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EL OFICIO DE LIBRERO
A Katyna Henríquez
Consalvi,
Maestra librera.
Funciones del librero
Las funciones del librero (2)
El comercio insólito de
los libros
Librero: ¿gerente, filósofo, obrero o gourmet?
A Katyna Henríquez Consalvi,
Maestra librera.
Ricardo Ramírez (Libreria El
Buscón)
"El oficio de librero es una pasión de la memoria. Dije pasión. Es difícil para
muchos reconocer su presencia entre páginas de libros, anaqueles repletos,
carátulas. En el principio fue la acción, escribió Goethe. La acción radica
también en el verbo y sus alrededores. En cada letra de cada alfabeto cruzando
páginas, construyendo sus torres y emboscadas, maquinando acciones y batallas.
Aún así, las preguntas surgen: ¿para qué recordar fechas, ediciones viejas,
publicaciones guardadas en el olvido, libros que pasaron como un rayo marcando
el tiempo? Algunos lo llaman amor por el oficio. Otros entienden que así como es
un oficio, es un negocio y pone el pan en la mesa. Me gusta conciliar ambas
visiones e imagino una forma menos amarga de ganarse la vida que aquella de “
con el sudor de tu frente...”.
El librero es ángel y demonio. Es, más que un vendedor, un tentador. Lleva a
quien pide un libro a sucumbir ante los encantos del mismo, o incluso a
rechazarlo. El librero de verdad le recuerda a todo cliente que existe el libre
albedrío, pero que su consejo es mejor que este. Como en antaño, prueba aquello
que el rey comerá, y acepta bocados de cardenales y venenos. Con soberano
background, cómo es posible que alguien dude de su consejo. Los hay. Somos
humanos. Sólo nosotros nos golpeamos con la misma piedra.
Debe entenderse que hay una erótica en el oficio. La relación entre un librero y
los libros, aquello que ofrecen (conocimientos, etc), es una relación de trato
carnal. Nada de pendejadas platónicas. El libro debe ser leído, revisado, olido.
Porque hay algo que no debe olvidarse: un librero no es un bibliotecario. Con el
debido respeto a ellos, la relación con los textos no es aséptica ni
distanciada. Una librería no es un servicio a la comunidad, es un servicio al
individuo, que nace del amor y que solo si se siente, el trato y la sonrisa a
quien se atiende son ciertos y valederos".
Lo que el librero nunca le contará
Aunque es costumbre de la
Casa no aceptar consejos y tampoco darlos, por esta vez vamos a hacer una
excepción. Lo cierto es que es extraño que todavía no se haya publicado un
manual de cortesanía o de etiqueta y decoro social, para que usted aprenda,
exactamente, cómo debe tratar a su librero. Intentaremos, en la medida de lo
posible, llenar este inexplicable vacío.
Primera norma: debe
tratarlo con la generosidad de un príncipe napolitano. Efectivamente, estas
librerías que usted conoce (sabe de lo que estoy hablando –pequeños escaparates
que exhiben libros sorprendentemente convencionales, escritorios de madera y
estanterías en roble claro; alfombras y moquetas y, en ocasiones, parqués;
atmósferas más privadas que acogedoras; y clientes que afirman, en un tono de
voz demasiado alto, su intransigencia respecto a un centímetro menos de margen-)
estas librerías, y siento desengañarle si alguna vez fue tan ingenuo como para
creer otra cosa, no son entrada, si no barrera, frontera y tierra de nadie
diseñada, precisamente, para impedir que usted encuentre lo que busca. Atravesar
este campo minado de libros, digamos, “normales” no va a resultarle demasiado
fácil.
Segunda norma: al librero,
generalmente, no le interesa el dinero y, por lo tanto, le molesta, e incluso le
repugna, hablar de precio. Regatear, entonces, podría ser un error fatal. A no
ser que usted sea masoquista y, verdaderamente, le guste que le traten mal, le
recomiendo encarecidamente que no lo haga. Un comentario desafortunado en este
sentido le invalidará inmediatamente como posible cliente. El resultado es que
nunca encontrará lo que busca y el librero se complacerá en hacerle pagar caros
los deshechos que había pensado regalar a la biblioteca de un hospicio. Tampoco
será extraño que, tras escribir cuidadosamente su nombre, si dirección y el
libro que busca, tire el papel a la basura antes que usted haya salido de la
librería. Recuerde a Ramón Gómez de la Serna “Intentar ahorrar a toda costa es
una de las cosas que más envejece”.
