.

“Yo quisiera, y me esfuerzo para que así sea, que mis personajes sean ellos mismos y no hechos a imagen y semejanza del autor”, dijo en 1987 Adolfo Bioy Casares. “Trato de no transmitirles cosas mías, de mi formación intelectual”, había dicho en 1976.

Hay personajes que tienen más de una vida, sin que haya cambiado una letra del texto original. Uno de esos casos es el de Martín Fierro. Antes de que el Martín Fierro fuera el poema nacional, el libro de José Hernández era leído como un texto campero más, escrito como protesta por las condiciones de vida de los gauchos en los fortines. Poco después del Centenario, Leopoldo Lugones hizo una serie de conferencias en el Teatro Odeón donde se ocupó de canonizar el poema. Lugones presentaba al gaucho como símbolo de la nacionalidad y de paso lo contraponía a una inmigración creciente. Quedaron de lado sus borracheras y su rebeldía y Fierro encarnó las virtudes nacionales. Borges, que discutía a Lugones, discutió también esta idea: “Nuestra historia es mucho más completa que las vicisitudes de un cuchillero de 1872, aunque esas vicisitudes hayan sido contadas de un modo admirable”.

En 1963, Julio Cortázar escribió Rayuela y allí apareció La Maga, una mujer bohemia, que se cita al azar con su amante, Horacio Oliveira, en cualquier esquina de París. Muchas mujeres quisieron ser La Maga, muchas cosas llevaron su nombre o el de Rocamadour. ¿Fue un personaje pensado hasta el más mínimo detalle? La Maga es montevideana, del barrio del Cerro. ¿Por qué? Cortázar lo dijo con sencillez: “Ahora, por qué la puse a ella ahí, no lo sé. Porque no hay que olvidarse de lo que se cuenta cuando La Maga recuerda lo que le había pasado con un negro y habla de lo que era la casa. Allí se describe un conventillo y me pareció que el Cerro venía bien para ubicarla”.

Si se hace una lista de personajes temerarios, allí estará Carrie White, esa estudiante frágil de la que se burlan sus compañeros. Stephen King, su autor, sabe de dónde salió Carrie: lo mandaron a limpiar un vestuario femenino. Días después “me acordé del vestuario y empecé a visualizar la escena inicial de un relato: un grupo de niñas duchándose sin intimidad y una de ellas empieza a tener la regla. Lo malo es que no sabe qué es y las demás empiezan a burlarse de ella y a tirarle compresas...” Esta imagen se combinó con un recuerdo: King leyó un artículo sobre la facultad de mover objetos con el pensamiento. “Ciertas pruebas apuntaban a que la gente joven era más propensa a tener esa clase de poderes, sobre todo las niñas en el inicio de la adolescencia, cuanto tienen la primera...” Se habían unido dos ideas. Hecho.

 

“Hago los personajes para que vivan su propia vida”

RAY BRADBURY

Es estadounidense. Escribió Crónicas marcianas; El hombre ilustrado; Fahrenheit 451; Cuentos del futuro y Las doradas manzanas del sol.

Yo diría que creo mis personajes para que vivan su propia vida. En realidad, no soy yo quien los creo a ellos sino que son ellos quienes me crean a mí. Lo que tengo claro cuando escribo, es que quiero que los personajes vivan al límite de sus pasiones y de sus emociones. Quiero que amen, o que odien, que hagan lo que tengan que hacer, pero que lo hagan apasionadamente. Es eso, esa pasión, lo que la gente recuerda para siempre en un personaje. Pero no tengo un plan preconcebido: quiero vivir las historias mientras las escribo. Le doy un ejemplo sobre cómo es mi relación con los personajes. Es algo que me pasó: el personaje principal de Fahrenheit -obligado a quemar libros- vino un día a mí y me dijo que no quería quemar más libros, que ya estaba harto. Yo no tenía opciones, así que le contesté: “Bueno, como quieras, deja de quemar libros y listo”.

De modo que él no quemó más libros y así terminó escribiéndose esa novela.

 

“Entre las tensiones y la actitud liberadora”

PAULO COELHO

Es brasileño. Integra la Academia de Letras del Brasil. Escribió, entre otros: El alquimista; La quinta montaña; Brida y Veronika decide morir.

Todo hombre pasa -según mi entender- por un proceso que es semejante al de un volcán. Se va acumulando masa y en la superficie no se transforma nada. El hombre, entonces se pregunta: “¿acaso mi vida será siempre así?”. En un momento dado empiezan los síntomas de la erupción. Si el hombre es una persona inteligente, dejará que la lava salga y se transforme el paisaje que lo rodea. Si es un burro, tratará de controlar la explosión; a partir de ese punto toda su energía se gastará en el intento de mantener ese volcán bajo control. Yo fui lo bastante pragmático como para entender que era necesario aceptar una cierta medida del dolor de la explosión para después poder alegrarme con el nuevo paisaje. Así es como los personajes de todos mis libros viven entre estos dos mundos: uno de ellos es el mundo en que rige el aumento de las tensiones. El otro, es el de la actitud de liberación.

 

“El novelista es como un médium de ese individuo”

ROSA MONTERO

Es española. Escribió, entre otros: La hija del caníbal; Crónica del desamor; Te trataré como a una reina: El corazón del tártaro, Amado amo y Bella y oscura.

Los personajes aparecen en tu cabeza en primer lugar muy pequeños, reducidos a una imagen, o una frase, o un gesto, una característica, una decisión, algo... es un núcleo sustancial a partir del cual ese personaje se va construyendo. Y lo desarrollas viviéndote dentro de él, es decir, es el personaje el que te va enseñando cómo es.

El novelista debe de ser lo suficientemente humilde como para dejar de lado su voluntad, digamos, y hacer caso a lo que el personaje le va contando de sí mismo... en algún sentido, el novelista es como un médium de ese individuo. La creación de una novela es muy semejante a un sueño. Tú no escoges el sueño que vas a tener, por el contrario el sueño se te impone. Por eso, cuando el escritor tiene verdadero talento, a veces los personajes le sacan de sus propios prejuicios. Por ejemplo, Tolstoi, que era un machista terrible y un reaccionario, escribió Anna Karenina queriendo hacer un libro contra el progreso; su idea primera era contar cómo el progreso era tan malo que incluso las mujeres se hacían adúlteras. Pero luego su personaje, Anna, le arrastró hacia algo mucho más verdadero, hacia un libro que denuncia el sexismo, la doble moral burguesa, la opresión de las mujeres. Todo eso se lo contó Anna a Tolstoi.

 

“Surgen de algún lugar entre los sueños y la esperanza”

ÁNGELES MASTRETTA

Es mexicana. Escribió El mundo iluminado; Mal de amores, Arráncame la vida, Mujeres de ojos grandes; Puerto libre y Ninguna eternidad como la mía.

Ojalá tuviera claro cómo se construye un personaje. Si lo supiera estaría construyendo uno tras otro.

Yo creo que los personajes se crean dentro de uno, mucho antes de que uno se atreva a contarlos. A veces, irrumpen sin más a media tarde y convierten todo en una feria de lo desconocido. ¿De dónde salió esta mujer? ¿De dónde este hombre solitario? ¿De dónde este padre entrañable? ¿De dónde esta vendedora? ¿De dónde el encantador viejo que adivina las cosas? No sé.

De algún lugar entre los sueños y la esperanza, de un recóndito abismo que se guarda nuestros secretos y los pone de pronto sobre la mesa.

Yo veo a los personajes y los oigo desde antes de escribirlos; sin embargo, mientras los escribo veo cómo se convierten en seres vivos, con los que soy capaz de dormir y a los que recurro mucho tiempo después cuando necesito consuelo y quiero reírme o me urge alguien con quien echarme a llorar.

Cuando termino uno novela, extraño a los personajes que dejé ahí. Sobre todo extraño a los padres de Emilia Sauri, a su tía Milagros, a la Prudencia Migoya de Ninguna.

 

“Nunca pueden sustraerse a la historia del autor”

FEDERICO ANDAHAZI

En 1996 ganó el Premio Fortabat por El anatomista. También escribió Las piadosas, El príncipe, El árbol de las tentaciones y El secreto de los flamencos.

Un personaje se construye con distintos fragmentos de la subjetividad del autor. Por menos autobiográfico que se pretenda un personaje, nunca puede sustraerse a la historia de su creador. Esta dimensión debe pasar inadvertida para el lector y, en el mejor de los casos, también para el autor.

El personaje tiene que resultar verosímil. Debe cobrar “vida” y generar la ilusión de que es independiente del autor. Desde el Quijote hasta Joseph K., los grandes personajes encarnan el lugar del héroe. Sin dudas, que sea recordado depende del grado de identificación que ejerza sobre el lector. No hay otro secreto.

Para que un personaje sea sólido, el lector tiene que hacerse una representación clara de su fisonomía. Las características físicas, en general, deben ajustarse a sus rasgos espirituales. Para lograr una dimensión visual del personaje, muchas veces es más convincente una descripción anímica que una larga y enumerativa descripción física. Y a la inversa, a veces una brevísima descripción física puede definir el carácter. En ningún caso el aspecto del personaje debe quedar enteramente librado a la imaginación del lector. La composición del personaje tiene que estar supeditada a las necesidades narrativas, incluso en detalles en apariencia insignificantes.

 

“Viven en un misterio que revelan con sus acciones”

ANTONIO SKARMETA

Es chileno. En 2001 ganó el premio Medicis, francés, por La boda del poeta. Es el autor de El cartero de Neruda, No pasó nada y La chica del trombón.

Lo que hace atractivo al héroe es su fluidez. Es decir, el tránsito desde lo que ese ser cree ser hacia el ser que quiere ser. Por lo tanto, un personaje es siempre un proyecto. Lo que él es viene también determinado por la manera como lo ven los otros personajes. En la novela contemporánea un personaje es una relación. El personaje no debe preexistir a la novela. Son los actos los que lo moldean, las opciones que toma. Lo ideal es que el personaje entre levemente en nuestra existencia y que nos anuncie que espera un cambio, acaso de tal magnitud, que nos lleve con él hacia una metamorfosis. También es posible que el héroe se mantenga en sus posiciones y sea deteriorado por la realidad cambiante. En la construcción de la narradora y protagonista de La chica del trombón tuve que ser muy diligente. En ella se produce la situación paradójica de que es una chica huérfana sin prehistoria y obligada a buscar sus raíces en el futuro. Esto define su carácter: es alguien que está moldeándose en algo impreciso. Un personaje es una encrucijada de opciones. Los grandes personajes de la literatura están consumidos por la sensación de que habitan en un misterio que deben revelar con sus acciones. Lo que los define es el riesgo. Desde allí irán al fracaso, o a la gloria.

 

“Se va construyendo a sí mismo en cada página”

LEOPOLDO BRIZUELA

Ganó el Premio Clarín de Novela en 1999, por Inglaterra. Una fábula. También es autor de Fado (poemas), Tejiendo agua y El placer de la cautiva.

En el principio hay una imagen, de la realidad o de los libros, que me impresiona, y a la que le invento una historia.

Sólo una vez que cuento con esa historia, con esa estructura, me pongo a imaginar, sin apuro, como quien deja madurar una fruta en el árbol -un árbol que prescinde de cualquier tipo de exigencia ajena-, qué personajes podrían protagonizarla.

Todo depende, también, del género en que esa historia pida ser contada: si es un melodrama, o una fábula, o un relato gótico, voy imaginando el personaje a partir de un rasgo predominante, el que le permite insertarse en la trama.

Si es un relato realista, en que los personajes aparentan tener las mismas complejidades de las personas reales, incluso en el hecho de tener contradicciones, necesito conocerlos a tal punto que, sea cual sea la situación en que los ponga, los enfrente a quien los enfrente, puedan reaccionar con fidelidad a su propia esencia.

Sin embargo, lo más difícil es que, a diferencia de otros elementos como el espacio o un paneo sobre la época de los acontecimientos, el personaje se va construyendo en cada página.

Así, va enriqueciéndose a sí mismo en cada nueva acción, corrigiéndose a sí mismo en cada nueva palabra, connotando, además, su época, su espacio, y por supuesto, a su propio autor.

 

“Se va tratando de recordar la forma de ser de alguien”

MARCOS AGUINIS

En 1970 ganó el premio Planeta español por La cruz invertida. Escribió: Carta esperanzada a un general, La conspiración de los idiotas y La gesta del marrano.

Los personajes vienen al autor en forma inesperada. Buscan al autor y esperan que los tengan en cuenta.

Si ya tengo los personajes principales de una novela, los secundarios estarán en las antípodas, aunque se alejen de los gustos del autor. Fray Bartolomé Delgado, de La gesta del marrano, fue creciendo a partir de que yo quería poner frente al personaje central una fuerza detestable, opresiva. Es un personaje que tiene rasgos grotescos, con dulzura y cinismo.

Cuando uno busca un personaje positivo va tratando de recordar la forma de ser de alguien. Yo, en lo físico, marco algunos rasgos notables que alcanzan para recordarlo y nada más.

A veces influyen personajes de otros libros, pero es peligroso usarlos, aparece eso que se llama intertextualidad y puede ser plagio.

En algunos personajes no hace falta recordar su pasado, basta con alguna característica hecha con la economía de una caricatura. En otros sí, el pasado explica el presente, pero esto no debe presentarse en forma mecánica: la conducta en el presente debe sorprender al lector. Si no, el libro sería un ladrillo.

Un personaje es creíble cuando habla y se comporta de acuerdo a lo que sus rasgos más fuertes determinan. En vez de describirlo, prefiero dejarlo actuar. Y que el lector saque sus conclusiones.

 

“Los personajes son como el amor a primera vista”

MARIA ESTHER DE MIGUEL

Ganó los premios Nacional y Planeta, entre otros. Es autora de La amante del Restaurador y Las batallas secretas de Belgrano y otros.

Al principio tenés la intuición de algo. Pensás: “quiero un asesino, quiero un héroe, quiero una mujer enamorada”.

A veces robás sus características de la realidad: tomás una cara, una voz... A veces los sacás de otra novela. A medida que avanza la historia vas encontrando los detalles y muchas veces retrocedés para agregarlos.

De entrada, no tengo un personaje acabado, ni siquiera cuando se trata de personajes históricos. En la Historia están los datos, las fechas, las familias. Pero el personaje lo armás vos con tu imaginación.

Si en el imaginario colectivo un personaje es de determinada manera no te podés apartar mucho. El personaje histórico da más trabajo en lo técnico, más trabajo artesanal. No podés zafarte de los documentos. Yo, cuando dudaba, les daba un golpe de teléfono a historiadores como Félix Luna o a Hebe Clementi o a María Sáenz Quesada.

Cuando trabajé sobre Urquiza me fueron surgiendo escenas: como podía ser una tertulia, qué conversaciones podía tener. Ahí salió el hombre culto, el estadista, el guerrero.

Como el amor a primera vista, los personajes aparecen con sus características. Hay cosas que son como los huesos: no se modifican. Un personaje vivo no es flan, como yo no he sido un flan en mi vida.

 

“Un universo de seres reales son nuestro modelo”

ALICIA STEIMBERG

Ganó el Premio Planeta en 1992 por Cuando digo Magdalena. Entre sus libros están: Músicos y relojeros; Amatista; El árbol del placer y La selva.

Hay varias maneras de construir un personaje.

¿Cómo construí yo el personaje de la abuela en Músicos y relojeros? Recordando a mi abuela materna y haciendo de ella un retrato más bien maligno.

¿El norteamericano enamorado de la protagonista de La selva? Juntando a varios gringos simpáticos que conocí en Estados Unidos y fundiéndolos en uno solo, a mi gusto.

¿A la protagonista de Cuando digo Magdalena? Mirándome en un espejo que exaltara mis rasgos más aceptables.

¿A Amatista? Mezclando mis fantasías adolescentes de una mujer sensual y atractiva con la imagen de las actrices de la década del cincuenta.

Los personajes de Amatista en general son puro invento, pero cuando hablamos de inventar no olvidemos que tenemos a nuestro alrededor un universo de seres reales que son nuestro modelo obligado. Si yo presento un caballero del monóculo ligeramente perverso, el lector creerá que es invento puro, pero en realidad lo saqué de una vieja caja de galletitas Tentaciones donde se ven damas y caballeros de la década del veinte que a la vez representaban a las personas de clase alta de la década del 20 en Buenos Aires.

Si alguien me acusa de no haber sido fiel a la verdad, le preguntaré dónde firmé yo una promesa de que diría la verdad.

 

 

 

LA CREACIÓN DE PERSONAJES

 

Anónimo. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/perso01.htm

 

Básicamente, un personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia. Aunque ésta podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del personaje, tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el personaje es un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia, para comprenderla cabalmente.

Cuando nos referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto general de personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos. Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes encarnados en miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en objetos y hasta en ideas. Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco conocida Bracacomiomaquia, de Homero, que describe la batalla entre las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas de Esopo: en ambos casos, los personajes son representados por animales. En el texto original de Pinocchio, del italiano Carlo Collodi, el personaje principal es un muñeco de madera y además hay personajes encarnados por animales o por humanos. En Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, la mayoría de los personajes son personas muertas, lo cual nos brinda una perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que lunes fue domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son los días de la semana.

Como hemos visto, no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en una historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin embargo, es preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de manera consciente. El que en una historia exista una puerta que se abre no quiere decir que la puerta sea ya un personaje; el escritor tiene que añadir elementos que nos indiquen que la puerta se ha abierto por su propia cuenta con un objetivo específico. Si la puerta se abre, por ejemplo, porque sabe que debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas, adquiere carácter de personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del escritor, que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.

Al dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una posibilidad adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia vital, el escritor aprende que las personas pueden agruparse en diversas tipologías. Entonces localiza ciertas características clásicas del huraño, del rico, del trabajador, del borracho, de las feministas, de los orgullosos, de los débiles... Mientras mayor sea la experiencia del escritor, tanto desde el punto de vista literario como en las diversas situaciones que se presentan en la vida, mejor será el manejo de los personajes si logra traducir en ellos las características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.

En una historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque ni siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son definidas por la psicología, pero el conocimiento de estas características no se limita a quienes hayan estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho, los estudios psicológicos tienen como fundamento el conocimiento básico de las personas y van profundizando en ellas mediante la aplicación de lo que la ciencia sabe de la personalidad.

El escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las historias cuyos personajes deban ser sazonados con ciertas características psicológicas y las que no requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia viene dada generalmente por la importancia que los personajes tengan en la historia y por la longitud del texto. En el cuento breve, es casi innecesaria la profundidad psicológica porque el factor que cobra mayor importancia es el desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho determinado. En la novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean correctamente definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la novela requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de las acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos, por seres simples sólo determinados por un nombre.

Aunque no hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes, se verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por el escritor para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en la historia y el peso que tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones entre el personaje y los demás personajes de la historia. En ambos momentos se van añadiendo o eliminando ciertas características psicológicas del personaje, de la misma manera como un escultor moldea la piedra. En este proceso se le asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo llegará a tener mayor o menor importancia en algún punto de la historia.

La caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad, independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor peso recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede dejar a un lado la profundización psicológica en la caracterización. En la novela, el escritor aplica sus conocimientos de las reacciones de los personajes de acuerdo a la importancia que éstos tengan en el desarrollo general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos, deben tener relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece como ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.

Otro factor, que a primera vista pudiera no tener importancia, es el del nombre del personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es imprescindible que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber una forma de denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que un personaje es definido simplemente por su actividad -el periodista, la gran señora, el hombre- o por un apodo con el que le reconoce el escritor o el resto de los personajes. Es posible, incluso, que un personaje tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle usando alguna de sus características.

Hay quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel del personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar, el personaje femenino de mayor peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la Maga. También los demás personajes la llaman así, pero en sus conversaciones cotidianas algunos prefieren llamarla por su nombre. Se advierte, así, que el escritor puede construir su historia como si ésta fuera parte de la realidad, por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad con algunos personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él. El personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características que podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando el lector se topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera. Otras combinaciones son más claras: Kafka, obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder, llama a sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se observan casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente K -la primera letra del apellido del autor-, en algún cuento, Kafka asigna a sus personajes nombres de variables matemáticas: A y B.

Muchos escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan nombres de galanes: Víctor Jesús, Luis Rafael, Juan Augusto. Aunque, como dijimos, este campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el nombre de un personaje dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que impida que un personaje se llame Pedro Pérez, pero es probable que un nombre así no impresione favorablemente al lector. Muchos escritores resuelven este problema utilizando nombres comunes pero poco usuales: el personaje masculino de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de Cien años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García Márquez habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus héroes mitológicos, pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor sonoridad y esto, sin duda, ayuda a que el lector asimile la existencia de esos personajes como seres reales.