Tercera norma: el librero
no tiene, a diferencia de un vendedor de aspiradoras, clientes. Tiene amigos y
enemigos. Le conviene ser amigo suyo. No le pregunte nunca como va el negocio
(ni esto es negocio, ni puede ir nunca bien), por su familia (el gremio tiene
una altísima tasa de divorcios), ni de donde ha sacado los libros (eso se cuenta
sólo a la Guardia Civil y cuando no queda otro remedio), ni por qué se dedicó a
esto (es algo que el librero se cuestiona todos los días de su vida), ni ninguna
otra pregunta idiota. Si usted quiere ganar su amistad le recomiendo regarle una
Montblanc de gama media, unas chuletas de cordero lechal o una simple llamada
telefónica el día de su santo. Tener un amigo librero es una magnífica
inversión, usted no se puede imaginar a la gente que conoce, ni todo lo que
puede conseguir con una carta.
Cuarta norma: el librero,
aunque sea por capilaridad, sabe bastante más que usted. No le explique que ese
libro ya lo leyó usted en el año 62. Sea humilde y recuerde esa noble
inscripción de la Alhambra de Granada “Si me dices que no sabes, te enseñaré
hasta que sepas. Si me dices que sabes, te preguntaré hasta que no sepas”.
Quinta y penúltima norma:
en la medida de lo posible no nos toque las pelotas. Hacemos, para conseguirle
un libro, cosas que no se podrían comentar en un colegio. Respete nuestro
trabajo. Somos algo más que una máquina donde usted echa el dinero y salen los
libros. Tenemos nuestro corazoncito como todo el mundo.
Corolario: la paciencia del
librero, como la provincia de Cuenca, tiene límites.
Funciones del librero
Orientar al lector, mantener el nivel sociocultural de su
entorno, crear el contacto entre el pensamiento y los lectores; estimular la
curiosidad; sugerir lecturas, invitar a la formación de nuevos lectores; vender
y mantenerse; crear empleo estable y decente, impulsar la lectura y la belleza;
ser el primer interlocutor entre la sociedad y el mundo editorial, y ejercer el
papel de barómetro cultural y literario, además de vender libros, claro.
Jordi Nadal y Paco García, Libros
o velocidad ; Fondo de Cultura Económica, pag. 57
Las funciones del librero (2)
Se me ocurren unas cuantas
funciones del librero del futuro que van a permitir hacer frente con dignidad y
perdurabilidad a ese tercer azote (Internet):
1. La función informadora. Se trata de tener todas las bases de datos
necesarias, o su acceso on-line
2. La función recomendadota. Se
trata de trasmitir el saber conspicuo y creíble sobre los contenidos de los
libros, que se aprende con el amor y la experiencia
.3. La función de encuentro. La
librería palpable será siempre un lugar de reunión de gentes y de cruce
esporádico de personas.
4. La función cultural. Se trata
de tener una postura activa en la difusión de la cultura y el pensamiento
5. La función civilizatoria. En
los tiempos que corren hay que fomentar los valores de no violencia,
solidaridad, sabiduría y frugalidad
6. La función de resistencia. Los
huecos están ahí, pero es necesario ocuparlos
7. La función endógena. La empresa
cultural librera debe incardinarse en su medio social
8. La función de etnodiversidad.
Hay que fomentar las lenguas y culturas locales y mantener libros de fondo
9. La función de servicio
polivalente. La librería palpable tiene en su mano proporcionar todos los
servicios, incluidos los virtuales.
10. La función corporal.
Propiciamos el poder tocarnos, en estos tiempos de virtualidad y rechazo
11. La función laboral. Tenemos
los medios para dignificar el trabajo
12. La función empresarial.
Podemos representar polos de fomento en la escala humana
13. La función poética. Podemos
seguir repartiendo sueños.
Francisco Puche Vergara
Un librero en apuros. Memorial de afanes y quebrantos (pag.
102-103)
RESONOCO
El comercio insólito de los libros (1)
Juan
Domingo Argüelles
LOS LIBROS
No se equivocaba el historiador
alemán Félix Dahn cuando afirmaba que la tarea más ardua que puede emprenderse
es la de vender un libro. En todo caso, vale la pena insistir en esto que,
aunque sabido, no siempre se pondera lo suficiente: "Las librerías suelen ser un
negocio de baja rentabilidad y de muy altas exigencias, tanto culturales como
financieras", tal como lo afirman Giorgio Brunetti, Umberto Collesei, Tiziano
Vescovi y Ugo Sòstero en el excelente volumen La librería como negocio (México,
Fondo de Cultura Económica, 2004).