En algunos casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla, del español Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha pasado la mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta, y ya convertido en un hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su casa a hacer trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y se va a vivir con un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide suicidarse. Recuerda que una vez leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por un profesor universitario, y que al leerlo se prometió a sí mismo visitar a este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse. Cuando el personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de suicidarse, porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la historia. El protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole que él no es Dios y que no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa resuelto a no suicidarse. Esa misma noche muere de una indigestión.

Recordemos que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de alguna u otra manera -en primera o en tercera persona- se encarga de contar la historia. Pues bien, se puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el mismo sea integrado como un personaje, y los resultados han sido bastante interesantes. Los personajes retan al narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la historia que han permanecido ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho en anteriores oportunidades, el escritor puede virtualmente hacer cualquier cosa que le plazca en su historia, pero la efectividad de los recursos que utilice se verifica en concordancia con la experiencia que le hayan brindado, previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más diversos autores.

 

 

 

EL ADJETIVO Y SUS ARRUGAS

 

Alejo Carpentier. Tomado de Ciudad Seva

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Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.

El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.

Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.

Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

 

 

 

USO Y ABUSO DE LA ADJETIVACIÓN

 

Carmen Javaloyes. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/adjetiva.htm

 

 

La literatura emplea todos los medios de los que dispone el lenguaje para embellecer su discurso y la adjetivación es el método más empleado para lograr sus fines; sin embargo, un abuso puede provocar el efecto contrario.

Las especiales características del adjetivo nos explican porqué.

Ni los gramáticos griegos ni los latinos consideraron al adjetivo como una categoría independiente. En general, unos lo incluían dentro de la categoría verbal y otros dentro de la nominal. La más interesante es la que lo consideraba en la categoría verbal dentro de las predicaciones del verbo (Gramática de Platón). Esta concepción se basaba en consideraciones de tipo sintáctico y formal y es lo que conocemos como predicado nominal.

La consideración del adjetivo como categoría independiente se da en la Edad Media con los Modistas que ya tratan al adjetivo con un modo de significación distinto del sustantivo, el único con categoría nominal (este concepto lo comparten con los estoicos griegos) aquí influyen las características de tipo morfológico o flexivo. A partir de esta consideración, se estudiará al adjetivo como categoría propia.

Desde el punto de vista semántico, el adjetivo puede diferenciarse del sustantivo porque éste “considera” los objetos, es decir “piensa” los objetos con existencia independiente, mientras que cuando el hablante considera los objetos con dependencia del significado de otra categoría, los expresa desde el adjetivo.

Esta consideración semántica es la que considera Guillaume: El proceso de adjetivación es un proceso de tipo general, que se acerca al universal semántico, va más allá de la generalización. En este sentido distingue entre incidencia interna e incidencia externa: el sustantivo goza de incidencia interna mientras que el adjetivo posee incidencia externa (es decir, necesita para significar la presencia del sustantivo). Según este criterio, también el verbo posee incidencia externa, y sin embargo en el verbo aparece un criterio de tipo temporal, se hace una alusión al tiempo, cosa que no ocurre ni en el sustantivo ni en el adjetivo.

Otra definición de tipo semántico es la que dan Amado Alonso y Henríquez Ureña: indican que al sustantivo corresponden conceptos independientes, mientras que al adjetivo y al verbo corresponden conceptos dependientes.

Desde el punto de vista formal, el adjetivo comparte con el sustantivo los formantes constitutivos (género y número) y facultativos (prefijos, sufijos...). La principal diferencia entre éstos, se da en el proceso de concordancia al depender el adjetivo del sustantivo y en el hecho de que el adjetivo admite grados (superlativo, comparativo...).

El grado es la principal característica del adjetivo y lo que distingue la simple enunciación de la cualidad frente a enunciaciones de tipo comparativo o valorativo. En el caso de la literatura, se trata de expresar valoraciones con interés peyorativo o de exaltación de características...

Formalmente, los comparativos de superioridad de tipo sintáctico que se emplean son: más que; de igualdad tan + adj. + como, igual de + adj. + que, lo mismo de + adj. + que; inferioridad menos + adj. + que.

El empleo de estas formas con intención literaria demuestra un conocimiento de la lengua poética tan pobre como un chiste de Chiquito.

Procedimientos de grado de tipo morfológico son: los sufijos del superlativo absoluto -ísimo -érrimo (forma culta) y si añadimos connotaciones de tipo enfático, los prefijos archi- super- re- requete- que añaden matices sociales: supermolón, archifamoso, remalo, requetemalo; formas que también debemos desechar a no ser que las empleemos con la semiótica que implican... Restos de formaciones latinas que van despareciendo son -ior, -ius.

No todos los adjetivos admiten grados, hay algunos que indican cualidades o características que no se pueden calificar: eléctrico =/ más eléctrico, muerto =/ menos muerto, casos que poéticamente sólo se admiten si poseen significación literaria no errónea: tan muerto como un gusano??? Un muerto muy muerto (ironía enfática).

La gramática tradicional ha clasificado los adjetivos como calificativos y determinativos, y los define funcionalmente por cómo inciden o modifican al sustantivo.

Los adjetivos calificativos designan cualidades, en general son los que aportan un contenido semántico nuevo, mientras que los determinativos designan relaciones, sitúan al sustantivo al que acompañan con respecto de una serie de referencias lingüísticas (de espacio, tiempo y persona); su significación es relativa y ocasional. El epíteto, sin embargo, al tratarse de una repetición, está dentro de la zona de las atribuciones del sustantivo, por eso se le considera más calificativo que determinativo. El epíteto (Moreu de la Cruz) es una palabra, no necesariamente un adjetivo, pero que toma su función, y que se une al sustantivo no para determinarlo sino para ampliar su significado.

El uso de epítetos en la literatura ha de ser mesurado: el abuso de determinadas formas puede provocar el efecto contrario al buscado: Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (Quevedo).

Otra categoría de adjetivos que habría que considerar son los relacionantes, que se caracterizan por servir de puente entre dos oraciones -referente y antecedente- y que se sitúan entre la oración principal y la que hace de subordinado. En este tipo incluimos los relativos, interrogativos y exclamativos, pero no vamos a centrarnos en éstos porque su uso en literatura, como en la sintaxis, es estrictamente necesario.

La posición del adjetivo es otro tema a discutir en la literatura. En principio, la gramática tradicional indica que la posición del adjetivo indica ya de por sí matices de significado. En estas variaciones de colocación influyen valores de tipo histórico, morfosintácticos, rítmicos y semánticos.

El adjetivo antepuesto al sustantivo es de tipo explicativo, insiste en una de las cualidades del sustantivo, precisando y concretando su significado: refrescante bebida (de las muchas cualidades que posee esa bebida -dulce, cítrica, de determinado color...- se hace referencia sólo a una de ellas). Así, el adjetivo antepuesto matiza una de las características -de las muchas que posee un nombre- mientras que si está pospuesto esta característica no es esencial sino “accidental”: bebida refrescante (Bello-Salvà). Este aspecto en literatura es esencial, ya que implica, con el cambio de orden del adjetivo, toda una serie de matices:

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana.
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana. (Zorrilla)

Otros autores dicen que en el español hay un orden lógico según el cual el complementado precede al complemento: sustantivo + adjetivo, y toda alteración de ese orden se percibe como una desviación de tipo estilístico “La humana naturaleza”. Desde el punto de vista psicológico Hansseny Lenz indica que el adjetivo antepuesto indica un carácter subjetivo, ya sea moral o estético, y el pospuesto un carácter objetivo de tipo lógico: un gran emperador; un hombre grande. Esto explica el que determinados adjetivos antepuestos varíen completamente el significado de una palabra; son muy populares los juegos de palabras: No es lo mismo un pobre hombre que un hombre pobre.

La principal diferencia formal entre sustantivo y adjetivo es que éste no admite artículo y sí admite grado.

Esta diferencia formal hace que en la mente del hablante-lector se identifiquen como características esenciales todo lo que sea sustantivo: camisa, mujer, y como características complementarias su adjetivación: grande, carmesí, y se consideran “extraños del lenguaje” las alteraciones lógicas del orden, determinar con artículos a los adjetivos, añadir grados al sustantivo y se les asignen valores estilísticos.

En la lengua coloquial son muy comunes las metáforas, las metonimias y las comparaciones, y por ende en la literatura: lleva una camisa tan grande como una plaza de toros; es una mujer carmesí (pasional).

Esta forma de expresarse que comparten literatura y habla, influidas mutuamente, provoca frecuentemente el abuso de esta categoría.

La adjetivación, como hemos visto, es una categoría gramatical que tiene una función específica: la de complementar al sustantivo. Su misión en literatura se amplía, como hemos visto, a la de embellecer el discurso a través de la calificación, o del empleo de epítetos, o de traslaciones (adjetivación de sustantivos, adverbios, verbos...). El proceso de traslación por el cual una categoría diferente a la del adjetivo pasa a desempeñar su función es muy común en la lengua literaria: naricísimo, mañanísimas. El problema surge, como en todo, con el abuso.

Un mal texto literario es aquel que abusa de los adjetivos ante la falta de vocabulario: Era un muchacho muy pobre = paupérrimo; por un empleo equivocado de las palabras: Hicimos un superperiplo por el barrio chino (ejemplo auténtico); por exceso de adjetivación: Oscura y turbia noche invernal.

El caso es que la adjetivación en literatura ha de entenderse como el arte de intensificar la expresión, sin dejarse llevar por la tentación de sobreadjetivar un texto que ya de por sí, en la mayoría de los casos, posee ya significado.

 

 

 

EL DATO ESCONDIDO


Mario Vargas Llosa. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/vargas1.htm

 

 

En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no sería exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento ‘el dato escondido’ y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela y que aparece en todas las historias clásicas.

Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia con que lo hizo el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de Hemingway, llamado "Los asesinos"? Lo más importante de la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ele Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry’s de esa localidad innominada? ¿Y por qué ese misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventárnosla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.

El ‘dato escondido’ o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector.

Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en "Los asesinos", ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones, es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.

¿Recuerda usted el gran ‘dato escondido’ de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la importancia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje- de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente y que sin duda también lo ama y podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su importancia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese ‘dato escondido’ baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.

La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente esencial de la historia –nada menos que el personaje central – ha sido exiliado de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera tradicional –un argumento con principio, desarrollo y conclusión-, sino, más bien, los indicios o síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstruir como los arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras enterradas por los siglos, o los zoológicos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están todas concebidas a partir de ‘datos escondidos’.

Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues, para que lo que en ella se encuentra tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su ambivalente significado (jalousie es celosía, una ventana enrejada, pero también los celos), alguien que, poseído por el demonio de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo deduce o inventa inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual? Esos ‘datos escondidos’ no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le ofrece. A esos ‘datos escondidos’ definitivos, abolidos para siempre de una novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se descubre al asesino. A esos ‘datos escondidos’ sólo momentáneos -descolocados- podemos llamarlos ‘datos escondidos en hipérbaton’, figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en el verso por razones de eufonía o rima ("Era del año la estación florida..." en vez del orden regular: "Era la estación florida del año...").

Quizás el ‘dato escondido’ más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia -la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake, por Popeye, un gángster impotente y psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz- está desplazado y disuelto en hilachas de información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del horrendo suceso. De este ominoso, abominable silencio, irradia la atmósfera en que transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter simbólico, de mundo del ‘mal’, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los horrores de esta novela -la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de degradaciones morales- es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra. Todo Santuario está armado con ‘datos escondidos’. Además de la violación de Temple Drake, hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye son, primero, silencios, omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector, quien, de este modo, gracias a esos ‘datos escondidos en hipérbaton’ va comprendiendo cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus historias, Faulkner fue también consumado maestro en el uso del ‘dato escondido’.

Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de ‘dato escondido’, dar un salto atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el ‘dato escondido’ -en sus dos modalidades: como hipérbaton o como elipsis- es utilizado con la destreza de los mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta mediados del CLXIII). Este es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos, benignos en el caso de Tirant y Cermesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.

En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico ‘real’, sino de manera discontinua, mediante ‘mudas’ temporales y un ‘dato escondido’ en hipérbaton, gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la cámara y se explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber "celebración de bodas sordas", simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden ‘real’ de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera ‘muda temporal’ o ruptura de la cronología: "Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto". El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia interrogación: "¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?" La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente.

Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía "toda llena de déjame estar". ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce la segunda ‘muda temporal’ o salto cronológico en el episodio. Este retrocede a la víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del episodio.

¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta ‘muda temporal’, como usted habrá observado, se ha producido también una 'muda espacial’, un cambio de punto de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos, desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble -temporal y espacial- introduce pues una ‘caja china’ en el episodio de las bodas sordas, es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant lo Blanc utiliza muchas veces también el procedimiento de las ‘cajas chinas’ o ‘muñecas rusas’. Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al Conde de Varoic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que hacen a Tirant y al Duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia, y la aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico, comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.

Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general, válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se deriva el procedimiento del ‘dato escondido’, la parte escrita de toda novela es sólo una sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la acumulación de todos sus ingredientes sin excepción -pensamientos, gestos, objetos, coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la historia total- abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.

Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el novelista Claude Simon -quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la literatura ‘realista’ de reproducir la realidad- se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?, se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera. Había falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la descripción incluyera asimismo un minucioso informe sobre los procesos industriales que están detrás de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de distribución y comercialización que los trasladan de productor hasta el consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado, se trata de una práctica -hábito o vicio- sobre la que la publicidad y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados sobre la salud del fumador.

De donde no es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo.

De las ficciones, podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.

Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela -o, mejor, una ficción escrita- es sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos por obvios o inútiles, de los ‘datos escondidos’ a que me refiero en esta carta. En efecto, mis ‘datos escondidos’ no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de vista.

Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que, cada novela particular, una vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es la del ‘dato escondido’ (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a este procedimiento).

 

 

 

INVESTIGAR Y ESCRIBIR

 

Luis Jochamowitz* en Pozo de Letras

http://www.upc.edu.pe/html/0/0/carreras/periodismo/hojas/LJochamowitz.htm

 

 

¿Cómo se llega a conocer sobre algo (un naufragio, un gobernante, una guerra, etc.) en profundidad o cantidad suficiente para intentar contarlo por escrito a los contemporáneos? Los términos de la pregunta parecen formar misterios aún más arduos que el conjunto. No existe, por ejemplo, ninguna medida o certificación para lo de profundidad o cantidad suficiente; incluso la posibilidad de llegar a conocer sobre algo podría discutirse honradamente entre los que escriben sobre naufragios, gobernantes o guerras. Apenas la tercera parte de la pregunta -intentar contarlo por escrito a los contemporáneos - se libra de ser puesta en duda, aunque parezca un propósito inmoderado.

De todas maneras, la pregunta deja un principio de explicación. Los contemporáneos quieren leer sobre naufragios, gobernantes o guerras, y alguien tiene que escribir esas historias, aunque sus instrumentos de conocimiento siempre estén en discusión. Es la vieja historia de la necesidad y el órgano. Cualquiera que haya trabajado en una redacción se habrá sorprendido alguna vez ante la prodigiosa construcción de textos que se desata con la confluencia de dos requisitos: un tema o encargo de investigación, y una hora o fecha límite de entrega. La perplejidad omnisciente que produce esa incesante fabricación, suele presentarse con más agudeza al principio; luego, a fuerza de comprobarse, cuando la escritura parece un reflejo de la voluntad, o el resultado de calculados movimientos de mano, la sorpresa se hace cada vez más rara, y el que escribe comienza a creer ingenuamente que existen razones o conocimientos especiales que lo llevan a ser el encargado de contar la historia.

Aceptemos al menos una razón: es un trabajo, alguien tiene que hacerlo, aunque no se tenga respuesta sobre la clase de conocimiento necesario para hacer frente a toda clase de catástrofes o prodigios que en el mundo ocurren. Dicho sea esto sin insistir en lo esencialmente misterioso de ese mundo: el naufragio ocurrió de noche y no dejó testigos; el gobernante mintió con gran autoridad; la guerra era incomprensible como un caso de locura colectiva. Y aún suponiendo que los más grandes misterios pueden ser contados en palabras que sean sensatas y claras, y de preferencia pocas y bellas, el que cubre el encargo no dejará de notar otros inconvenientes: a menudo la trama está hecha para no ser contada; los hechos ocurren más allá de la voluntad del encargado que es recibido como un observador indeseado y desvergonzado; los personajes principales de la historia se encierran atrás de sus altos muros, y tratan de ser vistos lo menos posible, o que sólo trascienda lo que ellos quieren que se conozca. Por último, el presupuesto para investigar y escribir suele ser exiguo, y los plazos de entrega perentorios.

Y, no obstante, debe reconocerse que el trabajo continúa haciéndose hasta nuestros días. Los encargados siguen enfrentándose a la historia reciente con resultados varios, como todo en la vida, pero a veces, quizás en más casos de los que se supone, los hechos encuentran las palabras precisas que se contarán para siempre, o lo que es igual, por una generación.

La falta de correspondencia entre los medios que se tienen (una persona que hace preguntas, habla con la gente, consulta papeles y escribe de noche) y los fines que se buscan (contar la historia de lo que notoriamente sucedió), es siempre insalvable porque trata de dar cuenta de algo tan imponderable como un accidente, un mal entendido esencial que llamamos actualidad. Se trata de una enorme categoría mental, formada quizás a modo de cicatriz, por la fatalidad de estar condenados a vivir despiertos en una continua y lineal existencia, que para mayor desconsuelo ocurre en un tiempo presente perpetuo. La desagradable sensación de fuga y desorden que deja esa única experiencia de insomnes, contrasta desagradablemente con cierta nostalgia natural por la totalidad, el orden o las simetrías. De semejante desproporción entre los medios y el fin, han nacido toda clase de extraños géneros y subgéneros, que pueden ir desde el suelto hasta la novela, pero que en esencia intentan lo mismo: atrapar en palabras el tiempo que fuga.

Hay desde antiguo una querella con la actualidad. Es un monstruo tiránico e infinito que nunca se cansa. Simula su muerte y se entierra a la hora del cierre, pero resucita con el nuevo día, más imperioso que nunca, acosando a sus servidores con nuevas órdenes que llegan cuando las anteriores no se han terminado de cumplir. Últimamente, digamos en los últimos 50 años, ha extendido sus dictados hacia profesiones que antes parecían inmunes a ella, pero su más brutal tiranía sigue ejerciéndose en el diarismo y sus versiones electrónicas, particularmente entre los que antes se llamaban publicistas o escritores, y cada vez más en el último siglo, periodistas.

Lo que últimamente parece haber sucedido es que la antigua necesidad de registrar y contar el acontecer, exacerbado entre otras causas por el desarrollo tecnológico, se ha desarrollado hasta extremos que a un hombre de hace un siglo le parecerían aterradores o ridículos. La invención del periódico, la radio, la televisión, o el Internet, continúan un único propósito: oponerse a la condición fraccionada, temporal, aislada en el tiempo y en el espacio que padecen los individuos, ofreciéndoles a cambio la ilusión de un mundo en el que todo ocurre real, instantánea y simultáneamente.

La curiosa noción de tiempo real, que saltó de los maniobras militares a las transmisiones de televisión, parece representar la última fase de esa guerra incesante, aunque es de esperar que aparezcan nuevas interfases e ingenios para encapsular el misterio del tiempo. Cada ejemplar de diario que lee un promedio de cinco personas, cada terminal eléctrico o telefónico, forman una compleja red nerviosa que ha casi terminado de cubrir la tierra. Por esas vías corre el mar de informaciones políticas, bursátiles, climáticas, deportivas, y cuanto pueda ser de interés o utilidad, pero atrás, o junto a todo ese estruendo pasajero, lo único que permanece es la red de terminaciones nerviosas y su silencioso latir desde el otro lado de la línea, repitiendo su único mensaje verdadero: aquí seguimos... tal vez algo ocurra en cualquier momento.

Como sucede en cualquier actividad que nunca se detiene, la persecución de la actualidad ha enloquecido ligeramente y desarrollado manías; la búsqueda de la primicia, por ejemplo, esa situación que se crea cuando son muchos los que van tras la misma historia; entre las mayores deformaciones del gusto y la sensatez que los medios de comunicación han divulgado por el mundo, figura la creencia de que llegar primero es la clave de todo. Esa es la lógica interna de la red nerviosa, que al multiplicar el número de terminales ha propiciado la competencia, pero no es el comienzo ni el final de una historia.

Les guste o no, los contadores de historias reales están atados de una pata a la actualidad. No hay casi manera de estar preparado para lidiar con toda clase de fenómenos recientes, pero está comprobado que se puede investigar y escribir sobre ellos quizás con provecho. Es de suponer que eso ocurre no necesariamente porque ahora hay en las redacciones más especialistas en desastres marítimos, gobernabilidad, o conflictos bélicos, sino porque investigar y escribir siguen siendo actividades a las que una cierta integridad o gusto obligan a destinar los mejores esfuerzos.