En efecto, la librería como negocio exige ciertas condiciones y formalidades que
no deben soslayarse, como tampoco debe olvidarse que, además de negocio, la
librería es un centro irradiador de cultura que, no por ello, queda libre de la
exigencia de ser, en mayor o menor medida, redituable.
Los autores del libro citado son enfáticos al insistir en que la rentabilidad de
una librería no es asunto de menor importancia, pues sin ella es imposible que
se alcancen los objetivos de estabilidad y autonomía. Dicho de otro modo, en
palabras de Brunetti, Collesei, Vescovi y Sòstero: "Como todas las empresas, la
librería no puede ser un hecho esporádico, temporal. Abrir o adquirir una
librería en una ciudad es muy distinto de poner, ocasionalmente, un puesto de
venta de libros en una feria. En el primer caso se constituye una organización
destinada a durar en el tiempo; en el segundo, por el contrario, se trata de una
actividad ocasional, a menos que constituya una actividad de comercio ambulante
con características de continuidad."
Tampoco debe soslayarse que los
libros están entre las mercancías menos mercantiles, si esto es posible decirlo
así, y que quienes los venden están entre los comerciantes más excepcionales.
Todo ello por el escaso aprecio social e individual que se concede al libro en
comparación con otros bienes de consumo.
El oficio de librero no sólo es un
oficio especializado, sino sobre todo especializado en minorías más o menos
ilustradas. En países donde, por ejemplo, el analfabetismo funcional es grande,
abrir una librería es un negocio de alto riesgo para cualquiera que emprenda tal
aventura. En estas circunstancias, el libro no posee un valor significativo más
que para un muy reducido número de personas; tal es la clientela real y
potencial de una librería en medios analfabetos.
Si un comerciante tiene como
principal propósito el de hacerse rico de la manera más fácil y rápida, es
seguro que no pensará dedicarse a vender libros. Quienes piensan decididamente
en ocuparse de la venta de esta mercancía, también excepcional, es porque
encuentran en el libro todos los atributos intelectuales y espirituales que a
los demás comerciantes, probablemente, les tienen sin cuidado. En el alma de
todo buen librero habita, casi con seguridad, el espíritu de un lector.
¿Pero cómo y dónde inició esta
aventura de vender libros en vez de dedicar el tiempo a hacer dinero de una
manera más segura, menos azarosa? Inició en el mismo ámbito de los que gustaban
de los libros y que deseaban compartir con otros los objetos de su deseo: entre
autores, encuadernadores, copistas y amanuenses que se hicieron, también,
vendedores. Es así, en realidad, como nació el oficio, la profesión de librero.
OFICIO DE LIBRERO
En su Historia del libro (México,
Siglo XXI, 2002), Albert Labarre señala que este oficio, ya como tal, se
desarrollará sobre todo a partir de la invención de la imprenta, y lo documenta
del siguiente modo: "La multiplicación de los libros impresos trajo consigo a lo
largo del siglo XVI un aumento de los lugares de venta. De ser escasos en la
época de los manuscritos, los libreros pasan a ser más numerosos. Después de
1550 se ve incluso a los comerciantes merceros vendiendo, entre mercancías muy
diversas, libros de Horas a bajo precio y folletines de unas cuantas páginas que
relatan noticias sensacionales o sucesos prodigiosos."
Todo esto como una señal de la
divulgación y popularización del libro, opuestas al ámbito hermético de los
clérigos, que es donde se concentraban mayormente, hasta entonces, el uso y el
disfrute del libro.
Añade Labarre: "La primera clientela del libro impreso seguía siendo la misma
del manuscrito: personas que sabían leer o que necesitaban el libro. Sin
embargo, la imprenta les permitió adquirir mayor cantidad de libros y las
bibliotecas se volvieron más amplias y más variadas. Pero la divulgación del
libro acarrea también una ampliación de su público. Penetra el estrato de la
burguesía de comerciantes, entre quienes se podían encontrar opúsculos de
piedad, novelas de caballería, crónica, textos de medicina popular. Los mismos
artesanos se acercan al libro por razones prácticas, orfebres, vidrieros,
iluminadores, pintores, fabricantes de cofres, carpinteros, albañiles, armeros
poseen obras de "portraiture" que son compilaciones de modelos, pero también
obras ilustradas que sirven para darles el mismo uso. Finalmente, el libro, si
bien no precisamente se extendió, por lo menos se introdujo a las clases
populares.