Investigar y escribir son dos momentos diferentes que en cierto punto son lo mismo. Con frecuencia se investiga con una libreta de notas donde aparecen por primera vez las palabras de los testigos, y si el encargado tiene buen oído, letra rápida, o al menos una grabadora, hasta los giros verbales que se usaron la primera vez. Pero no es esa clase de anotaciones la que hace la escritura, que se supone es posterior a la investigación. Ya que su tema es la realidad, es de suponer que se requiere una cantidad mínima de información para comenzar a desatar el nudo de la escritura, pero, ¿cuánta y qué información?

Para contar el tiempo que fuga hay dos alternativas posibles: encerrarse en una habitación para escribir sobre hechos imaginarios y/o reescritos por la memoria, o salir a averiguar sobre hechos reales, para luego regresar a la habitación. En el segundo caso se renuncia a dirigir la trama de la historia según unos fueros personales, y, en cambio, el encargado se somete al dictado de lo que va apareciendo en una indagación que puede tener infinitas variantes. Sería más conciso decir que en el primer caso el autor miente deliberadamente, mientras que en el segundo caso el autor dice la verdad, pero sabemos que el asunto es algo más ambiguo. Renunciar a dirigir la trama no quiere decir que la historia no tenga que ser creada, en última instancia inventada. La cantidad de elecciones, olvidos, errores, engaños y toda clase de subjetividades que rodean al investigador, no hace menos exigente su acatamiento a las reglas de lo real, pero vuelven relativa esa realidad. Luego, en el momento de escribir, la masa informe, que el investigador ha logrado acumular, pasa por una nueva transformación en la que, otra vez, el olvido, la elección personal, el auto engaño, o simplemente las limitaciones de expresión, terminan de dar forma a eso que exageradamente llamamos realidad.

En todo caso, el que se ve obligado a abandonar la habitación para ir en busca de su historia, apenas ha postergado por un tiempo el momento de sentarse a escribir. Lo más recomendable sería que ese plazo fuera amplio y prorrogable, pero como eso ocurre raramente, lo más probable es que investigar y escribir sean intermitencias periódicas. Entonces se puede apreciar que investigar y escribir son momentos aparentemente distintos, pero que en su última fase se confunden. Es un hecho cierto que se investiga para escribir sobre algo, pero es más misterioso que se escribe para terminar de investigar sobre algo. La escritura es una forma de conocimiento y la última fase de la investigación, cuando la materia difusa de lo averiguado toma unas formas y significados precisos que a veces no se sabía que estaban allí.

Al final, ni siquiera la actualidad - que es todo exterioridad e inmediatez- puede impedir que, si se dan determinadas condiciones, se establezca entre el investigador y su tema una relación personal, de modo que el investigador termina sintiendo que los eventos que ocurrieron en la realidad han pasado a formar parte de un asunto propio. Las condiciones por las que ese fenómeno psicológico ocurre deben ser variadas y misteriosas, pero hay una indispensable. Se la podría llamar perseverancia en la investigación, pero más descriptivamente se diría que es la sensación que deja la reconstrucción de distintos trozos de significado que comienzan a armar series y argumentos. La curiosidad intelectual, o las resonancias sentimentales que produce ese fenómeno, puede ser tan intensa que transforma los eventos más remotos o los personajes más hostiles en asuntos estrictamente personales.

Dicho así parecería una regla general, pero estamos en el reino de la casuística. Hay casos en que, por transposiciones inconscientes o autobiográficas, la investigación habitaba en el interior del investigador desde mucho antes de que lo supiera. Pero otros casos pueden permanecer inexpugnables, sin vínculo aparente con su perseguidor, aunque misteriosamente interiorizados y significados.

Quizá eso ocurre porque la realidad es tan inextricable e infinita que siempre podrá abarcar toda la imaginación o ciencia que se halle a mano, pero también es posible - y esta posibilidad no excluye a la anterior - que las personas podamos adaptarnos a todo, no importa qué grado de mentira, fealdad o vileza se les ofrezca a los que se quieran asomar al mundo real. Por esas vías uno se puede interiorizar con un personaje repulsivo, o apasionarse con una verdadera catástrofe, una calamidad que los directamente implicados prefieren olvidar. Es como ser miembro de esa tribu, descrita por un viajero, que habitaba en la espesura de un pantano, rodeada de aguas pestilentes y arbustos espinosos, pero que juraba que les había tocado el paraíso terrenal, un lugar que nunca cambiarían por el horrible y peligroso mundo exterior.

* Luis Jochamowitz

Escritor y periodista de investigación. Por muchos años ha sido colaborador de la revista Caretas, es ahora editor asociado de Etiqueta Negra. Es autor de Ciudadano Fujimori y profesor de Periodismo Literario de la UPC.

 

 

 

PUNTO DE VISTA

Janet Burroway. Tomado de Ciudad Seva

http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/tecni/punto.htm

 

 

El punto de vista es el elemento más complicado de la narración. Si bien es posible analizarlo, definirlo, esquematizarlo, se trata en última instancia de una relación entre escritor, personajes y lector que, como toda relación, tiene sus sutilezas. Podemos discutir sobre el narrador, la omnisciencia, el tono, la distancia o la credibilidad en determinado cuento, pero ninguna conclusión que saquemos lo ubicará en el mismo casillero con otro cuento.

En primer lugar debemos desechar la acepción común de la frase "punto de vista" como sinónimo de opinión, como cuando decimos por ejemplo "desde mi punto de vista debe haber pena de muerte". La visión del autor acerca de lo que es o debería ser el mundo se nos revelará al final, según el uso que haga del punto de vista; y no al revés: identificar las creencias del narrador no sirve para describir el punto de vista en el relato. En lugar de pensar que el punto de vista consiste en la opinión o las creencias del autor, hay que tomarlo de un modo más literal, como "el punto desde donde se mira mejor".

¿Quién se ubica dónde para mirar la escena?

O, mejor, como estamos hablando de lenguaje, las preguntas deben ser: ¿Quién habla, a quién, cómo, a qué distancia de la acción, con qué limitaciones?: aspectos todos relacionados con la elección del punto de vista. Dado que el autor quiere hacernos compartir su perspectiva, las respuestas nos ayudarán a descubrir su opinión, sus juicios, su actitud o su mensaje.

¿QUIÉN HABLA?

La primera decisión que debe tomar un autor respeto al punto de vista tiene que ver con el narrador. He aquí la clasificación más simple que se puede hacer acerca de quién habla: un cuento puede ser narrado en tercera persona (Ella pasea bajo la luz de la luna), en segunda persona (Paseas bajo la luz de la luna) o en primera persona (Paseo bajo la luz de la luna). Los relatos en segunda y tercera persona los cuenta un narrador, los relatos en primera persona, un personaje.

Tercera persona

La tercera persona, desde la cual el narrador cuenta el relato, se puede subdividir según el grado de conocimiento u omnisciencia que asume el narrador. Advierta que, como estamos hablando de grados, las subdivisiones son sólo aproximadas. Como autor está usted en condiciones de decidir cuánto sabe. Puede conocer la verdad plena y eterna; puede saber qué hay en la mente de uno de los personajes pero no qué piensa el otro; o puede saber únicamente lo que se ve desde fuera. Usted decide. Al comienzo del cuento deberá indicar al lector qué grado de omnisciencia ha elegido; una vez hecha esta señal, se abre un "contrato" entre el autor y el lector, contrato delicado de romper. Si se ha limitado a la mente de James Lordly durante cinco páginas mientras James mira lo que hacen la señora Grumms y sus gatos, rompe usted la convención si se mete de pronto en la mente de la señora Grumms. Igualmente, nos sentiríamos tratados mal y dispuestos a romper gustosos el contrato si nos da usted los pensamientos de los gatos.

El narrador omnisciente -llamado a veces narrador editor omnisciente porque dice de frente lo que se supone que debemos pensar- tiene un conocimiento total. Cuando es usted autor omnisciente es un dios; puede:

1. Informar objetivamente lo que está pasando.

2. Meterse dentro de la mente de los personajes.

3. Interpretar por los lectores la apariencia de los personajes, lo que dicen, sus actos o sus ideas, aun si los propios personajes no pueden hacerlo.

4. Moverse libremente en el tiempo y en el espacio para brindarnos vistas panorámicas o telescópicas o microscópicas, o históricas; puede decirnos lo que sucede en cualquier parte, o lo que sucedió en el pasado, o lo que sucederá en el futuro.

5. Hacer reflexiones generales, juicios, proporcionar verdades.

Los lectores aceptarán que el narrador omnisciente hable así. Si el narrador nos dice que Ruth es una mujer buena, que Jeremy no comprende sus verdaderas motivaciones, que la luna va a estallar dentro de cuatro horas y con eso todo se pondrá mejor, le creemos. Aquí tenemos un párrafo que muestra los cinco campos de conocimiento señalados:

(1) Juan le dio una feroz mirada al bebé que lloraba. (2) Asustado por el gesto el bebé tragó saliva, y lloró más fuerte aun. Odio esto, pensó Juan; (3) pero lo que sentía no era odio. (4) Hace solo dos años él había llorado de esa manera. (5) Los chicos no saben diferenciar entre el odio y el miedo.

Este es un ejemplo burdo, pero el autor que domine su oficio puede pasar de un campo de conocimiento a otro. En la primera escena de La guerra y la paz, Tolstoi describe a Anna Scherer así:

Ser entusiasta se había vuelto su vocación social, y, a veces, aunque no sintiera entusiasmo se entusiasmaba con el propósito de no desilusionar a quienes la conocían. La tenue sonrisa que, aunque no le iba a sus suaves rasgos, llevaba siempre en los labios, expresaba, como en los niños mimados, una continua consciencia de su meloso defecto, que ella ni deseaba ni podía ni consideraba correcto corregir.

Aquí en dos oraciones Tolstoi nos dice lo que pasa por la mente de Anna y sus expectativas, cómo se ve ella a sí misma, qué le conviene, qué puede y no puede hacer, y además ofrece un comentario general sobre los niños mimados.

La voz omnisciente es la voz de la épica clásica (Y Meleanger, distante, no sabía nada de aquello, pero sentía que sus partes vitales ardían en fiebre), de la Biblia (Así el Señor envió la peste sobre Israel; y cayeron 70,000 hombres), y de la mayoría de novelas del siglo XIX (Tito estiró la mano para ayudarlo, y es tan extrañamente rápida el alma de los hombres que en ese instante, cuando empezó a sentir que su expiación era aceptada, tuvo el fugaz pensamiento de las molestias que lo aguardaban). Pero una de las tendencia actuales de la literatura es su movimiento hacia abajo: de los héroes a los personajes comunes; y hacia adentro: de la acción a la mente; por lo tanto, los escritores del siglo XX evitan sobre todo la posición de dioses omniscientes y prefieren restringirse a unos pocos campos de conocimiento.