Aun entonces, los libreros podían
ser, al mismo tiempo, los escribientes, impresores y maestros de diverso oficio
que mantenían una estrecha relación con el libro. Tuvieron que pasar muchos años
para que la profesión de librero se especializara en aquel que vendía los libros
-dentro de un establecimiento concebido ex profeso-, sin necesariamente haberlos
escrito, impreso o publicado.
A decir de Labarre, "como nuevo
oficio, la imprenta no se integró de un solo golpe dentro de un marco
preestablecido, pero su extensión la hizo entrar en relación con los antiguos
oficios del libro: copistas (se les llamaba entonces escribientes), iluminadores
y libreros pasaron progresivamente de la fabricación y el tráfico de los
manuscritos al comercio del libro impreso".
En su Historia social de la literatura y el arte (Madrid, Debate, 1998), Arnold
Hauser asegura que hacia la mitad del siglo XVII el número de lectores crece a
ojos vistas; entonces, "aparecen cada vez más libros, que, a juzgar por la
prosperidad del negocio de librería, debieron de encontrar compradores. Hacia el
fin de siglo la lectura es ya una necesidad vital para las clases superiores, y
la posesión de libros es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan
natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding".
Gabriel Zaid ha definido extraordinariamente los atributos ideales de un
librero. Un librero, como todos los lectores quisiéramos hallarlo, es aquel "que
sabe provocar encuentros felices con una sabia mezcla de adivino, maestro y
comerciante". Justamente el ideal que es cada vez más difícil encontrar, el
dueño de un oficio que ha ido desapareciendo conforme han ido cerrando las
pequeñas librerías para dejar su lugar a las amplias librerías de cadena, los
grandes almacenes, los supermercados y, en general, las extensas superficies de
venta de libros que ya no necesitan ni de un adivino ni de un maestro, sino tan
sólo de un administrador a quien los encuentros felices del lector con el libro
ni le van ni le vienen, en tanto agote sus existencias de los libros de flujo
rápido que pasan por las mesas y por las cajas, del modo más veloz, para
convertirse en ganancias.
MERCADO DE LIBROS
Acerca de la paulatina
desaparición de las librerías independientes en todo el mundo se ha escrito
bastante últimamente, y con no poca preocupación desde el punto de vista
cultural. Alguien que sabe mucho de esto es Jason Epstein, uno de los más
importantes editores del siglo XX, creador de Anchor Books, fundador de The New
York Review of Books y, durante muchos años, director editorial de Random House.
A él se debe una buena parte de la denominada revolución del libro en rústica,
que puso en manos de un gran número de lectores obras de calidad.
En La industria del libro: Pasado,
presente y futuro de la edición (Barcelona, Anagrama, 2002), Epstein lamenta
que, en casi todo el mundo, "las cadenas de librerías que ofrecen drásticos
descuentos en títulos populares, han obligado a cerrar a centenares de librerías
independientes". Y todo ello ha venido ocurriendo, dice, en un tiempo en el que
"la edición de libros se ha desviado de su verdadera naturaleza cultural, y ha
adoptado la actitud de un negocio como cualquier otro, bajo el dictado de unas
condiciones de mercado poco favorables y los despropósitos de unos directivos
que desconocen el medio".
Frente a estas condiciones de mercado desfavorables y en medio de estos
despropósitos editoriales, lo que mayormente está en vías de extinción, junto
con la pequeña librería tradicional de barrio, no es el librero en general, sino
el librero romántico que proviene, muchas veces, de una larga tradición
familiar. Muchos de estos libreros idealistas debieron cerrar las cortinas de
sus microempresas cuando la realidad económica los derrotó, hasta convencerlos,
amargamente -con la evidencia de la quiebra y la acumulación de deudas-, de que
un negocio que no deja hay que dejarlo.
La desigual competencia o más bien la imposibilidad de competir con las grandes
superficies y las prósperas cadenas libreras, que fundan su prosperidad en la
política de los amplios descuentos, ha llevado a los libreros pequeños y
medianos a cuestionar su razón de ser y, en muchas ocasiones, a replantear su
quehacer, pero en todos los casos resistiéndose a dejar de ser libreros.