El punto de vista de narrador omnisciente limitado es aquel en el cual el narrador puede moverse con cierta libertad, pero no toda la libertad del narrador omnisciente. Se puede conceder a sí mismo, por ejemplo, el conocimiento de lo que están pensando los actores en escena, y el de sus actos, pero a los demás personajes conocerlos solo exteriormente. Puede ver microscópicamente todo, pero no presumir de dueño de la verdad eterna. La forma de omnisciencia limitada que se usa más a menudo es aquella en que el narrador puede ver los hechos objetivamente, y además acceder a la mente de uno de los personajes, pero no a las del resto, ni se otorga a sí mismo ningún poder explícito de juzgar. Es el punto de vista particularmente útil para el cuento porque establece rápidamente quién es el que lleva el punto de vista o tiene los medios de percepción. El cuento es una forma tan apretada que apenas hay tiempo o espacio para desarrollar una sola consciencia. Quedarse con la visión externa de las cosas y con el pensamiento de uno de los personajes ayuda a mantener el control del foco del relato, y evita los cambios torpes de punto de vista.

Pero también la novela utiliza frecuentemente este método, como en The Odd Woman, de Gail Godwin:

Eran las diez de la noche del mismo día, y los residentes del condominio en la montaña iban regresando a su rutina y su sobriedad. Jane, en cambio, sentada en la cocina con un vaso de escocés sobre la mesa limpia ante ella, iba cayendo más y más en un sentimiento que sólo identificaba como algo poco familiar. No podía describirlo: era a la vez temible y agradable. Era como dejarse llevar y traer de algún lugar. Trató de recordar, ¿cuándo había comenzado exactamente?

Se nota que aquí la autora ha limitado su omnisciencia. No nos dirá la verdad final sobre el alma de Jane, ni definirá para nosotros ese sentimiento "poco familiar" que la propia mujer no puede definir. El narrador tiene a su disposición los hechos y los pensamientos de Jane, pero eso es todo.

La ventaja de la omnisciencia limitada respecto a la omnisciencia total reside en la inmediatez. En el ejemplo que hemos visto, como no nos está permitido saber lo que no sabe Jane de sus propios sentimientos, buscamos a tientas con ella el entendimiento. En este proceso se crea un convenio entre autor y lector, un convenio que no se puede romper. Si al llegar a ese punto la autora se detiene y responde a la pregunta de Jane "¿cuándo había comenzado exactamente?" diciendo "Jane no lo recordaría jamás, pero lo cierto es que empezó una tarde cuando tenía dos años", sentiremos que hay una imprevista y no solicitada intrusión del autor.

Dentro de las limitaciones que la escritora se ha impuesto hay no obstante fluidez y una gama de posibilidades. Note que el pasaje comienza con una observación panorámica (Las diez, residentes, rutina) y pasa luego a un enfoque más cerrado, con una visión todavía exterior de Jane (sentada en la cocina), antes de introducirse en su mente. La frase "Trató de recordar" da cuenta de manera relativamente factual de sus procesos mentales; en cambio con la siguiente oración "¿Cuándo había empezado, exactamente?" ya estamos dentro de la mente de Jane, oyendo la pregunta que se hace a sí misma.

Aunque parece restringida esta forma usual de omnisciencia limitada (información objetiva, más una consciencia), dadas todas las posibilidades de la omnisciencia dispone no obstante de una libertad que ningún ser humano posee. En la vida cotidiana uno tiene acceso total a una sola mente, la propia, y al mismo tiempo uno es la única persona a la que no se puede observar desde el exterior. Como escritor puede usted hacer lo que ningún ser humano puede: estar simultáneamente dentro y fuera de un personaje determinado. A esto se refiere E.M. Forster en Aspectos de la novela como "la diferencia fundamental entre la gente común y los personajes de las novelas":

En la vida diaria nunca nos comprendemos uno al otro, ni existe la clarividencia plena ni la confesión total. Sabemos del otro por aproximación, por tanteos, por signos externos, y eso basta para la vida social e incluso para la vida íntima. Pero la gente en las novelas puede ser comprendida totalmente por el lector, si así lo desea el novelista; su intimidad puede ser exhibida lo mismo que su vida interior. Y por esa razón a menudo nos parecen mejor definidos que los personajes de la Historia, nos parecen incluso conocidos nuestros.

El narrador objetivo. A veces el novelista o el cuentista no desea mostrar más que los signos externos. El narrador objetivo no es omnisciente sino impersonal. Cuando escribe como narrador objetivo restringe usted su conocimiento a los hechos que cualquier persona puede observar, a los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. En el cuento "Colinas como elefantes blancos" Ernest Hemingway nos informa lo que dice y hace una pareja que disputa, sin revelar directamente sus pensamientos y, al mismo tiempo, sin hacer ningún comentario:

El norteamericano y la muchacha que lo acompañaba ocupaban una mesa en la sombra. Hacía mucha calor y el expreso de Barcelona tardaría cuarenta minutos en llegar. Se detenía dos minutos en el empalme, y seguía hacia Madrid.

-¿Qué vamos a tomar? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero para dejarlo sobre la mesa.

-Hace mucha calor -dijo el hombre.

-Bebamos cerveza.

-Dos cervezas -dijo él, mirando la cortina.

-¿Dobles? -preguntó una mujer desde el umbral

-Sí, dobles.

La mujer desapareció con dos vasos de cerveza y dos redondeles de fieltro que colocó sobre la mesa para poner encima los vasos llenos. Luego quedó mirando al hombre y a su compañera. La muchacha no apartaba la vista de la línea de colinas. Brillaban blancas bajo el sol y el terreno era oscuro y reseco.

En el transcurso de este cuento sabremos, íntegramente por deducción, que la chica está encinta y que se siente coaccionada por el hombre para hacer un aborto. Ni la preñez ni el aborto son mencionados en ningún momento. La narración se mantiene recortada, austera y externa. ¿Qué gana Hemingway con su propósito de objetividad?

Guía al lector al descubrimiento de lo que realmente ha pasado. Los personajes evitan el tema, buscan evasivas, disimulan, pero sus verdaderas intenciones y sus pensamientos son traicionados pos sus gestos, sus reiteraciones y los deslices de su lenguaje. El lector, guiado por el autor, saca sus conclusiones, como en la vida cotidiana; así es como tenemos la satisfacción de conocer a los personajes incluso más de lo que ellos mismos se conocen.

Hemos dividido con propósitos de claridad las posibilidades de la narración en omnisciencia editorial, omnisciencia limitada y narración objetiva, pero entre los extremos de la omnisciencia editorial (conocimiento total) y la narración objetiva (sólo observación externa) las posibilidades de la omnisciencia limitada son infinitas. Como es usted quien va a escoger su voz narrativa dentro de ese rango, necesita saber que al hacerlo impone sus reglas propias y que, después de fijarlas, tiene que ceñirse a ellas. Como narrador está usted en situación parecida a la de los poetas que tienen que escoger entre el verso libre y la rima. Si el poeta escoge el soneto está obligado a rimar. Los escritores que recién empiezan muchas veces se sienten tentados de cambiar el punto de vista, cuando es innecesario y, al mismo tiempo, un fastidio.

El cuello de Leo era raspado por la tela áspera de su uniforme. Se concentró en los botones y trató de no mirar a la cara al director de la banda, quien, sin embargo, estaba más divertido que enojado.

Este es un torpe cambio de punto de vista, porque tras haber sentido el embarazo de Leo, de pronto se nos pide saltar dentro de los sentimientos del director de la banda. Puede mejorar si se pasa de la mente de Leo a su observación:

El cuello de Leo era raspado por la tela áspera de su uniforme. Se concentró en los botones y trató de no mirar a la cara al director de la banda, el cual, sin embargo, sorprendentemente estaba sonriendo.

La nueva versión es más fácil de aceptar porque nos mantiene dentro de la mente de Leo mientras observa que el director de la banda no está enojado. De paso sirve al propósito de sugerir que Leo fracasa en su intento de concentrarse en los botones, y así la confusión se destaca.

Segunda persona

Primera y tercera persona son las más comunes en la narración; la segunda persona es experimental e idiosincrásica. Pero mejor mencionarla, porque varios autores del siglo XX se han interesado en sus posibilidades.

El concepto de narrador se refiere a los modos básicos de la narración. En tercera persona todos los personajes son llamados él, ella o ellos. En primera persona el personaje que cuenta la historia se refiere a sí mismo como yo, y a los demás personajes como él, ella o ellos. La segunda persona es un modo básico del relato sólo cuando un personaje es llamado tú o usted. Si un autor omnisciente se dirige al lector como tú o usted (Recuerda que fulano estaba en tal situación al comienzo...), esto no cambia el modo básico de la narración en primera o tercera persona. Sólo cuando "tú" se convierte en personaje, en actor del drama, la novela o el cuento está en segunda persona.

En Even Cowgirls get the Blues Tom Robbins muestra ambos usos de la segunda persona:

Si puede usted abrochar su reloj pulsera a un rayo de luz su reloj seguirá caminando, pero las manecillas ya no se moverán.

Pero cuando el narrador se dirige al personaje central, Sissy Hankshaw, la narración está básicamente en segunda persona:

Tira dedo. Al comienzo tímidamente, mostrando apenas el puño, inclinándote levemente en dirección a tu soñado destino. Una ardilla corre por una rama. Le tiras dedo a la ardilla. Un arrendajo pasa volando. Tu señal va hacia abajo.

Esta narración en segunda persona tiene un efecto extraño y original: el narrador observa a Sissy, y las órdenes que le da aun así implican una relación íntima y afectiva, que nos hace más fácil introducirnos en su mente.

Tu pulgar hace la diferencia con los demás seres humanos. Empieza a sentir la presencia alrededor de tu dedo. Te sorprendería que no haya magia allí.

En este ejemplo el tú del texto se refiere a un personaje nítidamente delimitado, distinto al lector. Pero también se puede usar la segunda persona como medio de convertir al que lee en personaje, como en el cuento "Panel Game" de Robert Coover.

Te retuerces, enviciado en Lady (que te excita) y en Norteamérica (que no, pero la bendices de todos modos); sin embargo tus contorciones serán mal interpretadas: Lady amorosa levanta sus pestañas, cierra los ojos y su respiración se acelera con la excitación... El público aúlla feliz mientras tanto. ¿Y quién puede maldecirlo? Tú resígnate a pasar la prueba en paz y saluda con una sonrisa tímida, no te muevas.