En La edición sin editores: Las
grandes corporaciones y la cultura (México, Era, 2001), André Schiffrin ha
llamado la atención sobre un hecho mundial en los países donde opera e impera la
liberación del precio del libro. Advierte que las grandes cadenas libreras al
controlar la producción de novedades, exigen a los editores condiciones cada vez
más favorables, que les dan una ventaja claramente desleal sobre las pequeñas y
medianas librerías independientes.
Asegura Schiffrin que hay cadenas, como Barnes & Noble, que llegan al extremo de
exigir a los editores un dólar por ejemplar para colocar sus libros en un lugar
bien visible de la tienda. Otras "llegan incluso a pedir a los editores que
limiten las giras de sus autores a sus propias tiendas, incitándolos a no entrar
en contacto con las pequeñas librerías". El poder de estas grandes cadenas exige
derechos de exclusividad y "payola".
Entre otros muchos editores y
libreros, el escritor y editor argentino Mario Muchnik ha enfatizado la
importancia que tiene para las librerías y las casas editoras la implantación
del precio fijo o único del libro, que beneficia por igual a los grandes,
medianos y pequeños libreros; y que, además, puede beneficiar a toda la cadena
productiva del libro (incluidos los editores), pero que va en directo beneficio
sobre todo del lector. En cambio, la liberación del precio en los libros sólo
beneficia a las grandes superficies o libródromos (el término es de Muchnik)
que, en muchas ocasiones no venden únicamente libros sino también una gran
cantidad de otros productos.
Explica Muchnik que las grandes
superficies pueden ofrecer los libros a precios muy reducidos -no es raro un
veinticinco y aun un treinta y cinco por ciento de descuento-, precios que las
demás librerías (las medianas y las pequeñas) no se pueden permitir. E ilustra
este exceso, aparentemente benéfico para todos, del siguiente modo: "Aunque
parezca absurdo, una gran superficie podría prácticamente regalar los libros y
seguir haciendo pingües beneficios compensatorios con los zapatos, los tomates,
las macetas o las muñecas Barbie. Un librero pequeño, en cambio, que no ofrece
zapatos ni tomates ni macetas ni muñecas, no se puede permitir semejantes
descuentos, de manera que los clientes lo abandonan y acuden a la gran
superficie. Y si, para impedir la pérdida de clientes y la quiebra, los hiciera,
mordería hasta tal punto en su cuenta de resultados anual que en lugar de
beneficios tendría pérdidas."
Es por la falta de equidad o por la imposibilidad de competir que muchas
librerías pequeñas y medianas han cerrado en todo el mundo. Los editores también
padecen con este esquema, pues para soportar una política de grandes descuentos,
lo primero que tiene que hacer un editor (sabiendo que el gran librero le
impondrá condiciones de amplio margen para su ganancia) es multiplicar el costo
de producción en factores de ocho o de diez para llegar a un precio de venta al
público que, aun con descuentos, le permita obtener rendimientos. Todo lo cual
repercute desfavorablemente en el consumidor, es decir en el lector, pues el
precio artificial fijado por el editor, para amortiguar los descuentos que hace
a la gran librería, va de cualquier forma en detrimento del comprador
minoritario y, por supuesto, del comprador al menudeo, es decir del lector.
Aun con un descuento del
veinticinco por ciento, el libro sigue siendo más caro que si su precio fuera
real y sin descuento. El problema es que la librería mediana y la pequeña, por
la cantidad mínima de ejemplares que exhiben, no pueden imponer condiciones de
ningún tipo al editor, y el precio elevado que fija éste es el que, finalmente,
le ofrece a su clientela, que, en efecto, lo abandona y lo hace quebrar, sin
posibilidad de competencia.
La conclusión es clara: la política del libre descuento sobre el llamado precio
de tapa, únicamente beneficia a las grandes librerías de cadena y a los
almacenes que venden, entre otras cosas, libros, pues son los que tienen el
poder de poner condiciones al editor. Para Muchnik, si de reducir el precio de
los libros se trata, hay que empezar, sin demora, por adoptar el precio fijo.
PRECIO ÚNICO
Algunos se escandalizan de que en
el mercado del libre comercio se pretenda beneficiar al comprador con el precio
único (sin que se escandalicen en absoluto porque los periódicos, las revistas y
los cigarrillos, entre otros productos, tengan precio único). Se olvidan -o de
plano lo ignoran - que desde el surgimiento de la imprenta este mecanismo se
empleó sin ninguna duda. Lo que sucede es que algunos de los que se oponen al
precio fijo no han leído, por ejemplo, las primeras líneas de cualquier edición
facsimilar del Quijote, de Cervantes, que datan de 1605.