Una vez más el efecto de la segunda persona es inusual y complejo.

El autor atribuye al lector características y reacciones específicas; y así -presumiendo que uno le sigue la corriente- lo va empujando más adentro y en mayor intimidad con el relato.

Es poco probable que la segunda persona se vuelva un modo mayor en la literatura, como la primera y la tercera personas; pero precisamente por eso puede usted encontrarla interesante para la experimentación. Es sorprendente y relativamente poco ensayada aun.

Primera persona

Un relato está en primera persona cuando el que habla es un personaje. El término narrador se refiere a menudo al que narra el cuento, pero, hablando estrictamente, un cuento tiene narrador sólo cuando es contado en primera persona por uno de los personajes. Puede ser el protagonista, yo que cuento mi historia, en cuyo caso se trata de un personaje narrador central. O puede ser alguien que cuenta la historia de otro, en cuyo caso es un narrador periférico.

En cualquier forma, es importante indicar desde el comienzo qué tipo de narrador usamos, de manera que se sepa quién es el protagonista del relato. Como en el primer párrafo de La soledad del corredor de fondo, de Allan Sillitoe:

En cuanto llegué a Borstal, me destinaron a corredor de fondo de cross-country. Supongo que pensarían que tenía la complexión adecuada para ello, porque era alto y flaco para mi edad (y lo sigo siendo), pero, fuese como fuere, a mí no me contrarió nada, si debo decirles la verdad, porque en mi familia siempre le hemos dado mucha importancia al correr, especialmente al correr huyendo de la policía.

La atención se entra inmediatamente aquí sobre el yo del relato, y esperamos que ese yo sea el personaje central, cuyos deseos y decisiones llevan adelante la acción. En cambio desde las primeras líneas de La declinación y caída de Daphne Finn, de Bruce Moody, es Daphne la que adquiere vida por la atención y el detalle, mientras que el narrador se establece como observador e informante del asunto:

-¿Eres realmente tú?

Alta y melodiosa, la voz descendió hacia mí desde atrás y arriba -como parece que lo haría siempre, según parece- indistinta, igual que campanadas de otro pueblo.

Incapaz de contestar negativamente, me volví en el escritorio, alcé la vista, y sonreí amargamente.

-Sí -dije sorprendido por el rostro que se asomaba sobre mi hombro, un rostro cuya belleza era evidente, sin concesiones a lo convencional.

El narrador central siempre está, como lo indica su nombre, en el centro de la acción; el narrador periférico puede estar en virtualmente cualquier otra posición que no sea el centro. Puede ser el segundo en importancia en el cuento, o no estar involucrado en la acción para nada, sino ocupar simplemente la posición de un observador. El narrador puede describirse a sí mismo con detalle, o puede ser alguien difícilmente identificable, e imparcial. Es posible incluso un narrador en primera persona del plural, como el que usa Faulkner en "Una rosa para Emily", relato que es contado por un narrador que se identifica solo como nosotros, gente del pueblo en el que tiene lugar la acción.

Es cosa aceptada, y lógica, que el narrador puede ser central o periférico, personaje que cuenta su propia historia o alguien que cuenta la de algún otro. Sin embargo, el crítico y editor norteamericano Rust Hill, en su libro Writing in general and the Short Story in particular, plantea interesantes observaciones al respecto. Según Hill, el punto de vista falla cada vez que nuestra percepción de lo que sucede en el curso de la historia es diferente de la del personaje que cambió con la historia, o soporta la acción. Incluso si el narrador parece un observador periférico y la historia se refiere a otro, es realmente el narrador el que ha cambiado, y debe serlo, para que nos sintamos satisfechos en nuestra identificación emotiva con él.

Creo que siempre pasa esto en los relatos de mayor éxito; o bien el personaje que sufre los cambios con la acción es el que lleva el punto de vista, o, quienquiera que sea, el personaje que lleva el punto de vista se convierte en el personaje que cambia con las acciones. Llámenlo la ley de Hill.

Por supuesto, esta opinión nos obliga a deshacernos del valioso concepto de narrador periférico. Hill usa los conocidos caos de El gran Gatsby y Corazón de las tinieblas para ejemplificar lo que sostiene. En el primer caso Nick Carraway es un personaje testigo que nos cuenta la historia de Jay Gatsby, pero, al final de la historia, es la vida de Nick la que cambia con todo aquello que ha observado.

En el segundo ejemplo Marlow nos cuenta la historia de Kurtz, el buscador de marfil; incluso nos advierte: "No quiero aburrirlos con lo que a mí personalmente me sucedió". Al final de la novela Kurtz (al igual que Gatsby) es asesinado, pero no es la muerte de Kurtz la que más nos afecta, sino lo que ha aprendido Marlow personalmente de Kurtz y de su muerte. Lo mismo se puede decir de La declinación y caída de Daphne Finn: el foco de la acción está en Daphne, pero el dolor, la pasión y el fracaso los pone su biógrafo. Incluso en "Una rosa para Emily", donde el narrador es un nosotros colectivo, es el impacto implícito de Miss Emily sobre la población el que nosotros compartimos. Como tendemos a identificarnos con aquel a través del cual percibimos la historia, nos conmueve su percepción, incluso si la acción más fuerte de la historia está en otro lugar; a menudo es el mismo acto de observar el que produce la epifanía.

Hay que reconocer que un narrador en primera persona tiene todas las limitaciones de un ser humano, y que no puede por tanto ser omnisciente. Está obligado a informar sólo lo que sabe. E incluso aunque el narrador interprete efectivamente las acciones, haga sentencias o prevea el futuro, siguen siendo opiniones de un ser humano falible; no estamos obligados a aceptarlas, como lo estamos en el caso de las interpretaciones, verdades y predicciones del narrador omnisciente. Si quiere usted que aceptemos el mundo del narrador lo más difícil, la piedra de toque de la narración, consiste en convencernos a los lectores que confiemos y creamos en su narrador. Por lo contrario si su propósito fundamental consiste en que rechacemos las opiniones del narrador y nos formemos unas propias, se trata de un narrador no fiable.

¿A QUIÉN?

La mayoría de relatos están dirigidos a esa convención literaria que llamamos el lector. Cuando abrimos un libro estamos aceptando tácitamente el rol de miembros de un auditorio impreciso de lectores. Si el relato comienza diciendo "Mis padres fueron un borracho y una analfabeta; nací en las ciénagas de turba de Galwall durante la Gran Hambruna de la Papa", no nos alarmamos en absoluto. No nos colocamos al frente de ese desfalleciente irlandés que ha cruzado el Atlántico para hacernos sus confesiones, ni le increpamos ¿Por qué me viene a mí con todo esto?

Note que el concepto tradicional del lector presume la universalidad del público. La mayor parte de los cuentos no se dirige a determinado sector o periodo de la humanidad, ni permiten diferenciar entre lector y autor; se presupone que quien quiera lea el cuento puede llegar más o menos a la misma idea que su autor tiene del lector. De hecho la mayoría de escritores, aunque no lo reconozcan en el texto ni lo admitan, se dirigen a alguien que podría ser más o menos del mismo nivel de inteligencia que ellos. El autor de una novela romántica gótica se dirige a un lector genérico, pero sabiendo que su público ya está acostumbrado a la repetición de una fórmula, y que espera ciertos hechos: una amante rica, una heroína virtuosa, una casa amenazadora, vestuario colorido. La noción de cuento de New Yorker es ligeramente menos convencional: se podría decir que es lo que el autor nota que los editores notan que es lo que quieren los lectores del New Yorker. Cualquier persona que escribe algo que parece literatura asume el hecho de que sus lectores acostumbran leer, lo cual sólo es cierto para la mitad del género humano. Mi madre, fastidiada con las dificultades de mi estilo, acostumbraba recomendarme que escribiera para las masas, refiriéndose a los lectores del Selecciones que según ella necesitan afecto y distracción. Yo solía considerar su meta demasiado estrecha, hasta que me di cuenta de que mi propia meta, ser universal, era incluso más limitante: miraba a mis lectores como la gente que no leerá jamás el Selecciones.

No obstante, el supuesto más común de quien narra el relato, sea autor omnisciente o personaje-narrador, es que el lector es alguien tan convencible y entretenible como cualquier otro, y que el relato no necesita una justificación.

Pero hay varias excepciones a esta tendencia, que se pueden usar para implicar dentro del drama al narratario de la historia. El narrador puede dirigirse al lector, pero señalándole ciertos rasgos específicos que nosotros, los lectores reales, debemos aceptar para poder compartir la ficción. Los novelistas del siglo XIX acostumbraban dirigirse "A ti, amable lector, querido lector", etc., y esta pequeñísima caracterización era la manera de comprometer la comprensión mutua. En La soledad del corredor de fondo de Allan Sillitoe, el narrador divide el mundo en nosotros y ustedes. Nosotros, el narrador y los de su clase, son los marginales, los que viven por medios ilegales; mientras que ustedes son, por lo contrario, los que respetan la ley, los prósperos, los educados pero aburridos. Citemos nuevamente La soledad...

Supongo que esto les hará reír a ustedes, que yo digo que el gobernador es un canalla estúpido, cuando se da el caso de que yo apenas sé escribir y él sabe leer y escribir y sumar como un profesor. Pero lo que yo digo es la pura verdad. Él es estúpido, y yo no, porque yo sé ver mejor lo que hay dentro de los de su clase que lo que él ve que hay dentro de la mía.

La alusión más clara en este párrafo es que el narrador puede ver mejor dentro de nosotros los lectores que lo que nosotros vemos en quienes son como él; y gran parte de la ironía que se desprende del cuento se basa en el hecho de que mientras más simpatizamos y nos identificamos con el narrador, más aceptamos su condena de nosotros.

A otro personaje

Más específicamente, la historia puede estar contada a otro u otros personajes, en cuyo caso los lectores somos una especie de mirones; el que cuenta no nos reconoce ni por suposición. Así como narrador-autor que cuenta la historia en tercera persona es teóricamente más impersonal que el personaje que cuenta mi historia en primera persona, el lector es teóricamente un receptor más impersonal que cualquiera de los personajes del cuento. He dicho teóricamente porque, sobre todo tratándose del Punto de vista, más que de ningún otro elemento de la estructura narrativa, cualquier regla que se trate de imponer parece más la invitación a violarla hecha a un autor creativo.

En la novela o cuento epistolar, la narración consiste íntegramente de cartas escritas por un personaje para otro.