De haberlo hecho estarían
enterados que ahí, en la primera página de la obra inmortal de Cervantes, antes
de la dedicatoria y el prólogo del autor, se incluye la tasa o precio de venta
al público que era, como nos advierte el cervantista Florencio Sevilla Arroyo,
"uno de los cuatro requisitos necesarios para imprimir un libro en los Siglos de
Oro". (Los otros tres eran la aprobación o censura, el privilegio o los derechos
de autor y la fe de erratas.)
El precio fijo o único ya existía
en tiempos de Cervantes, y queda establecido del siguiente modo, respecto del
Quijote: "Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de cámara del Rey nuestro señor,
de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los
señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por
Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho libro a tres
maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que al dicho precio
monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio, en que se ha de
vender en papel; y dieron licencia para que a este precio se pueda vender, y
mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho libro, y no se pueda
vender sin ella. Y, para que dello conste, di la presente en Valladolid, a
veinte días del mes de diciembre de mil y seiscientos y cuatro años."
Y esto no fue exclusividad del
Quijote. Los que tengan curiosidad, vayan y lean: el precio fijo o único de las
Novelas ejemplares, de Cervantes, fue de 286 maravedíes, y Hernando de Vallejo,
escribano del Consejo Real, que también firmó en 1615 la tasa de la segunda
parte del Quijote (en 292 maravedíes), sentenció que "a este precio, y no más,
se venda, y que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro,
para que se sepa y entienda lo que por el se ha de pedir y llevar".
Ese mismo año, Hernando de Vallejo
también firmaría la suma de la tasa de las Ocho comedias y entremeses, de
Cervantes, a cuatro maravedíes cada uno de los sesenta y seis pliegos, para un
precio fijo y único de 264 maravedíes. Un año más tarde, en 1616, Jerónimo Núñez
de León firmaría la tasa de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, cuyo precio
fijo fue de 232 maravedíes.
No faltará quien argumente, a partir de estos datos, que la tasa del libro en
tiempos de Cervantes tenía el propósito de fijar únicamente un tope para
proteger al comprador de posibles abusos. Pero este argumento sería endeble: en
ningún lado se dice que ese precio pudiese variar a la baja, como consecuencia
de descuentos especiales. Era un precio único, y nada más, pues el precio final
del libro era resultado de la suma que producía la tasa parcial de pliegos. Y si
estos precios eran justos (sin ningún incremento oculto), no había razón para
ningún tipo de descuento.
Quienes compraron el Quijote en
1605 pagaron exactamente 290 maravedíes y medio. Los que adquirieron la segunda
parte, en 1615, pagaron por su ejemplar 292 maravedíes. Si la primera parte de
la obra maestra de Cervantes constó de ochenta y tres pliegos, a tres maravedíes
y medio, y la segunda parte tenía setenta y tres pliegos, con precio de cuatro
maravedíes cada uno, debe hacerse notar también que, en diez años, la inflación
fue insignificante: en una década, apenas medio maravedí por pliego. La historia
puede ser muy buena consejera para quien desee realmente leer en ella.
Para el caso de México, en el
ensayo "Hacia un país sin librerías" (Letras Libres, noviembre de 2006), Gabriel
Zaid advierte que "hay algo quijotesco en el empeño de sostener una librería en
un país al que no le importan las librerías".
Pero los libreros y las librerías
constituyen elementos fundamentales no únicamente en la cadena comercial del
libro, sino también y sobre todo en el desarrollo de nuestra cultura. Y habría
que hacer todos los esfuerzos que estén en nuestras manos para evitar que
desaparezcan producto de políticas erráticas que se basan tan sólo en criterios
y en dogmas del mercado. No es que el libro esté fuera de los mecanismos del
mercado, sino que desde siempre ha tenido un trato particular porque se trata,
precisamente, de una mercancía especial.
Para Epstein, la industria del
libro está muy lejos de ser un negocio convencional: "Se asemeja más a una
vocación o a un deporte de aficionados cuyo objetivo primordial es la actividad
en sí misma más que su resultado económico."
El librero en particular es,
además de un comerciante, un elemento muy importante en el desarrollo de la
cultura. En 1974, en El libro ayer, hoy y mañana (Barcelona, Salvat), Guillermo
Díaz-Plaja escribió: "El primer problema de la profesión librera es el de la
información. El cliente de una librería, que es un hombre de preocupaciones
intelectuales, entra en el establecimiento con una cierta idea previa. En su
periódico ha visto el anuncio de un libro o ha leído el comentario sobre otro
que acaba de aparecer. Es un hombre que está al día. El presunto lector, pues,
entra a comprar una obra de reciente aparición. Pero acaso no ha retenido los
elementos necesarios para localizarla. El librero debe estar en situación de
hacerlo en seguida."
Para Díaz-Plaja la profesión de
librero entraña un trabajo complejo que, en su grado más noble, desemboca en ser
"un consejero de su cliente", es decir, un asesor del lector. La misión del
librero es, pues, orientarse y orientarnos en el laberinto de los libros. En
este sentido, el librero, si hace bien su trabajo, puede ser fundamental para
que el lector llegue a la obra que desea, y resulta también decisivo, si hace
mal su trabajo, para que un lector no consiga su propósito de encontrar la obra
que busca.
A veces, incluso, un librero con
buen conocimiento de lo que vende, puede guiar la lectura de sus clientes,
aunque ésta no sea naturalmente su obligación, pues para ello está la crítica.
Y, sin embargo, no son pocos los libreros que pueden hablar, con autoridad, de
los méritos o falta de méritos de los libros que venden.
LIBROADICTOS
Lo que diré a continuación es una
perogrullada, pero lo asombroso es que mucha gente no entienda las
perogrulladas. Entonces la diré, confiando en que, para algunos, de algo puedan
servir hoy en día las perogrulladas. Ésta consiste en lo siguiente: Comprar
libros, lo mismo que leerlos, se vuelve adicción. Pero es claro que los
libroadictos, que gozan realmente la lectura, el libro y su posesión, comprarán,
a lo largo de su existencia, muchos más libros que los que realmente pueden
leer. Y los comprarán porque adquirirlos se les convierte en una necesidad, con
la esperanza de que algún día puedan leerlos. Es así como se forman las
bibliotecas particulares que luego, sin duda, tarde o temprano, beneficiarán a
muchos otros lectores. Y si comprar libros puede constituir toda una adicción,
venderlos es algo parecido. ¿Por qué ciertos libreros empecinados no cierran su
librería -tan poco rentable- y ponen, en su lugar, un expendio de hamburguesas.
Porque son libreros. Es decir, por la misma razón por la que un campesino -con
tierra escasa y poco productiva- no se hace pescador, y por la misma razón por
la que un pescador -en situación crítica- no se hace campesino. El oficio de
librero es, muchas veces, un oficio de familia que proviene de una muy noble
tradición cultural.
Por lo demás, vender libros es un arte más que un simple comercio. Aunque pueda
haber excepciones que me desmientan, creo que puedo decir que, en el caso de las
librerías llamadas independientes, sólo venden libros los que aman estos objetos
irradiadores de cultura. Y, a lo largo de la historia, los libreros han
contribuido de manera decisiva al fomento de la lectura, incluso en lugares y
circunstancias donde lo más peligroso es abrir una librería y pretender vender
libros.
Es ilustrativa, en este sentido,
la obra de la escritora y periodista noruega Asne Seierstad, El librero de Kabul
(México, Océano/Maeva, 2004), en la cual relata las venturas y desventuras del
librero afgano Sultán Khan, quien en algún momento sintetiza del siguiente modo
la tragedia de vivir en un país donde el poder está en manos de fanáticos
ideológicos y religiosos, que a fin de cuentas son lo mismo: "Primero, los
comunistas me quemaron los libros, luego los mujaidines saquearon la librería y,
finalmente, los talibán volvieron a quemar mis libros." Y, pese a todo, contra
delaciones, cárcel, hogueras y destrucciones, Sultán Kahn siguió siendo librero,
porque, como explica Seierstad, "los libros representaban la razón de ser de
Sultán; siempre había sido así desde que vio su primer libro en la escuela".
Suplemento Los libros. Semanario Universidad. 15 - 22 junio de
2007.
Librero: ¿gerente, filósofo, obrero o gourmet?
Me dejo seducir, y enredar, por la
nota que publica
Txetxu hoy en Convalor y que él titula:
Librero. ¿Detective o gastrónomo?. El título que yo le doy al mío podría ser
mucho más largo pero es que es una excelente oportunidad para comentar un poco
cómo es este "lindo" oficio de ser librero y decirlo desde dentro, desde la
experiencia personal.