Yo, Mukhail Ivanokov, maestro del mesón de la aldea de Ilba en la República Soviética de Ucrania, le saludo y pido clemencia, Charles Ashland, comerciante petrolero de Titusville, Estados Unidos. Estrecho su mano.

O la convención puede ser un monólogo, dicho en voz alta por un personaje, para otro personaje:

¿Me permitiría, Monsieur, ofrecerle mis servicios? Si no le molesto, naturalmente. Mucho temo que ni pueda usted hacerse entender por ese estimable gorila que maneja este bar. No habla más que holandés. Y si usted no me permite ayudarle, nunca comprenderá que desea usted un gin.

(Albert Camus, La caída)

Una vez más las posibilidades son infinitas; el narrador puede hacer una confesión íntima a un amigo, a una amante, o puede presentar el caso ante los tribunales o ante un grupo de personas; puede estar escribiendo un informe muy técnico sobre la situación asistencial, adecuado para ocultar sus propios sentimientos; puede estar exprimiendo su corazón en una carta que él sabe que nunca enviará.

En cualquier caso, la convención adoptada siempre será contraria que cuando se cuenta la historia al lector. El oyente, al igual que el narrador, está inmerso en la acción; la convención no dice lo que son los lectores, sino lo que no son: somos espías, con toda la ambigua intimidad que esto supone.

 

 

 

PREPARACIÓN DE “EL NOMBRE DE LA ROSA”

 

Umberto Eco. Tomado de Letralia

http://webs.ono.com/libroteca/umbertoeco.htm

 

 

Considero que para contar lo primero que hace falta es construirse  un mundo lo más amueblado posible, hasta los últimos detalles. Si construyese un  río, dos orillas, si en la orilla izquierda pusiera un pescador, si a ese  pescador lo dotase de un carácter irascible y de un certificado de penales poco  limpio, entonces podría empezar a escribir, traduciendo en palabras lo que no  puede no suceder. ¿qué hace un pescador? Pesca, y ya tenemos toda  una secuencia  más o menos inevitable de gestos. ¿Y qué sucede después? Hay peces que pican, o  no los hay. Si los hay, el pescador los pesca y luego regresa contento a casa.

Fin de la historia. Si no los hay, puesto que es irascible, quizá se ponga  rabioso. Quizá rompa la caña de pescar. No es mucho, pero ya es un bosquejo. Sin  embargo, hay un proverbio indio que dice: "Siéntate a la orilla del río y  espera, el cadáver de tu enemigo no tardará en pasar". ¿Y si la corriente  transportase un cadáver, posibilidad contenida en el campo intertextual del río?

No olvidemos que mi pescador tiene un certificado de penales sucio. ¿Correrá el  riesgo de meterse en líos? ¿Qué hará? ¿Huirá, se hará el que no ve el cadáver?  ¿Tendrá la conciencia sucia porque, a; fin y al cabo, es el cadáver del hombre  que odiaba? Irascible como es, ¿Montará en cólera por no haber podido consumar  él mismo la anhelada venganza? Ya lo veis, Ha bastado amueblar apenas nuestro  mundo para que se perfile una historia. Y también un estilo, porque un pescador  que pesca debería imponerme un ritmo narrativo lento, fluvial, acompasado a su  espera, que debería ser paciente, pero también a los arrebato de su impaciente  iracundia. La cuestión es construir el mundo, las palabras vendrán casi por sí  solas. 

 

El primer año de trabajo de la novela estuvo dedicado a la construcción  del mundo. Extensos registros de todos los libros que podían encontrarse en una  biblioteca medieval. Listas de nombres y fichas censales de muchos personajes,  muchos de ellos excluidos luego de la historia. Porque también tenía que saber  quiénes eran los monjes que no aparecen en el libro: no era necesario que el  lector los conociese, pero yo debía conocerlos. ¿Quién dijo que la narrativa  debe hacerle la competencia al Registro Civil? Pero quizá también deba hacérsela  a la Asesoría de Urbanismo. De allí las extensas investigaciones  arquitectónicas, con fotos y planos de la enciclopedia de la arquitectura, para  determinar la planta de la abadía, las distancias, hasta la cantidad de peldaños  que hay en una escalera de caracol. En cierta ocasión, Marco Ferreri me dijo que  mis diálogos son cinematográficos porque duran el tiempo justo. No podía ser de  otro modo, porque, cuando dos de mis personajes hablan mientras iban del  refectorio al claustro, yo escribía mirando el plano y cuando llegaban dejaban  de hablar.

       

Para poder inventar libremente hay que ponerse límites. En poesía los  límites pueden proceder del pie, del verso, de la rima, de lo que los  contemporáneos han llamado respirar con el oído... En narrativa los límites  proceden del mundo subyacente. Y esto no tiene nada que ver con el realismo,  aunque explique también el realismo. Puede construirse un mundo totalmente  irreal, donde los asnos vuelen y las princesas resuciten con un beso: pero ese  mundo puramente posible e irreal deben existir según unas estructuras  previamente definidas, hay que saber si es un mundo en el que una princesa puede  resucitar sólo con el beso de un príncipe o también con el de una hechicera, o  si el beso de una princesa sólo vuelve a transformar en príncipes a los sapos o,  por ejemplo, también a los armadillos. 

      

También la Historia formaba parte de mi mundo. Por eso leí y releí tantas  crónicas medievales, y al leerlas me di cuenta de que la novela  debía contener  elementos que al comienzo ni siquiera había rozado con la imaginación, como las  luchas en torno a la pobreza o los procesos inquisitoriales contra los  Fraticelli.

      

Por ejemplo, ¿por qué en mi libro aparecen los Fraticelli del siglo XII?

Si debía escribir una historia medieval, hubiese tenido que situarla en el siglo

XIII, o en el XII, que conocía mejor que el XIV. Pero necesitaba un detective, a  ser posible inglés, dotado de un gran sentido de la observación y una  sensibilidad especial para la interpretación de los indicios. Cualidades que  sólo se encontraban dentro del ámbito franciscano, y con posterioridad a Roger  Baccon. Además, sólo en los occamistas encontramos una teoría desarrollada de  los signos; mejor dicho, ya existía antes, pero entonces la interpretación de  los signos era de tipo simbólico o bien tendía a leer en ellos la presencia de  las ideas y los universales. Sólo en Bacon y en Occam los signos se usan para  abordar el conocimiento de los individuos. Por tanto, debía situar la historia  en el sigbo XIV, aunque me incordiase, porque me costaba moverme en esa época.

De allí nuevas lecturas y el conocimiento de que un franciscano del siglo XIV,  aunque fuera inglés, no podía ignorar la querella sobre la pobreza sobre todo si  era amigo o seguidor o conocido de Occam. Dicho sea de paso, al principio decidí  que el detective fuese el propio Occam, pero después renuncié, porque la persona  de Venerabilis Inceptor me inspira antipatía. 

      

Pero, ¿por qué todo sucede a finales del mes de noviembre de 1327? Porque  en diciembre Michele da Cesena ya se encuentra en Aviñón. En esto consiste  amueblar un mundo en una novela histórica: algunos elementos, como la cantidad  de peldaños, dependen de una decisión del autor; otros, como los movimientos de  Michele, dependen del mundo real, que, por ventura, en este tipo de novelas  viene a coincidir con el mundo posible de la narración. 

      

Pero noviembre era demasiado pronto. En efecto, también necesitaba matar un  cerdo. ¿Por qué? Muy sencillo: para meter un cadáver cabeza abajo en una tinaja  llena de sangre. ¿Por qué necesitaba hacerlo? Porque la segunda trompeta del  Apocalipsis anuncia que... El Apocalipsis era intocable porque formaba parte del  mundo. Pues bien, sucede que los cerdos, como averigüé,  se matan cuando hace  frío, y noviembre podía ser demasiado pronto. Salvo que situase la abadía en la  montaña, de forma que ya hubiera nieve. Si no, mi historia hubiese podido  desarrollarse en la llanura, en Pomposa o en Conques. 

      

El mundo construido es el que nos dirá cómo debe proseguir la historia.

Todos me preguntan por qué mi Jorge evoca, por el nombre, a Borges, y por qué  Borjes es tan malvado. No lo sé. Quería un ciego que custodiase una biblioteca,  me parecía una buena idea narrativa, y biblioteca más ciego sólo puede dar  Borges, también porque las deudas se pagan. Y, además, la influencia del  Apocalipsis sobre todo el medioevo se ejerce a través de los comentarios y  miniaturas españolas. Pero cuando puse a Jorge en la biblioteca aún no sabía que  el asesino era él. Por decirlo así, todo lo hizo él solo. Que no se piense que  ésta es una posición idealistas, como si dijese que los personajes tienen vida propia y que el autor, como un medium, los hace actuar siguiendo sus propias sugerencias. Tonterías que pueden figurar entre los temas de un examen de ingreso a la universidad. Lo que sucede, en cambio, es que les personajes están obligados a actuar según las leyes del mundo en que viven. O sea que el narrador es prisionero de sus propias decisiones iniciales.

      

Otra historia curiosa fue la del laberinto. Todos los laberintos que conocía, y tenía a mi disposición el bello estudio de Santarcangeli, eran laberintos al aire libre. Los había bastante complicados y llenos de circunloquios. Pero yo necesitaba un laberinto cerrado. ¿Habéis visto alguna vez una biblioteca al aire libre? Y si el laberinto era demasiado complicado, con muchos pasillos y salas internas, la aireación sería insuficiente. Y para alimentar el incendio se necesitaba una buena aireación. Eso sí lo tenía claro: Al final el Edificio debía arder; Pero también por razones cosmológico-históricas: en el medioevo las catedrales y los conventos ardían como cerillas; imaginar una historia medieval sin incendio es como imaginar una película de guerra en el Pacífico sin un avión de caza que se precipita envuelto en llamas.

Así fue como durante dos o tres meses me dediqué a construir un laberinto idóneo, y al final tuve que añadirle troneras, porque si no, el aire hubiese seguido siendo insuficiente.

 

 

 

NIVELES DE ESTUDIO DE LA LENGUA

 

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o   MORFOLOGIA

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Ø  Nivel Semántico

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 v  Niveles Interdisciplinarios de la Lingüística

 

Ø  ADQUISICIÓN DEL LENGUAJE

Ø  ANÁLISIS CRÍTICO DEL DISCURSO

Ø  ANTROPOLOGÍA LINGÜÍSTICA

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Ø  USO DEL LENGUAJE

 

 

     

    Actualizado el 25/11/2009          Eres el visitante número                ¡En serio! Eres el número         

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