El romanticismo del oficio:
Algunas de las frases que más oigo repetirse, con un suspiro, son: "Ay, esto es
lo que yo quisiera hacer más adelante", "Qué maravilla esto de tener una
librería, tienes tanto tiempo para leer". Con el tiempo uno sonríe y dice para
sus adentros "Ay, si ella (o él) supiera!". Y es que una de las cosas que habria
que hacer, por un lado, es desmitificar la imagen romántica del librero y al
mismo tiempo sensibilizar a algunos otros libreros (sobre todo a los
mega-libreros, que realmente no son tales) a hacer de las librerias espacios que
sean algo más que un supermercado de libros.
Hay alli un debate que es un
conflicto, y créanme que esto me permite reflexionar mucho desde y para lo
personal. Reflexionar en voz alta a ver si saco algo en claro. Se trata a mi
juicio de un debate entre dos perspectivas de conceptualizar al librero: el
librero (o librera) es tanto un oficio como una persona y, en ese sentido en él
confluyen (o deberían confluir) dos aspectos fundamentales: la formación y la
pasión.
El librero, además, se enfrenta a
una serie de actividades que distan mucho de ser románticas y Txetxu lo escribe
fabulosamente bien:
Quizás sería bueno que además de
las loas y las fantasías las personas que escriben, con cariño que no me cabe
duda, sobre la figura del librero también dijeran, por ejemplo, el tiempo que
supone el estar abriendo y cerrando cajas que no van a ningún sitio, la
dificultad que todavía existe para disponer de una información a medida de las
novedades de los temas que interesen a una librería, el poco interés de muchos
editores por facilitar este tipo de tareas y exigir la presencia automática de
sus novedades en los puntos de venta, la dificultad para saber en muchos casos
con exactitud el estado y situación de un libro pedido.
Es allí donde él habla del librero
detective, al cual podría agregar el librero supervisor, que es el que tiene que
estar chequeando si realmente llegaron los libros que se pidieron y si no se
vino alguno "de contrabando" que realmente no se quiere. Y aquí caigo en un
punto que resulta ser uno de los más espinosos en la relación con los
proveedores. Muchas veces los distribuidores y las editoriales actúan como si
los libreros no supieran realmente qué es lo que quieren para su librería, como
si fueran en verdad seres que viven en una burbuja y terminan mandándote lo que
ellos quieren, "porque eso es lo que se está vendiendo en todos lados". El
mercado siempre tiene la razón, de acuerdo a esa perspectiva, pero para algunos
libreros eso no es asi y persistimos en la concepción de librerías
especializadas, pequeñas, que prefieren un buen clásico a muchos best-sellers.
El librero, según los estereotipos
más clásicos es una persona sabia que tiene las respuesta acerca de todos los
libros del universo, los que se han publicado y los que se están escribiendo y
serán publicados en los próximos meses. Y algo de cierto hay en ello y allí
hablamos del tema de la formación; pero es que en el caso de los "verdaderos"
libreros el peso de la pasión es demasiado grande y es asi que el conocimiento
es un conocimiento apasionado, amoroso. A veces vender un libro es enfrentarse a
un duelo, cuando sabes que lo que est´s vendiendo es un ejemplar de una edición
que no se encontrará más, lo que te queda esperar es que llegue a las manos
justas, al lector perfecto, a aquél que sabrá valorarlo tanto como tú.
Me atrevo a decir que el oficio de
librero es un oficio hermético y no uso la palabra en su acepción de cerrado
sino en su acepción clásica de comunicación de interconexión. El librero
apasionado es aquél que cierra la librería feliz sabiendo que ha podido conectar
a un libro con un lector y viceversa y sonríe pensando en los nuevos mundos que
puede estar ayudando a crear para esa persona. Ser librero es, también, ser
maestro, docente, guía, formador.
Casi que me estoy poniendo
romántica yo también, pero la actividad de librero tiene todo un costado que
dista mucho de ser romántico. Y es el administrativo, bajar del Olimpo de las
letras a lidiar con las cajas ya mencionadas, con los reportes, las
consignaciones y las facturas puede llegar a ser un verdadero martirio. Y sin
embargo, deberíamos lograr el equilibrio entre ambos extremos. Menudo reto.
Por otro lado, y para cerrar esta
primera reflexión en torno al tema, creo que detrás de esto hay una concepción
muy particular del objeto con el cual se tratamos: el libro. Al fin y al cabo,
hemos decidido ser libreros y no bibliotecarios, con lo cual no tendríamos que
ocuparnos de la parte mercantil del oficio. La apuesta está dada.
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